No llegaban a la veintena las viviendas que el callejón albergaba: Isabel II no era más que un estrechísimo istmo de interior que abrazaba Puerta Nueva y la Magdalena, con cal y adoquines. Aquella calle era una suerte combinatoria de dinteles color albero, zócalos de piedra y ropa escamondaíta saliendo por la ventana. Geranios y gatos compartiendo en gananciales un minúsculo poyete; compartiendo, pues, las mismas estrecheces que el resto de los habitantes de la calle. La vida se desarrollaba en Isabel II entre un incesante hervidero de pucheros de carnes y añejo, radios con copla y la peregrinación vespertina de una señora rechoncha, que deambulaba por la calle al grito de:

¿Dón-de es-tá el co-che?

Al tiempo de su particular éxodo, un hijo suyo salía a la calle, y la tomaba por el brazo para devolverla dentro de casa. Ella, debiéndose a su público imaginario, lanzaba besos al aire y se prodigaba moviendo con gracia de bata de cola, los paños de su batín. Pacita, que había gastado su juventud detrás una máquina Alfa verde petróleo, alargando la vida de la ropa de sus hijos y repartiendo un huevo entre seis, se echaba a la calle entre Bien pagás y Falsas monedas, mil años después de que su marido no pudiera escapar de la tuberculosis que una celda del régimen le regaló. Ella sonreía, y yo adivinaba, en su sonrisa de carne los últimos cinco dientes que media decena de partos le habían dejado en pie.

Cuando caía la noche, algún perro callejero y el Cristo de la Misericordia del santuario horadado en la pared, quedaban en la intemperie de calle. Nunca vi a ningún vecino ir a misa, pero ni uno solo de ellos pasaba por delante de la imagen sin persignarse de una manera autómata y fundamentalmente bella. Espero lo entendáis, en esta zona del mundo, se reza en la calle, se reza con las manos. Yo lo aprendí cuando me mudé al número once. Pronto me dediqué allí, a vivir esperando ver marcadas las seis para encaramarme al balcón y ver a Pacita salir por el umbral de su casa. Después del quejido crepuscular ¿Dón-de es-tá el co-che?, ella, incombustible y cada día más calva, llenaba la calle de Estrellita Castro. Cuando empecé a imaginarla con peineta y mantón, supe que me había arrastrado a su locura, y comencé a odiar ese momento en el que uno de sus hijos la arrancaba de aquel tablao de empedrado y pavimento.

Meses después, Pacita se despeñó mortalmente del sillón al suelo. Resultó paradójico, que después de una vida preguntándose dónde estaba el coche, por fin uno entró en la angosta calle peatonal, para llevársela, envuelta de madera. Era la primera vez que Pacita salía en silencio a la calle, dejándonos huérfanos a sus cinco hijos y a mí, en secreto. Ellos y yo, acabamos mudándonos, antes de que fuera insoportable vivir en una calle en la que nadie sabía pegar el grito.

                                                                        FIN

                                        CALLE ISABEL II, CÓRDOBA (ESPAÑA)

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