Miguel apareció en el vecindario convertido en «guardia civil’ para cuidar los autos. Su figura flaca ostenta un singular atuendo: trajes que la gente le regala, quizá fueron elegantes en un pasado y ahora fatigados por el tiempo le quedan estrechos o amplios para su cuerpo.

Al atardecer, cierran los negocios, la gente se va. La noche de Miguel es un misterio… Coloca cartones en un sitio resguardado, se cubre con otros y con el dinero del día consigue algún licor. Así se dopa, se sumerge en su mundo alucinante para dormir en un rincón inhóspito, frío y solitario…

Recientemente, un vendedor ambulante le brindó hospedaje en su vivienda. Allí tomaba un baño de vez en cuando, pero algo sucedió y esa posibilidad de vivienda terminó. Para el vecindario Miguel es un recurso más.., no posee nada… apenas su miseria y su profesión inventada; su pasado y la incertidumbre, sepultados en su mente deteriorada.

Ocasionalmente, alguien que no comprende cómo esa pobreza e insignificancia albergan un alma honesta, fortalecida por el infortunio, llama a la policía para entregarle. Miguel ha sido sorprendido en «borrachera» y luego de abrazar un árbol para sostenerse, se ha desplomado ebrio y derrotado. Así, más de una vez le escuché a distancia:

– «….Monita… mi amiga…! Dígales que yo no soy malo..!»

Intento ayudarle frente a la autoridad como en ocasiones otros lo intentan. Sin embargo, no es castigo lo que le espera… Pasa horas en la comisaría, le recuerdan que gastar el poco dinero que consigue en licor le hace mal… le facilitan una ducha fría. Miguel acepta, promete… pero como su vida no cambia, vuelven los momentos de huida, algunos centavos, de nuevo el licor…

Y así, como Miguel, hay otros con su similar desnudez y miseria: los habitantes de la calle del Bronx. Algo diferentes, porque Miguel desempeña un trabajo humilde con orgullo y honestamente; en cambio, en el Bronx, al extremo opuesto de la ciudad, las actividades son el robo y el dopaje inhalando alucinógenos baratos.

Del Bronx llegó «Pelusa». Se le vio pálida y pobremente vestida. En su cabeza una boina color malva encerada por el mugre, sobre un pelo color cobre, enredado y crespo; la cara sucia, los dientes incompletos, un saco verde con botones diferentes y algunos ausentes…

Los ojos  de ambos brillaron al mirarse frente a frente… Miguel le explicó la tarea y se distribuyeron los  esfuerzos rutinarios en aquella calle. La vida cambió para ambos; su profesión se volvió juego en un espacio lúdico para ellos. Empezaron a disfrutar y a compartir la magia y el misterio de aquel encuentro. El ingreso diario se duplicó, cambiaron el abrigo de los cartones por un abrazo cada noche bajo la luna, el saco verde de Pelusa de pronto se le vio apretado, hasta que Miguel un día llamó a la policía: Si sería otro Miguel, o si le llamarían “Pelusa”…ninguno de los dos lo supo, ni la nueva criatura lo sabía…   

Calle del Lago

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