MI ABUELA TAMBIÉN SALIÓ EN LA FOTO

MI ABUELA TAMBIÉN SALIÓ EN LA FOTO

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Esta es la única fotografía que tengo con mi abuela aunque ella murió pocos días después de que yo cumpliera treinta años. Mi abuela se casó a esa misma edad con un hombre serio con el compartía las labores del campo y las cuentas de la casa. Dicen que mi hermana se parece mucho a él,  buena, callada, un poco tonta.

Por las calles del pueblo mi abuela arrastraba con una mano a mi madre y en el brazo libre cargaba a la hija pequeña aún cuando ésta había cumplido ya los cinco años. Mi abuela, que era bajita y poderosa en su determinación las sacó adelante mientras ayudaba a los vecinos a que montarán una mercería en la calle del Pez, al tío Paco a aprender el oficio de herrero para que pudiera casarse y a la señora Carmen a que no le faltará nunca la leche para los críos.

Mi abuela se quedó viuda con cuarenta años y dos hijas. Solo había dinero para que estudiara una y el mundo de la menor dejó de ser la siega, la yegua y las gallinas, para convertirse en el colegio de las monjas y los cuadernos de magisterio encuadernados en papel de estraza, el lazo azul en la trenza y el uniforme con la corbata a rayas.  Aprendió inglés con treinta y cinco años, francés con cuarenta y cinco y árabe con setenta. Mi madre permaneció en Madrid en un piso interior de cuarenta metros cuadrados que compartía con mi padre, mi abuela, la nena que está en la foto y un huésped.

A los tres años yo ya sabía leer y escribir y a los cuatro me dieron un diploma de lectura en la escuela. La niña soñadora que mi madre llevó a parvulitos, salía al patio de la mano de la señorita Montse porque me caía al cruzar las rayitas entre las baldosas. Hasta los catorce no recuerdo haber tenido las rodillas limpias de moratones y mercromina. Un día, dejé de mirar al suelo y caminé confiada sobre otras tierras pero sigo cayéndome. Me tambaleo en la marquesina de un autobús que no voy a tomar y me quedo un rato esperando, sin saber muy bien qué hago allí ni adonde voy.

Mi abuela  quiso estudiar pero tuvo que cuidar a siete hermanos y a una madrastra siempre enferma. Cuando acababa de confeccionar jerseys o de fregar la cocina, leía todo lo que caía en sus manos, el suplemento dominical del ABC, el Reader´s Digest, los libros de poesía de Machado, las novelas de Delibes. Construyó con sus manos la casa de adobe que, años después, remodelamos entre toda la familia a las órdenes de un maestro albañil.

Podría relataros el cuento de una heroína. La historia comenzaría con un “erase una vez” y después habría un deseo, un reto y un descubrimiento.  Pero quizá lo mejor que sepa hacer hoy es contaros que mi abuela, ya viejita, caminaba lento y así le crecía el tiempo para escuchar a la gente. La mujer más guapa del mundo la puede crear un ordenador a partir de los datos de todas misses del universo votadas en facebook. Pero yo os juro que la mujer más hermosa del mundo era mi abuela y se fue embelleciendo a medida que se hacía mayor porque atesoraba mil ternuras y misterios. Me gustaría mostrárosla pero esta es la única foto que tengo con ella. Solo se ven sus manos sujetando a la niña a punto de resbalarse sobre el cojín de tela vieja y cordoncillo. Quizá podáis imaginárosla un poco si os fijáis en mi mirada.   

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