Era una mañana de verano; corría una fresca brisa perfumada con jazmín del país. Terminó de lavar la vereda, subió las escaleras y apoyó el balde y la escoba en la pequeña baulera de enseres del hotel familiar. Cuando estaba cerrando con llave la puerta del compartimiento, sintió un dolor punzante que la paralizó. Esperó a que pasara y fue hasta su pieza, la número siete, una de las del pasillo. Juntó sus cosas, se dio un baño rápido y dejó a su esposo a cargo de Carlitos y María. Le pidió, casi imperativamente, no descuidar a los niños y no dejarlos con ningún vecino para irse a los burros, cosa que para él era más fuerte que su propia voluntad. Ella se hacía cargo de todo, no podía delegar; él siempre le había fallado. Pero esta vez no le quedaba otra.
Bajó las escaleras de mármol blanco con mucho cuidado, deslizando sus dedos muy suavemente por el pasamano, mirando fijo cada escalón, hasta llegar a la puerta de calle, que estaba abierta. Salió y se reencontró con la brisa de los jazmines estrellas. Le cambió la cara, el aroma y la sombrita tímida que iba desapareciendo de las veredas eran su marco, la fotografía ideal. Cuando iba llegando a la garita, se topó con un hombre de traje. Casi la choca. Caminaba presuroso, nervioso y mirando el piso, tenía un papel en la mano derecha que estrujaba con fuerza. No Se disculpó y cruzó la calle Valle, corriendo.
Mucha gente viaja a las 9 de la mañana de un lunes. Los que habitualmente van a trabajar y los típicos que deciden empezar el primer día de la semana a hacer trámites, buscar trabajo, ir al médico o terminar relaciones. Ahí estaba una muchacha, llorando, sentada en la puerta de una casa, ahí no más de la parada. “Por eso llora”, pensó. Ese tipo la había dejado antes de ir al trabajo.
Llegó el colectivo. Le dieron el paso, se sintió halagada; no sucede a menudo en Buenos Aires que te den el paso. “En fin, hay que disfrutar estas pequeñas cosas”, se dijo y subió lentamente los altos escalones. Sacó boleto hasta Díaz Vélez y Acoyte. Tenía el cambio justo, lo guardó en el bolsillo de la camperita de hilo de seda, la cual sólo usaba en las mañanas frescas de verano. Había un asiento vacío, se sentó. Parada tras parada, el 141 se iba llenando. Era cerca, pero se hacía lento el viaje porque en todas las paradas había pasajeros para subir y ninguno para bajar.
Treinta de diciembre: mala costumbre, dejar todo para el último. “Ahí salen todos como locos, a hacer en un día lo que no hicieron en un año”, refunfuñaba para adentro.
Le costó bajarse, hacerse paso entre la gente, pidiendo permiso, para llegar a la puerta del fondo Tocó timbre y al instante la puerta se abrió y ella descendió. Ya empezaba a sentirse el calor, las veredas se iban cubriendo de sol, y todavía faltaban tres cuadras; el saquito de hilo rosa pálido y beige ahora iba colgando, anudado a la manija de la cartera.
Avenida Díaz Vélez 5044 era el lugar, y estaba entrando a la gran sala donde estaban todas las ventanillas dispuestas para cada prestación. Se dirigió a la de guardia y urgencias. Tomó el turno y se sentó en una de las pocas sillas plásticas que quedaban libres. Buscó el boleto, no se había fijado si era capicúa. Lo miró, no tuvo suerte. Se entretuvo planchando el boleto entre los dedos. Solía hacer eso largo tiempo, siempre le quedaba perfecto, lisito.
-¡Margarita, guardia!- sonó fuerte en la sala. Se levantó y caminó por un pasillo azulejado, acompañada de la enfermera que la había llamado. La hicieron pasar a una camilla aislada por dos biombos de tela a cada lado. Se podía oír todo lo que los demás hablaban, y se veía también por las rendijas de los caños que sostenían las telas. Le pidieron se sacara la ropa, se pusiera una bata y esperara allí a que viniera el médico.
Se cambió y se puso la bata. Dobló la ropa muy prolijamente. Tenía tiempo para eso. Llegó el médico, la revisó, le hizo unas preguntas y, antes de irse, le dijo que ya venía la enfermera con las indicaciones. Cuando ésta regresó, le informó que el doctor había sugerido que quedara internada y en reposo. La llevaron en silla de ruedas a la sala de internación, junto a otras mujeres con todo tipo de dolencias, algunas pocas parturientas como ella. No le gustó nada que la dejaran en reposo. Si había alguien que conocía bien su cuerpo era ella misma. Y sabía, sin dudarlo, que ese dolor punzante que había sentido temprano le estaba indicando que era el día de parir.
Como buena enfermera y tozuda, además habiendo dado a luz dos veces antes, conocía los movimientos y forma de pensar del personal médico de los hospitales en general. Y este no iba a ser la excepción. Sin más, se levantó y empezó a caminar por la larga sala. Le bastó con cuatro o cinco caminatas largas para que estuviera listo el momento.
Cuando la enfermera pasó de ronda, no lo podía creer. Le habían dicho que esa paciente estaba para dar a luz el primero o el dos de enero (venía con una medicación para asegurarse de que así sucediera). Fue todo una corrida, una movilización dentro del Durand. Algo insospechado pasó. El destino se transformó un instante antes del cambio de turno. Ya no había tiempo para brindar, las sidras y triples de miga volvían a la heladera y, el pan dulce y los turrones a la alacena. ¡Yo quería nacer!
El hecho quedó documentado: Bs. As., 30 de diciembre de 1968. 13:15horas.
– Señora, es una nena, ¿qué nombre le va a poner?
FIN.
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