Mi hijo, el sargento mayor, se me fue muy deprisa. Esto es un enfriamiento; unas gotas de coñac en el vaso de leche, una aspirina, a la cama prontito y ya veréis. Pobre mío, ni dos días aguantó. Se me fue con la misma ligereza que se subió al tren para servir en Colmenar. Parece que lo estoy viendo asomado a la ventanilla. Por si acaso, madre, rece usted por mí, me dijo. Pero a la otra, a mi nuera, que yo lo sé, bien que le juró que volvería a por ella. Y es que en Madrid se estaban oliendo algo porque todos los mozos iban para allá. Cuatro años largos me tuvo en un sinvivir; cuatro años pendiente de la radio y la puerta, para verlo aparecer una mañana medio descalzo y con un hambre que hacía que se te saltaran las lágrimas.

La guerra había asomado por el pueblo sólo una vez. Por lo visto no hizo falta más porque aquí siempre han mandado los mismos. Mi nuera, una chiquilla que ya tenía cuerpo de mujer, venía con nosotras del lavadero. A medio camino, su madre la mandó a por dos pañuelos que se había dejado tendidos en alguna parte. De vuelta, vio un abejorro en el cielo; porque a ella, que lo ha contado yo no sé cuántas veces, aquello al principio le pareció un abejorro. Lo que se ha podido arrepentir de haberlo saludado con los pañuelos. Dos bombas tiró. Una que no explotó y otra que abrió un boquete por los Cuatro Caminos. Y aunque mi nuera estaba en la otra punta del pueblo, llegó a su casa con la cara cruzada de sangre. Eso le bastó para pasarse la vida asegurando que ella había hecho más guerra que muchos hombres. Qué coraje me daba cada vez que se lo oía decir.

El susto le duró porque no volvió a pisar la calle hasta que mi hijo fue a buscarla. Pasábamos por delante de su casa y la veíamos siempre pegada a la ventana, como si la hubiesen cosido al cristal. La muy tonta creía que la otra bomba, que nadie sabía dónde estaba, podía estallar en cualquier momento y arrastrarla por el suelo otra vez. Hasta que en vísperas de Todos los Santos, unas monjas avisaron a la Guardia Civil porque algo le había molido las costillas peladas a no sé quién. Prohibieron la entrada al cementerio hasta que vinieran de Albacete a verla, pero mi hijo saltó la valla y se presentó en el cuartelillo con la bomba al hombro. Que estaba hueca, dijo. A punto estuvieron de arrestarlo. Menudo berrinche me hizo tomar. Hágame caso, madre, que las bombas valen muchos cuartos; que la mitad ni las llenan. Pero yo sé que lo hizo para impresionar a mi nuera, que luego había que verla cómo se paseaba bien agarrada de su brazo. Aunque no se le quitó del todo el miedo a salir. Y conforme se llenó de años, se fue acobardando más y más y acabó por abrir la puerta de la calle sólo para limpiarla.

Mi hijo también se hizo mayor. Sin darme cuenta, pobre mío, se me había metido en esa edad en que la memoria se afloja y los recuerdos más amarrados empiezan a soltarse. Mi nuera no se cansaba de reñirle y mandarlo callar: ¡déjate de guerras!, que eso ya no le interesa a nadie. Pero entonces apareció un señor que llevaba la guerra hasta en el nombre, Alfonso Guerra, para decir que nada de olvidar, que la guerra no era un cuento; que le iba a dar una paga a todos los que cogieron un fusil para hacer frente a tanto canalla. Qué cara de judío tenía. Dios le dé salud muchos años. Mi hijo estuvo varios meses como loco yendo de un sitio para otro. Cuando por fin lo llamaron del Gobierno Militar, mi nuera se pasó toda la mañana asomada a la mirilla y lloriqueando. No se quedó tranquila ni cuando lo vio entrar con la bandeja de pasteles más hermosa que he visto en mi vida; también traía una insignia dorada en una cajita blanca y una sonrisa que no le cabía en la boca. Hasta parecía más alto. Sargento mayor. Había empezado el servicio militar de soldado raso, pero me terminó la guerra de sargento mayor. Muy orgulloso contó que, al salir, los escribientes y el oficial se le habían puesto firmes. Con la primera paga, el muy desastre se compró un traje gris que le venía grande; con la segunda, le regaló a ella una pulsera de oro con su nombre.

Mientras enterraban a mi hijo, mi nuera estuvo pasillo arriba y abajo, con ese paso de fantasma que no hacía un ruido, sin saber dónde dejar la vela. A la pobre se le quedó la cara que ponen las criaturas cuando se pierden. Yo sé que no era mala, si acaso algo floja; y mucha de la culpa es de mi hijo por haberle consentido tanto. Y sé también que me quería. Lo sé por esa forma que tenía de mirarme y por cómo me pasaba el paño. Si hasta me rezaba. Le habría gustado ir al cementerio, pero las bombas… Cuando regresaron mi nieta y mi bisnieto, se la encontraron en su sillón junto a la ventana. Mi bisnieto recogió del suelo la foto de mi hijo que ella siempre llevaba en el bolsillo de la bata como una estampita milagrosa. De pronto abrieron la puerta de la calle y oí pasos. Mi hijo entró con su traje gris y la insignia en el pecho. No te imaginas de dónde vengo, Juana; anda, vente conmigo, le dijo. Mi nuera se hizo de rogar. Venga, tonta, insistió él. Y juntos, cogidos del brazo, andando despacito mientras hablaban de sus cosas, me dejaron entre estas cuatro paredes más sola que la una.

                                                                             Fin

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