Cada mañana me levanto y viajo. Cada día, un viaje a ninguna parte: hacia el infinito cuando consigues liberar tu mente y no pensar en nada, o hacia el abismo que representa no saber qué me deparará el futuro.

Sentado en el metro, leyendo o simplemente viendo el paisaje, viajo porque mi mente quiere viajar. Me llevo como compañero de viaje a mi mismo. En la mochila, el pasado y sus recuerdos, el presente y sus sorpresas.

Voy buscando nuevos lugares que me hagan escribir lo que veo para no olvidarme de ningún detalle.

Sin embargo, y sin darme cuenta, el día llega a su fin y el viaje de vuelta ha perdido fuerza, encanto y atractivo. Hasta el sol se ha escondido detrás del horizonte. Por eso vuelvo a mis puntos cardinales. Cuelgo mi imaginación en la única percha libre que queda en el armario. Me quito los zapatos que me hacen volar y me pongo los que me mantienen con los pies en el suelo. Así, hasta el día siguiente, en que volveré a viajar.

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