La cabeza de Bruno estaba al lado de las bocinas. Las bocinas eran de último modelo, invisiblemente integradas a la tablilla de un fino mueble blanco que enmarcaba un televisor translucido de grosor milimétrico, todo lo cual quedaba en un cuarto cuyas paredes eran ventanas, diseñado de acuerdo a los principios más innovadores de su época. La cabeza se conservaba con tecnología aún no accesible al público: en un envase de material imperceptible conectado a tubos escondidos que lo llenaban de un gas sin olor ni espesor. De modo que, si no te fijabas, pensarías estar ante la cabeza de Bruno colocada sobre la tablilla, desnuda, prístina y sin seña alguna de heridas o de putrefacción pero con la expresión serena que solo tienen los muertos. 

Aún así, sus seguidores, seres queridos y ciertos doctores radicales se rehusaban a llamarlo un muerto. Decían que el asunto demasiado ambiguo como para llamarse una muerte, a pesar que los doctores tradicionales lo habían declarado muerto hace cinco años. Exhortaban a los escépticos a ponerse los cables de circunferencia milimétrica que salían de la cabeza y llegaban hasta el sofá de cuero frente a la tele. Estaban diseñados para que sus puntas se adhirieran las sienes de sus llamados espectadores, quienes invariablemente reportaban recibir una suerte de seña que no se podría llamar palabra ni visión, tan amorfa e ineludible como un recuerdo pero sin ser un recuerdo, pues no les pertenecía. Algunos espectadores habían dicho oír algo como una canción, otros haber visto algo como una película y unos pocos haber “sentido” algo como una narración. Pero ninguno había podido precisar detalle alguno de estas supuestas obras, aparte de un pintor que se había puesto los cables en los ojos y declaraba haber visto una innombrable criatura mítica dibujada con las manchas que aparecen cuando uno cierra los ojos, o un músico que se los había puesto en los oídos y decía haber escuchado una melodía de congas. 

En efecto, lo que sea que ocurría había bastado para que un fervoroso neurólogo estadounidense públicamente cediera en su escepticismo sobre el tema al ponerse los cables. En términos rigurosos, dijo, no se podía decir si la cabeza era un ser o un objeto, una cosa mortífera o vital; dependía a quien de preguntaras. 

A la hora de la verdad, la cabeza no era más que la obra de la vida de Bruno. 

Había sido inversionista y padre de una familia de cinco. Se pasaba los días en la oficina de su hogar, manejando descomunales cuentas de inversión a fin de mantener el lujoso estilo de vida al cual se habían acostumbrado él y su familia. Pero decía hacerlo todo por el arte. Trabajaba todo el día para llegar a las pocas horas nocturnas que le estaban dispuestas para crear lo que le placiera. Su plan era ganar suficiente dinero como para retirarse a los 50 años y dedicarse completamente a sus creaciones esporádicas. Solía justificarse diciendo que la idea del artista pobre era un perverso anacronismo, que el arte propiamente era producto de la comodidad, y que la comodidad era puramente una función del dinero. Por lo tanto, decía, la única manera de crear libremente era sobre una amplia fundación monetaria. Si no hubiese tenido esta, se tendría que haber ganado la vida con su arte, con lo cual el arte se hubiese convertido en una preocupación práctica más bien que formal, y hubiese dejado de ser arte. Tampoco creía en la disciplina; practicaba todas las artes por igual, según su capricho: a veces se le oía grabando música; a veces se le veía caminando por su pueblo con una cámara; había creado esculturas y pinturas; y había escrito fragmentos cuyo genero era difícil de clasificar. Quienes habían apreciado sus obras solían llamarlas prometedoras, pero a la vez profundamente defectuosas, pues todas quedaban incompletas. Sus canciones terminaban abruptamente o se desintegraban luego de 30 segundos; sus esculturas aún conservaban grandes trozos de material sin trabajar y sus pinturas solían tener espacios vacíos. Cuando se le preguntaba por qué no terminaba ninguna obra, entraba en un discurso confuso, muy bien conocido entre sus amistades, sobre no ser “esclavo de sus medios.” 

El día que cumplió 51 años, Bruno despertó y ya no tenía que trabajar. Se pasó toda la mañana manejando sin rumbo, dejando que los pensamientos merodearan semejantemente.  Entre esto, cuando se hallaba en una sinuosa calle montañera, sus pensamientos se fijaron en un ritmo que a Bruno le pareció sublime. Bruno entonces bajó la montaña vertiginosamente, volvió a la casa y se sentó frente a la computadora a tratar de concretizar la música que oyó en su cabeza. Lo que produjo fue horrendo. Un amigo lo describió como algo semejante al ritmo de las impresoras caseras que comúnmente se usaban durante su infancia, al principio de los años 2000. 

Los días que siguieron transcurrieron similarmente. Por las mañanas, Bruno nadaba, jugaba tenis, salía a velar, iba en excursiones ecológicas, o hacía cualquier otra actividad ociosa mientras imaginaba alguna magnífica obra artística; y por las noches trataba de concretizar lo que había imaginado, siempre fallidamente.

Al cabo de un año, se vio abyectamente deprimido. Fue entonces cuando compró el televisor transparente y las bocinas que instaló en la habitación donde luego se conservaría su cabeza. Pasó su quincuagésimo tercero año viendo el televisor sin pensamiento alguno, solo con una vaga premonición mortífera. Y fue uno de esos días, cuando contemplaba su fracaso artístico frente al televisor, que todo se aclaró: no había sido su culpa, sino la de los medios que tenía a su disposición. El tenía las ideas geniales, y no podía ejecutarlas por los medios anacrónicos que había intentado usar. Cuando lo consultó con un pintor, fue acusado de loco, así que decidió compartir la idea con un biotecnólogo excéntrico, cuyos experimentos mayormente quedaban ignorados. Le dijo a Bruno que lo que pedía era posible, pero bajo dos condiciones: tendría que morir y no podría hacer preguntas. 

Poco después de cumplir 53 años, Bruno se entregó al biotecnólogo, dejándole una carta a su familia. 

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