Era una tarde de noviembre, argumentando que me notaba un poco peor que de costumbre, mi padre agendó a mi nombre una cita con una compañera que le había ayudado a sobrellevar algunas situaciones del pasado; como no me apetecía diseñar alguna excusa lo suficientemente convincente para evitar un evento incómodo, accedí sin más.

La charla fue bien, no hizo aparición ese hastío que escrupulosamente había augurado y, sin muros que nos separasen, le conté a detalle el malestar de mis días.  Juntos, fuimos desmenuzando uno a uno los pormenores de la situación hasta descubrir el origen del apuro, expurgamos con cautela los obstáculos, los desenmascaramos para revelar y llegar a la conclusión de que nada era tan significativo como a simple vista parecía. Ella, con una voz aderezada en calma, me explicó, sin temor a equivocarse y con una convincente autoridad, que lo que daba fuerza a cada uno de los impedimentos eran mis propios temores y apuntó que, desde el inicio del supuesto desconcierto, yo había sabido con exactitud lo que debía hacer para terminar con el apuro.

Más adelante, me ayudó a meditar sobre temas que yo había decidido pasar por alto, me habló también de un Dios exento de etiquetas religiosas y mantos sagrados (al menos ese sentido decidí guardar) y me ayudó a reconciliarme con una parte espiritual que, tras años de excusas y desganos, había logrado divorciar por completo de mi vida. Al concluir, aunque aún no estaba del todo convencido, hablar con ella me impregnó de un valor que más tarde reconocería por completo en mí.

El día siguiente fue un día especial, manejé cerca de cuatro horas para asistir al concierto de un artista francés, el camino estaba matizado con un aire y brillo distintos, los colores del paisaje parecían forzarme llamando mi atención, en cualquiera de las trazos que convergían a mi alrededor se matizaba un encuentro con la belleza. Al llegar al evento, el todo danzaba conspirando en un lenguaje extraño que mi cuerpo parecía ir comenzando a comprender. Era como si pudiera percibir cada elemento en un sólo tiempo y ese cúmulo de sensaciones me invitara a despertar.

En ese momento lo decidí, decidí tomar la sugerencia, decidí que no habría barrera alguna que me separara de ti, decidí que corregiría cualquier decisión equívoca del pasado, que lucharía por tenerte en mi brazos y descubrir a tu lado el mundo, decidí que, mientras tú crecías y aprendías a actuar yo despertaría cada día del letargo de mi pereza y apatía.

Cuando te tomé en mis manos por vez primera, tú eras tan pequeño como un arroz, pero tu luz brillaba con más fuerza que una constelación completa, derrumbaste todo lo que conocía y le diste un sentido distinto a lo que ansiaba conocer, en ese instante, toda mi vida se volcó en esas manos que te sostenían, sangre de mi sangre, me ayudaste a descubrir que, siempre estuve buscando una felicidad que todo el tiempo vivió dentro de mí, sólo hacía falta conocerla para reconocerla.

Tu compañía inocente es un maestro que me guía y me conduce hasta el lugar donde mi corazón deshecha poco a poco toda negatividad y aquello que no sirve, para después llenarlo de amor y de esperanza, hoy tu corazón ocupa el mío y el mío ahora siente paz.

Te soñé sin conocerte y al tenerte en mis brazos no hay ninguna expectativa insatisfecha, pues tu olor alerta todos mis sentidos, has llenado mi vida de ternura, estos días me conmueve el hecho de estar vivo y de estar rodeado de lo que siempre ha estado a mi alrededor; puedo sentir como tu presencia me fortalece y me cautiva, me inspiras, me inyectas adrenalina que me vuelve invencible, que me entusiasma a, por ti y por mí, lograrlo todo.

Tu madre y yo tal vez fuimos los instrumentos que te dieron la vida, pero tú nos has regalado, con tan sólo algunos meses, lecciones invaluables para despertar y sonreírle a un mundo que creíamos deslucido.  

En tus manos puedo sentir que la inmensidad del mundo me toma de las manos.

Fin.

Adrián Fernández Lemaire.

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