Le sobra de largo y de ancho cualquier camisa que le pongas. Está en los huesos, encogida como una gamba, pálida, perdida dentro de esa mirada que recorre una y otra vez las mismas escenas de antaño.

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Era pequeña, pequeña, casi un año, cuando la elevaban y deslizaban pares de  manos desconocidas, frías y mugrientas,   de mujeres temblando,

en una celda atiborrada de sudor y lágrimas,

hasta dejarla exhausta

en el regazo de su madre.

No llegaba al metro de alto, cuando empinada en un banquillo sobre la pila de piedra,  refregaba pantalones de pana con restos de tierra y verdín, calzones y camisas de los hombres de su familia o las sábanas de lino blanco con sus manchas amarillentas. Sus manos enrojecidas y heladas mortificaban la pena,  y rezaba bajito al niño Jesús para que la escuchara.

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Su madre, recostada en la cama,

se quejaba de dolores intensos,

de la luz de cada día,

de la gente sin principios

y de que la muerte no se la llevaba.

Afuera, escuchó la voz de la niña que  como cada día, con la   cartera de cuero rota y  remendada, con  una cartilla  usada y  rehusada, andaba  hasta la  escuela con zapatos prestados.

No fue nunca joven; desde los diez hacía la casa, la compra, la comida, y en la siesta, salía a sentarse al umbral de la puerta por donde algún día, más allá de los años, cayó en la cuenta,  de que aquel chico,  espigado y moreno, guapo de verdad, le resultaba conocido de tanto repetir su trayectoria. Un noviazgo a trompicones, lleno de ilusiones y deseos contenidos para el futuro.

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  Les prestaron para el alquiler de dos meses de un cuchitril, un molinillo de café de hierro enorme, una madera, un buen cuchillo y una báscula de segunda mano. Se levantaba de noche y se las ingenió con lápiz de carpintero para echar las cuentas al milímetro, para ofrecer conversación con cincuenta gramos de mortadela y dos sardinas hasta que estalló la mercancía en la barriga del cuchitril.

  Amplió el local y sus  expectativas. No renunció a  la maternidad (los que dios mande), a ocupar el lugar de esposa al lado del hombre que resistió los envites de la lucha, a las oportunidades y los descubrimientos de la modernidad que fueron acercándose, poco a poco y con retraso, al escenario de su calle y de su historia; se dedicó en cuerpo y alma a su empresa pequeña y mudable según los tiempos y las crisis.

2015-12-07_(2)2.pngProsperó para saberse alguien y salvar las diferencias,  y sufrirse una mujer independiente; para poder comprar una lavadora que lavara para ella, contratar una asistenta para trabajos que padeció sin fuerza ni edad, para adquirir libros que les dieran cultura y saber a sus hijos, para encontrar personas o situaciones donde aquello que hiciera tuviera un valor, hasta que dejó de valerle lo valioso y los electrodomésticos más sofisticados pasaron al desván por extravagantes.

2015-12-07_(4)2.png                                          Dios! ¿Por qué no te la llevas?

¿Qué sentido tiene vivir así? En una casa ajena de anónimos desconocidos, sin tiempo, 

sin espacio,

sin violencia, sin poder,

sin alivio, 

¿para qué? ¿Por qué?

Pasa de estar enfadada con el mundo hostil, irreconocible y enemigo a buscardesesperada por las calles la calle de su infancia, la puerta de su casa, su ventana, la voz de su madre, el árbol de su patio, a su padre tres veces más alto que ella. Vamos a ver si está en esa esquina, me dice.

Mamá,  no, volvamos que estamos cansadas.

» No,  un poco más, hasta allí». Se enrojecen sus ojos. Tiene un nudo en la garganta. Me dice con rostro desencajado,  pidiendo que me haga cargo de su desesperación: “ella está preocupada (ella es su propia madre), hace unos días que no voy y está preocupada,  lo está pasando mal, hace unos días que no voy. Mamá! Mamá!”. 

Tengo un nudo en la garganta, no quiero que se me caigan las lágrimas. Me duele la espalda de la fuerza que ejerce sobre mi brazo en el apoyo del suyo, en el arrastre de sus pies mientras observa desesperadamente los detalles de las puertas por las que pasamos, las paredes, las ventanas buscando un indicio, una señal de distinción. Me duele el alma. No puedo llevarla hasta su calle, dejar que reconozca su puerta, que llame a ella y que no aparezca su mundo infantil detrás, que no esté su madre, ni su padre, ni sus hermanos, ni las sillas del pasillo, las macetas de azaleas, la mesa de caoba, el aparador, las cortinas de ganchillo que esconden la alcoba, la puerta del patio. Mamá. Mamá. Se apoya y sigue, se fatiga, se acalora.

 “Un poco más, hasta la esquina”. Es la tercera vez que damos la vuelta a la manzana. No puedo. Mamá. Mamá.

IMG-20140829-WA0007~2_(2)2.jpg                                                   Mi madre,

 mi madre ya no es mi madre, es una mujer perdida entre las tinieblas de una vista que se nubla llena de cataratas e infartos cerebrales que le dejan la mente en blanco y la mirada perdida, perdida como ella. Perdida yo también. Mi madre acompañada por mi padre convertido en guardián de una señora extraña con ráfagas previstas a medias en la desesperanza de una vida que no fue… mi padre, solo en la soledad de la compañía que no tiene porque no ha tenido y no ha podido y ha evitado porque es mejor estar solo que mal acompañado.

Mi madre, mujer rugosa, pálida y temblorosa, temerosa de vivir porque siempre le ha sido más preciado el morir, seguramente imaginándolo más fácil, más certero; rendida a la evidencia del miedo y del desgaste se deja cuidar sin saber cómo ni porqué, ni por quien…mi madre.

Mi madre y yo resistiéndome a mi madre para vivir y desafiar a la muerte con las fuerzas de mi vida,  con los cambios de mis hijos, con sus miedos y angustias que no son muerte sino vida.

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