No recuerdo cuando nació y, desde donde alcanzo a recordar, siempre estuvo ahí: un loco bajito del que no conseguía desprenderme, una lapa; un enano protestón que me robaba la atención de mis padres; un petardo, un incordio… mi hermano pequeño, mi “mejor” enemigo.

En toda calle o plaza siempre hay un niño al que los demás insultan, al menos uno; por gafotas, desgarbado… o por gordo. Es el paria. Al cumplir los 12 años yo pesaba más de 70 kilos ganados a base de phoskitos y bollicaos y él llegaría a los 95 antes de pegar el estirón. Éramos los hermanos “butanito”, los parias de nuestra calle, condenados a estar juntos aunque, para desgracia de nuestra madre que era la que sufría nuestras peleas, no nos soportáramos. La cosa era peor en vacaciones.

Peleas, sudor y lágrimas, así eran los veranos cuando yo tenía 8 años: tres largos y calurosos meses sin ir al colegio y poco más que hacer, encerrados en casa, que fastidiarnos el uno al otro. De pequeños, una gresca a base de gritos, empujones y pellizcos puede ser una forma, tan buena como otra, de pasar el rato. Eran principios de los 80s: los videojuegos costaban monedas, no había internet ni móviles y la televisión tenía sólo un canal. Fueron tiempos de colacaos y espinetes, vacaciones santillana por estrenar, clicks de playmobil y masters del universo; tiempos de critters y gremlins, de bolas de cristal, cazafantasmas y goonies; pero sobre todo, fueron tiempos de peleas.

De entre todas ellas, hay una que, para mí, tiene un significado especial.

Recuerdo bien aquella mañana. Como siempre acababan nuestras peleas, lo tenía atrapado, sin posibilidad alguna de zafarse. Su espalda desnuda contra el suelo, yo encima, barriga con barriga, agarrándolo por las muñecas y los pies enroscados en sus rollizas piernecitas para que no pudiese lanzar ninguna patada. Ahora, visto en perspectiva, puedo ver lo cómico de la escena: dos niños regordetes, revolcándose por el suelo del salón y en calzoncillos. En verano siempre andábamos por casa en calzoncillos a causa del calor.

El caso es que el enano no tenía escapatoria. Era 2 años menor que yo y, antes de la pubertad, las diferencias de altura son más notables. Le sacaba toda una cabeza.

Recuerdo que mi madre había salido a comprar a la tienda de la esquina. Si ella hubiese estado allí seguramente lo habría resuelto con una certera lanzada de zapatillas o unos acojonantes minutos en el cuarto oscuro, también conocido como cuarto de baño. Pero no estaba.

Ésta vez, la discusión había comenzado mientras competíamos en una de nuestras épicas batallas que consistían en construir un monstruo mecánico capaz de destrozar al del oponente y vencerle en pruebas de velocidad y resistencia. Creo recordar que mi monstruo-tanque-tortuga chocó demasiado fuerte contra su intento de mazinguer-Z-con- ruedas, esparciendo todas las piezas por el suelo del salón.

Voceamos, nos tiramos cosas y, entre empujones, caímos al suelo. Después de rodar un rato había conseguido colocarme encima del enano y aplicarle mi temible técnica maestra. El problema era que mi “llave de gordo”; él no podía moverse pero, por desgracia, yo tampoco, o la cosa empezaría de nuevo.

Así estuvimos, en tablas, durante algunos minutos. Esperaba que, como siempre, se cansase de forcejear inútilmente y así acabar con su berrinche de niño pequeño, pero aquel día, mi hermano decidió romper una regla sagrada que habíamos establecido: “No se podía morder”. Normalmente ambos cumplíamos, pero los niños no son dados a respetar las normas. El enano estiró el cuello, forzó la mandíbula y lanzó uno de sus mejores mordiscos que acabó con sus dientes clavados en mi teta izquierda. A los gordos nos duelen mucho esas cosas. Entonces grité, dos veces, primero de dolor y luego de rabia.

– ¡Eso no se vale, idiota!

Efectivamente, no se valía; pero la artimaña le funcionó. Aprovechó que me echaba las manos al pecho para rodar como una croqueta hacia la terraza.

– ¡Te voy a matar! – grité de nuevo.

Salté, nos pusimos en pie, braceamos, nos agarramos el uno al otro por el primer michelín que pillamos intentando volcar al enemigo y, al final, acabamos golpeando nuestros más de 120 kilos de niño gordo y casi desnudo contra el cristal del cierre de aluminio que separaba el salón de la terraza. Se oyó un “toc” y luego un “clac” y, después, el soporte cedió y la cristalera acabó por romperse.

No sé cómo conseguí no caerme ni por donde lo cogí para que no se precipitara sobre la lama de cristal afilado que había aparecido bajo su cuerpo, un cuerpo que, de repente, se había convertido en el de un niño pequeño y desvalido que me miraba sin entender qué estaba ocurriendo, una auténtica mirada de miedo, y yo apenas podía sostenerlo. Ya no importaba la pelea; no importaba qué monstruo de plástico era mejor ni importaba quién merecía más el cariño de nuestros padres. Lo único que importaba entonces era que me necesitaba.  

Si le preguntas a mi hermano te dirá que fue él quien me salvó a mí. Tal vez fuese así. La memoria tiene estas cosas. La verdad es que quién salvase a quién es lo de menos; ahora me doy cuenta. El caso es que conseguimos levantarnos y una vez pasado el peligro, nos miramos, miramos el cristal y rompimos a llorar.

Cuando volvió mi madre nos encontró abrazados, sentados en la terraza y llorando a moco tendido, dispuestos a aceptar el merecido castigo.

Los hermanos butanito: siempre discutiendo, pero siempre inseparables.

Aquella vez no hubo zapatillas ni cuarto oscuro.

Hubo otras peleas, más serias conforme crecíamos, pero no recuerdo ninguna. También hubo otros llantos; y ahí sigue: mi constante en la vida, mi alumno y mi maestro. A veces yo le ayudo a él  y otras veces es él quien me sostiene a mí sobre el cristal afilado. Pero siempre seremos uno: “el sheriff y el zorro”; mi hermano pequeño: mi “mayor” amigo.

Fin

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