Escuchando la canción que en este momento emite la radio, recuerdo tiempos pasados, aquellos en que solo era un chiquillo, de unos ocho años, jugando en el patio de la casa de mi abuela. Es curioso que la canción no tenga nada que ver y sin embargo me traslade a ese momento por esas extrañas conexiones de la memoria y los estímulos externos.

 Allí se encontraban conmigo mis hermanos, inventando algo que con seguridad pondría en peligro la integridad de las macetas que mi abuela con cariño cuidaba todos los días. Había que entretenerse en algo, mientras llegaban los primos.

 Los primos, los que hacían falta para completar el ejército de espartanos dispuestos a desafiar el poder de los mayores, amparados en la confianza que da el sentirse multitud.

 Cuando la maceta se rompía de un balonazo, las risas eran exageradas como son siempre las risas de los niños, y nos mirábamos nerviosos. Enviábamos entonces al más pequeño a decírselo a la abuela, que aunque se enfadaba, se enfadaba menos que los padres: “Los padres que no se enteren, abuela, por favor, que dicen que nos vamos…”

 La abuela se enfadaba, pero se enfadaba menos que un abuelo, y un abuelo menos que una tía, y una tía menos que un tío, y un tío menos que una madre. El que más se enfada es el padre, aunque siempre parezca que es la madre, porque da más voces y gesticula más… ¡curiosas reflexiones de mocoso!

 Esos tiempos en los que uno es un niño. Hoy voy ya camino de los cincuenta, y miro a mi hija. Miro también a mi madre.

 En mi hija observo mi mirada inquieta de aquellos momentos, las ganas de vivir toda una vida que en ese momento parece infinita, como infinito es el mundo y todo lo que la rodea. Con los años, ese mismo mundo, en el que cumplimos objetivos, sueños, con la misma facilidad que perdemos otros, va delimitándose ayudado por el tiempo, que pasa inexorable, permitiéndonos empezar a tener una vista de todo en perspectiva. Es entonces cuando observamos lo que permanece amarrado a nuestra alma, esa sensación de bienestar motivada por unos recuerdos dulces a los que nos gusta regresar de cuando en cuando, y por otro lado esa otra sensación de dolor por otros malos recuerdos que aunque no queremos, estarán ahí siempre. Permanecerá también con nosotros la sensación de vergüenza que nos golpea en la cara cuando recordamos las veces en que nos equivocamos en esta vida. Recuerdos que aparecen de repente, sin esperarlos, y que siempre nos sorprenden con la guardia baja. No puedo evitar sonreír con nostalgia  cuando pienso en todo lo que le queda por andar…

 Después, cuando miro a mi madre, leyendo en su sillón, leyendo cada vez menos, porque cada vez se marea más cuando lee, porque cada vez le duele más el cuello, y porque cada vez le duele más el alma, me faltan las palabras.

 La mirada de mi madre es como la de mi padre. Miradas cansadas por los años que ya han pasado, castigadas por la suerte de una generación que dió sus primeros pasos sobre un país que era el despojo de una guerra entre hermanos. Un país ayuno de medios, un país de necesidades básicas. Un país de juegos de pelotas y muñecas de trapo. Un país en el que casi no había tiempo para ser niño.

 Observo en sus ojos la mirada cansada del esfuerzo por hacer un país habitable para todos los que veníamos después.

 Pienso en mi vida, y en la de mis hermanos. Pienso en cómo no nos dimos cuenta. Esa niñez, infancia y juventud que tuvimos, sin preocupaciones reales, con problemas de juguete, que para nosotros eran un mundo, pero que eran de juguete, sin esos problemas como saber si hoy podremos comer, y mañana… Dios dirá. No nos dimos cuenta.

 Observo también en sus ojos la mirada cansada de encontrarse en el último tramo de la vida, volviendo otra vez a lo mismo, a la necesidad, porque este desagradecido país que volvió a nacer, que volvió a vivir con el bienestar de sentirse con el estómago lleno todos los días que vinieran, los trata con desprecio al primer revés económico que sufre.

 A ti, madre, y a ti, padre, a todas las madres y padres que hicisteis de este un país digno, ahora os toca de nuevo que den el primer bocado a vuestro mísero sueldo de jubilado por los servicios prestados. Lo asumen con la entereza y la sobriedad del que ha sufrido, del que no ve sino otro escollo más que superar en esta existencia, muy lejos de lo que yo me atrevería a soportar.

 Percibo en sus rostros una leve sonrisa, para mí, su hijo y amigo, para mis hermanos, para nuestras mujeres. También guardan una sonrisa para sus nietos, porque tienen que seguir siendo los abuelos perfectos todos los días, mientras a nosotros nos dicen: “Vivid intensamente, mientras podáis, disfrutad y vivid intensamente.” 

 Generosidad.

 Hace tiempo que se ha acabado la canción.

              FIN

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