LOS MOTIVOS
No sabía muy bien por qué estaba allí. – Es un encargo sencillo- Le dijeron. -No encarna ningún riesgo- Insistieron. Ella aceptó. ¿Por necesidad?, ¿Para corresponder al generoso regalo de las dos máximas dirigentes de la sección femenina?. Era un abrigo negro de astracán auténtico. Con él, se sentía como una artista de cine. Una especie de Barbara Stanwyck de la posguerra española.
Mientras transitaba por el colosal vestíbulo de la estación internacional de Canfranc, se reflejaba envanecida en el lascivo estupor con que la miraban los hombres, y en el resquemor con que lo hacían las mujeres. Su ego le susurraba que estaba divina y no mentía. Nadaba en las verdes aguas de su vida. Carmela por aquel entonces rondaría los veinticinco años. Era una mujer menuda, con un tipillo garboso. Parecía mucho más alta de lo que era, aupada en aquellos zapatitos de cocodrilo. Sus manos enfundadas en unos guantes colorados de cabritilla. Coronaba su cabeza un sombrero negro con velo que le cubría medio rostro. Tras él se acurrucaban, con falso recato, sus eternos ojos morunos que contrastaban con la sensualidad de sus labios empapados en carmín. Una dentadura blanca aunque imperfecta, conformaba una sonrisa altiva, subyugante, casi sádica. A pesar del frío, su orgullo no le permitía tiritar.
EL ENCARGO
Era ambiciosa y sabia que, cumplir el encargo de rescatar a un desertor alemán, le abriría las puertas a lo más granado de la sociedad madrileña. Le habían jurado y perjurado que era una bellísima persona y un piadoso católico. Se lo tomó como una penitencia. Emulando a un sampedrano, estaba dispuesta a dar descalza los siete pasos mágicos sobre la alfombra de brasas ardientes portando consigo, si era menester, al mismísimo Caudillo.
Sus manos albergaban un retrato con un apellido escrito en el reverso, que había memorizado en el viaje: Eichmann.
Además de un bolso de mano, llevaba una maleta forrada en tartán marrón, con el propósito de simular su condición de viajera.
EL ENCUENTRO
A las nueve de la noche, precedido de un estruendoso silbido, salió de las entrañas de los Pirineos a través del túnel de Somport el tren que esperaba. Tras detenerse, como si se tratara de un cadáver abandonado por los parásitos, sus vagones se vaciaron en segundos. Las manos de Carmela se aferraban a la foto y sus ojos iban escrutando, uno a uno, con la minuciosidad del método científico, los rostros de más de un millar de personas que entraban al vestíbulo por los portalones de la zona francesa. Las voces de la multitud se cruzaban con sus propios ecos y con los ecos de sus respuestas y se ensortijaban en las volutas de escayola pintada. Se oían todos los idiomas excepto el castellano. El desmedido tsunami humano atravesó el vestíbulo y en pocos minutos cruzó a territorio español. El silbido de salida anunció que el tren con destino a Madrid partía de inmediato.
De pronto se quedó sola. La enorme araña que colgaba del techo tintineaba a causa del último portazo. Miró a su alrededor. Su maleta había desaparecido.
Salió al andén vacío. Al fondo, postrado sobre el balastro, pudo entrever un bulto. Por fin reconoció el rostro de Eichmann. Una bufanda de sangre congelada rodeaba su cuello. Tenía los ojos blancos. Instintivamente arrancó una maleta de las manos muertas que la retenían ya sin voluntad. La agarró y se dirigió al baño de la cafetería.
Perpleja, se preguntaba qué había pasado. El próximo tren salía por la mañana. ¿Qué podía hacer?. Pensó en abrir la maleta. Se metió en uno de los retretes para hacerlo. Dentro encontró indumentaria castrense, un cofre con condecoraciones y joyas que estimó de valor, numerosos lingotes de oro y un tarro lleno de un líquido sucio. Lo zarandeó y pudo ver como el rostro abotargado de un feto se pegaba al cristal. El vómito le vino a la garganta pero lo reprimió. No lo pensó. Cerró la maleta y salió huyendo.
El destino le ofreció una dádiva inesperada. La oportunidad de vencer la pobreza, el hambre, las estrechuras, el racionamiento, el trabajo y alcanzar el nivel social que ella misma se exigía.
LA HUIDA
El frío era hiriente, avaricioso, inhumano. Las medias de nailon con costura trasera, se le pegaban a la piel. Sentía el ardor helado de las fibras sintéticas como flejes de acero, que se tensaban y ensañaban con ella. El pánico le impedía respirar. Se movía acompasadamente, sin pausa, como una autómata. Como un robot de juguete ponía un pie delante del otro imitando la acción de caminar. Ya no sentía sus pies. Solo oía cacofonías de sus pasos, que reverberaban en las paredes enmohecidas del túnel subterráneo. Podía oler el miedo de su sombra cosida a los talones. Sentía en la nuca el aliento de mil lobos imaginarios persiguiéndola.
A causa de la humedad, el precario aislamiento de tejido de algodón del tendido eléctrico provocó un cortocircuito. Todo quedó a oscuras.
No se detuvo. Cerró los ojos y continuó su huida ciega como un murciélago. Tropezó con el primer peldaño de la escalera de salida. La maleta evitó que se cayera. Oyó cómo el contenido del tarro se agitó. Un golpe de aire le ciñó el velo a la cara. Entreabrió los ojos. Vio la luz. Estaba fuera.
DOÑA CARMINA
Había oído la leyenda mil veces, pero nunca supe por qué mi abuela veneraba a aquel feto. Lo tenia encima del tocador, dentro de un sagrario de caoba, rodeado de estampas, velas y exvotos. Junto a él, el retrato de un hombre con una mirada salvaje enjaulada por unas gafas redondas de metal. En su armario el minúsculo abrigo de astracán que atufaba a alcanfor, conformaba el siniestro conjunto y confirmaba su improbable historia.
Un collar corto de perlas, al casposo estilo del régimen, era el distintivo de Doña Carmina Suárez-Picaso, viuda de La Fuente, como así se hacía llamar y rezaba en sus tarjetas de visita.
Era única. Era grande. Y sobre todo, era libre.
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