SIN UN SUELO BAJO LOS PIES.

SIN UN SUELO BAJO LOS PIES.

F. Javier Valero

01/09/2015

De camino al bar, Juan cruza la plaza para pisar ese suelo gomoso, amable, menos duro que el del resto del mundo. Le gusta caminar sobre esos suelos de los parques infantiles que ablandan los golpes a los niños y le aligeran a uno el peso de ser mayor. Esa sensación de flotar, de caminar con menos gravedad, amortigua las pequeñas caídas de sus días. Un niño llora, pero solo del susto, en otro lugar se hubiese hecho daño de verdad, qué suerte tienen sus sobrinos de haber nacido en una ciudad tan moderna.

En el bar, mientras desayuna, hojea el diario con las gafas de sol puestas, que atenúan los colores estridentes y sangrantes de las últimas portadas de agosto. Pasa directamente a la sección de deportes, termina el bocadillo de jamón y camina deprisa hacia la playa, donde le espera María, que debe estar paseando allí hace rato, pisando ese otro suelo gustoso de arena gruesa y tostada, que tan bien le va para la circulación. 

Al llegar, Juan lanza el diario junto a la toalla de María, cae liviano, aterriza suavemente, como si toda la realidad que contiene se hubiese evaporado por el camino. Allí, de pie, nota cómo sus pies se hunden en esa tierra que los arropa con el mismo calor con el que ella lo abraza cuando se tumba a su lado, bajo la sombrilla azul. Los dos retozan a cubierto de las llamas del infierno. Luego Juan la besa en los labios y corre hacia el agua. 

Aunque Juan va cada día a la piscina, esas olas se lo ponen un poco más difícil. Al levantar la cabeza para orientarse le golpean el rostro, como si quisieran decirle algo, despertarle… Sigue nadando con ímpetu, brazos y piernas pelean contra el oleaje, lleva buen ritmo, un crol sereno y firme. María, desde la orilla, le ve detenerse. Ese puntito negro es su cabeza, se ha parado unos metros más allá de la boya pero sabe que es un gran nadador. Sin embargo, Juan no puede seguir, un dolor lacerante se ha apoderado de su brazo izquierdo. El dolor le sube hasta la barbilla y  siente náuseas. Vomita el desayuno que flota a su alrededor. ¿Será un infarto? ¿Por qué a él? ¿Por qué allí y ahora? Intenta nadar con el brazo derecho pero apenas tiene fuerzas para chapotear. Traga agua, le cuesta levantar la cabeza para respirar, las olas se meten en su boca. Está demasiado lejos de la orilla y la corriente tira de él hacia dentro, como si el mar se hubiese propuesto tragárselo. ¿Por qué a él? ¿Por qué el mundo se ha puesto hoy en su contra? El dolor remite, pero la opresión en el pecho es insoportable y vuelve a vomitar. Bilis y mar, la desesperación sabe amarga y salada. No debería haber nadado tanto, ya hace tiempo que tiene pendiente una prueba de esfuerzo. Y el mar se la está jugando con esas olas. Uno no debe fiarse jamás del mar, aunque desde la playa parezca una postal. Horrible postal. Recuerda la foto de la portada del diario que María no ha querido mirar, náufragos de una patera a la deriva, familias que huyen de una costa para alcanzar otra se quedan a mitad de camino. Dicen que no hay trabajo y techo en nuestro país para ellos. Pero tal vez solo buscaban otro suelo que pisar, uno menos duro, más amable, en otra tierra. No tenían nada que perder, solo la vida. Y él, ¿qué tiene él? Un piso y un coche. Pero allí , sin un suelo que pisar, uno es tan pobre como el más pobre del planeta. Un momento, tiene a María, pero ya no puede ver bajo cuál de esas sombrillas azules se esconde. ¿Por qué nadie ayudó a tiempo a esa gente? ¿Le ayudaran a él? Le cuesta respirar cada vez más, en unos minutos podría estar como esos desgraciados. Imagina sus gritos antes de ahogarse, puede oírlos. Oye el suyo, sabe que solo lo escucha él. Levanta el brazo derecho, ojalá María le vea. Mueve las piernas para no hundirse, el suelo está unos sesenta metros más abajo. 

Desde la orilla María no puede verle, la foto de portada del diario la tiene atrapada, como a él las aguas del mismo mar de la foto. Qué cerca tenemos el drama, piensa ella.

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