No sé donde nací y desconozco de donde vengo, ni siquiera quienes fueron mis padres biológicos, solamente perdura en mi mente el recuerdo de unos patios y calles estrechas con mucho colorido, repletas de flores y posándose sobre las mismas los rayos crepusculares del sol, bajo el olor intenso a azahar impregnando todo mi ser. Junto a estos agradables olores, se mezclan en mi mente como un hedor extraño a pólvora, con la visión de un suelo rojizo de sangre acompañados de algunos gritos de terror.
Mientras duraba esta visión, no me encontraba sola en aquellos callejones, una mujer nos acompañaba y también otra niña. Me imagino intentábamos huir, pero no puedo recordar ¡cómo ni a donde! –
después, mi mente se fija en un edificio muy grande, donde no entraba la luz del sol por ninguna parte, sus paredes eran grisáceas y las yerbas corrían a juntarse con los escasos ventanales.
En este edificio también se encontraba la niña rubia de ojos azules del callejón, así como otro grupo de niños.
Sor Dionisia salió a recibirnos. Llevaba una toca blanca de paloma que le cubría la cabeza y parte del rostro. Sus facciones eran muy duras y jamás nos dirigía una sonrisa. Su boca solamente se articulaba para dirigirnos palabras de reproche. Le encantaba poner la regla sobre nuestras manos infantiles para atizarnos unos buenos golpes a la menor travesura que hiciéramos.
Una vez, me dio con la regla en la cabeza y, lo hizo con tanta fuerza que me propinó una herida profunda. La sangre de la herida resbalaba sobre mis escuálidos hombros. Se asustó y me sacaron de aquel edificio a otro más pequeño donde me tuvieron que dar ocho puntos. ¿Por qué nos tenía tanto rencor?- ¿Por qué jamás nos dirigía una pequeña sonrisa? –
Cuando vivía en aquel edificio, debía tener unos cuatro años y mi temperamento era más bien inquieto. Para entonces, mi carácter ya era un poco fuerte.
En alguna ocasión, lograba escaparme de la habitación y me dirigía a la galería, donde a través de los cristales podía contemplar el jardín situado detrás del edificio, pero no se veían ni las flores multicolores, ni tampoco aquella luz que retenía en mi retina. Solamente unos árboles muy verdes y altos se encargaban de dar aquella sombra siniestra a nuestro edificio. El jardín apenas lo conocíamos, pues solamente nos dejaban salir cuando nos habíamos portado muy bien y eso, ocurría en muy raras ocasiones.
Sentía mucho frío y en ocasiones tiritaba mi pequeño y endeble cuerpecito. Cuando me metía en la cama, encogía mis pies y me los iba frotando el uno con el otro, mientras los sentimientos guardados en mi corazón se iban transformando en abundantes lágrimas que hasta llegaban a empapar las arrugadas y ásperas sábanas de mi cama, sin poder adivinar, ¿Porqué y por quien las vertía?-
Calculo habría pasado en el edificio como dos años, cuando un matrimonio llegó para ver el orfanato. Me llamó la madre superiora y me presentaron a Don Miguel y Doña Teresa. La madre Inés me dijo: En adelante estos señores serán tus padres. Espero sabrás comportarte. Los miré fijamente a la cara y a continuación me dirigieron una enorme sonrisa y me abrazaron efusivamente. ¡Oh, qué feliz me sentí! – Al fin había logrado la sonrisa y afecto que tanto había echado de menos en el edificio.
Me separaron de la niña rubia y ojos azules y me introdujeron en un coche.
Ya en el coche, atravesamos bellos paisajes, no tenían la luz y las flores que yo conservaba en mi interior, pero para mí, aquellos momentos fueron igual que un sueño. Jugaba a ver qué nube corría más deprisa, contaba los coches que pasaban por la carretera y lo más maravilloso eran las sonrisas continuas de mis nuevos padres.
Todavía desconozco quien fue mi familia biológica, pero Teresa y Miguel fueron desde ese momento mis verdaderos padres, en su hogar, construí mi verdadera familia, recibí todos los cuidados y atenciones que puede necesitar una niña. Ya tenía en quien confiar, me sentí respaldada, cuidada, mimada, y en lugar de lágrimas mi corazón me pedía continuamente cantar.
La pena fue, que mis padres fallecieron cuando yo todavía no había cumplido los 18 años y de nuevo, volví a quedarme desamparada. Había conocido lo que era el amor de una familia y ese amor seguía imperando en mi corazón.
Sin embargo, la imagen de aquella niña rubia de ojos azules siempre estaba presente en mí.
Y ocurrió, porque tenía que ocurrir, quizás el destino, que cuando cumplí los 18 años, un día, ordenando un armario, cayó al suelo una caja con documentos. Al recogerlos, la curiosidad me invadió y empecé a ojearlos minuciosamente. Allí estaba el secreto que me había estado torturando durante tanto tiempo.
La niña rubia de ojos azules era mi hermana gemela. Así que empecé a indagar, hacer gestiones con el párroco del pueblo, hasta que en un pueblo de Córdoba encontré a mi hermana. La habían adoptado una familia cordobesa.
Fue un encuentro maravilloso, por fin pude estrechar entre mis brazos a una persona de mi sangre, Mi hermana gemela. Ya no estaba sola, la tenía a élla.
Al llegar a Córdoba, volví a sentir con toda intensidad el olor a azahar que durante tantos años me había estado persiguiendo. Recordé la luz y el color de sus calles y patios.
pero todavía hoy que tengo 78 años, sigo sin conocer a la señora que nos acompañaba. ¿Sería nuestra madre? – ¿Escaparíamos de la Guerra Civil Española? – También sigue presente el ruido de la explosión y el líquido rojizo encharcando el suelo del patio.
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