Estaba todo empapado, la cordillera lanzaba brillos a la luna mientras aullaba mi pena, de soledad, silenciosa e insistente, bella y de memoria agresiva. Luna de cara invertida. La quise evocar una noche más,a mi luna, mi tierra de cobre, de cerros coloridos con mantos de tierra y bosque, de mirada lejana cansada de lo cercano y con la cercanía del que se aleja irremisiblemente. Lágrimas de Picoyo en un corazón antiguo.

Caminaba pensando por entre ese pueblito chileno al pie de los andes, San Fernando, donde llegaron los accidentados uruguayos al estrellar su vuelo en medio de unos monumentales picos nevados. Me sentía tan perdido que por un momento asemeje mi confusión a la que ellos tuvieron que sentir varios días después del accidente, sin recursos ni orientación, perdidos en ese manto blanco que más parecían un olvido que lo real. Como ellos, yo me sentía olvidado, mi realidad divagaba en una especie de sueño consciente y ya no sabia de donde procedía y a donde quería ir.

Llevaba muchos años vagando de norte a sur; Bolivia, Perú, argentina, pueblitos perdidos en el paso Pehuenche con la laguna del maule reflectando el color del cielo tan límpido y liso que pareciera un metal muy bien pulido. Casi siempre a dedo y acompañado de ella, la que me olvidaba y a la que no quería olvidar. Grandes historias de camión nos arrullaban los kilómetros infinitos cruzando atacama mientras nos nevaba y el chofer decía asustado con la espalda completamente empapada en sudor «Chiquillos, si saben rezar, recen porque nunca me ví en una de estas.» Saltando fronteras con pequeños muros de caras inquisitivas recorriendo a pie, bus, taxi, dedo o tuc tuc ciudades y selvas, desiertos y bosques, pueblos de adobe y gasolineras del fin del mundo. Historias sin fin se sucedían como fotogramas de una película road embebidos en una especie de ebriedad vital. Aceptamos todo con los brazos abiertos y el amor emergiendo de cada roca del desierto, cada araucaria de la cordillera, cada roble pellin del sur, cada granito de sal de Uyuni, cada gota de agua que nos abrazaba en un húmedo beso nos daba las pautas de donde parar, seguir o mirar. Cientos de historias que se deterioran en mi memoria como viejo galeón en el fondo de la mar custodiando los inconfesables secretos de marinos desarraigados, esos devorados por un viaje sin retorno.

Todo eso era un recuerdo, y en el camino, hay algo singular, pierdes el origen y el fin, es un proceso de pensamiento práctico que no deja espacio al pasado, ni al futuro, solo sensaciones. Esta seguir, seguir sin ver la carretera que vas dejando tras de ti o a la que estás a punto de llegar. Todo eso es después cuando lo recuerdas, nítido y cercano. Solo la cordillera es la que guía, o el anguloso océano y más adelante, es cuando le ves la cara.

Seguí el fin de mi viaje al pie de esta maravillosa cordillera, en este bucólico pueblito donde encontré trabajo de carpintero y en donde la veía sin cesar. La vi en casi todas partes, sus ojos semejaban los de la luna, melancólicos y solitarios, la cordillera esa nariz de personalidad fuerte, marcada por un carácter rígido, su pelo, cobre bruñido, sus ojos, coba pulida, su maravillosa cintura la poseían ciertos árboles con desgana, sus piernas largas de caminar estirado con hastío a la chilena, sus pechos firmes y su personalidad, fuera de toda realidad, se perdía en un sentimiento que anegaba ese momento, ese paseo, ese recuerdo y muchos de los que después vinieron.

El origen lo había perdido en mi viaje sin yo saberlo siguiendo un camino que aparentaba nunca terminar, pero, que como todo viaje, tiene un final. El final era este aunque no quisiera aceptarlo, aunque quisiera verla en cualquier parte, aunque quisiera seguir conociendo y que pequeñas mariposas, que me acompañaron en todo momento, mariposas de tiernas alitas blancas y largas antenas doradas, siguieran guiando mi camino, aleteando sin parar dentro y fuera de mi como si el desierto florido nunca pudiera acabar.

De regreso a la casita que tenía arrendada, ya en el patio que lindaba con la casa de Doña Clarisa, religiosa de virgen a la entrada y andador, férrea en su forma de hablar y tierna en sus maneras, saludandola, me tumbe en el viejo y agrietado hormigón bordeado de vides y tomates, de quercias y pimientos, de begonias que aromatizaban el ambiente como su perfume frutal de tintes ácidos. Miré la luna vestida en velos, tome la cerveza que compré en la botillería de Guillermo y sucumbí a ese sueño agotado, ese que llega con retraso y te arrolla como si hubiera esperado muchos años hasta encontrarte.

Desperté con un estiramiento descoyuntal escuchando el trinar de pájaros irreverentes y los ladridos de perros al amanecer, esos perros chilenos que tienen tan poco respeto por el sueño de los hombres y que todas las mañanas sacuden sus pulgas cuando sales a trabajar. Esos maravillosos perros chilenos que se hacen amigos tuyos en cada paseo y que siempre te acompañan hasta la puerta de tu trabajo, casa u cualesquiera otro lugar al que vayas, oliendo rastros y moviendo su colita como si no conocieran la tristeza. Acababa mi periplo.

En fin, mi viaje fué en ambos sentidos, creo como el de todos. Descubrimiento y remembranza, sensación y nostalgia, vida y muerte. Nuevos futuros inciertos se abrían como teorías floridas y la decisión era seguir el sentimiento, el corazón, fuera de toda razón y al son del perfume de la más maravillosa flor que nunca desierto ni valle, o selva, o cordillera diera. Lo que nunca llegaré a discernir completamente es a quien ame más, si a la maravillosa tierra que me abrió su pecho cálido, o a la calidez del abrazo de esa mujer que para mi fue mi tierra durante todo ese viaje.

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