Al salir del aeropuerto sentí un enorme nudo en mi estómago. El aire era pesado, caluroso e irrespirable. Un indio nos sonreía mientras sujetaba un cartel con nuestros nombres y dos collares con flores anaranjadas colgaban de sus manos. Había mucho ruido, gritos en diferentes idiomas, bocinas, personas apuradas que nos miraban curiosamente.

Ese fue mi primer paso en la India. Siempre había sido uno de mis países pendientes, pero ahora que me encontraba allí estaba comenzando a dudar de todo. Nos subimos al auto y saqué el alcohol en gel para desinfectar mis manos, sabía que debía tener cuidado con la higiene.

No logré entender ni una palabra del inglés que hablaba nuestro guía, parecía que los diez años de estudiar ese idioma no habían servido de mucho. ¿Qué iba a hacer si me perdía? No iba a poder comunicarme con nadie, era un riesgo y comenzaba a sentir el miedo de estar en un lugar desconocido en donde todos pueden ver que eres una extranjera.

Habíamos llegado a la ciudad de Varanasi. Dejamos las cosas en el hotel y partimos para ver una ceremonia a orillas del Río Ganges. Varios templos de distintas religiones contemplaban las costas de este lugar sagrado. Las calles estaban atestadas de gente, algunas personas eran tan delgadas que parecía que en cualquier segundo desaparecerían. Los negocios abiertos vendían telas de todo tipo, pañuelos, saris, adornos, especias, tés, tenía ganas de comprar algo pero no podía soportar tantas miradas, estaba acostumbrada a pasar desapercibida y efectivamente eso no estaba sucediendo. Nos sentamos sobre unos escalones, había mucha gente, algunos miraban atentos desde las barcas en el río, esperando que comenzara el ritual.

Unos hombres que parecían sacerdotes se detuvieron frente a los pequeños altares llenos de flores, velas, plumas y otros adornos. Hicieron sonar una campana y comenzó a escucharse una música. Mientras empezaba la melodía ellos levantaban distintos objetos y se movían rítmicamente. Fue un momento mágico, las personas estaban completamente sumergidas en la situación. Las acciones eran bastante repetitivas pero el entorno era fascinante. Al final de la ceremonia liberaron varias velitas flotantes sobre el río. Esa era una imagen que jamás olvidaría.

Al volver al hotel, decidimos que comeríamos en el restaurante de allí. Ya habíamos tenido malas experiencias con la comida callejera en otros países y no queríamos volver a estar mal del estómago. El lugar tenía una especie de buffet así que era nuestra chance para probar todo, me serví un popurrí de colores y sabores que eran bastante contrastantes. El mozo nos acercó una pasta, le preguntamos si era picante, a lo que él respondió con un gesto como indicando que no era tanto. Demasiado confiadas untamos la pasta sobre el pan, y nuestras caras debieron de expresar perfectamente la sensación por la que estábamos pasando, porque inmediatamente el mozo recogió el recipiente y lo cambió por una regular manteca. Jamás había probado algo tan picante en mi vida.

No dormimos mucho, a las cuatro de la mañana nos despertamos para ir a ver el amanecer y recorrer la ciudad antigua. Yo emanaba un olor intenso, me había bañado en repelente contra insectos por el terror a los mosquitos, a la malaria.

No vi ni un solo mosquito durante el viaje. Tal vez había exagerado un poco.

Cuando me acerqué al agua me azotó una catarata de información que contenía todo lo que había leído de la contaminación en la India. No quería que me salpicara ni una gota.

Subimos a la barca. El sol anaranjado y perfectamente redondo comenzaba a asomarse en el horizonte, sus rayos iluminaban distintas situaciones que estaban ocurriendo al mismo tiempo. Por un lado había una clase de natación, personas lavando la ropa o meditando en la orilla, y por el otro estaba la muerte. Los cuerpos de los difuntos se cremaban a orillas del río, era una situación muy compleja, que te hacía repensar toda tu existencia. La vida y la muerte conviviendo mano a mano.

Descendimos para caminar por la ciudad antigua, estrechos pasillos se alzaban ante nuestras narices, fue difícil moverse entre las vacas, los perros, los monos y la gente. Era un laberinto.

De repente entramos a un templo, todos estaban en silencio, la arquitectura del lugar era llamativa. Una señora me regaló unas flores amarillas para que pusiera en el altar de algún dios que no recuerdo el nombre.

Me detuve a apreciar la situación. Sabía que algo me estaba ocurriendo, la India estaba cambiándome, pero no era uno de esos cambios normales que ocurren en los viajes, este iba más profundo.

Era increíble que yo hubiera llegado hasta ese rincón tan lejano del mundo, yo, una mujer con tantos miedos. Miedo por ser mujer, por ser extranjera, miedo a enfermar, miedo a perderme. Qué equivocada había estado viviendo. Perderme entre aquél laberinto de gente me había ayudado a encontrarme, a darme cuenta cuánta valentía se escondía en mi ser, a creer que podía empezar desde cero, que podía convertirme en lo que quisiera. Solo hacía falta una cosa: dar el primer paso.

«Dar el primer paso» – Agostina Flocco Zwenger

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