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Nací en Canadá, en la ciudad de Toronto. Mis padres eran españoles, pero habían emigrado allí antes de nacer mi hermana y yo.

Para mí España era un lugar lejano y pequeñito que mis padres, de cuando en cuando, me señalaban en el mapa.

La verdad es que yo no sentía ninguna curiosidad por lo que ellos llamaban “mi país” y me asustaba pensar que un día pudiéramos marcharnos de Canadá.

Yo era la niña más feliz del mundo, especialmente en invierno, cuando me lanzaba por las cuestas nevadas y hacía muñecos de nieve con mis vecinos y mi hermana.

Tengo muchas fotos en la nieve con mi familia, pero siempre mi preferida fue una que nos hizo mi madre a mi padre, a mi hermana y a mí. Yo debía tener tres años y mi hermana siete. Ella había ganado un premio de patinaje aquel día y estábamos muy contentos. En la foto yo miraba a papá, que me agarraba la mano, solícito, y mi hermana, preciosa con su gorro escocés, posaba para la cámara.

Un día, a comienzos de mayo de 1981, mis padres nos explicaron que nos marchábamos de Canadá. Yo tenía nueve años y no entendía nada. Menos aún mi hermana, que con trece, estuvo pataleando durante días.

Nos explicaron que a pesar de la riqueza del país y de las comodidades que disfrutábamos, ellos seguían echando de menos su tierra y estaban seguros de que las cosas habrían mejorado en España.

Para consolarnos, nos regalaron para el viaje una pequeña mochila a cada una donde podríamos guardar los mejores recuerdos de Canadá. Yo no lo dudé un instante y guardé mi cuento de Snoopy, el dibujo de mi amiga Kathy y mi foto en la nieve con papá y mi hermana.

Mi madre, mi hermana y yo cogimos el avión con destino a Madrid el seis de junio. Mi padre permanecería allí aún unos cuantos meses más para vender la casa, los muebles y el coche. Mi madre se adelantaba para ir buscándonos colegio y comprobar cómo estaba el barrio que había dejado años atrás y nuestra nueva casa, herencia de una tía.

Los meses pasaron y yo echaba en falta a papá. Aunque hice amigas enseguida, recordaba mi colegio anterior, mis dibujos de la tele y sobre todo la nieve.

Cuando estaba triste, sacaba mi foto del cajón y soñaba despierta con que ese día volvería a nevar y mamá nos haría de nuevo una foto.

Al principio, las llamadas de papá eran frecuentes y las tres nos poníamos en fila para hablar con él. Luego, conforme pasaron los meses, mamá hablaba con él a solas y después de un rato nos pasaba la llamada y se marchaba a seguir haciendo sus tareas.

Finalizó el curso y pasó así mi segundo verano lejos de los bosques de arces y los campos de béisbol.

Acabábamos de empezar el siguiente curso cuando mamá nos comunicó que papá vendría a vernos. Estábamos terminando la comida, aún lo recuerdo, y aquello fue como un regalo por las buenas notas.

Nos levantamos de la mesa emocionadas y abrazamos a mi madre. Empezamos a hacerle preguntas, tan deprisa que apenas si podía acabar de responder. De pronto, mi hermana se apartó y se le quedó mirando.

−¿A vernos? ¡Será a quedarse! – protestó.

−No, hija. A quedarse, no – mamá miró a mi hermana y después cogió una manzana y empezó a pelarla – El piso…, que no acaba de venderlo.

Sentí que la nieve se alejaba. Acababa de tocarla y sentir su frío en mis manos cuando mi madre nos aclaró que solo estaría dos semanas con nosotras. Aquello fue una lluvia inesperada que comenzó a deshacer la nieve dejando mi alma embarrada, como un patio sucio.

A pesar del poco tiempo que iba a estar papá, insistimos a mi madre para que trasladase parte de su ropa a nuestra habitación para hacerle hueco en su armario.

Mamá calló un momento y luego nos dijo que cogiésemos lo que nos pareciera bien.

−Cuánto queréis a papá, ¿eh? – y tras hacernos una caricia, se metió en el cuarto de baño y desde el dormitorio escuchamos su llanto ahogado.

Hablamos con papá un día antes de su llegada. Mamá nos llamó desde su cuarto y nos pasó el teléfono. Tenía los ojos llorosos y se marchó a la cocina. Papá nos dijo que vendría a casa por la tarde. Cuando volviésemos del colegio allí estaría esperándonos. Le temblaba la voz y dijo que aprovecharía hasta el último minuto antes de regresar.

Después de hablar con él, mi hermana me enseñó una nota. Me explicó que era el número de vuelo de papá. Le había escuchado a mamá decirlo mientras lo apuntaba y como era de esperar, estaba en el cajón de su mesilla. Me guiñó un ojo, ¡menuda sorpresa le daríamos a papá!

Mamá nos regañaría por haber faltado al colegio, pero enseguida se le pasaría. Ya que no podía ir ella al aeropuerto, qué menos que nosotras, ¿no?

En el aeropuerto hacía frío. Un vigilante que nos había estado observando desconfiado acabó por solidarizarse con nosotras y nos ayudó a localizar la puerta por donde saldría papá.

Sonreíamos; yo no podía parar quieta. Entonces le vimos. Levantamos un brazo para que nos viera, y mientras lo teníamos alzado vimos a una señora que le acariciaba el hombro, y a él besando la cabeza del bebé que esta sostenía.

Me acordé de mi foto en la nieve con papá y mi hermana. ¿De dónde había salido aquella criatura? ¿Y aquella mujer?   

La nieve se deshizo por la fuerza de la tormenta y mi foto, empapada, se me cayó de las manos. Una familia se había derretido al calor de un verano, y en su lugar habían aparecido dos muñecos de nieve. Hielo. Puro hielo. Y yo solo quería derribarlos a pedradas.

FIN 

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