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 Soy ya un anciano y todos los que conmigo aparecen en esta foto  hace  tiempo  que  murieron.  Sólo  yo  puedo contar su historia.

Como habréis adivinado yo soy el muchacho. De pie detrás de mí, con la mano apoyada sobre mi hombro, está don Julio, el administrador. A mi izquierda y a la misma altura están el abuelo Eneko y mi padre. Detrás de ellos, con su sotana y su bonete, posa el párroco Don Francisco Javier y otro cura de la parroquia. Entre ellos hay otro señor al que no recuerdo. A la derecha de la imagen, don Pedro… el severo don Pedro y su hermano se apoyan en sendos bastones.

Esa mañana habíamos salido temprano al campo, era la media veda y los fines de semana acompañábamos a los señores a la caza de la tórtola. Mi padre carga en la imagen el morral que recuerdo haber llevado yo durante la partida. En una mano lleva el paraguas con el que resguardaba a don Pedro del sirimiri mañanero y en la otra sostiene su recia vara de acebo, con la que tuve más trato del que hubiera deseado. No guardo rencor a padre por eso. Nunca me falto un pan que llevarme a la boca y Dios sabe que hubiera sido de mí de no haberme enderezado a maquilazos cuando fue menester.

La mañana se dio bien, estaba la temporada en sazón. Terminado el ojeo los cazadores se encaminaron a la iglesia en el Hispano-Suiza de don Pedro a cumplimentar a don Francisco Javier y dejarle unas tórtolas. «Siempre hay que cuidar al clero» decía don Pedro.

El abuelo, padre y yo marchamos caminando, lo que se hacía pesaroso porque el abuelo, que había sido trotón, ahora perdía el resuello y pedía descansar a cada poco.

Cuando llegamos, don Pedro y la compaña se hallaban en la sacristía dando cuenta de un txacoli y un pan con tocino, gentileza de don Francisco Javier.

  —Ya llegamos, don Pedro, para servir —dijo padre. 

  —Las zuritas desplumadas, arlote, que luego Carmen se pone hecha un basilisco si se las llevo sin pelar, ya sabes cómo es —dijo don Pedro.

   —Natural —contesto padre.

  —El zagal y yo lo haremos —dijo el abuelo—, demasiado buena es doña Carmen y razón no hay para disgustarla.

Padre se sentó en la escalinata de la iglesia a liarse un cigarro mientras el abuelo y yo nos ocupábamos de desplumar las palomas.

Me gustaba estar con el abuelo. Siempre era bueno conmigo, su alma simple no conocía la maldad y creo que yo entonces era todavia inocente como él. Nos entendíamos. Padre era otra cosa… más pa´dentro…como decía madre.

No habíamos terminado de desplumar las tórtolas cuando uno de los acompañantes de don Pedro nos insto a posar para una foto. El clero también se apuntó. Todos reíamos. Yo nunca había posado, las cámaras eran un juguete para gente rica.

  —Pero ¿qué hacéis todos de pie, jodíos? —exclamó don Pedro— ¡Que tapáis  a don Francisco Javier!

  El abuelo, que era espigado como un chopo, puso rodilla en  tierra disculpándose:

 —Perdone, don Pedro, no habíamos reparado.

 Padre también se arrodilló y como yo seguía de pie, recibí un pescozón y la amonestación de don Julio:

  — ¡Agáchate, arrapiezo, cómo has crecido, mamón, si no doblas no salgo!

Y doblé.

 Al despedirnos, don Pedro nos regaló algunas tórtolas y a mí me dio una caraba de propina. Yo esperaba aquella moneda —que era para mí entonces una pequeña fortuna— tanto como la consabida frase de despedida del patrón: «La caraba… y al diablo» 

La siguiente semana don Pedro nos trajo la foto y madre le hizo un marco. Fue durante mucho tiempo la única foto que hubo en casa. Es difícil de creer ahora pero así era.

Un día pregunté a padre por qué nosotros habíamos de salir de rodillas en la foto. —¿Y qué querías?, ¿que se arrodillasen don Pedro y los curas? — respondió.

El abuelo se fue pronto, se lo llevo el señor mientras yo trabajaba en Bilbao en una de las fábricas de don Pedro. Años después aquella fábrica quebró pero yo ya no trabajaba en ella. Estudiando por las noches saqué el bachiller y el título de perito mercantil y cuando frisaba los treinta era ya administrador de una  siderurgia. Las cosas me fueron bien y compré acciones de bancos e industrias que en el País Vasco de aquellos años crecían como la espuma y que me reportaron pingües beneficios. Podríamos decir que cumplidos los cuarenta yo tenía una posición. Compré a padre y madre un piso en la Gran vía.

Un día me anunciaron la visita de doña Carmen a mi despacho. Entró con su porte de gran señora. Mientras hablaba me fijaba en su pelo blanco y en esas manos de porcelana que nunca habían pelado tórtolas. Me rogaba por sus hijos una inyección de capital en una de las sociedades de don Pedro

   —Nos exponemos a perderlo todo —me dijo entre sollozos— sólo necesitamos una pequeña ayuda, siempre fuimos buenos con tu familia y mira hasta dónde has llegado.

  —No se preocupe, doña Carmen, sabré corresponderles, lo único que quiero a cambio es una foto con don Pedro, aquí, en mi despacho.

Al día siguiente don Pedro acudió a mi despacho

  —No sé como agradecerte —dijo.

  —Descuide, don Pedro, vamos a posar para la foto, mi ayudante está rellenando el cheque.

Con lágrimas en los ojos me tomó por los hombros como a un hijo mientras el fotógrafo se aprestaba a disparar.

  —Así no, don Pedro, de rodillas.

Al principio pareció no comprender pero pronto su mirada sagaz me reveló que había entendido. No dijo nada, se arrodilló y el fotógrafo disparó la instantánea. Firmé el cheque que preservaría su posición social y la de su familia y clavé la mirada en esos ojos que siempre me habían infundido pavor y que ahora rehuían el contacto.

  —Don Pedro —le dije mientras le entregaba el cheque—, la caraba… y al diablo. 

FIN 

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