Estaba muy gordo. Eso había sido la fuente de todos sus problemas, quizás aunque
fuera delgado le hubiera pasado igual. No lo sabía, aún era algo joven para aborrecerse
tanto, pero no podía remediar odiar tan profundamente su aspecto. Tampoco era
consciente de que, en parte, eso era debido a la ansiedad, ni de que su madre suplía la
culpabilidad atiborrándolo a rosquillas y dulces desde que era pequeño.
El colegio cada jornada era una pesadilla y hacía ya un par de días que había tomado la
determinación de terminar con ellos, con ese grupo que le tenía bien jodido, a él, por
gordo, y a otros muchos. Iba a ser el justiciero de los débiles.
Había escuchado ya lo de los tiroteos y matanzas en otros colegios, pero su idea era
diferente. Para empezar no le agradaban las armas de fuego y en su casa no había.
Conseguirlas no iba a ser fácil y no le gustaba demasiado la sangre, eso no eran más que
americanadas.

Él no era un suicida ni tenía ninguna intención de pasarse el resto de su vida encerrado.
Quería hacerlo, tenía que hacerlo, pero era vital que no le pillaran y en esas cavilaciones
se encontraba: ¿cuál sería la mejor manera? ¿Veneno? ¿contratar un sicario de esos
mafiosos? Seguro que había en Internet, pero costarían demasiado y eso dejaba rastro
por las IP’s y demás algoritmos del ciberespacio que él nunca había logrado entender.
¿Atropellarlos? No, ¿con qué coche? No estaba seguro de saber conducir lo suficiente.
¿Cloroformo? ¿Dónde podría conseguirlo? ¿Sería muy caro? ¿Qué haría después con
los cuerpos?

Otro tema era si deshacerse de todos ellos a la vez o por separado. Sin duda que el
grupo lo formaran cinco matones complicaba el asunto.
Había estado meditando mucho sobre si realmente los cinco merecían morir, hasta
llegar a la conclusión rotunda y segura de que sí. Aunque los cabecillas eran dos, los
demás disfrutaban mientras sujetaban a las víctimas para que los otros les dieran la
tunda, señalaban, se reían cuando era necesario y jamás les paraban los pies a los otros.
Todos sobraban y le haría un favor al mundo cuando acabara con ellos.

Pensándolo detenidamente entendía el porqué de las armas de fuego. Realmente parecía
la opción más satisfactoria. ¿Una explosión quizás? No, acabaría matando a la mitad de
sus compañeros y no tenía nada en contra de ellos.
Quería además terminar con “la banda” de la manera más sencilla y discreta posible,
pero la idea de hacerlos sufrir y de que probaran su propia “medicina” también le
llamaba poderosamente la atención.

Le llevó varios meses trazar todo el proyecto, era consciente de que la paciencia era
clave para que todo saliera de acuerdo al plan. Cuando día si y día también en el colegio
lo cogían y le pegaban una paliza entre todos, le daban una colleja por el pasillo, le
tiraban los libros o lo insultaban no hacía más que ganar seguridad para poder llevar a
cabo su venganza.
No quería dejar nada en el aire. No podía ni debía fallar nada.
Era evidente que cuando todo pasara iban a sospechar de él, pero también de muchos
otros, pues el grupo tenía demasiados enemigos. Investigarían en el colegio y le harían
preguntas, pero no tendrían pruebas contra él. Todo estaba bien atado.

Durante los meses anteriores se había aprendido sus costumbres: sabía dónde vivían,
qué hacían cada tarde e incluso los fines de semana. A pesar de su gordura, no llamaba
mucho la atención, por lo que seguirlos a una distancia prudencial o espiarlos desde
cualquier esquina no le resultó demasiado difícil. Tenia un proyecto, un plan, un reto.
Había nacido para esto.

Cuando llegó el día se levantó de la cama con determinación, se vistió y se puso a
prepararlo todo. El matarratas más fuerte que había en el mercado no costaba más de
diez euros en la tienda de productos agrarios dos pueblos más allá.
Estaba convencido de que la manera más sencilla era la mejor, no podía dejar cabos
sueltos, debía tenerlo todo atado: llevaba meses comprando matarratas, había pedido
consejo al dueño de la tienda, había puesto algunas trampas en su casa y había cazado
varias ratas que habían criado en el sótano. Estaba seguro de que la mayoría de la gente
de la zona había comprado matarratas alguna vez o lo hacían con asiduidad y eso
multiplicaría los sospechosos.

Cuando llegó al colegio actuó con normalidad. A las diez y media tendría el primer
descanso y coincidiría con los cinco. Normalmente sus compañeros evitaban
encontrarse con “la banda”, pues abusaban de todos sin contemplaciones, a las chicas
las rozaban cuando se descuidaban y tenían a todo el mundo acojonado, por lo que la
gente solía evitarlos a toda costa. Cuando él coincidía con ellos, dependiendo de la hora
del día y del humor de cada uno, le daban solo una colleja o algún puñetazo. A veces
pasaban de él o simplemente le insultaban.

Llegaron a la sala. Previamente había vaciado la bolsita de polvos blancos que refería
“Matarratas Ourense” en la jarra de leche que siempre estaba sobre la mesa. Sabía que
la usarían tarde o temprano todos ellos e, igualmente, él vertió un poco, solo una
pequeñísima cantidad, en su té. Esperaba no haberse pasado con la dosis.

Entonces, no tuvo más que esperar. Uno sirvió leche a los demás y cuando todos
hubieron bebido, bebió él también. En cuestión de segundos empezaron los vómitos,
las náuseas y los espasmos. Notaba su tráquea hinchada, le ardía el estómago… Cayó de
rodillas…pero aguantó lo que pudo. No quería perderse el espectáculo. No quería que le
venciera el veneno. Quería ver cómo caían uno a uno.

Al día siguiente despertó en el hospital. Le informaron de la intoxicación… aún no
sabían explicarle qué había pasado con seguridad, pero le habían lavado el estómago y
lo estaban medicando. Los médicos le aclararon que estaba fuera de peligro. Cuatro de
sus compañeros habían muerto el día anterior.

Se sentía mareado, pero conforme. No había podido acabar con los cinco, pero había
conseguido eliminar al grupo. Esperaba que el quinto muriera pronto o, si no, ya
estudiaría la posibilidad de hacerlo de otro modo. Igualmente estaba satisfecho. Se
sentía bien.

En menos de una semana estaría listo para volver al colegio y dedicarse a lo que más le
gustaba en el mundo: dar clase a sus alumnos.

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