Vivíamos en una casa chorizo, de esas que tienen una habitación al lado de la otra.
A esa casa llegamos después de vivir hacinados con unos tíos. Después de haberme contagiado tuberculosis, después.
Era una casa rodeada de vecinos muy conservadores; en una época donde la dictadura militar acechaba en cada esquina
Muchos de los recuerdos de mi niñez son vagos; sin embargo recuerdo muy bien las ollas que volaban desde la cocina al patio. Ollas que volaban porque la comida estaba fría o desabrida. Daba igual.
Las discusiones entre mis padres nunca cesaron, no eran felices. Se notaba que sus sueños se habían desvanecido con la llegada de los hijos (¿por culpa de los hijos?). En cualquier caso, sus ilusiones estaban puestas en lo que nosotros, sus hijos, pudiéramos hacer para cumplir con aquellos sueños truncos.
Mi madre, madre judía al fin, manejaba la cotidianeidad a través de la comida. Manipuladora como pocas, ella nos ponía de intermediarios en la relación con ‘El Majo’, mi padre. «Decile a tu padre ésto, decile a tu padre esto otro”; “tu padre me hizo ésto, tu padre es esto otro”. Palabras difíciles de olvidar, palabras que a un hijo no se le deben decir.
El momento de bienestar familiar, en que se respiraba algo similar a la felicidad, se vivía cuando mi padre vendía un televisor. Su trabajo era comprarlos, arreglarlos y venderlos.
Nunca los vi besarse en la boca, ni tocarse. Ni siquiera los escuché hacer el amor. Mi habitación era contigua a la de ellos y para ir al baño debía pasar por la de mis padres. Entonces cerraba los ojos como jugando a ser ciega. Esa ceguera de los que prefieren no ver.
Se fueron quedando solos porque nosotros, sus hijos, huimos lo más lejos posible. Con el tiempo pude reconciliarme con mis padres. Pude decirles todo eso que uno guarda en el estómago. Sin embargo, ellos nunca pudieron hablar; nombrar esas palabras que uno, ilusamente, suele esperar.
Nunca los vi besarse en la boca, ni tocarse. Pero sé que se quisieron y nos quisieron; pese a las palabras incorrectas y el desamparo de aquellos silencios implacables.
Fin
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