La caída al suelo del pesado y polvoriento albúm de fotos me saca de mi ensimismamiento. Fuera sigue nevando. Es uno de esos días en que lo único que se mueve es la nieve cayendo perezosamente sobre un manto blanco y mullido. Con la esperanza de entrar en calor, cojo la que sería mi tercera taza de té del día y doy un largo sorbo, pero el líquido color ambar hace tiempo que se ha enfriado. Mientras me acerco a la cocina me pregunto qué me ha llevado a husmear en los viejos álbumes familiares. Todos esos rostros serios en blanco y negro, la mayoría de los cuáles no soy capaz de poner nombre. ¿Por qué me turban tanto sus miradas?
Hace días que tengo el mismo sueño: estoy en medio de un círculo formado por miembros de mi familia, desde los que aún no andan hasta los que ya fallecieron. Me tapo los oídos porque me avasallan sus críticas mezcladas con lloros en los que sólo alcanzo a distinguir mi nombre. Cuando estoy a punto de perder el sentido, una delicada mano agarra la mía con fuerza y me saca de esa escena de pesadilla. La mano me acaria la cara y eso me tranquiliza, pero no soy capaz de verle el rostro a pesar de serme muy familiar. A quién pertenece esa mano es algo que me lleva atormentanto desde que empezó este sueño.
El calor envolvente del té y su aroma terroso es lo único reconfortante y estable que encuentro cuando mi mundo está a la deriva. Por lo que la humeante taza que me acabo de preparar me hace navegar en mis recuerdos.
Hace años que no tengo un hogar fijo. Dejé el calor y la comodidad de mi hogar por mis ansias de descubrir mundo, de lanzarme a la aventura y de una vida donde hacer la maleta y empezar de cero en un lugar desconocido es mi rutina.
Siempre he pensado que hay gente para la que viajar no es un capricho, es una necesidad.
Una fuerza interna que te hace querer moverte, conocer lugares y aprender cosas nuevas constantemente. Aunque no es tan bonito como parece, siempre hay nuevas dificultades que afrontar solo, mezcladas con un vago sentimiento de no pertenecer del todo a ningún lugar. Pero nunca he sido tan feliz.
Hace unos días llegué a la casa familiar desde la otra punta del mundo. Hasta ese momento, no fui consciente de lo agradable que es el calor del hogar, de rodearte de rostros conocidos y sonrientes. Me sentía protegida, sabía que mientras estuviera en casa las cosas serían más fáciles, pero eso significaría renunciar a mi deseada vida nómada.
Mi familia no se ha movido del mismo pueblo montañoso desde hace siglos, por lo que, detrás de los cálidos abrazos que me dan, noto sus miradas de incomprensión. «¿Qué busca en el mundo que no pueda encontrar al lado de su familia?» «Con lo que la queremos…¿entrará en razón esta vez y no se volverá a marchar?». Murmuran cuando creen que no les oigo.
Mi cabeza es un hervidero de pensamientos. Me siento culpable porque quiero que mi familia entienda y no sufra si decido llevar mi vida alejada de ellos. No quiero renunciar a mis sueños por el simple hecho de no herir a otros, pero sé que les defraudaré si no llevo la misma vida tradicional que ellos. Paso deprisa las páginas del albúm fotográfico intentando poner cara a la mano salvadora que aparece en mis sueños y de repente me doy cuenta que siempre lo he sabido: es mi propia mano, no pertenece a ningún otro. Yo debo ser la mano que me ayude y me consuele.
El teléfono corta el pesado silencio de la casa como un rayo. No me esperaba oir la voz de mi madre a estas horas. Mientras las lágrimas resbalaban por mis mejillas oigo que me pregunta:
– ¿Vienes a la cena o vas a coger ese avión?
FIN
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