Nada resultaría menos extraño si no fueran un par de marcianos los que han aterrizado esta tarde en mi casa. Parecen amables y hablan poco, sobre todo uno de ellos, el que conduce la nave. El otro se asemeja a una mujer, por el pelo. Siempre habla de lo mismo, como si le hubieran dado cuerda: la asistenta, la nevera nueva, el anisakis y los audífonos. A veces altera ese orden y entre medias también enlaza otros dos temas, como los contratos de alquiler o el laxante.

Son unos marcianos que no hablan de Marte. Les he enseñado el armario donde podían guardar sus cosas y después les he dejado solos en casa. Todavía parecen inofensivos.

El idioma es lo único que aparenta no haber cambiado en su planeta. La que parece una mujer, aunque ya no parece mi madre, utiliza las palabras de siempre, las de hace más de cuarenta años, quiero decir. Ahora mismo le cuenta a mi hija las mismas mentiras que me contaba a mí y me hacían feliz. A saber lo que querrán decir esas palabras en Marte.

Sin embargo, el que conduce la nave nunca dice nada; solo come, bebe vino, hace recados y a veces canta canciones que no conoce nadie. Parece sabérselas de memoria desde hace mucho tiempo. Melodías que tararea cuando no recuerda la letra.

Ese marciano era mi padre, como un iceberg que ya se sabe: la parte que se ve no es nada comparada con la enormidad que oculta.
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