SETEVENTOS

     Cuando Cristovo Novelúa, alias Seteventos, avistó en el horizonte las torres del monasterio de Samos, pensó que el caballo aún podría aguantar una galopada más hasta llegar a la hospedería y, picándole las espuelas, arremetió otro fuerte arreón, rasgando la cortina de orballo con su figura embozada en la negra trinchera de cuero, chorreando agua y jadeando a la par que el caballo, mientras el sol de aquel ocaso de finales de septiembre de 1880 declinaba tras las copas de los pinos.

     Después de haber dejado el Valle de Lemos al rayar el alba, el caballo hizo el último esfuerzo y alcanzó el monasterio casi reventado. Seteventos pidió cobijo como un peregrino más. Casi no podía ni hablar, con el paladar áspero y un regusto a tierra mojada colándose por la garganta, mientras el monje le preguntaba cómo se llamaba y de dónde venía.

—Vengo del sur —respondió.

—El sur es muy grande —replicó el monje.

—El sur es todo lo que dejamos atrás —dijo Seteventos mirando el suelo.

—¿Y lleva mucho viaje?

—Salí hoy de amanecida y mi montura necesita un descanso tanto como yo un lugar seco donde poder dormir unas horas. Mañana debo seguir hasta Compostela.

     Seteventos no se atrevió a pronunciar un nombre, por no saber ni cual inventar. El monje, viéndole calado, tiritando, con los ojos agotados y el rostro lleno de salpicones de barro, le ofreció un baño de agua caliente y un hábito para usar como ropa de dormir, lo que permitiría secar junto al fuego las chorreantes vestiduras.

—¿Va usted de peregrino? —le inquirió de nuevo el monje alcanzándole una escudilla con leche caliente.

—Pues sí. Mi niña de cinco años sanó de unas calenturas que casi me la matan y prometí llegar hasta los pies del Apóstol si el Señor no se la llevaba.

     El monje alabó el hecho, soltó un latinajo para corroborarlo y dejó a Seteventos sentado junto a la lumbre, sorbiendo la leche con el pulso tembloroso y la mirada perdida. Le prepararon un camastro con puñados de tojo y unas mantas en una alcoba en la que otros peregrinos, desperdigados por el suelo, descansaban los pies llagados y las almas andorreras. El silencio del reposo alivió la agitación que por dentro aún quería desvelarle. Durmió y soñó. Soñó con su hija de cinco años correteando detrás de las gallinas portuguesas, mirándole con inmaculada sonrisa. Soñó con el recuerdo perdido de su madre abrigándole para ir a recoger cachelos al amanecer. Soñó con su mujer besándole las heridas que le nacían en las manos de tantos golpes de azadón dados en la tierra del valle. Soñó con el calor que le daba el cuerpo de su mujer en las noches de invierno, arrebujados bajo las mantas. Soñó con los paseos sin prisa por el malecón del río Cabe en esas mañanas de primavera que el sol hacía agradables como el brasero que le secaba los ateridos pies después de horas bajo la lluvia tornando las vacas. Soñó con los vasos de vino que compartía con los amigos en las tardes de domingo en el Bar Paz. Soñó con las risotadas que coreaban los cimbreantes movimientos de las caderas de María Barbeito sobre el escenario del café cantante de Eliseo. Soñó con las nalgas de pedernal de la Barbeito, que sus fuertes manos amasaban de madrugada cobijados de los ojos de los curiosos bajo el arco da Ponte Vella. Soñó con aquellos senos de mármol y la boca insaciable que María siempre le ofrecía con un gesto desafiante. Soñó y durmió como un niño hasta que, en la hora de tocar a maitines, unas voces que llegaban desde la entrada de la hospedería sobresaltaron a los durmientes peregrinos.

—¿Qué pasará allá abajo que tanto gritan? —se preguntaban los aturdidos penitentes asomándose por un ventanuco.

     Desde fuera la voz de los monjes llegaba nítida, implorando que en aquel lugar no se podía entrar con armas de fuego. Seteventos, enfundado aún en la prestada esclavina marrón de franciscano con la que había dormido, abrió una de las ventanas que daba a la parte trasera y, ágil y raudo, se agarró al canalón del desagüe, apoyándose en un pequeño saliente a modo de cornisa.

—¡Pero, ¿dónde va?! ¡Que se va a caer! —le gritaban los sorprendidos peregrinos.

     Al empezar a deslizarse agarrado al tubo de latón, un crujido herrumbroso desarmó el artilugio y Seteventos voló pataleando con sus piernas como si quisiera volar. Un estruendo retumbó en el suelo con un lamento agónico de jabalí herido. Monjes y pregrinos llegaron corriendo hasta donde Seteventos pedía auxilio tan sólo con la mirada, borboteando sangre por la boca, sin poder mover su inmenso corpachón como si hubiera quedado incrustado en la tierra húmeda sobre la que acababa de aterrizar. Apartando a empujones a los samaritanos, irrumpió a caballo la figura de mi tatarabuelo Caracha, empuñando su escopeta, pertrechado por sus dos fieles escuderos y media docena de perros, jadeantes todos, con el rostro embarrado y chorreando agua.

—El hábito no hace al monje, Seteventos —le dijo mi tatarabuelo riéndose—. No hubieras escapado ni aunque hubieras salido volando en una escoba.

     Caracha desmontó, se acercó con paso lento al cuerpo de Seteventos y le puso el cañón de la escopeta sobre la mediada y dolorida sonrisa que aún se le escapaba al agonizante caído.

—Ya casi te hago un favor matándote, Seteventos. Pero todavía está por nacer el hombre que ose levantarle una hembra a Caracha y a la Barbeito sólo la monto yo.

El disparo sonó como un trueno en el lluvioso amanecer.

    El_tatarabuelo_Caracha_21.png 

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