Hubo un día en que mi abuela comenzó a desbaratar las ideas preconcebidas que tenía sobre el amor con una lucidez apasionada, como si fuera su última oportunidad de hablar a corazón abierto:
“ Empecé a salir con tu abuelo cuando aún era muy joven, fue tan perseverante a la hora de perseguirme y halagarme con cientos de promesas y regalos que no tuve otra opción que rendirme. ¿Que si me gustaba? Pues mira, no sé, supongo que con diecinueve años, si un chico se interesa de ese modo, pues te gusta. ¿Que si me habría fijado en él si no se hubiera empeñado? Posiblemente no. Nunca fue mi tipo.
Era otra época, si uno se ennoviaba no había vuelta atrás. Estuvimos saliendo un año entero, nos divertíamos mucho juntos, nos hicimos íntimos, qué se yo, se convirtió en mi mejor amigo casi sin que me diera cuenta.
Un día tuvimos una discusión muy fuerte y lo mandé a freír espárragos. No me acuerdo cuál fue la tontería de turno que nos hizo acabar así, ya sabes que siempre estamos a la gresca. Qué años aquellos. Ni te imaginas cómo estaba el percal, caían bombas y corríamos a refugiarnos en las tiendas de alrededor. Yo flirteaba con los guardias en la entrada del ministerio de gobernación para que me dejaran visitar a mi padre y los amigos que habían sido encerrados en el calabozo por el régimen sin mayor alegato que el de ser rojos. Les prometía que les dejaría sacarme de paseo un día y a cambio me dejaban entrar y llevar comida a aquellos pobres damnificados de la guerra.
Nunca jamás me habría dejado tocar por uno de aquellos grises, pero no me faltaban pretendientes. ¿Qué te crees, que siempre he tenido esta pinta?
Pasaron varios meses, y un día me encontré con tu abuelo en la estación de autobuses. Lo primero que dijo al verme fue que si quería salir con él, así, sin más, mirándome con esa cara que pone de no haber roto un plato en su vida. ¿Y qué pasa con esa chica con la que te han visto? Eso es lo que le dije toda digna y orgullosa. La dejaré, me contestó rápidamente. ¿Cómo que la dejarás, es que no te gusta?, insistí. Pero yo quiero estar contigo, concluyó muy seguro de sí mismo. No tenía ninguna duda al respecto, así que cumplió su palabra y volvimos a estar juntos.
Nada ni nadie pudo nunca rellenar ese espacio que ocupábamos el uno para el otro. Aunque muchas veces nos haya parecido que lo nuestro era una relación difícil de encauzar, nos dejamos guiar por lo fortuito sin tratar de entenderlo.
Estábamos hartos de la ciudad, de esa maldita sensación de tener que estar en todas partes para no perderte algo importante. Para poder marcharnos juntos sin que ninguna de nuestras familias se opusiera, decidimos que lo mejor sería formalizar nuestra relación. Eran otros tiempos. Ahora se extrañarían de que quisieras casarte sin haber ido a vivir primero con esa persona durante eso que llaman período de prueba. Como ves, en nuestra historia, lo menos emocionante son esos momentos que deberían haber sido los más significativos, pero a cambio, vivimos un montón de pequeños acontecimientos tan conmovedores que en su día, casi me cortaron la respiración. Como aquel día en que por fin empacamos todo el equipaje, nos despedimos de la familia, nos subimos al tren y dejamos atrás todo para cumplir un sueño que curiosamente compartíamos.
He conocido a muchas personas en mi vida y todas perseguían sueños imposibles. Eso está bien, igual que hacer las cosas con entusiasmo. Pero también las he visto padecer por no alcanzar sus objetivos. He visto parejas que se rompían por no saber frenar, por no saber vivir con los restos imperecederos que deja la pasión cuando se acaba. En general, cariño, he visto cómo amigos y conocidos se cargaban de tristezas y frustraciones por querer más. Los he visto volverse más infelices cuanto más sabían, más leían, más tenían,
cuantas más metas alcanzaban. No se puede perder la perspectiva de que vivir no es más que eso, vivir.
Nadie dice que sea fácil, pero hay algo auténtico en el hecho de seguir hacia delante, salvar los escollos, intentar hacer lo que más nos gusta, y admirar lo que nos rodea.
Las cosas se fueron colocando en su sitio sin que hiciéramos nada de particular. Cuando el dueño de la barbería falleció, sus hijos me vendieron el negocio. Me encantaba madrugar, abrir la cancela, recibir a la gente, charlar de trivialidades. Estábamos tan borrachos aquella noche que hicimos el amor en el jardín. Nueve meses después nació tu madre, no te puedes ni imaginar lo que eso supuso en nuestras vidas. La casa y el pueblo fueron creciendo y transformándose a nuestro alrededor. Vimos morir injustamente a muchos compañeros de todas las edades, tuvimos que defender lo que nos pertenecía por derecho en tiempo de posguerra, lidiar con burocracias absurdas, la enfermedad acechaba siempre detrás de cualquier esquina, en fin, todo eso y mucho más es la vida, una especie de regalo maravilloso difícil de manejar. ”
Percibí una nube de melancolía en su rostro, como si estuviera velado por infinidad de recuerdos cálidos y agradables. Su cara era la de alguien que se siente afortunado, sin duda. Las historias de mi abuela nunca hablaban de grandes viajes por el mundo, ni de encuentros y desencuentros grandilocuentes, ni de enormes descubrimientos y revelaciones, sino de las más minúsculas características de lo cotidiano. Una vida como cualquier otra, decía ella, repleta de los mismos pequeños milagros. Mis abuelos jamás se plantearon qué era aquello de enamorarse, nunca pusieron esa etiqueta a lo que les unió de por vida, y fueron felices con lo que les tocó vivir. Si hubo o no esa chispa que a mí me obsesionaba, a la luz de una vida entera como la que compartieron, tiene muy poca importancia.
FIN
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