La neblina del río al anochecer apenas me permitía ver unos metros a mi alrededor. Solo podía divisar el reflejo de las luces de las casas del otro lado del puente, como lágrimas temblando en el lecho del Moldava. Volvía a casa dando un rodeo, escuchando cómo mis zapatos desgastados provocaban, en el húmedo empedrado, un ruido semejante a pasos de claqué. Iba paseando mientras apuraba un cigarrillo que me calentaba los dedos desnudos.

Fue en ese momento, al doblar la calle, cuando los vi en esa esquina: ella descansaba apoyada en él, que la sostenía erguido, de puntillas. Mantenían sus manos unidas esperando que el silencio se disolviera en la oscuridad para volver a escuchar las notas de un vals, un swing o un foxtrot.

En aquel instante, un barrendero, que empujaba con dificultad un carro de basura de enormes ruedas chirriantes, se acercó para pedirme fuego:

-¿No eres muy joven para fumar? -me comentó mientras encendía su pitillo con la llama chispeante del mechero. El pobre viejo olía tanto a alcohol que temí, por un momento, que él mismo se prendiera y comenzara también a arder.

-Ya tengo edad suficiente. Vengo de trabajar en el hotel que hay cerca de la Plaza de Wenceslao -le expliqué. En el vaho de mis palabras se escapaba el poco calor que conservaba mi cuerpo.

El viejo apuró su cigarro y, mientras exhalaba el humo, giró la cabeza y los miró. «¿Has visto qué belleza de edificios?»

-Nunca me había topado con ellos. ¿Por qué bailan? -le pregunté.

-Está claro, chaval. Bailan porque tienen frío -y se frotó las manos con firmeza hasta que sus palmas se calentaron. Luego posó una de ellas en mi cara y sentí su tacto áspero y cálido. De pronto, se despidió sin más y se marchó por donde había venido.

Hace una semana que he vuelto a Praga después de veinte años. He venido en el mismo tren que un día me llevó lejos de aquí. Me he registrado en el hotel cercano a la plaza de Wenceslao donde, ahora, es a mí a quien abren las puertas al pasar. Esta mañana me he levantado temprano para pasear junto al río por el empedrado húmedo; mis pasos eran silenciosos con mis zapatos de piel. Por el camino vi cómo el reflejo de las ménsulas de los edificios de la otra orilla y el hierro forjado de los puentes resplandecía nítido en las aguas del Moldava.

Después he bordeado esa calle donde los vi por primera vez, pero no los he encontrado. Solo hay un enorme anuncio publicitario con grandes letras rojas; la propaganda de un refresco que los cubre casi por completo y que se mantiene gracias a un esqueleto de aluminio. «¿Dónde estáis?». Me agacho y levanto una lámina plastificada. Solo se adivinan sus piernas pero no puedo distinguir si están bailando o ya se han rendido.

Y, viéndolos así, aún me sigo preguntando: ¿Estarán sintiendo frío?

RAŠÍNOVO NÁBŘEŽÍ- PRAGA

FIN

Edificio Ginger y Fred

Ginger_and_Fred.jpg

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