El inicio del confinamiento nos pilló a todos desprevenidos.

Corrían tiempos de cierto revuelo mediático. Parecía existir una amenaza lejana a la que la mayoría de nosotros no daba ningún crédito. Nuestras vidas mantenían sus ritmos sin interrupciones ni grandes cambios a parte de algunos segundos de un boletín informativo dedicados a otra región del mundo o algún conato de advertencia de que todo podía ir a peor. Los días se hicieron semanas y las semanas meses. Entonces, lo que al principio era una desgracia completamente ajena y distante se convertía, poco a poco, en una amenaza que empezaba a magnificarse y a ocupar una cota de relevancia cada vez mayor en nuestras vidas. Y, finalmente, cuando el miedo y la incertidumbre habían calado en lo más hondo de la mayoría de nosotros, empezó la reclusión. Al principio, nuestros gobernantes solo nos instaban con vehemencia a permanecer en nuestras casas. Nos recomendaban limitar el tránsito por las calles y minimizar los contactos. Sin embargo, las medidas fueron haciéndose cada vez más severas hasta obligarnos a trabajar desde casa, punir nuestros periplos injustificados con multas o detenciones y activar estados de alarma, excepción o sitio. Con la advertencia pública de un incremento exponencial en la toxicidad en el aire y las medidas que se estaban tomando, la gente empezó a prepararse para tiempos difíciles. Y sin estar listos, nos vimos encerrados en nuestros hogares, recibiendo cargamentos de comida con los productos básicos directamente en casa y con militares en las calles que controlaban que nadie saliera al exterior. En este contexto, empezó a proliferar un grupo de personas con un estilo de vida muy particular.

Los claustrofílicos eran gente cuyas vidas habían pasado a medirse en pocos metros cuadrados. Llevaban estilos de vida austeros y sus costumbres eran a pequeña escala. Los más intrépidos se acercaban a sus ventanas o balcones, sellados herméticamente para prevenir la contaminación, pero la mayoría sentía vértigo solo con imaginar la distancia de un lado a otro de la calle. El mundo más allá de las puertas había desaparecido. No tenían relojes porque el tiempo había dejado de importarles. Para ellos, cada momento era igual que el anterior y que el siguiente y estaban completamente satisfechos con ello. También habían desarrollado toda una retahíla de desórdenes severos que les hacían desagradables. Ver las puertas cerradas desde dentro les provocaba una efervescencia visceral con ciertos matices de excitación sexual. Contemplaban las mascarillas y los trajes de anticontaminación con el mismo placer y sobrecogimiento con el que observan las obras de arte los sindrómicos de Stendhal. Las relaciones interpersonales eran poco más que anecdóticas para ellos. A la mayoría les molestaban incluso las llamadas. Escuchar otras voces y ver otras caras les sumía en una profunda ansiedad y malestar.

Yo, personalmente, odiaba a los claustrofílicos. Los consideraba una caterva de pusilánimes que se habían rendido demasiado pronto. Me daba asco pensar en sus cuerpos entumecidos y encorvados, sus encías blanquecinas, sus gestos mustios y su aspecto descuidado. Imaginar el hedor de sus axilas y su aliento era repulsivo, me enervaba el nivel de dejadez que yo suponía que tenían. Pero, en el fondo, nos brindaban una buena oportunidad al resto. Para subsistir elaboraban fermentos con distintas verduras y envasaban conservas para no tener que tocar la comida que nos hacían llegar desde el exterior, con cierta regularidad, los militares responsables. Y de eso nos aprovechábamos los que convivíamos con algunos de ellos. 

Los soldados dejaban la comida que traían frente a las puertas de las viviendas del bloque. Ésta se quedaba ahí hasta que los habitantes de cada piso la recogieran. Si esa comida pasaba el tiempo suficiente frente a las puertas, los demás vecinos aprovechábamos para cogerla y tener más provisiones. Al principio, la mayoría intentábamos comportarnos con decoro y esperábamos lo razonable para que cada uno tuviera tiempo de decidir entre avituallarse o no arriesgarse a salir y consumir sus propias provisiones. Pero poco a poco el tiempo que duraba la comida frente a las puertas fue disminuyendo hasta el punto de que muchos salieran inmediatamente después que los militares abandonaran el bloque. En una ocasión dos vecinos salieron demasiado pronto y pelearon por un saco de arroz. Un militar se percató de su expedición ilegal por el alboroto que armaron y tomó la decisión salomónica de disparar a ambos. Junto al resto de su equipo, el soldado se llevó los dos cadáveres sin limpiar siquiera el suelo. El olor a sangre y metal permaneció durante días en aquel rellano. Nadie cruzó la puerta de su casa en semanas —o incluso meses, el tiempo era difícil de calcular.

Ni el más optimista de nosotros vaticinaba un final feliz para nuestra historia. Eso era motivo de crispación entre los vecinos y las reacciones de cada uno eran completamente impredecibles y erráticas. Existía una única norma: no estar fuera de casa cuando los militares realizaran sus repartos e inspecciones. Todo lo demás estaba permitido o, como mínimo, no estaba castigado por la ley —lo que no era sinónimo de que los actos no tuvieran represalias—. Los primeros días hubo pequeños altercados como disputas por tener la música alta o por el repicar de unos pasos en un techo fruto del deporte casero, pero conforme la situación avanzaba, los problemas se acrecentaban. Era habitual escuchar gritos, insultos, y golpes en las paredes. Las venganzas se magnificaban e iban desde dejar grifos abiertos para que el agua se filtrara, hasta dejar heces en los pomos de las puertas ajenas —los intrépidos que salían esperando no coincidir con los militares— o martillear puertas para crear grietas, lo que era prácticamente una sentencia de muerte: si los soldados veían fisuras por las que pudiera colarse la contaminación, tenían el derecho de entrar en las casas en cuestión y hacer desaparecer a las personas propietarias. Esa potestad estaba comprendida en la ley marcial que regía nuestro mundo durante el estado de sitio, lo llamaban «higienización social».

Las recurrentes confrontaciones nos obligaron a preparar nuestras casas blindando las puertas como pudiéramos e intentando no generar enemigos. Era complicado encontrar el equilibrio a la hora de comportarse puesto que si alguien no hacía ningún ruido, otro vecino podría suponer que había muerto y entrar en su casa a aprovisionarse de todo lo que pudiera —como ya había sucedido en varios casos—. Por otro lado, si uno hacía demasiado ruido, podía despertar la animadversión de algún otro que hubiera perdido el juicio y convertirse en su objetivo. Así, la clave de la subsistencia se convirtió en mecerse entre los extremos: ni ser molesto, ni imperceptible; ni tosco, ni demasiado delicado.

Pasaron las semanas, los meses y los años, pero todo seguía igual. Cada vez quedábamos menos. Las provisiones eran más escasas y los altercados, al igual que la población, habían disminuido considerablemente. Mis músculos se habían atrofiado, mi cuerpo se había ido encorvando irremediablemente, mis encías estaban grisáceas, los dientes se me caían, mi tez tenía un color de ceniza. Mis ojos no toleraban ni siquiera la luz artificial, se me había caído el pelo y no me asqueaba la comida podrida. La distancia entre habitaciones me parecía kilométrica y era tremendamente sensible al calor y al frío. Y cuando por fin todo eso había dejado de importarme por completo, cuando ya había conseguido ser feliz en mi inmunda desgracia, los depuradores de aire se detuvieron. 

Ese zumbido constante que llevaba años escuchando ininterrumpidamente dejó de sonar. La ansiedad se apoderó de mí, me costaba respirar, se me nublaba la vista y empecé a prepararme para una muerte agónica. Pero cuando ya había renunciado a todo y una lágrima se precipitaba desde la comisura de mis párpados, oí una tenue voz en la calle. Una voz humana articulando palabras. No sabía si era mi imaginación o si realmente la entendía. Llevaba mucho tiempo sin escuchar a nadie y no era capaz de discernir si esas palabras significaban lo mismo que antes, si no me había vuelto loco y era mi mente la que daba sentido a algún sonido aleatorio. Mi oído, atrofiado y casi obsoleto por el desuso, se agudizaba poco a poco. Se repetía una y otra vez la misma frase, cada vez con mayor volumen y proximidad. Me acerqué al balcón tapiado y pegué la oreja al cristal hermético para intentar ganar nitidez. Entonces distinguí claramente las palabras: «Ciudadanos y ciudadanas, ¡ya pueden salir!».

Contagiado por el entusiasmo del tono de aquella voz, por un segundo sonreí. Podíamos salir y recuperar nuestras vidas. Pero inmediatamente se apoderó de mí el miedo, una terrible ansiedad mucho mayor y más desesperante que la que había sentido cuando creía que se había estropeado el depurador, cuando creía que iba a morir. Entonces entendí que no había vida que recuperar, aquello era mi vida. Me había convertido por completo en aquello que, en otro tiempo, tanto había odiado. Yo era un claustrofílico.

Los próximos días se siguió oyendo la misma frase a todas horas: «Ciudadanos y ciudadanas, ¡ya pueden salir!». Como una letanía que nos arengaba  para reunir el valor de emprender la marcha unidos y salir en tromba a recobrar unas rutinas, otrora tan comunes, que en aquel momento eran poco más que lejanas anécdotas inverosímiles. Lo intentaron e intentaron, replicando su mensaje con aquel fútil entusiasmo del locutor que lo vociferaba. Y casi lo consiguieron, estuvieron a punto de lograrlo, pero en la calle siguió reinando el silencio.

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