La verdad, los años se me mezclan y me cuesta distinguir unas cenas de otras. En todas ellas destaca, como un fogonazo rojo en una foto en blanco y negro, el mantel de papanoeles voladores, y un olor como a huevos cocidos, aunque en realidad no recuerdo que nunca comiéramos huevos en Nochebuena.

El caso es que una de esas noches acabé quemando mi último cartucho. Puede que fuera el año en que Abuelo arañaba el plato con el tenedor para intentar comerse los dibujos de la porcelana. O la cena en que Mamá, sin motivo aparente, empezó a llorar unas lágrimas muy largas, que iban cayendo sobre su ración de gambas. O cuando al Tío ya le habían quitado una pierna y Mamá se disgustó porque la dejó tumbada en el sofá y envuelta en una manta como si fuera un niño. Pero el miedo a despertar a la bestia flotaba siempre en el ambiente como el olor a huevos cocidos.

En aquellas noches la bestia tenía siete años más que yo. Y, simplemente viéndole cruzar el salón para sentarse a la mesa, uno podía saber si la cena acabaría medianamente bien. Llevaba ropas ajustadas, muy delgado ya que por entonces aún no tenía medicación, y se ponía hebillas grandes y doradas porque estaba convencido de parecerse a Elvis. También intentaba sujetarse el tupé con una gomina pegajosa que olía a grasa; o quizás era su propia grasa. Los demás no necesitaban cojín para llegar a la mesa como yo, pero bajaban la cabeza ante las miradas gélidas de la bestia, clavados en la silla como Cristo en la cruz.

Esas cenas eran como estar paseando por un campo de minas. De vez en cuando Papá proponía un brindis, y chocábamos nuestras copas con una sonrisa contenida. A menudo Abuelo hacía un ruido raro con la dentadura, entonces la bestia giraba la cabeza y le echaba esa mirada, y Papá se apresuraba a hacer comentarios halagadores sobre la comida. Y yo repetía, cíclicamente, las ganas que tenía de que llegaran los Reyes. Lo decía sonriendo mucho, y miraba de reojo a Papá para ver cómo se le iluminaba la cara. Me encantaba darle esa dosis de poder sobre la magia, que nos mantenía maravillosamente unidos.

La tele tenía un papel muy importante: el de atraer la atención de la bestia. El mando estaba siempre a su lado y él elegía a su antojo, cambiando frenéticamente de canal, apretando los botones como si tuvieran la culpa de que sólo echaran estúpidos programas de gente con corbata y matasuegras aplaudiendo a cantantes melódicos.

En todas las cenas Papá hace bromas con ojos suplicantes, Mamá tiene la mirada más triste del mundo y Abuelo, los ojos perdidos en el infinito. El Tío sólo mira embelesado a su comida. Y la bestia nos vigila con sus pupilas dilatadas. Y yo repito lo de los Reyes, una y otra vez, con muchísima emoción, cada vez que veo que una chispa (en forma de ruido de dentadura, de carraspeo, de frotarse las manos) está a punto de provocar el fuego. O cuando siento que el corazón de Mamá se deshace como un cubito de hielo al sol.

Una de esas noches la bestia quiso cantar canciones de Elvis al terminar la cena. Nos sentamos solemnemente en los sofás del cuarto de estar. Agarró su guitarra y se la apoyó en las rodillas. Realizó uno, dos, tres giros con el cuello, para tocarse el hombro con la mandíbula, según ordenaba uno de sus más antiguos tics. Y justo cuando se disponía a dar el primer acorde, Abuelo tuvo el mal reflejo de ponerse a toser con una de esas toses llenas de flemas y de años. La bestia se detuvo en seco y, echándole la mirada, se apartó la guitarra. Encima el Tío dijo Vaya por Dios y soltó una carcajada que hizo que su muñón se moviera arriba y abajo. Papá, Mamá y yo sentimos cómo se nos helaba la sangre.

Cuando Papá por fin me encontró, yo estaba al fondo del desván, meciéndome en una silla como un niño autista. -Tenía que hacerlo, ¿no?- susurró. Luego me puso una mano en el hombro y todo mi cuerpo se estremeció, quizás simplemente porque en ese momento me di cuenta del frío que hacía allí dentro. Y luego me dijo: -Lo siento.

Sé que lo sentía por mí más que por ninguna otra cosa. Aún así, creo que tardé mucho en salir del desván. Salí y me parece que me fui directamente a la cama, sin siquiera repetir lo de los Reyes.

Así que no recuerdo qué más pudo pasar, algún otro año, para que llegara a quemar mi último cartucho. Creo que ya no tenía cojín para llegar a la mesa, incluso puede que me entretuviera rascándome los primeros pelos en las mejillas y que todos supiéramos hacía tiempo que lo mío no era más que una farsa piadosa, un trato no hablado con Papá  que nos unía con una cuerda muy fuerte por encima del mantel rojo.

El caso es que sólo me salió gritar: -¡Ya sé que los putos Reyes son los putos padres! Y, para añadir efecto, tiré al suelo mi plato de gambas y espeté: ¡Os odio!

Mamá se levantó mecánicamente de la mesa y, muy despacio, se puso a recoger las gambas. Sin levantar la mirada de la alfombra, dijo: -Los niños de tu clase son imbéciles.

Yo me quedé de pie, apretando mucho los puños y la vejiga. Sé que temblaba porque la cabeza de la bestia aparece en frente de mí como en movimiento, esbozando una especie de sonrisa sarcástica. Y Abuelo, emergiendo de pronto de otra galaxia, me extendió un polvorón.

Papá no sé qué hizo, no pude mirarle.

Y en las otras muchas cenas, yo ya era un adulto más en torno al mantel. Cambia que Abuelo ya no está. Y que el Tío devora sentado sobre dos muñones en lugar de uno.

FIN

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