La Parroquia de San Mateo fue testigo impasible de una historia imposible.

Hacía una tarde hermosa; yo caminaba distraído cuando un muro de piedra, cargado de bugambilias, llamó mi atención, dentro un verdísimo jardín plagado de paz me invitaba a visitarlo y como no soy de los que rechazan una buena invitación, crucé la reja y me acomodé en uno de sus bancos más alejados.

El trinar de los pájaros, los frondosos árboles y los tupidos arbustos lograron eso que los calmantes no pueden, hacerme sentir muy, muy bien, tanto que, poco a poco, me fui amodorrando y cuando estaba a nada de quedarme dormido unos gritos me robaron la ensonación.

– ¡Auxilio!… ¡por favor ayúdenme! ¡Socorro!

 En automático di un brinco y corrí unos metros hacía donde surgía la voz: una mujer de 65 o 70 años, con ojos llorosos y evidente preocupación, intentaba alejar a una niña.

 – ¡Aléjate mi vida!… no lo veas, voltéate mi’jita, te puede hacer mal… 

 – Pero qué es lo que pasa aquí, me pregunté.

 – ¡Qué bueno que llega!,… ¡socórrame!, a mi perrito se le atoró la pata entre los barrotes… está sufriendo mucho… mire, tuerce sus ojitos muy extraño… debe ser por el dolor.

 En el banco, un caniche cremoso, se encontraba cómodamente panza abajo; la señora consternada con una mano acariciaba la cabecilla del chucho, mientras que con la otra ahuyentaba a la pequeña, quien como estatua de sal, miraba imperturbable lo sucedido.

 – ¿Le parece si mientras usted se aleja con la nena, yo intento zafar a su perro?…

 Apenas si empecé a levantar suavemente al animal cuando este soltó unos aullidos desesperados. 

 – ¡Carajo! -pensé- seguro está atorado hasta el muslo.

 Me agaché para ver la gravedad del asunto y… ¡Diablos! el bendito can estaba dándose tremendo gusto con el asiento, pues sí estaba atorado, pero no de la pata sino ¡de la pilula!, miembro o como se le llame… ¡y se le notaba tan contento!

 – ¿Qué le parece si esperamos?, tal vez se suelte solo, -Sugerí tímidamente a la señora.

 Alterada, se negó a esperar siquiera un minuto y autoritaria me ordenó que caminara, hasta el 63 de la calle Héroes del 47 y a quien saliera le pidiera… ¡¡¡ la sierra!!!

Juzguen lo que pasó… toque el portón, me presenté, expliqué lo ocurrido y cuando pedí la herramienta, el hombre, sorprendido gritó: “¡¿Cómo, se lo van a cortar?!”…

 A mi vuelta y contrario a lo que esperaba, el ingenuo perrito seguía “dándole de lo lindo” a su improvisada pareja.

Así que mientras este gozaba, yo sudaba la gota gorda tratando de cortar los gruesos barrotes, mientras que abochornado, rogaba que no apareciera la policía y me cargara por Daños a la Nación.

No le había hecho ni una pequeña muesca al hierro, cuando el caniche, dando unos gruñidos, quizá de placer, saltó feliz al piso… lo había logrado, había conseguido vencer a la “Muerte chiquita”.

FIN

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CALLE HÉROES DEL 47, CIUDAD DE MÉXICO

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