Capítulo 1<?xml:namespace prefix = o ns = «urn:schemas-microsoft-com:office:office» />
1
– Esta es la historia señor Requena.- Néstor Matarrasa se apoyó en el respaldo del sillón, agotado y relajado tras desgranar, con algunos circunloquios y omisiones, el prolongado y sorprendente relato. Rellenó su copa de brandy y, tras recibir la negativa de su interlocutor con un gesto de la cabeza, buscó la mirada de la mujer con la botella en la mano, pero la halló perdida en las llamas que lamían el último tronco de encina añadido a la chimenea, treinta minutos antes. Depositó la botella sobre la mesita auxiliar. Vació la pipa y volvió a llenarla muy despacio, ceremoniosamente; aplicó el fósforo, inspiró breve y repetidamente, exhaló con fuerza y la estancia se inundó del aroma dulzón de su preparado especial-. ¿Le interesa? ¿Atrae su atención? ¿Despierta su inteligencia? ¿Y su curiosidad? ¿Qué opina? ¿Qué opinan?- Añadió mirando solícito a Marian y lamentando su falta de tacto.
La escena se diría victoriana. Impecablemente ataviado con un batín corto de fino terciopelo granate, Néstor Matarrasa observaba atento a sus interlocutores desde el fondo de sus ojillos negros. Tenía un rostro muy enjuto y desprendido de carnes, en el que destacaban dos enormes cejas a modo de permanente visera blanca e hirsuta y unos labios tan finos que la boca apenas era una línea curvada eternamente sonriente. En el medio, una nariz picuda, grande y poco carnosa, no se imponía. Su ya menguado cabello, sospechosamente oscuro, se adhería de forma poco natural al cuero cabelludo, muy poblado de pequeñas manchas, resistiéndose a la desaparición de una raya a la derecha, hoy desdibujada y demasiado ancha, que sin duda provenía de las primeras veces que su aya le pasara el peine en tiempos ya casi remotos. El tiempo, los últimos dos siglos, habían ignorado aquella casa, al menos la habitación en que se hallaban. “Mi despacho y biblioteca. Mi lugar de trabajo”, había dicho el anciano una hora antes, abriendo ceremoniosamente las dos puertas e invitándoles a entrar. Era un espacio cuadrado, de unos cien metros, estimó Requena, repartido en cuatro ambientes que ocupaban las esquinas y liberaban el centro para que una elegante mesa de Snooker respirase cómoda. El perímetro estaba cubierto de estantes de madera, oscura y brillante, atiborrados de libros, sólo interrumpidos para que viejas cortinas ocultasen, a medias, los ventanales que ahora, anochecido, apenas permitían divisar las ramas de los plátanos. La esquina norte, en la que se hallaban, terminaba en un vértice, truncado para albergar una chimenea barroca, orlada por cinco sillones de cuero dispuestos en herradura, que dejaban espacio a una mesa baja de cerezo pulido y permitían que todos los contertulios pudiesen observar a sus interlocutores sin torcer apenas los ojos. El rincón oeste se construía alrededor de una gran mesa ovalada de comedor, rodeada de ocho sillas, bajo una imponente lámpara de lágrimas de cristal. El sur apenas se divisaba desde su posición, pero Requena creía recordar una mesa de despacho cubierta de cuero, un orejero que podría hacer la media docena con los que ocupaban y algún otro mueble auxiliar. En la esquina este, iluminada por cuatro viejas lámparas de pie, dos sofás en ele que no terminaban de unirse en sus brazos cortos, con una mesa de cristal baja en el centro. El conjunto resultaba atractivo y decadente y denotaba tanto el carácter moderadamente hedonista de su propietario como su afán por hallarse en entornos ordenados, previsibles y cómodos, adaptados a cada una de las necesidades que habían de solventar. Cada ambiente parecía haber sido vivido en un pasado muy próximo, como si la vida social de su anfitrión fuese intensa todavía.
El silencio prolongado tras la increíble narración no parecía incomodar a Néstor Matarrasa. Su mirada acompañaba al humo de la pipa, brillaba perdida en las llamas de la chimenea o apreciaba los suaves tonos miel y burdeos de su copa antes de acercarla a los labios o se detenía en los rostros de sus acompañantes sin exigir una respuesta ni resultar apremiante. Sin duda aquel hombre, que no cumpliría ya los ochenta, poseía el temple y saber estar que sólo otorga la experiencia y una educación cuya máxima había sido la corrección, lo que fuera que ella significaba; el principio inamovible de no ser irritante, ni siquiera inadecuado, si no resultaba estrictamente necesario. Cien años resumidos en menos de una hora no eran cuestión a digerir con apremio, se dijo el viejo. Apreciaba el silencio de sus interlocutores como una forma de respeto y consideración hacia lo que acababan de escuchar: el relato de un siglo de crímenes ignorados. Imaginaba sus pensamientos, el modo en que cada uno de ellos estaba ordenando, priorizando, interpretando lo que acababan de escuchar. Y se felicitó por su elección y el buen criterio que su amigo había demostrado al insistir en ellos como la mejor posibilidad.
Frente a él se encontraba la mujer. Atractiva sin estruendos, sabedora de sus encantos como para permitirse sólo insinuarlos. No hacía mucho más de un ahora que sus mejillas se habían encontrado, al acompañar ella el correcto estrechón de manos que él propuso, con dos besos frescos y despreocupados, y el discreto perfume había acampado en sus sentidos; siempre el perfume; los aromas, asintió en su interior, poseían mayor capacidad evocadora que ninguna otra percepción, con excepción, tal vez, de la música. Ella acababa de aceptar un poco más de brandy inclinándose hacia su anfitrión para acercar la copa y en esa posición su nariz aguileña resultaba aún más rotunda e interesante que el valle por fin descubierto entre los pechos. Su sonrisa sincera, mientras depositaba de nuevo la espalda en el cuero, evocaba en él otra muy parecida, setenta años atrás, y supo entonces, sin lugar a dudas, la razón de su desconcertada impresión al verla por primera vez en el recibidor. No tenía dudas respecto a la mujer. Apenas podía mantenerse quieta. La curiosidad, esa poderosa y femenina compañera, la misma que había perdido a tantos seres humanos, la que había permitido, exigido casi, la evolución de los primeros monos bípedos, invadía a su invitada sin remisión. Estaba atrapada por su relato, entregada, cautivada, y contaría con ella. Sería, además, un placer exquisito contar con ella. Apreció de nuevo sus cabellos rizados cayendo simétricos desde una impecable raya alta. Los imaginó estallando sobre una almohada blanca y tersa, diciendo casi en voz alta que así fueron hermosas algunas de las mujeres más hermosas de la creación, en lugares donde el placer no requería excusas, donde la observación de la belleza era la razón de estar, en un tiempo en que la armonía de los rostros, el dibujo de los cuerpos, la tersura de la piel, el color de los ojos, la forma del cabello, la gracia al caminar y al sonreír fueron valores absolutos; antes de que las civilizaciones que ahora dominaban se impusieran e impusieran unas normas de comportamiento tan arraigadas en él como incongruentes con los pensamientos y deseos más instintivos. Cerró los ojos muy despacio y volvió a ver las facciones tanto tiempo negadas de su madre. Sin abrirlos todavía cayó en la cuenta de la notabilidad de un ser capaz de reunir las virtudes que su amigo había resaltado sobre ella y aquél físico tan discreto y rotundo. Ella se imponía, se desbordaba, se derramaba sobre los hombres avasallando sus sentidos y, sin embargo, cada uno la descubría a su modo. Néstor Matarrasa comprendió estar ante una mujer de las que marcan la historia de los hombres. Una mujer inabarcable y, por ello, imprescindible. Apenas unos grados a la derecha su mirada se detuvo suave en el hombre. Privado de atractivos estrictamente
físicos incluso para él, que no renegaba de un tiempo en que las personas de su mismo sexo le resultaron tan interesantes. Trató de precisar lo que sin duda te atrapaba ante su presencia. Lo que te hacía grato el abandono, la entrega, a él. En seguida había comprendido, al tiempo de estrechar su mano cuando llegaron, que escuchaba bien y ese era un rasgo tan inusual como ponderable para alguien con su trabajo. Pero había algo más, tal vez la seguridad, quizás la calma, no, la inteligencia, la triste e inexorable inteligencia que desprendía con cada gesto, que denotaba en cada mirada, que acompañaba cada monosílabo; la comprensión que tan desgraciados no hace, la ineludible consciencia: ahí se hallaba su atractivo. Sí. Aquel ex policía que no era feliz, que tal vez no podía serlo a causa de la falta de control sobre la inteligencia y su autonomía, era, sin embargo, intrínsecamente capaz de hacerte feliz, de sosegarte, de sentirte en buenas manos y de querer estar en esas manos.
Singular pareja, improbable, trabajada, comprendió: muy difícil. Ella que no podía contener su alegría, su capacidad de dar para ser, necesariamente alegre, rotunda, primitiva, animal, carnal, excesiva, hecha de felicidad y, sin embargo, necesitada de compartir, llena al vaciarse. Y él, mental, triste, reflexivo, negro, taciturno a ratos, inconsciente de lo que regala, de lo que significa, de lo que aporta para compactar lo que ella traza inconsciente, agradecido, orgulloso, convencido de que lo recibido centuplica lo ofrecido; vacío mientras llena. No lo tienen hecho, no señor, se dice. Pero se han encontrado y si perseveran se descubrirán.
Por supuesto apreciaba la inexorable inteligencia, la descomunal capacidad del hombre, pero también temía sus consecuencias. Perfecto para encargarse del trabajo, pero, ¿un problema para aceptarlo? En absoluto estaba convencido de haber ganado su interés y mucho menos que decidiera hacerse cargo del asunto. El él la curiosidad es dominada y no dominadora; se utiliza, se encauza, está al servicio de la reflexión, se puede desechar. Un ser tan racional, tan despiadadamente sereno en sus pensamientos, tan desapasionado en lo intelectual como le pareció, no se iba a dejar convencer tan fácilmente. Reparó de pronto en la satisfacción íntima que experimentaba tras su monólogo. No había salido como lo preparó, mas se le antojó que su narración fue, aún con algunas digresiones, saltos y omisiones, en su conjunto, fiel a los hechos y, ¿por qué negarlo?, también fluida y atractiva. La sinceridad no pasaría desapercibida para él. Sorprendente además, interesante, pero sobre todo, confiaba, desafiante. Sobre ese rasgo había de construir la captación de sus nuevos colaboradores.
Se detuvo entonces a pensar en ello del mismo modo que el hombre lo estaría haciendo en ese momento. Se escuchaba el fuego. ¿Cómo reaccionaría él ante una historia similar? ¿Era posible resolverla? Se preguntaría. ¡No! Despreció su estupidez. ¿Era cierta? La sinceridad no bastaba. Esa sería la primera pregunta. ¿Lo hubiese creído él? Probablemente no. Aunque, se dijo esperanzado, sí hubiera despertado su curiosidad y su interés. Alguien con su pasado tendrá que percibir el reto. Claro que, reconoció, no más que cualquier otra buena historia de misterio en una novela, una obra de teatro o una película. Tampoco era exacto, se corrigió: en su misterio se podía participar, no se limitaba uno a ser espectador. Era cierto. Había sucedido, aún estaba sucediendo. Ahí residía el gran atractivo. Se detuvo entonces en sí mismo. ¿Qué pensarían de él? ¿Qué imagen proyectaba? Una hora era tiempo más que suficiente para dejar constancia de su lucidez. Estaba tranquilo respecto a eso. Pero la edad, ¿restaría credibilidad al relato? Por supuesto se daba cuenta de su…, excentricidad; y tampoco se le escapaba lo insólito del escenario. ¿Sabría aquel hombre separar el continente del contenido? El silencio era buena señal, pero comenzaba a resultar demasiado prolongado. Por supuesto podíaprobar cuanto decía, al menos los hechos; pero eso ya lo sabía aquel hombre. ¿Sería suficiente? Se descubrió asustado. Tras años de inmersión en la historia, cuando decidía emerger, compartir, resolver, ¿atenderían su invitación? Acaso, se dijo, los árboles impedirían aparecer al bosque. Tal vez no había madurado suficiente el mejor modo de atrapar a sus interlocutores. Dudaba. No podía permitirse un error, no podía ser el responsable de que aquello muriese antes de nacer. ¿Estaba dando por obvio lo que debía ser demostrado? No; trató de animarse. Eran perfectos y no había resultado sencillo dar con ellos. Sin embargo, un temor irracional se apoderó de él sintiendo que el hombre se le escapaba. Se preguntó, no pudo evitarlo, si su temor estaba relacionado con la perspectiva de la presencia femenina, más bien con su ausencia, pero desechó la idea de inmediato. ¿Era sincero del todo? Una pereza absoluta invadió su ánimo como si un dique invisible hubiera desaparecido de pronto poniéndole a merced de la tromba de la razón, tan inasible para él. No conseguía imaginarse a sí mismo reiniciando el proceso de búsqueda. ¿Apreciarían el valor que concedía a su inteligencia y capacidad; a su rectitud y discreción? ¿Sabrían del honor que les hacía eligiéndolos? ¿Se vería obligado a abandonar lo único que daba sentido a los escasos años de vida que le quedaban? Su mano tembló al dirigirse hacia la mesa, mas no parecieron notarlo. Vació de un trago el licor de su copa y se dispuso a intervenir en defensa de su causa.
2
– ¿Hablo con el señor Federico Requena?- Recordó el ex comisario la llamada, diez horas antes. La voz grave, algo engolada, denotando distancia, tensión, avidez, todo ello apenas insinuado y corregido. ¿Por qué el teléfono sonaba siempre en el peor momento? Se preguntó. Maldijo en silencio los móviles y se prometió considerar seriamente apagarlo para siempre, usarlo sólo para llamar, eliminar el buzón de voz. Recordaba su satisfacción, unos meses atrás, al comprobar que en su nueva residencia, incluso en el magnífico bosque cercano que ascendía hacia el sur, la cobertura era buena. Lo interpretó como un buen signo, como si aquello reafirmara lo acertado de mudarse. El Para Elisa estridente, mecánico, resumido, y falso trepó del bolsillo del chubasquero hasta sus oídos cuando llenaba un saco de leña menuda y piñas para encender la chimenea. Aquella actividad menor se había convertido en costumbre y justificaba sus dos horas matutinas de soledad en la naturaleza, revolviendo sus pensamientos, obsesiones y certezas imposibles de compartir. Incluso si Marian se veía obligada a repartir con los vecinos los palos y las piñas para no bloquear el sótano continuaría haciéndolo. Algún mecanismo interno había saltado dejando libre sus atávicos instintos de macho protector, de animal que ha de procurar refugio y calor a los suyos. Nada como el fuego simbolizaba esa realidad. Descubrió que le gustaba. A Marian no le costó mucho convencerle de la idea. San Rafael estaba cerca de Madrid, apenas sesenta y cinco kilómetros de buena carretera y con un horario flexible, más bien con ausencia de horario, los atascos de las horas punta en la carretera de La Coruña no serían un problema. El alquiler de la casa era muy barato y la venta de la vivienda de Majadahonda resolvería para cinco o seis años sus problemas económicos en el peor de los casos. Ambos eran austeros, necesitaban pocas cosas y poco dinero para vivir. Él sabía disfrutar de la música que ya poseía y sólo los libros resultaban onerosos a la velocidad que ahora podía leer. La ropa se perdía en el abismo de sus prioridades y prefería la comida casera después de toda una vida de menús del día, bocadillos tragados en pie y cortados o italianos engullidos en busca de estimular su sistema nervioso. Ella tampoco gustaba de salir y disfrutaba de horas de soledad en compañía, protegida por su entorno. Quizás la ropa, pero lo controlaría. Allí la vida sería más cómoda, más sencilla, más primitiva, más barata. Las cosas mejorarían, se habían dicho. Pensó en ella con gran cariño, con una devoción y gratitud tan intensas que no podía, que no sabía describir y, por ello, transmitir como le hubiese gustado. Necesitaba a Marian y ese pensamiento, esa certidumbre formaba ya parte de sus asunciones. A veces, empero, se preguntaba si la merecía, ella podría tener algo mejor. Pensó en Brel y su inteligente reivindicación de la ternura. Siempre había compartido con Brel esa y otras opiniones. Recordaba con precisión el ensayo publicado por Ediciones Júcar, en su colección Los Juglares, y se prometió dar con el libro entre las cajas sin desembalar. Releerlo y descubrir. Tal vez, se dijo, me ayude a mostrar la ternura que ella crea en mí. Marian había ignorado formalmente el fracaso de su actividad como detective privado y, sobre todo, su falta de compromiso, de convicción, de dedicación a obtener nuevos casos; tampoco había mencionado la oferta de la multinacional que aún esperaba para convertirle en Responsable de Seguridad con un magnífico sueldo, gran seguridad y prebendas, fruto de las inevitables relaciones y que no deseaba aceptar; y él, a cambio, no había mencionado, sabiendo que ella se sentía culpable, su abandono del trabajo pese a los sinceros consejos contrarios del ex comisario. Sentía que algunos de los pilares sobre los que había construido el edificio vital de su existencia habían desaparecido y se preguntaba si los nuevos podrían cumplir de igual forma su cometido. Eran dos adultos, en sí mismo comenzaba a detectar sombras de vejez, que habían abandonado sus trabajos al albur de una nueva profesión que los unía y que no les daba de comer. Los ahorros de ella podrían alargar otro par de años el colchón de tiempo proveído por la casa de Majadahonda, pero… ¿Y después? Seis o siete años se le antojaba un periodo peligroso. Demasiado lejos para sentirlo con la fuerza necesaria para actuar sin dilación y demasiado cerca como para llegarse de improviso y sorprenderte. Tres meses hacía del traslado y ella se había mostrado como una eficaz compañera en todos los sentidos. El jardín resultaba ya acogedor a la vista; la casa era ya un hogar y Marian se había negado a discutir siquiera la posibilidad de que alguien del pueblo ayudase en ninguna de las nuevas labores, alegando la disponibilidad de tiempo, la no disponibilidad de dinero y su absoluta determinación de convertirse en una aldeana dominadora del nuevo entorno. Recordó sus palabras: «Me sobran ganas, cojones e inteligencia. Y me falta dinero». Su alegría no había menguado y Requena reconoció su sorpresa ante la increíble capacidad de ella para hacerse con el pueblo y sus fuerzas vivas. Él, por su parte, no podía evitar la sensación de fracaso, no tanto en su nuevo quehacer, como en ocuparse de ella. Después de todo, se decía, sí había un macho dominante y ridículo en su interior, capaz de echarse a la espalda de la responsabilidad la mochila inexistente de la obligación, no compartible, de garantizar el bienestar de la hembra y la prole inexistente. Un macho incapaz de compartir la ternura que recibía de ella y los negros pensamientos que devoraban su ánimo, cada día con más intensidad y precisión. Marian no pensaba así, pero eso hacía que no pudiese compartir con ella tales pensamientos, avergonzado por tenerlos, orgulloso de sentirlos; se alejaba de él o, con más ecuanimidad, se alejaba de ella. Por si fuera poco sabía que Marian era del todo consciente de los mismos o, al menos, de parte de ellos, pero tampoco lo comentaba para no darle carta de existencia oficial.
– Yo mismo- respondió.
– Tengo un asunto de la máxima importancia que exponerle. Algo que deseo poner bajo su experimentada consideración con la esperanza de que resulte de su interés y podamos ajustar un precio razonable para que…, bueno, usted se dedica esto, según tengo entendido. ¿Sería tan amable de acudir a mi domicilio esta misma tarde? Yo no acostumbro a salir si no es imprescindible. ¡Ah! Quisiera contar también con su colaboradora; si no tiene inconveniente, claro está.
Sin duda era más o menos el discurso que había preparado, pensó Requena. La llamada, era evidente, no resultaba cómoda para quien la realizaba. Un nuevo caso era una gran noticia, pero no sintió la alegría que consideraba su deber, todo lo contrario. Pensó en Marian y se entristeció profundamente. Respondió lejano y desganado:
– No acepto todo tipo de casos señor…
– Éste no presenta…, quiero decir que no se halla fuera de sus…
Su interlocutor aceleraba el ritmo de sus palabras.
– No sé como puede evaluar eso señor… -. Insistió Requena.
– Néstor Matarrasa, disculpe. Me he informado. Sobre ustedes. Quiero decir que me han informado. Sé de su pericia y lealtad y lo que deseo participarle no presenta ningún aspecto…, inconveniente. Creo que puedo asegurarle…
– Y, ¿a quien debo agradecer mi…, digamos prescripción, señor Matarrasa?- Cambió de tema ante la perspectiva de entrar en una discusión sin sentido.
– Me temo que no puedo ser sincero respecto a ese extremo. Créame que lo lamento, pero he empeñado mi palabra-. La voz sonaba ya muy alterada e insegura, aunque denotaba una gran determinación, como si quien la poseía se despreciase por la falta de entereza y las dudas demostradas al abordar el asunto, pero no dudara de su obligación de llegar hasta el final-. La persona que me ha informado no desea aparecer
. No piense que…! Tiene su perspicacia y honradez en gran estima. No hace falta que le diga que… No tiene nada que ver con el caso ni se trata de nada vergonzante, así se refieren ustedes a los asuntos que tratan, ¿no?, casos. De ninguna manera. Es sólo que…- estuvo a punto de determinar el sexo por el pronombre-, no desea… Le aseguro que todo es cristalino.
– Comprendo- respondió intrigado Requena-: cristalino. ¿Puede adelantarme algo?
– Preferiría hablar con usted en persona. No dude que puedo pagar sus servicios adecuadamente-. Desde luego estaba tan decidido como angustiado. Requena sintió algo parecido a la lástima. Parecía un hombre de edad.
– ¿Ni siquiera a grandes rasgos?
– Se lo ruego. Confíe en mí. No se arrepentirá.
– ¿Donde sería nuestra entrevista?
– Vivo en el Viso. Seguro que lo conoce-, tampoco eso era adecuado, sonaba fatuo, se reprochó-. En la calle Sil- trató de quitar importancia a sus palabras anteriores.
– ¿Podría ser a las seis?
– Perfecto. Tome nota del número.
Marian se mostró entusiasmada al regresar de su paseo matutino de relaciones públicas por el pueblo y apenas si probó bocado de la comida entre pregunta y pregunta, entre hipótesis e hipótesis, cuando Requena puso en común la conversación. Reprochó con cariño la poca capacidad de su compañero para sonsacar algo más del enigmático Néstor Matarrasa. Afirmó convencida que el nombre tenía gancho y, con los escasos datos disponibles, armó un marco para el caso, para su caso: sin duda era un anciano venerable y misterioso, rico, por supuesto, cualquiera no vive en el Viso, desconfiado, ¿no lo eran todos los viejos?, pero desvalido; que, seguramente, viendo próxima la hora de rendir cuentas quiere, no, necesita, resolver algo que sucedió hace muchos años, algo terrible, profundo y lejano, sí, un pecado. El caso, pronosticó, sería largo y complejo, pero satisfactorio, y pondría a prueba la inteligencia de Requena y su maravillosa intuición. Él la escuchó sin pronunciar palabra y se emocionó envidiando su estimulante energía positiva. Pronto recogió Marian la mesa y se arregló para la reunión. Desde su nuevo dormitorio elucubraba a gritos sobre la personalidad del señor Matarrasa, a quien se refería ya como su cliente, y lo prometedor del caso que se avecinaba. Llegaba en el mejor momento, después de estar asentados en la nueva casa, decía y su voz llegaba entrecortada por las ropas que pasaban ante su boca. Requena fregaba y sonreía triste ante su entusiasmo. Se sentía mezquino e insincero. Más tarde apareció ante él vestida con un pantalón azul de pana y una blusa crema, un abrigo beige colgaba de su antebrazo; giró sobre sus pies enfundados en las medias y su mirada brilló satisfecha al descubrir la de Requena en las siluetas que los pezones marcaban. Ya en el coche, sentado en el asiento del copiloto, Requena recordó algo extraño e interrumpió uno de sus tangos favoritos para comentarlo con ella:
– Me pidió explícitamente que vinieras- dijo con la mirada perdida entre los pinos del puerto de los Leones.
– Ya te vale Requena- comentó alegre ella-. No sé si me cabrea más que olvidaras mencionarlo o que ahora lo hagas como algo extraordinario. Soy una gran investigadora. Yo lo sé. Tú lo sabes, y parece que Néstor Matarrasa lo sabe-. Marian no ocultaba su entusiasmo ante la idea de un nuevo misterio sin resolver que, por si fuera poco, les reportaría también ingresos y autoestima, ahora tan necesarios. Habían requerido expresamente su presencia, se repitió orgullosa. Tal vez comenzaba a gozar de cierta fama entre los que… No tenía sentido y desechó la idea.
– Sí. Suponía que pensarías eso.
– Lo estás arreglando-. Su enfado iba en aumento.
– Es raro Marian. Sólo digo que es raro. Lo que a mí me hace pensar es que alguien, si es que esa persona que nos recomienda existe, sabe muy bien quienes somos y que, por alguna razón, considera tu concurso como fundamental-. Hizo un gesto para interrumpir la protesta de ella y continuó-. Me gusta saber donde piso o saber que no lo sé. Prefiero conocer que ser conocido. ¿Por qué no quiere que sepamos a quien agradecer el favor? Hay algo que no me gusta. Y me preocupa que haya olvidado mencionarlo. Estoy perdiendo facultades. Es un dato destacable entre los pocos que tenemos. El más destacable.
Marian fue dolorosamente consciente de que hablaba en serio y se reprochó por su enojo. Sabía que no era así, pero se horrorizaba al pensar que él pudiera pensar lo contrario. Tenía que hallar una respuesta adecuada y deprisa. Podía reír para demostrar que ni consideraba tal cuestión. Podía argumentar en contra, pero ¿no sería eso aceptar la posibilidad? Podía recordar su perspicacia pasada…, esa era la peor. Podía mandarle a paseo y…
– ¿No pretenderás darme penita Requena?- Las palabras fluyeron en el tono adecuado-. Lo has olvidado porque no es más importante que los otros enigmas que presenta: un intermediario que no quiere aparecer, un viejo que no quiere adelantar nada, un caso del que no se puede hablar por teléfono y una voz que denota angustia; además me quiere en el caso, pero eso es una cuestión menor, sorprendente, según tú, desconcertante y poco tranquilizadora, pero menor. Eres un machista; menos machista que la mayoría, pero un machista. Ni facultades ni hostias. Un puto machista. Pero eso sí, mi machista- concluyó cariñosa y arrugó los labios para lanzarle un beso.
– Será eso- apuntilló lacónico sin lograr dibujar la sonrisa que sentía en su interior y lamentando su falta de sinceridad con ella.
La tarde desaparecía tras ellos anunciando una noche fría y desapacible. Marian se concentró en la carretera, ahora de un solo carril, virada y húmeda, que iniciaba ya el peligroso descenso hacia Guadarrama y optó por el silencio, persuadida de que cualquier frase, en ese momento, sería desafortunada. Durante meses había ansiado que algo sucediera, que un nuevo caso viniese a sacar al hombre que amaba del peligroso estado de ánimo en que se iba sumiendo. Ahora que se anunciaba, y de aquella forma tan atractiva, nada positivo parecía haber despertado en Requena; más bien al contrario. Había aceptado bien el traslado y continuaba mostrándose atento con ella, forzadamente interesado en la nueva situación, en sus preparativos y sus consecuencias inmediatas de convivencia. Los encuentros sexuales no habían descendido de forma alarmante pese a las agotadoras jornadas de trabajo físico de las últimas semanas y conservaban la intensidad y la entrega. La expresión de su rostro apenas había mudado y las sonrisas no se echaban de menos en alguien como el ex comisario. Se preguntó que gen masculino impedía a los hombres como Requena compartir la ternura que sentían. Se preguntó si un forense la habría hallado alguna vez, densa, en alguna glándula, almacenada e inútil, convertida en un agujero negro capaz de absorberlo todo. La imaginaba como el mercurio con el que jugaba de niña cuando se rompía el termómetro. Una sustancia atractiva, pesada, brillante, huidiza, uniéndose con las otras partes si se llegaban a tocar. ¿Dónde se iba la ternura que no se daba? Volvió al hombre. Nunca un reproche, ni amagado siquiera. Pero ella percibía que lo perdía, que se perdía, que algo se apagaba quedamente en su interior. Nada físico, de eso estaba segura, pues ambos se habían sometido a un chequeo al que ella se sumó para ocultar ante él sus temores, arguyendo que el comienzo de una vida nueva constituía un magnífico pretexto para asegurarse de que sería posible. ¿De qué se nutre el desánimo?, se preguntó. ¿Qué alimenta la tristeza? cuando no tiene manjares explícitos que llevarse a la mente. ¿Se trataba de la edad? Lo descartó de inmediato. Su amiga, la enfermera con la que había consultado, se refirió a procesos químicos para explicar las depresiones y las angustias; pero no podía sugerir, no se atrevía, ningún tipo de pastilla. Algo en su interior se resistía a aceptar que Requena estuviese sufriendo un proceso depresivo. Requena no, se decía. Estaba convencida. Pero, ¿podía estar segura? Otra cosa, otro hurón despiadado y escurridizo campaba a sus anchas por la madriguera de su mente. ¿Pero cuál? ¿Cómo atraparlo y enterrarlo? No hablar de algo era la peor forma de encararlo, más hacerlo se le antojaba contraproducente. Ella poseía alegría para los dos, se dijo tratando de convencerse, y todas las ganas del mundo de compartirla con él. Reparó en que no necesitaba a nadie si estaba él; pero no tenía por qué ser igual a la inversa. Pese a su observación meticulosa no había detectado ningún síntoma de que fuera ella el problema, pero sólo pensarlo intranquilizaba su espíritu. Sentía el ominoso terror abalanzarse sobre ella ante la idea de perder su compañía, su seguridad, su inteligencia, su comprensión, su fortaleza, su presencia. Aquel caso… Sin duda era la solución. Recordaba perfectamente el pasado. El brillo en su mirada cuando se enfrentaba a injusticias por resolver, a misterios desafiantes, a casos nuevos. En ese trance Requena vivía, tomaba sentido, se crecía y desplegaba todo su encanto, un atractivo que te ganaba y te arrastraba con él hacia cualquier lugar. Sí. El caso. Rogó a los dioses que resultara largo, complicado, exigente, mágico, taumatúrgico. Que le devolviera al hombre que amaba.
3
Requena no albergaba dudas sobre su respuesta tras escuchar la historia: no. Néstor Matarrasa, octogenario ya, no tenía la lucidez que se desprendía de su presencia y capacidad de expresión. En algún lugar de su cerebro, en algún rincón de su memoria, se había enquistado una obsesión tan poco realista como indescifrable que dominaba su voluntad y su inteligencia. Era esclavo de ella y no su dueño. Definitivo, se dijo, no voy a quitarle el dinero a un anciano necio que desea cumplir un último objetivo antes de morir. Ni hay caso ni, de haberlo, se puede resolver. Pero su pensamiento se vio interrumpido.
– Apasionante- respondió de pronto Marian demostrando un vivo y sincero interés al tiempo que solicitaba, a su pesar, confirmación con la mirada al ex comisario, quien la fulminó sin decir palabra. Ella se volvió hacia su anfitrión y afirmó desafiante-: Desde luego que aceptaremos el caso.
Requena se disponía a protestar. Trató de ocultar su enfado inmenso, su frustración y el desdén sentido ante las últimas palabras de ella, pronunciadas cuando ya conocía su desacuerdo. Buscaba la frase más adecuada cuando Néstor Matarrasa interrumpió de nuevo sus pensamientos.
– No se imaginan lo que significa para mí. Sé que debería tener en cuenta las vidas que se salvarán y lo hago, no piensen que… Pero he de reconocer que hay algo personal en este asunto. Cosas de viejo, tal vez. Curiosidad. Venganza. ¿Por qué no? Hemos de concretar nuestro acuerdo y, claro, debo pasarles todo el material que he, hemos- se corrigió- reunido desde hace casi sesenta años sobre el caso. Propongo que ordenemos una cena. ¿Qué prefieren? Aquí mismo. Alicia es una extraordinaria cocinera. El tiempo apremia. Llamaré a Alicia. ¡Alicia!
Marian asentía, vivamente emocionada. No sólo era trabajo y dinero, también ocupación para la cabeza de su compañero y además estaba cautivada por el caso. Todo se imponía sin esfuerzo a la reticencia de Requena, que no comprendía. Desechó la idea de que sus facultades… Y se convenció de que más adelante lo aclararía con él y, con el tiempo, se lo agradecería.
– No quisiera- comenzó a decir el ex comisario evitando mirar hacia ella- estropear el momento, pero no estoy seguro de que podamos aceptar su encargo-. Marian estaba tan confundida como ofendida por la desconsideración. La curva de los labios de su anfitrión se vino abajo por un momento. Requena ignoró a su compañera y se dirigió al anciano-. No se lo tome usted a mal, pero creo que debo ser sincero. Su relato es tan apasionante- concedió entonces una mirada a Marian- como improbable. Desde luego podría existir la relación, formar un todo, pero también podría tratarse de un conjunto de crímenes sin conexión. ¿Ha verificado los documentos? ¿Ha comprobado la historia del señor Verde? Piense que ya ha pagado por ello. En cualquier caso, de ser cierto, me temo que no es soluble. Lo siento Marian. Es como lo veo. Comprendo tu…, interés, pero… – No supo como continuar.
Néstor Matarrasa se creció, sorprendiéndose a sí mismo, al conocer las objeciones de su interlocutor. Siempre supo que sería difícil de convencer, pero ahora contaba con la ventaja de conocer sus pensamientos, sus razones. La segunda no era un problema, denotaba honradez o miedo al fracaso, pero ambas cuestiones hablaban bien de quien las esgrimía. Además tenía la respuesta. Debía concentrar sus esfuerzos en demostrar la existencia de la relación, en dotar al caso de unidad, de coherencia, de verosimilitud conjunta.
Marian estaba indignada. Se sentía ninguneada y decepcionada. Quizás debiera haber esperado la respuesta de él antes de pronunciarse, asumió, pero interpretó correctamente su semblante y se adelantó; tenía que hacerlo, necesitaban el caso desde todos los puntos de vista. Al menos, pensó convencida, él debería haber respetado su decisión ante el anciano. Más tarde podrían haberlo comentado y… ¡Mierda! Había metido la pata, pero esperaba de él, exigía, más consideración, más respeto a su criterio.
– Le propongo- dijo muy seguro el anfitrión- que acepten la cena que les he propuesto y me conceda la oportunidad y el tiempo para deshacer sus dudas. Sea razonable. No tiene nada que perder. Sea práctico. Si en la sobremesa de la cena continúan sus dudas aceptaré su negativa. Ya están ustedes aquí y oigo que el otoño madrileño nos regala la briosa lluvia acostumbrada. Naturalmente les pagaré por su tiempo. He leído que hay consejeros, asesores, consultores, o algo así los llaman, que cobran cincuenta mil pesetas por hora. Digamos hasta el nuevo día, hasta las doce. Seis por dos hacen doce y doce por cincuenta mil hacen…, digamos medio millón con una pequeña rebaja de buena voluntad por su parte.
Marian aceptó la mirada de su anfitrión y decidió dar su batalla personal más adelante. Se dirigió a Requena:
– Aceptemos. Por favor. Ahora la carretera estará imposible y lo que nos pide es lógico.
Requena trató de reflexionar dejando a un lado sus sentimientos que le gritaban salir de la habitación. No deseaba aceptar el caso, ni siquiera pensar más en él. Le daba igual si existía o no. Detestaba el protagonismo que la situación le otorgaba. Ella lo necesitaba, sin embargo. Las palabras surgieron con firmeza.
– Está bien. Si a las doce no creo su historia y que podemos resolver el encargo diremos que no. Naturalmente no aceptaremos su dinero-. Marian se mordió el labio con rabia, pero orgullosa de él ante el rechazo de la paga.
– Gracias señor Requena, pero insisto en pagar por su tiempo. Si no aceptan, al menos me habrán ayudado a ver el caso con otros ojos, tal vez incluso me otorguen una nueva perspectiva, me ayuden a convencerme de que no existe y pueda vivir en paz los años que me queden- mintió-. Y a usted Marian- sonrió cómplice-, gracias también. Lo mejor mientras esperamos es un Malta sólo. Sírvanse. Yo voy a pedir a Alicia que nos prepare algo adecuado a las circunstancias y al tiempo. ¿Les parece que pasemos a los sofás? Mientras tanto iré a preparar mi caso ante ustedes. Con su permiso-. Estrechó de forma instintiva las manos de ella entre las suyas y no pudo evitar un estremecimiento de placer al evocar…
4
A solas en los sofás Requena rechazó el whisky al comprobar que Marian lo aceptaba y saber que le tocaría conducir. Se reprochó no haber adivinado la reacción de ella y, por tanto, no haberse adelantado a responder al anciano evitando aquella situación y las consecuencias de su mutuo desaire. De algún modo era culpable de la situación creada. La observó mientras se servía generosamente un delicado malta de dieciocho años: los labios apretados, el ceño apenas fruncido, los nudillos blancos por la presión sobre la botella, la mirada eludiendo la suya, y no pudo evitar que el enfado se mezclase con el deseo. Decidió aparcar la inevitable discusión para el viaje y revivió el relato de Néstor Matarrasa. Había decidido ser honesto con el viejo y eso incluía conceder una oportunidad verdadera de convencerle. No aceptaría el dinero, desde luego. Trató de recordar con exactitud los hechos básicos narrados por su anfitrión.
Aunque todo se inició mucho antes, casi hace cien años, mi primer contacto con la historia se remonta a 1960. Contaba entonces cuarenta y un años y vivía en esta misma casa con mi padre, viudo y ya anciano, Fermina, la madre de Alicia y Alicia, mi asistenta y amiga, que por entonces, con veintiocho años, no sabía si tomar criada o ponerse a servir, ustedes me entienden. Todavía cuida de mí a cambio de un magro estipendio, comida, casa y respeto, pues creo que no acepta mi cariño. Dios no me dio hermanos. Tal vez hermanas, pero esa es otra historia. Nunca he tenido que trabajar para ganarme la vida y no lo he hecho. Corría, pues 1960 cuando mi padre me hizo saber que las rentas que provienen del patrimonio requieren la gestión del mismo, al menos cuando no se complementan con otras obtenidas anualmente mediante el trabajo. También me participó, no sin cierta vergüenza, que él había vivido como yo, aunque no siempre fue así, y que cercana la hora de su muerte -no duró un año desde entonces- debía conocer la cuantía del patrimonio que iba a heredar, el tiempo que daría para seguir igual y las cuatro cosas necesarias para que nuestro administrador actuase como era debido. De ese modo podría optar. “Poder optar-, me dijo-, es un privilegio hijo, de modo que no te entristezcas por la opción elegida ni por sus consecuencias”. Descubrí entonces, muy a mi pesar, que no era posible mantener mi ritmo de vida sin trabajar; y también, afortunadamente, que reduciendo algunas de las costumbres más onerosas, no necesitaba iniciarme en ocupaciones obligadas. Esa fue mi opción. Más adelante, bien aconsejado, mudé mi patrimonio de unos bienes a otros, decidí cumplir la promesa hecha a mi padre de no desprenderme de esta casa y cuando las rentas se incrementaron, mis costumbres caras no volvieron. Tal vez me hice cobarde, temí vivir demasiado tiempo o, simplemente, me acomodé a una vida menos disoluta en la que descubrí placeres tan estimulantes o más que los que… El caso es que tengo más dinero del que me puedo gastar.
Perdonen si parece que divago, pero deseo dejar constancia de mi estado general de ánimo, además, ¿a qué ocultarlo?, de que ustedes sepan que sus honorarios no serán un problema. El caso es, decía, que en esa fecha mi señor padre me hizo tomar conciencia del presente y del futuro y también me participó, crípticamente, he de aseverar en mi descargo, que no siguiera sus pasos en lo que a las aficiones, hoy les dicen hobbies, que había cultivado en la última mitad de su vida. Me aclaró, ante mi expresión de sorpresa, que se refería a los misterios y conspiraciones que para él mudaron de pasatiempos a obsesiones. Imaginen que yo, aún cayendo del guindo de mi pasada vida despreocupada y hedonista, no puse reparo alguno a ello ni supe entonces
muy bien a que se refería. Claro que me sorprendió la recomendación, por innecesaria y por ignorar yo de que me hablaba. Insistió, pese a mi sincero buen conformar, pero no ganó mi interés.
Desde entonces me he dedicado a ser del todo lúcido respecto a mi privilegiada situación y a cultivar un pequeño grupo de amistades y relaciones…, convenientes, no, interesantes. He viajado, he leído y he escrito; todo ello sin más ambición que el disfrute.
En 1992, treinta y dos años después de la olvidada conversación con mi padre, sucedió algo que cambió mi vida; aunque suene melodramático. Casto Verde se presentó una mañana de domingo de Enero en mi casa y le hizo saber a Alicia que tenía algo muy importante que contarme y que no se iría sin hacerlo. Amenazó con establecerse, por así decirlo, en el jardín o, si le echaba la policía, en la acera, junto a la puerta de esta casa. No tuve más remedio que atenderle y, créanme, el mundo se me vino encima. Mi vida cambió por completo, insisto. El señor Verde es un viejo -aunque menos que yo, tampoco le dan los setenta- que hace más honor a su apellido que a su nombre. Entonces me pareció estrafalario y que justificaba todos mis recelos. Casto es un antiguo periodista de sucesos del diario Madrid que me hizo saber lo siguiente:
– Tengo una historia que vender y usted mucho interés en comprármela.
Decidí que tendría tiempo hasta acabar su vermú para convencerme, se lo dejé saber y vaya si lo hizo.
– ¿Sabe usted como murió su madre?
El tipo iba de frente. Claro que sabía como había muerto mi madre y se lo dije. Alguien la había apuñalado en el corazón más veces de las necesarias. Fue en 1928, cuando yo tenía nueve años. La policía no encontró al culpable. Todo sucedió en esta casa, su cuerpo apareció en su propia habitación. Mi visitante asentía ante mi relato y cuando lo hube concluido me espetó:
– Correcto señor Matarrasa, todo correcto, pero incompleto.
Pueden imaginar mi reacción, mas no me dio tiempo a mostrar la sorpresa.
-Su señora madre fue violada. Siento tener que ser yo quien se lo diga. ¡Claro que puedo probarlo!-. Respondió a mi desafío. Y continuó-. Aquí tengo una copia de la autopsia.
Yo le interrumpí:
– De acuerdo, ¿cuánto quiere por esos papeles que guarda en la carpeta?
– Aguarde señor Matarrasa. No he concluido. La cosa es mucho más grave. Además, el dinero no es lo más importante en este caso.
De nuevo le interrumpí.
– ¿Cómo sabe usted…? ¿Cómo ha podido hacerse con esos documentos?
– Paciencia, amigo Matarrasa- se permitió decirme ante mis ojos atónitos-. La cosa es mucho más interesante.
– ¿Por qué ahora?
– Permítame continuar.
– Pero abrevie, por el amor de Dios.
– A ello, pues- me dijo, y siguió-. Fui periodista de sucesos. ¡Y de los buenos! Si se me permite la inmodestia. Por eso tengo estos papeles, aunque claro, la confidencialidad de las fuentes, ya me entiende…-Yo me encontraba excitadísimo y, he de confesar, en sus manos-. Ahora. Me pregunta usted por qué ahora. Bueno, son varias razones-. A esas alturas eran otras las preguntas que yo quería ver respondidas, pero decidí no volver a interrumpirle-. Necesito el dinero. Quiero que lo sepa. Esta carpeta contiene mi investigación más interesante y más secreta. He invertido parte de mi vida en recopilar estos papeles-. Supongo que percibió mi impaciencia y mi irritación, al tiempo que reparó en que su vaso contenía ya sólo un sorbo, de modo que abandonó tal línea de argumentación-. Además quiero que se conozca. Y si es posible que se resuelva. Pero sobre todo que se sepa. También está la cuestión de evitar nuevas víctimas, naturalmente. Y quiero su palabra de que si la historia se publica yo seré citado en la misma, si no se me permite firmarla-. Mi perplejidad e impaciencia debían ser ya ostentosas, porque añadió-: Su madre no ha sido la única.
Naturalmente rompí mi promesa de no interrumpirle. Le serví de nuevo, pedí a Alicia unas olivas y algo de jamón y le rogué que comenzase desde el principio.
– Su señor padre fue quien me puso tras la pista-. Creí que me daba un soponcio-. Sí, no ponga esa cara. Él comenzó a investigar por su cuenta. Lo hizo durante veintidós años, desde 1939 hasta 1961, en que el señor se lo llevó. Yo estoy en esto desde 1960, por eso he venido a usted.
Vacié mi vaso de un trago y me serví de nuevo generosamente. Mi padre, llegó a documentar, a lo largo de veintidós años, diez casos consecutivos, llegando hasta 1924 hacia atrás. ¿Se dan cuenta de lo que les digo? Desde 1924 hasta 1960, ambos inclusive, y esto es lo extraordinario, siempre el día 29 de Febrero, una mujer fue violada y asesinada en Madrid.
Sabiendo ya próxima su muerte no confió en su hijo, tal vez decidió que…, el caso es que no me abrumó con el conocimiento y la misión, más bien trató de apartarme de todo ello. Aún no he comprendido sus motivos, pero pasó el caso a Casto Verde, un periodista menor, de sucesos, al que entregó una suma considerable de dinero a cambio de la promesa de investigar y confirmar sus sospechas, dejando a su albedrío qué hacer cuando no tuviera dudas, cuando completase la secuencia, cuando el caso se pudiera resolver.
Y allí estaba yo. Con el hombrecillo dando cuenta de mi vermú y mi jamón, porque a las olivas no dedicaba gran atención, y mostrándome documentos irrefutables. Verde había completado la cronología hasta 1904 con gran esfuerzo y la había continuado desde 1960. Ninguna falta y un crimen doblado en 1988; aunque de acuerdo con mi interlocutor descartamos uno de ellos por haber sucedido sin fidelidad al patrón. Casto Verde había trabajado treinta y un años en el caso, fiel al mandato de mi padre. Entonces acudió a mí, necesitado de monetario y de compartir con alguien sus verificaciones. Me uní a él y constatamos 1992 y 1996. El primero apenas un mes después de recibirle en esta misma mesa. Nos costó, o eso me pareció a mí, dar con él; pero el señor Verde demostró muchos recursos para comprobar que la marquesa había sido ultrajada además de apuñalada. El segundo sin duda lo recuerdan, fue Yolanda de Santolaria y fue portada de todos los diarios, tanto por su apellido como por su anterior matrimonio con un ministro salpicado de escándalos de todo tipo.
¿Se dan cuenta?
¿Son conscientes de lo que significa?
Veintidós mujeres habían sido violadas y asesinadas a puñaladas entre 1904 y 1988. Otras dos ya conmigo en el ajo y, si no hacemos nada, algún mal nacido violará y matará a otra dentro de, exactamente, quince meses. Hoy es 29 de Noviembre de 1998.
Alguien. Ha de ser un grupo o una secta muy bien organizada, pues nadie vive tanto tiempo con capacidad para matar, viola y asesina a mujeres adineradas en Madrid cada año bisiesto, el 29 de Febrero.
Quiero descubrir qué sucede, quién, mejor dicho quienes y, si es posible, ha de serlo, evitar el próximo y que no se repitan.
Sucederá otra vez Marian.
Aceptaré cualquier condición que sugieran para que se hagan cargo de investigar y no pondré ninguna. Sólo quiero saber lo que averigüen antes de que decidan el modo de proceder.
Esta es la historia señor Requena.
5
A las nueve en punto de la noche se sentaron a la formidable mesa de comedor. La cabecera ocupada por Néstor Matarrasa, a su derecha Requena y a su izquierda Marian. Alicia había optado por otorgar un rango intermedio al evento y había decorado la mesa con una mantelería de hilo, tres copas, tres platos y cinco cubiertos por comensal. A sugerencia de su patrón depositó una cena que pudiese ser consumida sin servicio, consistente en diversos platos para compartir, compatibles con el plato de fondo que sirvió personalmente antes de retirarse. Una jarra de cristal tallado llena de agua se hallaba entre dos botellas abiertas de tinto gran reserva de Rioja. Alicia vestía de modo correcto y sin ningún aditamento que revelase su posición de encargada de la casa. Eficiente y firmemente sirvió una exquisita bechamel de verdura y huevo cocido y observó con voz atenta que estaría caliente y que podían, entretanto, comenzar por las ensaladas templadas y los embutidos acompañados del pan recién horneado.
Marian contempló a Alicia mientras servía y reparó en su enorme parecido con el anfitrión, además de la extrema deferencia con la que éste la trataba y que ella recibía con naturalidad y distancia, pero decidió no comentar nada sobre ello para no incomodar al anciano y no dar más razones de desconfianza a Requena.
Néstor depositó a su lado unos folios manuscritos y rogó a Alicia que acercase a su izquierda una mesita auxiliar en la que había depositado tres montones de papeles clasificados en carpetas de cartulina marrón. Invitó a sus acompañantes a servirse directamente y a depositar los platos usados en la porción de mesa libre.
– Les ruego que no se preocupen por mí y disfruten de la cena. En este momento el alimento, pese al esfuerzo de Alicia, no representa para mí una prioridad. Trataré primero, usted Marian me disculpará si me dirijo más a su…, socio, de demostrar la indiscutible veracidad de cuanto les he contado. Naturalmente están a su disposición las veinticinco carpetas- señaló la mesita auxiliar- que contienen los datos oficiales y extraoficiales.
– Permítame, señor Matarrasa- interrumpió Requena- que le indique…
– ¿Podría ser Néstor?- Interrumpió a su vez el anfitrión.
– Permíteme pues, Néstor, que deje claro algo antes de que inicies tu exposición. No albergo duda alguna sobre la veracidad de los hechos que me, que nos- se corrigió sonriendo cortés a Marian- has referido. Mis dudas tienen que ver con que estén relacionados; con que constituyan un único caso, si quieres que lo exprese de ese modo.
– Agradezco tu confianza en mi criterio y en mi palabra, Federico.
– Requena- dijo entre risas Marian, casi atragantada-. Requena, por favor, o no sabré de quien me hablas.
– De acuerdo. Requena, entonces. Comprendo y agradezco que no desees pruebas de lo obvio, pero con ello contaba; aunque te aseguro que he verificado cada uno de los crímenes y la autenticidad de los documentos no elaborados por los tres investigadores, si puedo otorgarme yo tal consideración junto a mi padre y el señor Verde. Permite que te enumere, a veces las cosas que separadas no son nada juntas son un todo, las coincidencias entre los casos: Madrid, mujeres de buena posición económica, sin nada que ver entre sí, al menos nada significativo que hayamos podido constatar, inmovilizadas, violadas y apuñaladas repetidamente, aproximadamente en el corazón. Nada se echó de menos en ninguno de los casos. Y, sobre todo, 29 de Febrero. Siempre el 29 de Febrero, coincidiendo con cada año bisiesto en este siglo. ¿Puedes decirme que todo esto son casualidades y sólo casualidades?
– Permite una pregunta previa- respondió Requena-. ¿Habéis ido más atrás? Me refiero a 1900 y al siglo XIX.
– Sin resultado. Creemos que todo se inició con el siglo que pronto concluirá. Como sabéis 1900 no fue un año bisiesto-. Ni Marian ni Requena lo sabían, pero no dudaron de su aseveración.
– ¿Has pensado que podría haber finalizado?- Néstor recibió la pregunta con indisimulado desconcierto y pregunto a su vez:
– ¿Qué quieres decir? No comprendo-. Sus ojos negros brillaban interesados.
– Bueno. Es sólo una posibilidad y no supone mi aceptación de tus argumentos, al menos no todavía. Pero he pensado mientras preparabas tu exposición, que si se inició con el siglo podría haber acabado con él. El 29 de Febrero de 2000, no sé cual es tu opinión al respecto de la discusión que ya se ha planteado entre eruditos poco ocupados, será ya el siglo XXI. Oficialmente lo será, al menos.
– Comprendo. No se equivocaba quien me recomendó…, ni yo al insistir en pagar por tu tiempo- respondió apreciativo el anciano-. No. No habíamos reparado en ello. Casto- explicó- sigue inmerso, por así decirlo, en la investigación. Necesita el dinero y yo no tengo nada mejor en que gastarlo. Tal vez los árboles…, ya sabes. Pero eso sería…- Parecía desilusionado y lo estaba. La posibilidad apuntada por su interlocutor no sólo suponía que todo había acabado y que sería más difícil de resolver, sino que reforzaba la posición de Requena respecto a no aceptar el caso-. ¿Lo crees realmente?- Preguntó finalmente.
– Aún no sé si hay caso- respondió Requena con un tono que Marian reconoció como solícito y deferente-, no puedo saber si ha terminado sin saber si se inició. Me preguntabas por mi apreciación de las similitudes. Vayamos con ello y ya nos ocuparemos, si concluimos que existió, de si ha terminado. ¿No te parece?
– De acuerdo- se apresuró a responder Néstor Matarrasa, aliviado de regresar al terreno que sí había desbrozado. ¿Qué opinas de las coincidencias?
– Te diré como lo veo yo- respondió el ex comisario cuando el anciano llevó su mano a la copa de vino en señal de haber concluido-. ¿Sabes si se han producido otros asesinatos en las mismas fechas, tal vez en la misma ciudad, con un modus operandi similar? Creo recordar que al menos has reconocido uno.
– Muy cierto. Ya te he dicho que la víctima no era…, no tenía una posición económica desahogada. Pero sí, el resto coincide. No hay más casos-. Requena clavó en él sus ojos y sonrió entrecerrándolos -. Está bien, quiero decir que no tengo constancia de ellos-, reconoció el anciano dando muestras de gran perspicacia.
– ¿Qué significa adineradas?- continuó amable Requena. Se descubrió a sí mismo respetando al viejo, apreciando su valor y su enfoque desapasionado del asunto pese a su evidente pasión por el mismo.
– Comprendo. Por supuesto no he podido verificar la fortuna de cada familia, pero debes creerme si te aseguro que todas ellas, desde luego las más próximas en el tiempo, pertenecen a la élite económica y social de este país. Y entiéndaseme lo de élite.
– Asumamos, pues, que no eran pobres y tampoco podrían ser colocadas en la clase media. No ignoras que las violaciones suelen aparejar violencia, en muchos casos inmovilización de algún tipo, en la mayoría terminan con la muerte de la víctima.
– Eso no es del todo exacto. Desde luego hay violencia: es inherente al hecho de forzar la voluntad de alguien. También se requiere inmovilizar a la víctima de algún modo, pero no es correcto que la mayoría terminan con la muerte de la mujer. De hecho son minoría-. Requena asintió en señal de reconocimiento y aceptación y Néstor apreció, cerrando los ojos, la aquiescencia de su interlocutor.
– Continuemos pues. Hasta ahora tenemos la violación y la muerte como elementos coincidentes. No has citado como fueron inmovilizadas.
– Reconozco que se utilizaron diversos métodos: cuerdas, esposas, la amenaza, la pérdida del conocimiento, cinta de embalar y otros.
– Asumamos entonces que el asesino no procede siempre del mismo modo, pero eso no nos dice gran cosa en un caso de cien años. Hay que descartar que se trate del mismo hombre. ¿Ha actuado sólo?
– Siempre. No hay constancia de lo contrario.
– ¿Utilizaron el mismo tipo de arma?
Néstor Matarrasa no ocultaba estar disfrutando con la conversación y ni él ni Requena atendían a la comida. Apreciaba los comentarios ecuánimes del ex comisario y creía estar presentando de forma convincente el caso, aferrándose a los hechos significativos que inclinaban la balanza a su favor y reconociendo las diferencias que nivelaban el peso.
– No. Siempre en el corazón o muy cerca. Siempre más de una herida, pero el número va desde tres hasta sesenta y nueve-. Requena recibió la información con un gesto de complacencia que no resultó agresivo, pero sí inequívoco de lo que pensaba. Su anfitrión apuró la copa y Marian volvió a llenarla mientras él agradecía su atención con una sonrisa sincera y volvió a tomar la palabra-: Tenemos violación y muerte por arma blanca, tenemos Madrid y mujeres adineradas. ¿No crees que es demasiado para ser casualidad?
– Habría de poseer otra información colateral para valorar la que nos das. No sé, honestamente, que probabilidades existen de una casualidad. Tendríamos que saber cuántas violaciones con asesinato similares se han producido en Madrid en cien años casi, en otras fechas, y en que las víctimas fueran de la clase social alta-. Cuando terminó de plantear las condiciones ya aceptadas reconoció interiormente que no serían muchas. ¿Por qué se resistía a aceptar que podía haber un caso tan interesante; probablemente único?- ¿Todas fueron golpeadas en la cara?- Preguntó de pronto.
– No. Más o menos un cincuenta por ciento. Y antes de que me lo preguntes te diré que todas menos cinco fueron violadas antes de ser asesinadas. Nosotros creemos que el asesino no pudo controlar en esos casos a las mujeres sin asesinarlas, pero de todos modos las violó. Como respondiendo a una liturgia obligada. También he de decir que en ningún caso se echó nada de menos.
– Háblanos de los lugares- dijo de pronto Requena.
– Ha habido de todo, pero con un denominador común. Las mujeres fueron violadas o raptadas para ser violadas en lugares que frecuentaban. Me refiero a que era previsible hallarlas donde las hallaron. Eso ha de significar que el asesino conocía sus hábitos.
Requena asintió a la información y trató de colocarla en el puzzle que componía para decidir. De pronto Marian intervino:
– ¿Todas fueron violadas? ¿Todas igual? ¿No hubo nada más?
– No comprendo- respondió Néstor Matarrasa-, ya os he dicho que…
Marian acudió en ayuda del anciano:
– Quiero decir si el criminal consumó siempre la violación, si se… ¡Joder! Ayúdame Requena.
– Comprendo- respondió apresuradamente el anciano, interpretando los reparos de ella como una deferencia hacia él-. No. No siempre. Hay casos de violación vaginal, anal, ambas y algunos sirviéndose de un objeto. Mi madre fue violada vaginalmente después de muerta y el hombre eyaculó, pero no siempre se encontraron fluidos. Supongo que ella se resistió lo suficiente y que la encontró atractiva-. Pronunció las últimas frases con la mirada perdida en el vino, pero con voz serena.
– Lo siento- acertó a decir Marian. Y aclaró más su pregunta anterior para sacar del recuerdo al hombre- ¿hubo algún tipo de ataque sádico?
– En diez de los casos las mujeres fueron torturadas.
– No es eso lo que yo llamaría un modus operandi repetido- afirmó Requena; aunque su aseveración no sonaba triunfante ni agresiva.
– ¿Y qué me dice de la fecha?
– Nada. Reconozco que no hay para ello más explicación que la que usted da. Salvo que la estadística…
Néstor Matarrasa negó con la cabeza, indicando que la estadística estaba de su parte y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no abatirse sobre él ante la sincera y poco convincente respuesta. Marian no tuvo tal consideración:
– Para mí es la prueba. Suficiente y única. Irrepetible. La única duda es la que has planteado al principio: ¿han acabado con el siglo?
– Confieso- empezó a decir el anciano; pero Marian continuó:
– Incluso si han acabado, el caso existe. Podemos decidir que lo hacemos para evitar la siguiente víctima o para hallar y castigar a los atacantes anteriores o a sus instigadores; para mí es suficiente motivo, pero además- miró entonces a Requena- ¿qué sentiremos si no ha concluido y no hemos hecho nada para evitarlo?- Néstor Matarrasa se esforzó ahora para no aplaudir el argumento. Marian no se detuvo-: La cuestión, creo, es la que parecía menos importante, ¿se puede resolver un caso como éste? ¿Cómo se investiga una serie de crímenes con cien años de continuidad?- Ella pensaba que sí o que, de todos modos, merecía la pena intentarlo y así lo hizo saber.
Requena no respondió, aunque en su interior algo se había puesto en marcha y sabría por donde empezar si decidía hacerlo. Néstor Matarrasa aprovechó para intervenir en el sentido que había preparado:
– Si me permites Marian, esa no es la cuestión. No quiero parecer insensible a tus prevenciones Requena, pero creo- trató de suavizar al máximo sus próximas palabras- que deben permitir que yo decida eso. Quiero decir si es importante y no la cuestión en sí misma; yo…, deseo más que nada en el mundo que se investigue, que se intente resolver. Con independencia de si las probabilidades de éxito son ínfimas. Sé que es su tiempo y que su conciencia tiene algo que decir, mucho que ver- apuntilló-, pero es mi dinero el que se malgastará si me equivoco y su tiempo, por favor nada más lejos de mi intención que ofenderles, pero, su tiempo…, está a la venta. ¿No?
El anciano se arrepintió sin haber siquiera acabado de hablar. Por alguna razón que no sabía definir, a pesar de todas sus prevenciones y cuidados, sonó mal. Pero ya lo había dicho. Marian se dispuso a protestar rápidamente, temiendo la reacción más violenta y definitiva de Requena, pero no llegó a tiempo.
– En alquiler, Néstor. Sólo en alquiler- respondió Requena muy despacio y sus palabras cortaron el ambiente como un cuchillo bien afilado.
– Perdonen si les he ofendido, yo…
– En absoluto- afirmó Requena-. Eso es lo que alquilamos. Sólo has errado la figura jurídica o comercial. En ocasiones la diferencia es muy grande.
Por primera vez desde que habían llegado a la casa de la calle Sil se tensó la situación y el ambiente se hizo desagradable, casi irrespirable, pese a que nadie lo provocara deliberadamente. El silencio resultaba ahora opresivo. Cada uno observaba a los otros incómodo.
Néstor Matarrasa se maldecía por haber estropeado la naciente relación con su torpeza. Tal vez un tono más desenfadado y directo hubiera sido más acertado. Pensó en sus interlocutores. En la opinión que se había formado de ellos. Convencido de que no le correspondía decir la siguiente frase.
Requena se había hecho un pequeño bocadillo de jamón y se lo llevaba a la boca mientras pensaba. No parecía incómodo. Sus observaciones tenían sentido. Se tomaba tiempo para buscar un lugar donde colocar las respuestas antes de formular las preguntas. Había sido leal en las valoraciones e inteligente en los silencios. Sin duda ahora trataba de adoptar, por así decirlo, un veredicto final y confiaba en que su incorrección no fuese evaluada con demasiada severidad. No, pensó, no lo sería. Aquel hombre, simplemente estaba tratando de decidir si debía aceptar el caso. Su silencio ante las palabras de Marian debía ser interpretado de ese modo: reconocía que había caso o que, muy probablemente lo había. Sólo valoraba si era justo tomar su dinero para un objetivo inalcanzable y eso, se reprochó por su estupidez, no estaría relacionado con que él estuviera dispuesto a rogarle que lo hiciera, con que adoptase la arrogante actitud que se desprendía de sus últimas palabras. Tres bocados a lo sumo, tal vez un trago de vino, la servilleta a los labios tras el último bocado y el trago. No necesitaría más tiempo. Recordó a Casto Verde alargando su vermú unos años atrás y su posición, tan diferente entonces. El veredicto llegaría después. La miró a ella. Estaba inquieta y lamentaba, sin duda, haber provocado aquella situación con su brillante parlamento final. Sin duda era más fresca e impulsiva, más apasionada y alegre, más capaz de decir cosas improvisadas, descabelladas. Asumiendo su brillantez o lo disparatado de las mismas. No pensaba en voz alta, pero sí demasiado cerca de la boca y el corazón. Era capaz de lograr un giro inesperado de cada situación, de situarse en puntos de vista remotos. Comprendió que formaban una pareja magnífica para resolver misterios y tuvo ganas de suplicar a gritos que se enfrentaran al suyo, que disculpasen su arrogancia imperdonable. Decidió atacar la pipa en busca de una actividad mecánica que le permitiese aguardar sin demostrar aún más su ansiedad. Bebió su copa de un trago y escuchó repiquetear la lluvia en los cristales de las ventanas.
Marian no sabía donde meterse ni donde poner su mirada y sus manos, todo su cuerpo parecía estorbar y resultar demasiado evidente. Sólo pretendía situar el debate en su punto clave y, de paso, reconocer que no albergaba duda alguna sobre la existencia de un misterio que debía ser desvelado; un misterio que ni siquiera se atrevió a soñar, desconcertante, apasionante, subyugador. Solo trataba de influir en el hombre que amaba para que dijese que sí. Se prometió no romper el silencio aunque tuviera que morderse literalmente la lengua para hacerlo. Lamentó su promesa recíproca de dejar de fumar y la hubiera roto si su anfitrión hubiese tenido otro tabaco que el de pipa. Desde luego Matarrasa se había propasado al llamarles mercenarios. Aunque lo pensara, aunque, en cierto modo, lo fueran. Requena ya le había dejado claro por teléfono que tenía sus propios límites. Debió rogar que aceptaran, que aceptaran su dinero y el caso y no plantearlo como lo hizo: negándoles la capacidad de opinar o la importancia de su opinión. Sus circunloquios previos sólo lo empeoraron, al demostrar que era consciente de las implicaciones de lo que iba a decir. Sin embargo, pensó convencida, lo lamentaba
y no había querido que sonara así. Estaba segura y no podía evitar hallar atractivo a su viejo anfitrión. Tal vez ni siquiera lo pensaba, se dijo. Pero ahora no podía ayudarle aunque lo deseaba. Por él y por ella, pero sobre todo por Requena y por el caso, si es que finalmente se convertía en su caso. Tenían quince meses por delante para resolverlo y nada se resistiría, ni siquiera aquélla serie de crímenes tan insospechada, a sus inteligencias sumadas tanto tiempo y tan concentradas como iban a estarlo ante la falta de otros casos. ¿Quince meses para recuperar al hombre que quería? se preguntó. Frente a ella Requena comía despacio el bocadillo y alternaba los tragos de vino con los de agua. Confiaba en su criterio, pero sobre todo deseaba que dijera que sí.
Requena deseaba responder pronto y evitar a Marian, y también al anciano, la tensa espera. Pero no hallaba las palabras para trasladar lo que sentía, lo que se imponía a lo que pensaba. Las posibilidades de resolver el caso eran remotas aunque, se decía, para el viejo sería tan importante que lo aceptaran como que lo resolvieran, quizás ni siquiera viviese para conocer el resultado de las investigaciones. La esperanza se apoderaría de él y le devolvería a la vida.
Para Marian cualquier caso sería bueno si no era deshonesto. Quiso tenerla más cerca para tomar su mano y sentir la suave calidez de su maravillosa piel. Sin embargo no podía, no debía aceptar un caso irresoluble sólo porque el cliente estuviese dispuesto a dilapidar su dinero (el caso sería largo y caro, estaba convencido) o porque la mujer que quería encontrase apasionante pelear con el misterio a su lado, ni siquiera porque albergase la equivocada convicción de que así le recuperaría. No podía recuperarle porque no le había perdido y lo que le separaba de ella era precisamente su hastío ante la observación directa e involucrada de la maldad y la estupidez de los seres humanos. ¿Cómo explicar a Marian que no deseaba continuar con ese trabajo? Que se sentía alejado de cuanto sabía, que deseaba alejarse aún más. El caso existía, muy probablemente, y lo que significaba, en cualquiera de las hipótesis que había elaborado le espantaba. Algo cercano al pánico se apoderó un instante de su voluntad. No deseaba verse enfrentado a los detalles, las razones y el cómo, las víctimas y, sobre todo, a los asesinos, a sus personas, a sus circunstancias. No se sentía fascinado por la violencia y, con el tiempo, tampoco compensado por la justicia o la limpieza de la sociedad que había contribuido a hacer. Estaba persuadido de que todo aquello le contaminaba para siempre, se sabía sucio y, cada día, menos capaz de prescindir de esa parte de su vida para enfrentarse a la otra.
Volvió al anciano. Parecía un hombre cabal, chapado a la antigua, orgulloso y seguro de sí mismo. Se imaginó con ochenta años y supo que no conservaría su vida, su vida como quería, si no se apartaba de cosas como las que había escuchado. Maldijo el oficio que antes le colmó. Deberían advertir sobre los efectos secundarios a los jóvenes que se iniciaban como policías. Que supieran, que estuvieran seguros: convivir con lo más abyecto, rebuscar entre la maldad y la estulticia, conocer la infinita capacidad del ser humano para la perversión y la idiocia; ensucia para siempre la mirada, los sentimientos, los pensamientos. Introdujo el último bocado en su boca y se llevó la servilleta a los labios. Tomó la copa de vino y bebió con ansiedad. Cuatro ojos ávidos se clavaron en su rostro. De nuevo se limpió los labios y respondió a la pregunta no formulada.
– Tomaré su dinero a cambio de un mes de trabajo. Si en ese tiempo no encontramos posibilidades reales de resolver el asunto lo abandonaremos. ¿Le parece bien dos millones de pesetas? Si seguimos adelante esos serán los honorarios. Trabajaremos sólo en este asunto y lo haremos a fondo. Gastos a parte-. Néstor asintió sin pronunciar palabra y su sonrisa se dibujó mientras de relajaba.
Marian apenas podía contener las lágrimas y Néstor Matarrasa no reprimió su sonrisa al tiempo que apretaba la mano derecha de Requena entre las suyas para retirarlas de pronto sorprendido ante su atrevimiento. Marian atrapó su mirada y le sonrió con los ojos húmedos.
– No obstante tengo alguna pregunta más.
– Claro. Lo que quieras.
– ¿Por qué nosotros?
– Por favor- suplicó el anciano-. No me obligues a traicionar…
– No te pregunto quien, sino qué. He de decirte que convendría que convencieras a tu contacto. Alguna idea tengo al respecto, pero dejémoslo. Digamos, no obstante, que ayudaría a establecer una relación entre nosotros de mayor confianza. Quiero saber cómo, con qué argumentos te convenció.
– Gracias Requena- se sentía ridículo llamando a alguien por el apellido-. Es sencillo de explicar. Yo puse las…, digamos condiciones imprescindibles: inteligencia, honestidad, determinación. Claro que entonces yo pensaba en singular- sonrió a Marian-. Y las deseables: imaginación y gran auto confianza. Mi… La persona en cuyo criterio confié me dijo que te buscara y que solicitase la presencia de Marian.
– Comprendo. ¿Te dio él mi teléfono?
– No he dicho que fuera un hombre y no deberías intentar averiguar lo que me has pedido que te diga, a través de sonsacarme pistas. Soy viejo, pero no estoy senil. Te prometo que lo intentaré; trataré de convencer a mi…- sonrió.
Requena sonrió también, de nuevo asombrado ante la agilidad de pensamiento del anciano y entonces reparó en otra pregunta importante y sin trampa.
– ¿Le hablaste del caso?
Néstor percibió la importancia que Requena concedía a la respuesta.
– Por encima. Tuve que hacerlo.
– ¿Insistió?
– Razonablemente. Supongo. No estoy seguro. ¿Es importante?
– ¿Alguien más lo sabe?
– No.
– ¿Está seguro?
– Convencido. Yo no lo he comentado y Casto jura y perjura que tampoco.
– Trata de convencerle-. Esta vez la recomendación sonó imperiosa. Marian pensó con enorme alegría que ya estaba atrapado por el caso y Néstor también. Me refiero a nuestro prescriptor- apostilló Requena, pero no era necesario.
– ¿Se llevarán ahora los informes?
– No. Mañana trabajaremos en diversas líneas de investigación sin demasiada información previa condicionante y pasado clasificaremos la información que deberíamos tener para empezar y las mejores vías de acceso. Dentro de tres días estaremos aquí a las nueve de la mañana y trabajaremos uno o dos días consecutivos en el traspaso de la información y las hipótesis. Cuando acabemos iniciaremos las pesquisas ¿Será posible contar con el señor Verde?
-Claro- respondió entusiasmado el anciano-. Me mataría.
– No toquen lo que ya tienen ni intenten clasificarlo de otra forma. Está como está por algo y lo quiero así. Si desean colaborar en este momento hagan resúmenes de lo importante, anoten lo extraño, lo curioso y lo que deberían ser los primeros pasos a su entender. Pero no rehagan lo que tienen. Trabajen primero por separado y luego pónganlo en común, pero no tiren sus papeles individuales. No se preocupen de invadir competencias: anoten las posibles líneas de investigación.
– Lo tendré todo preparado para el jueves. Haré que Alicia prepare la habitación de invitados por si se nos hace muy tarde.
– No será necesario- afirmó Marian, que no deseaba pasar ninguna de las siguientes noches en ninguna cama que no fuese la suya.
– Una última cosa- observó Requena-: la policía. ¿Qué opina? ¿Lo saben? ¿Cuál es su relación con el caso?
– Casto ya no posee los mismos contactos- respondió Néstor Matarrasa-. Sus ojos y oídos en la policía se jubilaron hace tiempo o ya no viven. Hasta donde sabemos se han tomado interés. Recuerde que se trata de personas importantes. Pero no existe para ellos la relación, quiero decir que cada violación se ha investigado por separado. No sé si hemos obrado bien, pero Casto me ha insistido mucho en que ya trató de interesar a la policía en la serie sin éxito. En su opinión ninguna policía del mundo y mucho menos los políticos tendrían interés en dar oficialidad a algo como esto.
– ¿Y las familias? ¿Los maridos, los padres, las madres, los hijos e hijas?
– Nada relevante. No tenemos constancia de que hayan tratado de iniciar investigaciones serias por su cuenta. Casto también conocía a muchos investigadores privados y no ha detectado nada.
– Comprendo- respondió Requena, y añadió pensativo-: salvo su padre. Ambas cuestiones son muy interesantes y, tal vez, significativas.
Marian no podía controlar su excitación. Deseaba ya comenzar a tomar notas, a discutir con Requena sus pensamientos, a sugerir ideas, a ser parte de la solución del mayor misterio de su vida.
Néstor Matarrasa despidió a la pareja en la puerta y se disculpó:
– Les ruego que olviden mi impertinencia, yo…
– Por supuesto- interrumpió Marian para restar importancia al desliz y el anciano lo agradeció- no existe ningún signo externo, ninguna firma, nada que relacione los crímenes de un modo inequívoco. No, claro que no- se respondió a sí misma.
6
Llovía intensamente. Incluso a su velocidad máxima los limpiaparabrisas no conseguían ofrecer una visión cómoda de los rojos pilotos de los coches que les precedían. Noviembre avanzaba hacia su fin. La N-VI estaba despejada ya de madrugada, pero algunos vehículos aprovechaban esta circunstancia para sobrepasar holgadamente los límites de velocidad y el asfalto mojado y manchado de caucho componía un cuadro muy peligroso. De hecho en los pocos meses que llevaban haciendo ese trayecto y no a diario, habían sido testigos de tres accidentes. Requena conducía muy concentrado por el carril derecho. Desde el inicio de la cuesta de las Perdices no habían intercambiado palabra. Casi quince minutos antes, tras abandonar el viejo chalet en el Viso, se inició entre ellos una discusión tan viva como otras pasadas, pero mucho más agria. Muy breve, casi un ensayo de la que tendría lugar.
Marian sufría los efectos del vino y los licores, pero estaba contenta por la decisión de Requena y deseaba dejar atrás su primera intervención ante el anciano, cuando contravino la opinión de él sabiendo que lo hacía. Deseaba disculparse y lo había hecho, pero él se mostró insistente, obcecado, injusto. No estaba segura de haber obrado mal, no era tan grave y, además, tenía una razón definitiva para lo que había hecho: él. Pero no podía decírselo. ¿Qué le estaba pasando? ¿Qué les estaba pasando?
Requena estaba irritado. No deseaba el caso, pero lo había aceptado. No lo deseaba existiera o no, fuera soluble o no; simplemente no se sentía con fuerzas para encarar una sucesión de hechos como aquellos, para revisar los detalles, para interpretar los porqué, para revivir los como, para sentir la presencia del mal a su lado. Su frustración se cebó en la impertinencia de Marian. Sólo era eso, impertinencia y no era tan inusual. Se daba cuenta de que no era para tanto, pero no podía dominar su enfado. Alguien tenía que pagar por su rabia y su inconsistencia, por su cobardía. Prefería no discutir de nuevo, acabar antes de llegar al túnel del Guadarrama en todo caso, prefería no hacerlo, pero lo hizo. El macho dominante de nuevo, reconoció. Todas aquellas mujeres violadas gritaban en su cabeza, desfiguradas, desconocidas, ensangrentadas, sorprendidas, airadas. Cada una relataba su historia, sus planes frustrados, su pasado y el futuro negado. Suplicaban y exigían justicia, tal vez venganza. Lo involucraban de nuevo. No estaba seguro de poder con ello. A su lado Marian dormitaba con la mano izquierda sobre su derecha que descansaba en la palanca de cambios. ¿Por qué? ¿Para qué comenzar de nuevo? Pero lo hizo:
– Sabías que no estaba de acuerdo- dijo muy despacio tras apagar la música.
– Lo siento- respondió con toda la ternura que pudo-. De veras que lo siento. Creí que nos vendría bien. Olvídalo. Por favor.
– No me vale Marian, ya te lo he dicho. Yo no me meto en otros temas que tú decides. Respeto tu criterio y…
– ¡No me jodas Requena!- Explotó Marian-. Tú no te metes en otras cosas sencillamente porque no te interesan. Ni siquiera opinas si no te pregunto. No compares. No es justo y no es inteligente.
– Esa no es la cuestión. Si no me meto es porque me parece bien. Tienes más criterio y más experiencia. Se supone que yo sé lo que me hago cuando se trata de…
– A otro perro con ese hueso comisario. No soy estúpida. Estamos juntos en esto y en todo y, que yo sepa, no hay materias vetadas, cosas sobre las que yo no pueda opinar.
– Estás sacando las cosas de quicio. Yo no he hablado de vetos para tus opiniones. Se trata de aceptar o no un caso. Se trata de involucrarnos en algo sucio,largo, difícil y, me temo, peligroso. Podías haber esperado a que contestase y, sobre todo, no insistir sabiendo que no estaba de acuerdo. Más tarde me habrías contado tus opiniones.
– Creo que es la quinta vez que me disculpo y será la última: lo siento. Ni entonces veía ni ahora veo razones para no aceptar el caso. Tú tardabas y… ¡Más tarde hubiera sido demasiado tarde!
– Pero luego insististe…
– ¡Sí! Insistí. Y tú me dejaste a la altura de una ayudante sin criterio.
– Pero he aceptado- Requena rehuyó comentar el desaire y se dijo que, en todo, caso ella se lo había buscado.
– Si te atreves dime que lo has hecho por mí- casi grito de nuevo y se arrepintió, pero la ira hizo que siguiera-, mañana llamas al viejo y le dices que lo has pensado mejor. Que le den por el culo al caso, al dinero, a Néstor Matarrasa y a ti. Sobre todo a ti.
– Últimamente no se puede hablar contigo.
– ¡Vete a la mierda! ¡Cabrón!
Requena pensó en bajar del coche. Pensó en llegar a casa, hacer la maleta y largarse. Pensó en varias respuestas crueles y pertinentes. Ella lloraba rabiosa a su lado, tratando de ocultar las lágrimas. ¿Realmente era una buena idea seguir juntos?, se preguntó. Maldijo el caso y su falta de control. Respondió:
– Tenemos que hablar Marian. Esto no puede seguir así. No digo que sea culpa tuya, pero…
– Ya se me sé la historia. ¡Ya me la han contado! Ahora me dirás que es mejor dejarlo. Me vas a dejar por mi bien y por el tuyo. ¡Que te jodan! Siempre que adelanté esta situación, siempre que la temí, pensé que al menos tú lo harías mejor, creí que serías más valiente y más sincero. Haz lo que tengas que hacer. Pero no te lo voy a poner fácil. Te quiero. ¡Te quiero! ¿Lo entiendes? ¡Te quiero y te necesito! Y no quiero dejarlo. Desde luego no voy a suplicar. Estás haciendo una montaña de un grano de arena. Quieres hacerla. Tienes ganas de pelear, hace días que tienes ganas de pepear, pero necesitabas una razón para no resultar demasiado arbitrario ante ti mismo y yo te la he dado al llevarte en público la contraria. Es así de sencillo. Te conozco. No sé que te pasa desde hace unos meses, no eres el mismo. No consigo acercarme a ti y sufro, lo paso fatal; pero eso ya lo sabes y supongo que te gusta-. Necesitaba devolver el maltrato recibido.
OPINIONES Y COMENTARIOS
comments powered by Disqus