Flores rojas y blancas

Flores rojas y blancas

Flores rojas

Te lamentas como una vieja bestia
y te revuelves, Europa,
y limpias tus campos
de amapolas coaguladas,
con tus garras.
Lloras porque sigue cayendo,
en cada amanecer,
una lluvia salobre y carmesí
de oscuros pétalos moribundos
que reabren tus heridas.
¡Gimes, Europa!
Lloras tu fría inoperancia,
tu injusto desagrado,
tu enorme y conveniente desmemoria.
¡Gimes y lloras, Europa!
Lloras y gimes mientras tus aguas
siguen escupiendo flores,
flores rojas,
y una ensangrentada media luna
riela tus mares y naufraga
implorante,
a tus pies, entre las rocas.

¡Qué poco sabemos los hombres de rosas!

¡Qué poco sabemos los hombres de rosas!
¡Que poco sabemos del pálido aliento
que merma su brillo!
¡Qué poco asumimos del silencio frágil
que como un cuchillo
cercena sus galas, sus risas, sus cosas!
¡Qué poco sabemos los hombres de rosas!
¡Qué poco sabemos de sorber sus gotas
de miedo, de espanto!
¡Qué poco advertimos del leve suspiro
y apagado llanto
que vierten las alas de sus mariposas!
¡Qué poco sabemos los hombres de rosas!
¡Qué poco sabemos de pétalos suaves
a merced del viento!
¡Que poco sufrimos sobre nuestras carnes
el padecimiento
de esa flor que a veces se deshoja a solas!
¡Qué poco sabemos los hombres de rosas!
¡Qué poco sabemos!

El niño en la cuna

Rima Jotabé.

Detrás del horizonte, al empezar su viaje;
mientras la hermosa luna se quita el maquillaje
para dormir el día; el sol se despereza.
El cuenco adormecido del firmamento empieza
a suavizar el brillo, con singular destreza,
de todas las estrellas tan pronto la belleza
de los primeras luces le cambian el color.
Y en un pequeño cuarto, con el primer albor,
un rayo pequeñito de diáfano equipaje,
como una mariposa de plácida tibieza,
se posa en la manita de un niño con amor.

El pequeño despierta sin el menor sonido,
y ante sus ojos tiene aquel botón florido
que mágico se mueve, en tanto lo acaricia.
Entre sus dedos fluye, con sin igual pericia,
la gualda lucecita —que es toda una delicia—,
que sus ojos deslumbra y su ansiedad codicia,
entonces palmotea y juega con el sol.
Después, el cuerpo curva igual que un caracol,
porque la luz prosigue su lento recorrido,
escapa de sus manos y otro camino inicia
por la espaciosa cuna fuera de su control.

El niño la persigue con la mirada atenta,
feliz con el prodigio: babea y se contenta
al ver su mariposa colgar de un sonajero.
En su idioma callado, la reclama primero,
luego mueve las piernas, después el cuerpo entero
que conmueve la cuna y hasta el bello lucero
que al vibrar le provoca nuevamente la risa.
Y el pequeño que aprende que al moverse deprisa
aquel brillo se mece, muchas veces lo tienta
hasta que, inevitable, el precioso y ligero
resplandor con que juega muere en una repisa.

Vuelve así la quietud a la boca entreabierta
del bebé que no duerme y con ojos alerta
examina impaciente el pretil de la cuna.
Ha perdido en las sombras, sin que causa ninguna
justifique el prodigio, la preciosa fortuna
que llenaba su mundo de una luz oportuna
juguetona y brillante que le hacía ilusión.
Y por fin sin que nadie sepa dar la razón
rompe el niño en un llanto que a la madre despierta
y en la magia lo envuelve de su voz, y lo acuna,
y le seca las lágrimas, y le da un biberón.

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