No pretendía volver a aquel día, tampoco que supieras… Pero, antes que para el resto sucedan los días, quería ponerle diana a tus palabras, dejar salir un poco de adentro… Inane, fútil, pero justo.
Dimas, escribes como “el alma me temblaba y mis dedos se encogían. Deambulaba inquieto conteniendo la respiración. Quedaba tiempo aún, pero poco importaba: No ibas a venir”. Sin embargo, yo ya estaba en camino.
Culpas a tu «miedo, que maniató y secuestró mis intenciones” citando a la «cobardía: mi única aliada y a la que imploraba me brindase una excusa convincente”.
Y la sostienes, aferrándote a ella con la fuerza de un destino ya escrito:
“Y mi temor se hizo deidad; una caprichosa ráfaga de viento vino para llevarse la carta, aquella que habría de poner voz a mis palabras. Mientras la veía alejarse, abracé el vacío.”
Pero entonces llegué yo, Dimas, y la única voz que hallé fue la de las campanadas de esta ermita frente al arrecife, y ese abismo cubierto de gris. La oí repetirse sin sentido cada instante, y aún hoy tantas veces, que ya no tengo horas para el resto de mi vida…
Destinatario: Dimas Hernández.
Dirección: Ermita Virgen del Rosario.
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