Él, unos cuarenta años, mucho más alto que ella, tez enrojecida y pelo claro. Se agachaba para besarla mientras esperaban en el paso de cebra. Los brazos le colgaban de una manera grotesca. También le colgaba de su mochila de vagabundo ese paraguas negro que siempre llebaba. Ella, con su feo abrigo pálido de plumas, su pelo corto y gafas redondas, símplemente alzaba la cara y le respondía al beso. Un beso largo y estático. Debajo del mostacho de él se intuía estarían rebozándose las lenguas.

Cuando se terminó separaron las caras levemente y él, rodeándola con un brazo pero aún agachado en la misma postura, le sonreía de una manera que yo jamás hubiera podido imaginar en aquel rostro. Sobretodo después de verle infinidad de veces vagando solo por la estación de autobús y buscando colillas en las papeleras durante por lo menos los últimos dos años. No se decían nada. Él tenía pinta de ser de fuera, del norte de europa. Una sonrisa de pura felicidad.

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