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El día que cumplí 18 años entré en la peluquería de Patricio con la decidida intención de mostrarle una foto. Pero estaba entretenido con su AIBO, un perro robot japonés que hacía piruetas ante los alucinados clientes. Me senté a esperarle. 

Patri tenía como pasión el trueque de cachivaches insólitos. Su segunda vocación o puede que la primera, era la del chamarilero. En su local podías encontrarte desde un Nosferatu mecánico de tamaño humano hasta una docena de piernas para exponer medias de mujer. Era, además, un ciclógenes. Acumulaba bicicletas. ¡Tenía más de doscientas!

Cuando se desentendió, por fin, del número de circo de su mascota electrónica, vino hacia mí. Le tendí la fotografía que traía preparada y le pedí:

–Quiero que me cortes el pelo como lo lleva mi abuelo en esta foto.

–Es muy corto –me advirtió mientras sopesaba mi melena con una mano y  examinaba el retrato con interés –¿Es Valencia? –me preguntó, asentí y le expliqué:

–Estaba asomado al balcón del hotel Metropol. Era su viaje de novios. 

–¡Un tipo elegante, tu abuelo! Parece que mira a la estación. 

–Creo que sus ojos iban más allá, a la plaza de toros –dije y añadí: 

–¡Era torero!

–¿Torero? ¿No me digas? –exclamó abriendo los ojos como platos.

–Si señor! Le llamaban Torerías y era  banderillero. Recibió una gravísima cornada de un toro de nombre premonitorio: Navajito.Tenía un costurón en el costado que le gustaba mostrar para entretenernos con los detalles del percance. Siempre que mi abuela no andara cerca. Antes de casarse abandonó los toros para meterse de dependiente en una tienda. De torero a vendedor de telas. Se le acabaron las ferias, los finos y el flamenco. Eran incompatibles con mi abuela.

–¡Una lástima! Y volviendo a tu pelo ¿qué hacemos? Si te arrepientes no habrá marcha atrás. Detesto defraudar ¡Piénsatelo bien!

–¡Córtamelo! ¡Hoy cumplo dieciocho años. A partir de ahora decido quién soy  yo.

–¡Un cambio radical! La nieta del torero se lanza al ruedo.

Entonces alzó con parsimonia las capas superiores del cabello y las recogió hábilmente con una pinza. Empuñó las tijeras con aire torero y empezó a cortar. Me encogí con cobardía al percibir el tris tras en el cuello. Tuve una sensación de dolor fantasmal cuando los primeros mechones empezaron a desprenderse, a caer sobre mis hombros y a despeñarse hasta el suelo. 

Entonces, Patri, como solía hacer cuando se metía en faena, inició su perorata con un repertorio de aventuras descabelladas y ensueños filosóficos. Al mismo tiempo, seguía pendiente de conseguir la proporción con tijeretazos exactos. Desde su púlpito particular, consumaba un magistral monólogo cuando, de pronto y sin previo aviso cambió de tercio y se calló.

Aproveché su inesperado silencio para confiarle mis angustias:

–Mi abuela Justa ha organizado una comida con la familia al completo para celebrar mi mayoría de edad. Detesto esos compromisos. Seguro que escudriñará mi aspecto con lupa y me dará consejos machacones. Y me someterá a la rancia pregunta de si tengo novio formal ¡ojalá me atreviera a darles un plantón! 

Miré al suelo. Mis mechones formaban un mar de olas negras. 

–Ya está! –me anunció Patri mientras revolvía mi pelo creando un alboroto  caprichoso. Alcé los ojos y proclamé:

–¡Me encanta! Ella lo detestará ¡Pero qué me importa!

–¡Un efecto aristocrático a lo Fred Astaire!– proclamó y cogió un pegote de brillantina. Se frotó las manos y me lo untó en el pelo. Tomó un peine fino y retiró el flequillo hacia atrás creando un efecto ordenado y coqueto. Me tendió un espejo para que le otorgara la aprobación definitiva. Y así lo hice:

–¡Faena rematada, Patricio!

–¡Falta un detalle! –dijo desapareciendo escaleras arriba hacia el altillo en el que custodiaba su laberinto de bicicletas.

–¡Te vestirás de Manolete! –gritó excitado mientras descendía con un bulto blanco y brillante que me depositó en los brazos.

Era un traje de torero. La sorpresa no sé si me confundió aún más, o me infundió audacia. El caso fue que me lo puse. Vestida de purísima y oro giré sobre mi misma para verme reflejada en todos los espejos de la peluquería.  

–¿Sabes que te pareces a tu abuelo? –aseguró Patricio y soltó una carcajada decisiva –Tienes que ir a tu fiesta, ¡claro que sí! ¡Con el traje torero!

–¿Presentarme así ante mi abuela?

–Seguro que le encanta. Es un traje de fiesta, estás guapísima y es una broma genial.

–¿Cómo voy a ir así por la calle? –protesté.

–Te llevo yo en mi furgoneta –concluyó.

Y así fue como me vi metida en el lío de acudir el día de mi decimoctavo cumpleaños, a casa de mi abuela Justa, vestida de torera.

Con tanto preparativo al final llegaba tarde. Patricio me soltó frente al portal y se despidió con un tajante: –»Suerte y al toro». Me sentí palidecer pero ya no podía volverme atrás. Frente al espejo del ascensor me afiancé la montera hasta tocar las cejas. Me puse sobre el hombro el capote de paseo que a última hora habíamos descubierto en el trastero fantástico, me lo ajusté en la cintura.

Delante de la puerta suspiré profundamente y me santigüé. Pulsé el timbre y me dispuse a hacer el paseíllo. En cuanto se abrió la puerta, la crucé con porte torero, accedí directa al centro del salón y me paré en seco delante de toda la familia. 

Me quité la montera para dejar al descubierto mi nuevo corte de pelo. Giré en redondo sobre la puntera de mis manoletinas y saludé al tendido. De las gargantas se escaparon gritos ahogados. De todas, menos de una.

A mí abuela se le cortó la respiración y le dió un soponcio. Dos de mis primas se abalanzaron a sujetarla. Pero la anciana se revolvió como un miura, se alzó de un salto, sacó pecho y recuperando el aliento soltó un exabrupto:

–Manolo, ¡te prohibí que volvieras a vestirte de torero!

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