Una puerta, una vía de escape. El azul profundo, no viene al caso definirlo concretamente, inundaba mí alrededor. Mi pasado ahora se confunde vivazmente con esa niña que supe ser. De repente estoy en ese momento. De hecho creo que por instantes logré no alejarme de esa voz.

A mi pasado volví cómodamente. A mi casa en La Plata en los ´70. Inevitablemente pienso o sueño en torno a su ausencia. Mi infancia se forjó en su presencia lejana. No me atreví a conocer su calabozo. Mi relación a distancia con mi padre se salvo con el vaivén de infinitas cartas que nos enviábamos asiduamente. Eso también fue un escape. Concretamente un exilio.

Las cartas con mi padre no cesaron. Cada tanto le enviaba postales con fotografías de monumentos o lugares turísticos que nunca llegaría a conocer. Él, en sus cartas larguísimas con una caligrafía envidiable y de suntuosas palabras (muchas de ellas desconocía) me recomendaba libros extraños que le habían cambiado la visión del mundo.  Por supuesto, que ya de grande me pasó algo similar y es por eso que intentó inculcárselo a mis hijos.

Desde que leí sus cartas hay dos libros que no se desprenden de mí. “La vida de las abejas” de Maeterlinck y los “Nueve cuentos” de Salinger. Es cierto que con diez años no los entendía del todo pero había ahí algo latente, escondido, que siempre me gusto. “El hombre que ríe” sigue siendo hasta el día de hoy uno de mis cuentos preferidos.

Papa murió. Nunca supe los pormenores. En una mudanza encontré la caja con todas sus cartas. Leerlas me hizo estar más cerca de cuando lo estaba realmente. Mis cartas nunca las pude recuperar ya que el servicio penitenciario se deshizo de ellas. En casi una década me había enviado más de cien cartas. Indefectiblemente volví al pasado. A mi casa en la calle 30 en La Plata con las baldosas acanaladas amarillas y la plaza a unas cuadras. Al fusilamiento de los compañeros de militancia de mis padres que no comprendí pero recuerdo el ruido de los fusiles y los gritos posteriores. Su último beso en mi mejilla. El abrazo fuerte que se dieron mis padres que también fue el último. El llanto ahogado de mi madre que yo recuerdo tanto. La valija improvisada. Y por supuesto mi quietud al ver a mi padre sujetado por dos hombres que se lo llevaron, para siempre.

Entre mis manos tengo las cartas de mi padre. Esta vez no pude dejar de llorar. El azul profundo, que ahora viene al caso definirlo concretamente, inundaba mí alrededor. Son mis lágrimas desdibujando la tinta. Es también el color de ojos de mi padre que percibí por última vez.

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