Aquella maldita embolia le había dejado paralizada la parte izquierda de su cuerpo. Nunca se había planteado como sería vivir con semejante tara. Por eso, cuando los médicos le dieron el alta no supo si alegrarse o caer en las fáciles y seductoras garras de la más terrible depresión. Siempre había sido una persona llena de actividad, pletórica de vida; ignoraba lo que era estar parado, llenar su ocio (inexistente) con la lectura sosegada de un libro o la construcción de una maqueta o un puzzle. Su tiempo libre lo dedicaba a su familia; playa, paseos, cine…en fin, lo normal. Pero la mayor parte de las veces era reclamado por familiares o amigos para que les arreglara cualquier avería casera, ya que era un experto “arreglador” o como él mismo decía: “Oficial de todo, maestro de nada”.

Siempre estaba dispuesto a echar una mano desinteresadamente, sacrificando una merecida siesta o un rato de reposo bien merecido ante el televisor. La electricidad o la fontanería carecían de secretos para él.

Hubiera preferido morirse antes que quedar como un pobre inútil, como un lisiado, como él mismo se calificaba.

Ahora le gustaba pasear solo después de las comidas, cosa que nunca había hecho anteriormente, para buscar la soledad del puerto a esas horas. Sentado sobre las rocas del espigón, apuraba su sempiterno cigarrillo “Ducados” mientras el rostro se le anegaba de lágrimas inútiles. Eso era algo que nos ocultaba a la familia; nunca le abandonó su sentido del humor, aunque ahora se le había transformado en más irónico, más acido. Paradójicamente el nos animaba a nosotros a tragarnos la quina en su presencia haciéndonos los fuertes.

En comparación, su fortaleza era un verdadero baluarte mientras lo nuestro era un pequeño y ridículo castillo…

Su figura, arrastrando el lado izquierdo, nos acongojaba a todos de un modo insano. A veces se acercaba a charlar con su amigo Pepe “El cojo” a su taller de bicicletas. Hacía tiempo le proporcionó una Mobilette de segunda mano con la que pudo desplazarse a su trabajo en los pozos de Aguas Potables del Ayuntamiento, a menudo muy distantes unos de otros. Allí pasaba la tarde con conversaciones repletas de monosílabos y suspiros difícilmente contenidos  por ambos interlocutores.

-Menudo par de trastos estamos hechos tú y yo- decía a modo de despedida a su renqueante amigo.

-¡Eso lo serás tú!- le contestaba el aludido-, que yo me manejo estupendamente así, desde que nací. Debes hacer lo posible por acostumbrarte.

Y allí se quedaba el cojitranco Pepe tan feliz por su sabio consejo mientras se afanaba en colocar unas cámaras a las vetustas  bicicletas y motos que conformaban su particular, e invendible, escudería. 

Los paseos por el cercano palmeral del parque ya no tenían el mismo sabor que antaño. Su ensimismamiento y los prolongados silencios nos apremiaban a sus dos hijos para solicitar su atención más de lo acostumbrado.

-Mira lo que hago- decíamos al unísono mi hermana y yo- mientras realizábamos una mierda de proeza tal como lanzarnos de pié por un tobogán o saltar del columpio en marcha. Nada  era capaz de atraer mínimamente su mirada aunque nos sonreía, como dándonos su beneplácito.

En casa intentaba torpe, infructuosamente, realizar con una sola mano trabajos que hasta hace poco no le suponían el más mínimo esfuerzo. El resultado por lo general era desastroso, sobre todo para su ego. Unas veces lo aceptaba con entereza otras no:

  -¿¡Por qué a mí!?-  se preguntaba con una rabia, justa, a duras penas contenida.

Todos colaborábamos para calmarle  y restar importancia a lo que él le concedía tanta. La familia y los amigos, poco a poco, dejaron de llamarle preocupándose por su evolución; yo creo, aunque peque de crueldad, que como ya no les valía para solucionarles sus pequeñas averías domésticas…

Pero con una gran fuerza de voluntad llegó a sobreponerse, sino física al menos anímicamente. Ya no estaba tan abstraído cuando paseábamos por el parque o el puerto. Abandonó igualmente la malsana costumbre de caminar en soledad después de las comidas; ahora siempre se hacía acompañar por mi madre. La rehabilitación ya no le parecía una patochada, aunque sabía que las esperanzas de una recuperación total eran nulas, la aceptaba como una mejora para sus mermadas condiciones físicas.

Por eso no puedo ni podré nunca aceptar que aquella segunda embolia acabara con su vida a los cuarenta y cuatro años, cuando había empezado (pobremente, eso sí) a rehacerse de la primera.

Tal vez fue mejor así para él y para todos nosotros

Aunque no hay un solo día en que no le eche de menos.

Tras la muerte de mi padre la casa quedó sumida en un grave silencio: el dolor invadía  hasta el último rincón como una niebla densa y pegajosa.

Cuando todo el mundo abandonó el velatorio, la familia, cercenada, se quedó sola. La puerta de la casa al cerrarse sonó de una manera que nunca antes, hasta el momento, había escuchado: un portazo seco, que originó un eco malsano, que parecía como una rúbrica, un punto y final a unas largas y agotadoras jornadas. A una vida. Además el golpe era el inicio de una sensación de soledad, nunca resuelta a partir de ese momento. Aunque aún no lo sabíamos.

La estancia donde había estado su cuerpo parecía estar ocupada por un aire más denso; como si en el ambiente flotara un compendio de sus recuerdos, de los movimientos que días antes había realizado en ella con la impunidad de lo cotidiano, de las palabras dichas en ese lugar, de las imágenes captadas por su retina…

Por instante dudamos en abrir la ventana por miedo a que todo aquello desapareciera: pensábamos que la brisa de la noche estaría ávida de fagocitar lo que sin duda aún permanecía con nosotros, en el último lugar que él había ocupado sobre la Tierra.

Finalmente abrimos. La Noche entró para instalarse, definitivamente, como un huésped lúgubre e indeseable en nuestra apenada y dolorida casa.

Descansa en paz, papá.

FIN

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