SIN LÁGRIMAS

Por: Diana Benitez Paucar

Agarrada de la mano de mi hermana, caminábamos lentamente entre la multitud para saludar a mis padres, a quienes no veía desde hacía ocho días. Me sentía preocupada, porque de alguna manera pensaba que mis padres iban a estar molestos conmigo, pero eso no me importaba con tal de ver en sus ojos que todo estaba bien.

Nunca había visto la casa tan llena de gente, albergando susurros y lloriqueos. Mi abrigo rosa y el abrigo celeste de mi hermana sobresalían del tumulto que vestía de negro. La puerta de entrada permanecía abierta de par en par, como si no existiera y las campanitas que anuncian la bienvenida de algún visitante se movían al compás del viento sin sonar.

Me pareció extraño sentir un fuerte olor a café, el cual asociaba con la mañana cuando todos saltábamos de la cama para ir al colegio; este agradable olor en aquella tarde se mezclaba con perfumes desconocidos.

Me alegró ver mi cuarto porque allí me sentía en casa. Aunque no lo reconocí del todo, porque la gente tapaba mis muñecas y juguetes. Una prima abrazó a mi hermana haciendo que me soltara de su mano y empezaron a llorar. Sin comprender sus lágrimas, salí corriendo a buscar a mis padres.

Los adornos de la casa se escondían detrás de jarrones y coronas de flores que no me explicaba de dónde habían salido. Pasaba inadvertida entre adultos adustos con caras lánguidas. Mi voz aguda pidiendo permiso para abrirme paso logró hacerme visible.

Hubiera preferido no llamar la atención, pues no soportaba las miradas de lástima y pesar que me caían encima. Incluso hubo un par de brazos y manos que quisieron agarrarme, pero pude quitármelos de encima con fuerza.

Sudaba de calor como si ese fuese el recorrido más largo de mi vida; y tan solo había caminado cinco metros de distancia y la temperatura estaba bastante baja. Se me hizo un nudo en la garganta y solo sentía deseos de llorar y que mis padres vinieran en mi auxilio, me abrazaran y consintieran, como de costumbre.

Cuando al fin los vi, estaban abrazados consolándose uno al otro en un llanto silencioso, constante y desgarrador. A su lado estaba la foto de mi hermano menor. Dije su nombre en alto y recordé que la última vez que lo vi estaba en el suelo, en medio de la avenida, como dormido. Yo le dije que se levantara, porque quería seguir jugando con él. Pero no respondió nada, ni se levantó. En el pavimento quedó su sangre y quedó también mi niñez, pues me sentí culpable por haberle causado daño.

Los juegos quedaron atrás al igual que las salidas a montar bici o correr o volar cometas. Me prometí  no volver a llorar porque esas lágrimas podían remitirnos a este momento.

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