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Reconozco en ti rasgos familiares: los incisivos bien separados, las cejas finas, los ojos claros y una mirada triste, muy triste. Una mirada que cargamos en la familia como un presentimiento, una especie de pena congénita que sin saber por qué se instala en uno a la vez que el apellido. La rama Masedo de la familia nos ha dotado de un sentido del humor negro, cruel, que se ceba especialmente en nosotros mismos. Un humor que hemos construido a golpe de generación para nivelar esa lucha perdida contra la tristeza, contra esa melancolía profunda, contra ese saber certero que todo siempre irá a peor. Que la vida es un purgatorio, un hastío, un castigo interminable y que así ha de asumirse. Nos entrenan para ello desde la cuna. Somos atletas de la displicencia, desabridos consumados. Intuimos empíricamente que él éxito y la plenitud son cosa de otros. La felicidad no son más que pájaros en la cabeza, hemos sustituido las plumas por un sumidero de negatividad.

En ese sentido la vida decidió no defraudarte y darte todo lo que fuiste capaz de soportar y más. Apenas has cumplido los veinte y ya eres huérfano de padre. Te has convertido en el cabeza de familia. Te acostaste siendo el adolescente que fingía leer libros para conquistar a las chicas y te levantaste siendo un hombre con la responsabilidad de siete hermanos y una madre viuda jovencísima. Y cada carga se te quedó colgada en la mirada. Cada hermano descalzo, cada plato vacío en la mesa, una muesca en el iris. Justo cuando empezabas a soñar que escapabas te cayeron encima todas las cárceles: la del trabajo de ferroviario que odiabas, el hermano mayor tuberculoso, los sobrinos desarrapados, tu madre sería, desapegada, distante, con aquella mirada…

Tal vez fue que ensoñando con otra vida se te fueron poniendo los ojos tristes, tal vez despistado pensando en recuperar el futuro que nunca tuviste olvidaste llevar contigo tu documentación camino de Ávila. En la España de 1939 no había sitio para los jóvenes ensoñadores de mirada triste que olvidaban documentos. En la España de 1939 en realidad sólo había lugar para la violencia. 

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Tu madre te planchaba los domingos el mono de trabajo que luego metías de mala gana en la maleta, se encargaba de que llevaras muda limpia y las botas brillantes. Su mirada triste no dejaba adivinar con qué amor hacía aquellas pequeñas cosas. Con qué infinita ternura limpiaba tus botas de ferroviario para que estuvieran relucientes, con qué detalle planchaba tu ropa de trabajo, con qué cuidado remendaba tus calcetines. Con cada puntada cosía los te quiero, las caricias, los besos que nunca se atrevió a darte y que le hicieron, a ella también,  muescas en el iris y pusieron el peso del tiempo en su mirada. Nunca quisiste ser ferroviario, lo odiaste desde niño casi de forma instintiva, como una premonición que te calaba los huesos y no te dejaba dormir. Tu madre lo sabía y con cada pequeño gesto había una súplica de perdón: perdón hijo mío por el destino, perdón por la juventud perdida, perdón por la poca salud, perdona a tu padre por haberse ido antes de tiempo, perdón por un oficio que te hace infeliz, perdón por ser sólo una viuda cargada de hijos en un país en guerra.

En Ávila vivías de lunes a viernes en el cuarto de una pensión modesta y allí fue el ejército nacional a buscaros a ti y a tus compañeros. De tu pequeña habitación te sacaron a la fuerza una noche. Dejaste tras de ti una maleta de cartón, los calcetines remendados y las botas relucientes. Os subieron a un camión y os llevaron a un descampado. Humillaciones, banderillas de fuego y tras unas horas de diversión macabra, por fin el tiro de gracia. Allí quedaron tus sueños, los países a los que nunca viajarías, los libros que no leerías jamás, los hijos que no tuviste y cuyos fantasmas se sientan en las cenas familiares con nosotros.

Necesito que sepas Paco que tu madre nunca dejó de buscarte. Que todos los fines de semana ella y su yerno Enrique, mi abuelo, cogían el tren de Madrid a Ávila y juntos volvían a la pequeña pensión de los ferroviarios. Allí un día a duras penas consiguieron sacarle la verdad a la mujer que la regentaba. Ganó el pulso al miedo la mirada triste de Concha, mezclada, supongo, con una buena dosis de mala conciencia.  Por si no lo sabes Paco, si tu madre te hubiera encontrado los te quiero se le hubieran salido a borbotones contra tu camisa y tu pecho. Hubiera abrazado tu cuerpo, lo hubiera envuelto en amor y lo hubiera traído de regreso a casa. Por si no lo sabes Paco, seguimos buscándote. Nos seguimos preguntando donde estarás, en qué cuneta reposan tus huesos. Quiero pensar Paco que te dio tiempo a enamorarte. Que tu truco de fingirte el interesante leyendo libros gruesos te funcionó y una buena chica se fijó en ti, justo la que tú querías que se fijara, esa y no otra.  Quiero imaginar que se te acercó y al sentir su proximidad te sonrojaste cuando te preguntó qué estabas leyendo. Entonces tú te inventaste para ella una historia que no ha sido impresa, una historia que crecía a golpe de citas en la plaza y de besos. Quiero imaginar que amaste y fuiste amado, que te dio tiempo Paco, que te dio tiempo a sentir otro cuerpo junto al tuyo, que te dio tiempo a soñar, a hacer planes, que durante un instante rozaste el futuro, tu futuro, vuestro futuro. Y que todo fue perfecto. Y que no hay fantasmas en nuestra mesa, que has envejecido con nosotros. Que eres padre y abuelo. Que te sientas en el sofá con un nieto sobre tus rodillas. Que te honramos, que tenemos un lugar al que llevarte flores, que descansas tranquilo y que te llevaste contigo la alegría de haber vivido una vida plena.

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