Cuando la meteorología y la laborología me lo permiten, paseo junto al mar.

¿Laborología?

Sí, soy escritora, pero me gano la vida de veterinaria en los ratos libres.

Pasear junto al mar me ayuda a lo primero, debería dejar de hacerlo, no consigo que nadie me anime a ello, a…seguir paseando.

A veces no reparo en nada, otras, ocurren anécdotas, como el día en que me interceptó una señora, crema protectora en mano y dijo:

−  Hija, ¿podrías untármela por la espalda?, normalmente lo hace mi marido, pero esta mañana no había quien lo despertara para traerlo a la playa.

Ciertamente, me dio mucho gustito proteger la espalda de aquella señora de apretadas carnes, quiero decir que no era una espalda blandengue de esas que se desplazan cuando extiendes el ungüento, ¡incluso me dieron ganas de darle un masaje para relajarla!

Otra calurosa mañana, andando con el agua por las rodillas, vi ondular algo en el fondo,  entre los dedos corazón y anular atrapé lo que identifiqué como ¡un billete de 50€!  ¿Qué le había vendido yo al mar por ese precio?

Hoy hice algunas fotos, había llegado a la playa con el ánimo bajo nivel del mar, pero cuando me vi reflejada en la pantalla del móvil y asumí que eso tan viejo y estropeado era yo, el ánimo me descendió a los niveles del infierno. Luego me alegró pensar  que aun puedo llegar a ser más vieja.

Me detuve a sentarme un rato, pues la marea había dejado la zona cómoda del habitual peregrinaje llena de piedras que me apuñalaban las plantas de los pies sintiendo los desgarros en la mismísima epiglotis, así que en vez de esquivarlas decidí unirme a ellas. Localicé una lo bastante plana y con las dimensiones aptas para mi trasero  justo a la altura de los chalets ilegales que tanto admiro cuando recorro la porción de orilla que dejó el constructor por delante de sus cimientos.

Al rato oí un silbido de los que se practican para apremiar a que venga el perro, pero  perro no había. El silbido siguió sonando, luego fue un dueto de pitidos. No vi a nadie, sólo una pequeña embarcación  próxima a la orilla y a una señora que tranquilamente bajaba a la playa por el carril que conecta con esas lujosas casas y pensé: La llamarán a ella. Pero la mujer no se sintió aludida. Miré hacia  los balcones entoldados, empergolados y acristalados y… allí estaban: un chiquillo que me saludó muy efusivamente desde el ventanal  y un muchacho de pelo largo y rizado que al verme el careto salió despavorido desapareciendo, lo mismo hizo el niño, que en un cuarto de segundo pasó de casi echar las entrañas para saludarme, a esfumarse de mi campo de visión…Era la mañana de Reyes del 2016 y al parecer aquella figura varada en la arena, YO, no cumplía con el perfil de Sirena deseado por los chavales como regalo para esa especial madrugada.

Aburrida, quise provocar algo, saqué una piedra de su sitio suponiendo que debajo podría estar la clave de mi acción, acción−reacción. Pero nada ocurrió, así que con otra más fina escribí mi nombre en ella y seguí.

Al menos este paseo me había dado para redactar un par de páginas y  un nombre en piedra que sería borrada por la primera ola de la pleamar.

SEGUNDA PARTE

…..Efectivamente no reparé en nada más… sin embargo a mis espaldas había y estaba, ocurriendo algo:

El joven del pelo ensortijado instalaba el control remoto de las persianas de aquella vivienda. El muchacho había obtenido el trabajo gracias a sus dotes y a las de su madre, una extrovertida mujer que hacía amistad con todo el que se cruzaba cada mañana durante su paseo playero, fuese o no acompañada por un madrugador marido, el cual le solía extender  la crema protectora por las zonas a donde ella no alcanzaba.

La mujer que bajaba  por el carril desde las casas pareadas oía música zen a través de sus diminutos auriculares de camino a la embarcación. Su marido y su hija la esperaban para zarpar. El hijo menor se quedó en casa, no había querido separarse de su regalo de reyes: un cachorro de bulterrier con el que hacía sólo media hora había estado jugando en la orilla y que en estos momentos yacía en el suelo  alternando convulsiones con desvanecimientos mientras todo su cuerpo permanecía peligrosamente frío.  El niño y el empleado se asomaron al ventanal intentando llamar la atención de la madre y de los tripulantes de la embarcación. No sabían cómo actuar, necesitaban un vehículo para llevar al animal a urgencias. El chaval desistió de seguir haciendo aspavientos cuando me vio volver la cara hacia él sin entender una mierda. El más mayor salió corriendo de la casa para bajar a la playa y avisar a los padres del niño. Cuando llegó a la altura donde yo había estado sentada, la mujer ya había subido al barco que ahora se encontraba lejos de la orilla. El chico bajó la vista al suelo y vio algo iluminarse y sonar, era mi móvil, que resbaló del bolsillo hasta el hueco que había dejado la piedra en la que grabé mi nombre y que aun estaba allí, bien visible.  El muchacho cogió el teléfono y contestó a la llamada:

-¿Diga?

A lo que una voz lejana, comparada con la omnipresente voz del mar, preguntó como respuesta:

-¿Es la veterinaria?

El chico miró el celular. Reparó en  la piedra. Oteó al frente y gritó:

−  ¡Mónica!, ¡Mónica!  ¡Necesitamos ayuda!

Volví  corriendo y al fin…subí a la casa bonita. Pude valorar y estabilizar al perro con los medios a mi alcance. Había sufrido una reacción exacerbada a la picadura de una medusa.

El niño y el trabajador se disculparon apurados, ninguno tenía dinero.

Volviendo por la orilla, recordé que un día… el mar me pagó por adelantado.

Y que…  efectivamente… cada acción, por insignificante que parezca, conlleva una reacción…

FIN

Consultorio en Reyes:

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