1.- El tercer vástago

-Debe ser Concha o Lupita-, no existían los ecos, nadie podía saber con certeza si sería niña la que fuera a arribar en noviembre o diciembre del 63.

Pero mi papá sí sabía, él decidió mi nombre de antemano: como el de todos mis hermanos, empezaría con la letra A.

No llegué hasta después de la muerte de Kennedy; al recordarlo, veo el rostro desolado de miles de personas frente al televisor en blanco y negro, dando la noticia simultáneamente en todo el mundo. Recuerdo la tristeza de mi madre en ese momento conmigo dentro de sí. Repetido en palabras de mi madre tantas veces. Mi padre la consoló, no debía estresarse en su avanzado embarazo y con dos hijos más que atender. La situación económica no era fácil, sino típica de la época, era normal que un matrimonio de cuatro años esperara su tercer hijo.

Durante los últimos meses del año 1962 hubo un aborto simultáneo en dos de mis tías y en mi madre. Fue la luna, decían, venía mal. Lo cierto es que si ese hermano hubiera nacido, yo no existiría ni tampoco los dos primos de mi edad.

 

Vivíamos en una casa pequeña en la colonia Libertad,  la casa de comal-, en demasía caliente, lejos del centro de la Villa de Guadalupe, aislados de la familia por un río seco que a veces cobraba fuerza, furioso destrozaba el vado y mantenía aislada a la gente que, como nosotros, se había alejado del centro.

Cuando nací mi padre ya tenía todo dispuesto para irse de cacería, como todos los inviernos. Cuando mi madre salió del hospital nos dejó al cuidado del matrimonio Leos; Don Alfonso y Doña Licha; que se convirtieron en mis abuelos mágicos. Su casa tenía un halo de misterio, vivían a menos de cien metros de casa. El capitán Alfonso era aviador, me encantaba admirar sus fotografías y escuchar sus relatos. Aún siendo una adolescente lo vi como un abuelo más: dulce y cariñoso, siempre al tanto de mí aunque estuviera lejos; fui adoptada por ellos como una nieta de cariño. Su hijo Pancho quería una hermanita y le dijo a mi madre que si me podía comprar; se puso ahorrar todos sus domingos.

Heredé el cabello rizado de mi padre y de las dos abuelas, – después diría mi padre que el retraso en mi nacimiento fue por los rulos o el permanente perpetuo que distinguía mi cabeza revuelta-. Desde los brazos amorosos de mi madre hicimos click automático.

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Mi padre era mi novio. Yo no descansaba hasta que me decía que cuando fuera grande se casaría conmigo. Le preguntaba con insistencia y preocupación, era la manera mas fácil de hacerme feliz: sólo darme la seguridad de que era para mí por siempre. No existía ningún ser más hermoso y perfecto, lo imitaba en todo; si leía el periódico, me ponía a su lado en la sillita y agarraba la sección de monitos o una que tuviera fotos, y hacía como que leía. Solía mantenerme pegada a su lado y no permitía que la gente se le acercara mucho, era sumamente celosa, en especial de las mujeres.

Aún siendo muy pequeña, manteníamos conversaciones sobre historia, cualquier pregunta era motivo de relato. Todo lo que hacía era para él, un pequeño barco de papel con frases escritas le hicieron decir que yo podría llegar a ser la próxima sor Juana Inés de la Cruz.

-¿Quién es ella?-.

– Ah, pues fue una gran escritora que era monja porque en aquella época…-

Siempre veía la forma de acompañarlo a todas partes, en una de esas excursiones lejos de casa y de la mano de uno de sus mejores amigos, conocí a escondidas el templo masón de la calle Escobedo.  Su socio y amigo Teo estaba cuidándome mientras esperábamos a papá, y tomándome de la mano me dijo: -¿Quieres ver el templo?Con una mirada traviesa le contesté que sí. A hurtadillas subimos la escalera de la entrada y cruzamos el vestíbulo; dentro, alcancé a ver un trono al centro, rodeado de dos columnas con un sol y una luna. Sobre el trono cubierto con un toldo de cortinas rojas, había un compás y una escuadra encerrando un ojo abierto rodeado de rayos dorados. Quería subir y ver todo de cerca pero había que salir rápidamente; bombardeé de preguntas a Teo, quien no sabía cómo hacerme callar, solo se puso el dedo en los labios en señal de silencio para sellar por siempre nuestro secreto.

Esa imagen alimentó muchos fantasmas y también muchas dudas, pero a esa edad pensé que era divertido; ahora cuando mi padre mencionaba la logia, yo sabía exactamente en donde se encontraba. Él tenía su oficina en el quinto piso de la Torre Latina, en la calle Juan I. Ramón y Escobedo, mi madre y yo nos vimos ahí con él varias veces. Desde las ventanas abiertas se observaba el palacio de cantera rosa y el edificio de correos majestuoso frente a la plaza arbolada, con barandales de serpiente y sus farolitos como remate.

Cuando empecé a caminar me dio por huir de casa. Desde los tres años tenía una agilidad para abrir la reja y escabullirme, al llegar a la esquina daba vuelta hacia el norte, de donde provenía el zumbar de los autos y los tráileres que cruzaban la carretera rumbo a Miguel Alemán. Por suerte estaba la tiendita de La Güera y Doña Lupita a manera de oficina aduanal, siempre me tomaban en vilo y me regresaban a casa. En la esquina estaba el Palmar, -un restaurante con techo de paja y vigas de madera cuya especialidad eran las carnes asadas-. Enfrente había una molienda, con un burro que daba vueltas triste sobre sus pasos. En contra esquina un muro anunciaba la colonia Linda Vista. 

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