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Nació en 1945.  Se llamaba Carlos.

Le gustaba contar que nació en el mismo año que terminó la segunda Guerra Mundial, asegurando que mientras estuviera vivo habría paz en el mundo.

Era un niño de unos ojos verdes vivarachos, una piel muy blanca y una sonrisa constante.  A pesar de ser travieso logró salir ileso de casi todas sus aventuras.  Con frecuencia sus hermanos no corrían con la misma suerte y era común verle auxiliándolos.

A los quince años su padre le llamó al despacho y le anunció que moriría pronto.   “No hay nada que hacer” diagnosticaron los doctores, así que su padre decidió iniciar sus despedidas.  Los siguientes días fueron borrosos; Carlos nunca habló de ellos.  La familia dijo que el señor había tenido un final muy doloroso y los vecinos aseguraban que se le oía quejarse todo el día.

No fue ninguna novedad para la familia cuando Carlos anunció que quería ser médico.  Su vocación de servicio hacia el prójimo se había acentuado con la ausencia del padre y por supuesto que mantenía la ilusión de encontrar, si no la cura contra el cáncer, al menos un paliativo que ayudara a bien morir a los pacientes.

En algún punto de la infancia conoció a mi madre y tan pronto terminó la carrera, Carlos y ella se casaron.

La vida parecía estar resuelta.  Nacieron mis hermanos y Carlos consiguió un trabajo relativamente bueno.  Era un médico tranquilo y bromista que gustaba de conocer a sus pacientes.  Disfrutaba charlar con ellos y proporcionarles no solo un diagnóstico sino también un tiempo de desahogo, consuelo o relajación.

En tanto en casa los esperaba mi madre, cuidando de los chiquitos y preparando la comida.  No había riquezas que despilfarrar, pero tenían todo lo que podían soñar.  Carlos soñaba con ahorrar lo suficiente para poder pagar una casa, estudiar una especialidad y dejar una huella en el mundo.  A pesar de su carácter agradable, era muy estudioso y exigente.  Un hombre de costumbres que valoraba las rutinas y visualizaba el éxito como el resultado de un trabajo arduo y constante.

En Noviembre de 1976, el mundo se quebró.

Los hechos se sucedieron como avalancha sin entender cuál desencadenó qué.  Una jaqueca mal tratada, un aneurisma mal diagnosticado, unos santos óleos impuestos con prisa, una despedida insípida y una operación en la que se “hizo todo lo que se pudo”, terminaron en un “es cuestión de horas”

Carlos estuvo 40 y tanto días en coma y cuando decidieron desconectarlo de los aparatos que lo mantenían con vida, milagrosamente despertó.

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Yo era un bebé en ese entonces.  Lo que Carlos fue antes de ese día no lo recuerdo.  Para mí, el padre que tuve fue el que regresó del hospital en la primavera de 1977.

Era un señor débil que hablaba con dificultad, venía acompañado con una cama de posiciones, una enfermera, una estricta agenda de rehabilitación y un ejército de visitas que se pasearon por mi casa durante más de un año. 

Mi madre tuvo que convertirse en sostén de la casa y cabeza de familia.  A tropezones tuvo que aprender a manejar, a llevar el presupuesto del hogar, lidiar con los bancos, las escuelas y los médicos.

Mis hermanos se vieron forzados a aceptar al nuevo señor como figura paterna.  Lo miraban con recelo pues para ellos se trataba del hombre que usurpó el lugar de su padre y no les parecía nada simpático tener que convivir con ese gordito bonachón que escribía con plumas de colores.  La familia les aseguraba que al terminar la terapia volvería a ser el mismo, y quizás a grandes rasgos era cierto, sin embargo para la mente infinita de un niño, nada volvió a ser lo mismo.

Y mientras la otra parte de la familia vivía un duelo silencioso y un milagro escandaloso, mi padre y yo nos convertíamos en cómplices.  Nos quedábamos con la enfermera en las mañanas y juntos aprendimos a escribir, a hablar, a colorear y a comer sin escurrir la sopa.  Nos tomábamos una siesta a mediodía y por las tardes veíamos la tele o jugábamos cartas.

Para mí fue tan grande la dicha de tener ese compañero que nunca me di cuenta de la nostalgia infinita con la que veía a mis hermanos o de la impotencia que le causaba ver a mi madre salir de casa. 

Mi padre, el que yo conocí, aseguraba que la felicidad era la verdadera cura de cualquier enfermedad.  Era un hombre de placeres sencillos que me inculcó el amor a la lectura, al dominó y a la risa. 

Aun cuando la terapia terminó con aparentes buenos resultados, el padre que conocieron mis hermanos no regresó.  Carlos nunca volvió a tocar la guitarra, enterró sus ambiciones de grandeza y aceptó – o quizás eligió – una vida sin altibajos.  La única meta que le escuché proponerse fue vivir feliz.

Y a su modo, creo que lo consiguió.

En agosto pasado mi madre nos avisó que mi padre estaba muriendo.  No quería hospitales, ni segundas opiniones.  Quería morir en casa rodeado de su familia.

Tampoco hubo altibajos.  De alguna manera crecí sabiendo que su vida era un milagro, así que los reproches estaban fuera de lugar.  Disfrutamos un par de semanas de risa y broma.  No hubo lágrimas ni drama, tan solo una profunda aceptación.

Se fue tal como vivió: suavecito.

Hoy cuando lo lloro, entierro a los dos.  Al Carlos que no conocí y que murió en 1976.  Al señor que entró a quirófano y nunca regresó.  Entierro al padre que vivió con un luto constante por saberse muerto y vivo al mismo tiempo.  Pido por el eterno descanso de todos los Carlos que fue: hijo, doctor, hermano, amigo, esposo, padre. 

Desearía haberle podido pedir perdón por haberle forzado a vivir bajo la etiqueta de milagro, por obligarle a reprimir su duelo y por pretender que todo siguió igual

Carlos, papi, descansa en paz.

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