Mi primo Roberto me lleva dos años, aunque cualquiera diría que son más. Según mi madre es porque con la última gripe pegó el estirón. Ya se afeita el bigote, y la voz se le ha enreciado en cosa de unas semanas, pero también influyen en ello sus gafas de espejo y el cigarrillo en la mano, y que de su boca solo salgan palabrotas y escupitajos. Ahora va casi siempre con unos vaqueros de mi primo Rafa, su hermano mayor, y unas botas camperas que le vienen un poco grandes, si bien esto último es algo que, como anda despacio y con cierta afectación, ni se le nota. Mi amigo Manolín y yo ya no jugamos a las canicas en su presencia. En cuanto lo vemos aparecer por la plaza hacemos como que pasábamos por allí, nos metemos las manos en los bolsillos y si tenemos la suerte de que haya alguna lata por el suelo nos ponemos a darle patadas.

Su hermano le está enseñando a montar en moto. Se sienta detrás y le va diciendo lo que tiene que hacer. La otra tarde estábamos Manolín y yo en el parque cambiando cromos de Bambi cuando se presentaron allí al acabar una de esas clases. Casi no nos da tiempo a guardarnos el taco en el bolsillo. “Aquí os dejo a este paquete”, dijo Rafa apenas sin mirarnos. No parecía muy satisfecho con los avances de su alumno, pero no dijo nada al respecto. En cuanto su hermano hubo bajado, gritó: “¡Adiós, fieras!”, y salió a todo gas. Yo dije entonces: “Primo, hueles a gasolina”. Y Manolín: “¡Es verdad, de la moto!” Pero él no respondió. Se quedó tenso, mirando cómo se alejaba Rafa, cerrando la mano izquierda acompasadamente y murmurando: “Primera, segunda, tercera…”, hasta verlo doblar la esquina de la farmacia. Siguió callado un buen rato, a pesar de que yo le mostré mi balón nuevo de cuero, de reglamento, como especificó Manolín, y de que poco después se acercó nuestro amigo Juanillo con el brazo recién escayolado. Se había caído de un árbol aquella misma mañana, según nos contó con un hilo de voz y a punto de llorar, y se había partido el radio. A mí me vino a la cabeza aquel esqueleto del libro de ciencias, aunque me costaba aceptar que Juanillo llevara dentro algo parecido. Le firmamos los tres en la escayola y pareció animarse un poco. Empezaba a oscurecer. Marta y Lorena pasaron cerca de nosotros, mirándonos sin mirar, azoradas y hablando entre risas. Fue entonces cuando Roberto, algo más recompuesto, encendió un cigarrillo y, como quien habla para sí mismo, comentó que las mujeres lo llevaban agobiado, y no parecía referirse ni a mi tía ni a mi prima. Cuando preguntó si sabíamos qué quería decir, fue Manolín quien se apresuró a contestar: “Pues claro, tío”. Lo hizo intentando agravar su voz de pito y no sin cierto aplomo. Acto seguido se escupió en la zapatilla.

PLAZA REINA FABIOLA (PUERTO SAGUNTO)

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