Mi infancia fue en Rio Gallegos, Santa Cruz, Argentina y en 1970 mi calle era mi patio de juegos. Como todo barrio periférico de esa época su traza de tierra y canto rodado se convertía en una tormenta de arena en el verano con el paso de cada auto, en un pantano los días de lluvia y en pista de patinaje durante los helados inviernos.

Vestido para la ocasión a mis seis años cruzarle para buscar mis amigos con una pelota bajo el brazo, recorrerla hasta la despensa de la esquina o mirarla a través de la ventana de mi pieza despertaba mis mejores aventuras que nada envidiaban a las de Emilio Salgari, autor con el cual mi madre me dormía todas las noches.

Ser corsario, cazador, piel roja o aventurero era posible en Ameghino 531, casi Pasteur; ese era mi mundo y el de mis compinches de aventuras, algunos de carne y hueso y otros muchos imaginarios; como aquellos beduinos que surgían de los huellones dejado por algún camión de carga para rescatarme en el cruce de esos picos elevados de barro congelado.

Su nombre parecía predestinado para mis juegos, porque Carlos Ameghino fue un paleontólogo y explorador que recorrió mi querida patagonia, y yo emulaba en mi inocente infancia. Esa charco de la esquina era un gran lago lleno de bestias nuevas a descubrir, la nube de polvo que dejaba el paso de algún ocasional auto se convertía en la tormenta de arena que hacia extraviar mis camellos, y el hielo invernal generado por la nieve aplastada al paso del transito se transformaba en el polo norte conquistable a los exploradores internacionales que querían colocar su bandera en el centro del mismo.

Con  mis amigos compartíamos juegos todo los fines de semana en ella, verano: fútbol, invierno: «chueca»; fútbol también pero sobre trineos individuales y se pateaba con los bastones, que se construían cortando un palo de escoba en dos y un clavo enterrado hasta la mitad de su longitud en uno de los extremos, cortada la cabeza y afilado en punta, lo que permitía clavarlo en el hielo y al estar arrodillado sobre el trineo todo el cuerpo se impulsaba jalando hacia adelante dándole impulso sobre los filos al trineo, que se debía aprender a controlar para no salir despedido o volcar tras chocar con una piedra que sobresalía sobre la superficie del hielo. Claro que el mejor maestro para patinar en trineo eran los propios porrazos que solíamos darnos, pero nunca perdíamos ni el entusiasmo ni la sonrisa con los golpes del juego.

En ella aprendí a compartir divirtiéndome, obedecer reglas de juego, a soñar despierto, a prolongar el patio de casa; las reglas eran básicas en la calle, salís a divertirte, jugar de frente sin mala intención, no hay límite de hora hasta el grito de mamá para tomar la leche o cenar, prohibido aburrirse y pensar todos los planes posibles para que todos jueguen.

Ameghino 531, mi maestra de la vida

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