A mis padres por ser de donde soy, a mi mujer y a mi hermana por ayudarme en este proyecto y a mi hijo, futuro olímpico.
Estupidez humana. Humana sobra, realmente los únicos estúpidos son los hombres.
Jules Renard
CONSPIRACIÓN SS
VIAJE DE VUELTA
CAPÍTULO 1
– ¡Ten cuidado no te quemes!, me decía mi abuelo cada vez que intentaba sacar una patata de la chimenea, donde él las asaba entre los rescoldos de la lumbre mientras oía la vieja radio Marconi sentado en el escaño.
Tenía yo cinco o seis años. Vivía en un pequeño pueblo de la montaña de León. Allí la vida para los niños era bastante tranquila y divertida, mientras que para nuestros padres y abuelos era dura y muy sacrificada.
Casi todos los vecinos se dedicaban a la agricultura y a la ganadería. Quien más y quien menos poseía algunas tierras, prados para segar, la mayoría tan empinados y lejos del pueblo que costaba más sacar la hierba de allí que lo que en sí valía el alimento para el ganado. También tenían algunas vacas, ovejas, gallinas y la mayoría un cerdo que sustentaba a la familia una buena temporada después de la matanza.
El principio del verano era la época de la siega con la que se obtenía el pasto necesario para dar de comer a las reses durante todo el invierno en las cuadras, porque durante la primavera y el verano pastaban tranquilamente por las zonas acotadas para ello en el monte.
Recuerdo a mi padre madrugando para ir a segar. Nada más desayunar cogía los aperos y la bota de vino, y andando se dirigía hasta los prados. Después, a media mañana, mi madre le llevaba la comida y esparcía la hierba ya segada para que secara.
– ¡Ya está ahí Alberto!, decía mi padre al oír picar la guadaña en una finca cercana. Era un ruido muy característico en esa época y a esas horas. Había que afilarlas bien para que hicieran el trabajo un poco más llevadero.
Al atardecer regresaban al pueblo. Días más tarde se comprobaba que la hierba estuviera seca y se apilaba en montones para después ir con un carro tirado por bueyes a recogerla.
– ¡Yo me subo arriba! Ese era el grito de todos los niños que ese día acompañábamos a nuestros padres. Nos subíamos encima de ella una vez cargada en los carros y nos dirigíamos de regreso a casa como si fuéramos pilotando un coche de fórmula uno pero más despacio y sin derrapar en las curvas.
Se descargaba en los pajares y cuando ya no cabía en ellos si había sido un año de gran producción, la sobrante se apilaba a la intemperie cerca de las cuadras en unos montones llamados hacinas. Para ello, se plantaba en la tierra un poste de madera bastante profundo, alrededor de él se colocaban ramas gruesas, unas sobre otras con el fin de evitar que la humedad del suelo afectara a la hierba que se ponía encima en redondo. Mientras una persona la iba echando, otra la iba pisando y repartiendo alrededor del palo con el fin de compactarla, quedando al final en forma de cono, lo que permitía que el agua de la lluvias resbalara desde la parte superior hasta caer al suelo, y así solo se estropeara la que estaba en contacto con el agua mientras que la del interior permanecía en buenas condiciones para alimentar al ganado. La zona de arriba se tapaba con un plástico para que no entrara agua a lo largo de la madera.
Pero el día seguía y las labores no acababan. Después de descargar el carro en el pajar había que atender a los animales que estaban en la cuadra, arreglar lo que se hubiera roto, cuidar el huerto o simplemente como mi padre, echar un vistazo a las colmenas que estaban en plena ebullición, pues las abejas no paraban de recolectar polen ya que la primavera había venido demasiado tarde.
Las madres además de todos estos trabajos tenían que atender a los hijos, preparar las comidas, arreglar la casa, etc.
Nosotros, sin embargo, disfrutábamos del pueblo a nuestras anchas. La única labor que teníamos era ir a la escuela e intentar que no nos castigara el profesor que en esa época, como en la mayoría de las escuelas, era un cura y además Don.
No sé por qué al alcalde, al médico y al sacerdote había que tratarles de Don y a los demás con el nombre a secas.
Pero no acabar el día castigados era una tarea casi imposible, cuando uno no terminaba encerrado en un cuarto, lo hacía con la cabeza tapada con un cubo o con un par de golpes con ese puntero que estaba siempre en posición amenazante.
Todavía recuerdo el día que nos castigó a Javi y a mí, por alguna travesura de la que casi con seguridad éramos culpables, encerrándonos en una sala con grandes ventanales que había al otro lado de la escuela hasta la hora de comer, porque por la tarde no había clase. Pero ese día, como otros, a don Segismundo, que así se llamaba el cura, se le olvidó que estábamos allí y se fue.
Esperamos en vano que nos abriera para ir a comer, pero no era nuestro día. Al cabo de bastante tiempo y al ver que las tripas empezaban a rugir con fuerza y no podíamos pararlas, observamos que en unos estantes de la pared del fondo había un par de docenas de tarros de miel que don Segismundo sacaba de las colmenas que tenía. Nos miramos los dos y, sin decirnos nada, cogimos varios, los abrimos para probarlos y a la vez para calmar el hambre que nos perseguía desde hacía ya un par de horas.
Aunque quizá no fuera tanto el hambre como el querer fastidiar al cura, al final le destapamos todos y los degustamos.
Al llegar la tarde y en vista de que no nos sacaban de allí, decidimos saltar por una ventana que daba al camino que subía a la carretera e irnos a casa a explicar el porqué nos habían castigado. Nuestras madres sabían perfectamente que el tardar tanto era por haber hecho alguna trastada y que don Segismundo nos había llamado al orden, como había sucedido otras veces y no porque no tuviéramos hambre, ya que a la hora de la comida devorábamos más que comíamos.
La verdad es que éramos unos piezas, pero unos más que otros, incluso alguno podría decirse que era más que travieso, un poquito cabrón, como Raúl, que un día en el patio de la escuela, del tejado donde solían anidar algunos jilgueros, verderones o gorriones, se subió a una escalera y cogió del nido un pajarillo al que le arrancó la cabeza de cuajo.
Pero bueno, entre travesuras, patadas a algún balón o intentar llegar a los bolos en la bolera del pueblo, pasábamos los días. Días alegres y felices sin lugar a dudas.
CAPÍTULO 2
¡Boom! ¡Boom!, sonaban los primeros voladores y en el cielo se podía ver el humo de la pólvora al explotar. Era el anuncio de las fiestas que se celebran en honor a la Patrona.
Este año el tiempo parecía que se había aliado con los santos y los días anteriores y los de la verbena fueron estupendos, sin una sola nube en el cielo.
Ya una semana antes se presagiaba la llegada de esas jornadas porque al pueblo, que en invierno tenía sólo unas pocas decenas de habitantes, empezaban a venir familiares y forasteros a disfrutar de esas fechas con tanta tradición y aumentaba considerablemente la población.
Los chavales mayores que formaban la «comisión de festejos» se encargaban de contratar la orquesta, poner el escenario para los músicos, la barra del bar y de preparar todo para que fueran ese año las mejores fiestas de todos los alrededores.
Todos los vecinos ayudaban a adecentar las calles limpiando las orillas de la carretera y colgando banderines y farolillos, que como casi todos los años eran de Tío Pepe.
Nosotros los más pequeños intentábamos arreglar la bolera, que era de tierra y con la primavera y las lluvias se cubría de hierbas y ortigas. Allí tenía lugar uno de los pasajes más importantes de las fiestas: «las partidas de bolos».
Pero volviendo a las travesuras, una de las más importantes en esa época del año la realizaban los rapaces mayores y era la de engañar a algún forastero o familiar que venía de la ciudad a pasar las vacaciones e ir por la noche a la caza del cordobeyo o también llamado en otros lugares gamusinos.
Nosotros que teníamos menos años íbamos con ellos y nos reíamos un montón, bueno, nos reíamos todos menos el inocente al que le tocaba cargar con el saco lleno de cordobeyos.
– ¡Zas! ¡Zas!, aquí tengo otro, decía uno de la comparsa que iba con un palo bastante largo.
– ¡Corre, trae el saco Jesús!
Y le metían en él una piedra, cuanto más grande mejor.
Y entre ¡Zas! y ¡Zas!, lográbamos que Jesús llegara al pueblo con un buen cargamento de cordobeyos.
– «Venga, saca los bichos del saco, Jesús, que creemos que este año hemos batido el record». La cara de Jesús era un poema, entre sorprendido, enfadado y una sonrisa a medias al ver la cantidad de piedras que había cargado durante un par de kilómetros cuesta arriba.
Lo único que dijo fue:
– «Sois unos cabrones». «Iros a la mierda». Después se marchó y estuvimos un par de días sin saber nada de él.
Pero lo que más nos gustaba a los chavales de mi edad era ir «a la caza del renacuajo».
En los diferentes pilones que había en las fuentes del pueblo, como por arte de magia y todos los años en las mismas fechas, aparecían para nosotros los valiosos renacuajos. Los cogíamos con un colador que robábamos a nuestras madres y los metíamos en frascos de cristal para poderlos ver mejor. Unos tenían todavía solo cola pero otros, que eran un poco más grandes, ya tenían patas, aunque todos al final perecían al sol en esos recipientes, a pesar de que nosotros los alimentábamos, o eso creíamos, con un musgo verde que se formaba en el fondo del pilón, pero ni así se salvaban.
Luego, ya siendo mayor, entendí la extinción de los dinosaurios, pero lo que nunca alcancé a comprender fue como no se habían extinguido los renacuajos con la gran cantidad de fallecimientos que se producían cada verano. Pero llegaba el año siguiente y allí estaban de nuevo, me imagino que pensando: «a ver si este año pasan de nosotros esos críos y se dedican a cazar lagartijas». Lo que no sabían los renacuajos es que también nos dedicábamos a eso.
Asimismo era habitual, cuando alguien del grupillo conseguía un cigarro, que ya los había con filtro, irnos a las afueras del pueblo a fumarlo, donde nadie nos viera.
La verdad es que pasábamos más tiempo en la calle que en casa. No había peligro, circulaban pocos coches por la carretera que partía el pueblo en dos, aunque en esa época del verano solían transitar bastantes.
Pocas distracciones más había salvo la única televisión que existía en el pueblo y que estaba en un bar. Era una Werner en blanco y negro, pero que a nosotros nos parecía lo máximo. Pensándolo ahora, no hacía falta ni el color ni el 3D ni el sensurround. Nos valía así.
CAPÍTULO 3
Mi padre tenía unas colmenas en la tierra que estaba al lado de casa. Cuando llegaba la época de la recolección de la miel era todo un espectáculo.
Solo se protegía la cabeza con un gorro de apicultor y sacaba los panales como si nada. Echaba un poco de humo sobre ellos para quitar las abejas que se quedaban arremolinadas a su alrededor y los ponía en una carretilla.
Después nos íbamos al desván donde tenía la máquina para extraer la miel. Primero había que quitarle la fina capa de cera que recubría las celdas con un cuchillo para que pudiera salir ese manjar. A continuación depositábamos los panales en el artilugio que consistía en un bidón grande de metal con un mecanismo en el que había unos topes para poder meterlos unidos a unos engranajes y, mediante una manivela, lo girábamos, cuanto más deprisa mejor, haciendo que la miel saliera de las celdas hexagonales disparada hacia las paredes interiores del bidón depositándose en el fondo, y ¡milagro!, aparecía por un tubo que tenía en la parte de abajo el preciado líquido.
Allí nos juntábamos varios chiquillos, porque quizá, lo que más nos gustaba, aparte de extraer la miel, era coger un trozo de panal y masticarlo hasta que la sacábamos toda y no quedaba más que la cera.
A mi padre también le gustaba mucho la pesca. Era un gran pescador. Todo lo que sé actualmente se lo debo a él por meterme el gusanillo en el cuerpo.
Para ir de pesca, el día anterior nos íbamos a coger al río unas larvas que se encontraban dentro de un canutillo pegadas debajo de las piedras, porque así al día siguiente no teníamos que perder el tiempo buscándolas.
Iba con él y me quedaba en la orilla. Cada vez que sacaba una trucha me la lanzaba y yo la metía en la cesta, que por cierto, pesaba tanto que casi no podía con ella. Pero al final la acabábamos llenando.
Fue un época en la que las truchas abundaban, aunque había que ser muy hábil como lo era mi padre, porque al traer poca agua el río por encontrarnos en su nacimiento, las truchas son muy vivas y al notar cualquier cosa rara: una rama que se movía diferente, un chapoteo extraño en el agua o una sombra que no debía estar allí, era suficiente para que las escurridizas pintonas, por mucha hambre que tuvieran, no picaran y se escondieran debajo de alguna piedra.
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En casi todas las casas del pueblo se realizaba la matanza del cerdo. Era algo habitual que los vecinos se ayudaran unos a otros en esa labor.
Nosotros lo que queríamos, cuando troceaban el cerdo, no era el solomillo, ni las chuletas, ni cualquier manjar del animal, lo que de verdad deseábamos era la vejiga. La hinchábamos y la utilizábamos una vez seca como globo o como balón.
Cuando caía una buena nevaba nos íbamos a las afueras y con unas tablas a modo de trineo nos tirábamos por una cuesta que llegaba directamente a la carretera. Más de una vez con la velocidad saltábamos a ella, pero con la suerte de que por allí no pasaba casi nunca ningún coche.
En la vida de este pueblo de montaña, como en otros muchos en los que hay poca población, existe una unión muy grande entre el hombre y la naturaleza. Tanto uno como otra se cuidan entre sí, el hombre es respetuoso con todo lo que le rodea, preservando tanto la vida animal como los recursos forestales, y a cambio, la naturaleza le da todos los elementos necesarios para vivir en este entorno.
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Siempre ha habido y habrá rivalidad entre los pueblos cercanos. Algunas veces se saldaba con una simple discusión, pero otras esa discusión acababa en pelea. Una de las cosas que solía suceder, sobre todo en época de fiestas, era que si los del pueblo de al lado sorteaban un gallo el día de la Patrona, íbamos nosotros la noche anterior y lo robábamos. Si nosotros sorteábamos un cordero, venían ellos a intentar quitárnoslo. Teníamos que elegir con mucho cuidado donde escondíamos los animales del sorteo. Pero al final siempre se quedaba en una anécdota, aunque algún cordero que no era nuestro nos hemos comido.
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La vida de verdad era dura para nuestros padres. Uno de las muchas labores que hacían se basaba en ganarle terreno al monte. Era una tarea atroz. Consistía en desbrozar, quitar zarzas, espinos, arbustos, malas hierbas y piedras, con el fin de limpiar dichos espacios para obtener terrenos donde, en un cierto tiempo, brotaría la hierba que en esos años y en zonas montañosas era tan valiosa para alimentar al ganado.
Pero con el avance de los años se produce el abandono de numerosos prados por falta de animales a los que dar de comer y por conseguir la hierba de sitios más cómodos. Llegándose a la actualidad, en la que se ha revertido la situación y se han vuelto a convertir esos espacios ganados a la montaña en zarzas, espinos, malas hierbas, en conclusión, en sitios abruptos y nuevamente cerrados.
Hace poco tiempo, estando conversando con un paisano en la tertulia del bar, me dijo una frase que resume esta situación:
– «Del monte era y al monte vuelve». Y de verdad, así es.
Pero mientras nuestros padres realizaban estas y otras labores igual o más duras, para nosotros, la mayor preocupación era, si es que había alguna, llegado el día de hacer la primera comunión, saber si el traje que nos iba a tocar nos gustaba y nos quedaba bien. Estábamos en una época de estrecheces en la que no había dinero para grandes gastos y lo que se hacía era ir pasando los trajes de unos a otros.
Así, unas veces te quedaba largo y tenía arreglo, sin embargo el problema surgía cuando te quedaba corto, ahí no existía remedio posible.
Pero bueno, era un mal que se nos olvidaba pronto, teníamos siete años y lo que menos nos importaba era la moda y la largura de los trajes. Lo importante era el día de fiesta que pasábamos con la familia y los amigos.
¡Ah, se me olvidaba! Lo mejor no era esto, sino que siempre caía algún regalito que en esos tiempos era algo totalmente extraordinario por la situación económica que existía.
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Unos años antes, hubo un invierno especialmente crudo, con gran cantidad de nieve. Ya en noviembre los picos se cubrieron y a partir de ahí las nevadas fueron muy numerosas y copiosas durante los siguientes meses.
Con tal abundancia de nieve y durante tanto tiempo, apareció un problema añadido: el gran número de lobos que bajaban de la montaña hasta las mismas casas a buscar comida.
En el pueblo y en los de alrededor se tuvieron que realizar batidas, que aunque no estaban reguladas, se organizaban según la costumbre y tradición.
El daño que ocasionaba este depredador, que es un animal salvaje y recorre grandes distancias, se debía a que su ataque era letal. Si localizaban un rebaño de ovejas, mataban un montón para comerse una o dos.
Cuando se notaba la presencia de algún lobo por los parajes o praderías de la zona, se tocaban las campanas de la iglesia llamando a Concejo. Dicho Concejo era la reunión de las gentes del pueblo para debatir y decidir sobre la forma de actuar en temas referentes a los problemas que surgían.
Ese toque de campanas tenía un sonido especial cuando era para avisar de la presencia de este animal. Después de determinar la manera de proceder, los vecinos se reunían con escopetas, palos, instrumentos para hacer ruido, etc.
Se organizaba la cacería situando a los cazadores en los lugares de paso de los lobos. Después con los ruidos y las voces de los ojeadores ahuyentaban a las alimañas hasta los puestos donde les estaban esperando con las armas cargadas.
Otro método que se utilizaba para cazarlos era la técnica del lazo. No es que se tirara un lazo para intentar coger al animal, sino que, con un cable de acero se hacía un nudo corredizo, se ataba y cruzaba entre dos árboles oculto entre la vegetación en los sitios por donde solían pasar los lobos, de manera que al chocar con ellos se enredaban y cuanto más tiraban más aprisionados quedaban, incluso llegaban a estrangularse.
Ese invierno se cazaron seis lobas, una de ellas por mi padre a lazo. Se decía que era más importante matar una loba que cinco lobos.
La caza de estos animales era recompensada por las autoridades, ya que era una acción beneficiosa para todo el pueblo porque evitaba los estragos que entre el ganado producían. Era básico por lo que suponía para los vecinos la muerte de varias reses, al ser su fuente principal de ingresos.
CAPÍTULO 4
En el verano de 1969 ocurrió un hito mundial, y aunque estuviéramos en un pueblo perdido en la montaña y con poca información de lo que ocurría no solo en el mundo, sino también en España, de algo nos enterábamos.
Ese día en concreto nos encontrábamos casi todos reunidos alrededor de la televisión Werner del bar, esperando unos con entusiasmo, otros con incredulidad y otros diciendo:
– ¡Venga hombre, eso es imposible! Si nos cuesta un montón ir a León, mucho más a Valladolid y a Madrid ni te cuento, imagínate llegar ahí.
– ¡Que sí, que los americanos son unos adelantados!
Y efectivamente, nos quedamos tanto unos como otros sin palabras al ver pisar al hombre, en concreto a Neil Armstrong, por primera vez la luna. Sí, esa que en las noches claras se ve allí arriba en el cielo rodeada de estrellas para iluminarla aún más.
– ¡Esto es un montaje! -decía el del bar.
– ¡Eso está grabado en un estudio! -decía Roberto.
– ¡Es un decorado! -dijo alguien al otro lado de la puerta.
– Si hombre, si fuera mentira, ¿tú crees que lo iban a echar por televisión para que lo viera todo el mundo? -comentaba otro.
Cierto o no, en ese momento en el pueblo, me imagino que como en el resto del planeta, la gente se olvidó de sus problemas y disfrutó de algo, que pensándolo bien, era imposible que sucediera.
El verano siguió avanzando pero la visita del hombre a la luna dio mucho juego en infinidad de tertulias entre vasos de vino y algunas aceitunas, hasta que poco a poco fue ganando la teoría de que, efectivamente, los americanos eran muy listos y lo habían logrado.
El curso se había acabado, era el último que nos daba don Segismundo, el cura, porque le llegó el momento de jubilarse y retirarse a vivir plácidamente -como si hasta ahora no hubiese sido así- a un pueblo no muy lejos de aquí, a unos treinta kilómetros.
La mayoría de los chavales estábamos contentos porque no íbamos a recibir más castigos, ni golpes tan injustamente, según nuestro criterio, como nos había estado dando durante años.
Por otro lado pensábamos en quien podía venir, porque lo que estaba claro es que el curso siguiente íbamos a tener clases. Todos comentábamos:
– ¡Peor no puede ser! ¡Seguro que será más tolerante!
Pero la duda nos persiguió todo el verano, aunque poco a poco se nos fue olvidando, pensando más en las vacaciones, en las fiestas y en los amigos que año tras año aparecían por el pueblo.
Llegó a mediados de septiembre. Se llamaba don Justo Ibáñez y también era cura: tenía 55 años, parecía majete y muy simpático, era alto y excesivamente delgado, todo lo contrario que don Segismundo, que era chaparro y orondo. Algunos incluso al verle por primera vez comentaron: «Ese ha tenido que pasar mucha hambre en el seminario». Sus manos huesudas y de largos dedos impresionaron a la gente. La cara, demasiado marcada por los pómulos, le daba un aspecto algo enfermizo. Su figura al verle caminar inspiraba un poco de miedo, tan alto, tan delgado y con la sotana que le cubría hasta los pies parecía de lejos la sombra de un ciprés movido por el viento.
Lo primero que hizo al llegar, después de presentarse, fue organizar un partido de fútbol con todos los chavales en el patio de la escuela para ganarse su confianza.
Le saludamos todos y nos estuvo explicando el porqué de estudiar y adquirir conocimientos. A alguno nos llegó a convencer.
– «Quizá algún día uno de vosotros llegue a realizar la misma hazaña que Armstrong, o mejor aún, descubrir nuevos mundos en el espacio, o cosas más importantes, como crear una vacuna nueva y poder curar enfermedades, construir puentes, edificios o simplemente tener conocimientos de economía o de política para poder defenderos fuera del pueblo».
– ¡Menudo tío! -dijo Tito-. Este yo creo que nos va a castigar menos. ¿Verdad, Raúl?
– Yo pienso que va a ser igual, nos va a castigar lo mismo o más, tiene sotana como don Segismundo.
– ¡No seas exagerado! -volvió a decir Tito.
Otro de los cambios de ese verano fue «la vieja casona de Juanón». Estaba en lo alto del pueblo y llevaba vacía desde antes de que yo naciera, pero al fin la compró un matrimonio francés -al que le faltaban pocos años para jubilarse- junto con las tierras, prados y cuadras. Habían pasado por aquí los últimos tres años y al gustarles tanto el entorno como la forma de vida e intentando huir del bullicio de la ciudad, se habían decidido a comprarla y asentarse en el pueblo durante los años que les quedaran de vida. Estuvieron casi dos meses de obras.
Parecían buena gente. Dieron una fiesta para todo el pueblo, con orquesta y baile como en las fiestas patronales, con el fin de ganarse el cariño de todos los vecinos. Y yo creo que lo consiguieron.
CAPÍTULO 5
Pasaron cuatro años. El último trajo un largo invierno con mucha nieve y poco sol. Hasta metro y medio se llegó a acumular en algunas zonas del pueblo. Pero bueno, lo raro era que no cayeran buenas nevadas que nos dejaran algunos días incomunicados.
Los franceses, que así seguíamos llamando al matrimonio, ayudaban, como los que más, a limpiar las calles a los vecinos ancianos, a quitar la nieve de los tejados de las casas y hasta se quedaban con los niños más pequeños cuando sus padres se tenían que ir al monte a buscar alguna vaca preñada. Eran siempre los primeros en echar una mano, algo que habían demostrado hacía poco cuando se produjo un incendio en un pueblo cercano.
Él, Pierre Dupont, era un parisino de 64 años, encorvado y asiduamente vestido con traje de pana, unas veces marrón claro, otras marrón oscuro, otra vez marrón claro y así sucesivamente. Siempre con la colilla del puro apagada entre los labios como si se la hubiesen cosido en la comisura de la boca. El pelo lacio y negro con alguna cana y de aspecto grasiento, rematado en un flequillo que casi le tapaba el ojo derecho y que de lejos daba la impresión de llevar un parche. Tenía un bigote muy fino que más bien parecía que se hubiera bebido una taza de chocolate y no se hubiese limpiado el hilillo que queda encima del labio superior. Andaba siempre apoyado en un viejo bastón, ya que padecía una cojera producida por el atropello de un coche.
Un buen día, en el mes de mayo, oímos a varios chavales un par de años mayores –Andrés mi mejor amigo y yo ya teníamos dieciséis- que iban a ir por la noche a pescar truchas a un tramo del río que estaba a unos tres kilómetros del pueblo, pero que tenían que ir con mucho cuidado porque los guardas estaban un poco mosqueados con los furtivos, que a partir de esta época del año abundaban.
Nacho, Pedro y Paco, al que llamábamos el Jilguero, que eran a quienes habíamos escuchado, no querían que Andrés y yo fuéramos con ellos.
– ¡Ni hablar! ¡Estáis locos! Esto es muy peligroso y cuanto más seamos mayor riesgo corremos de que nos localicen -gritaron los tres.
– ¡Y que no se entere nadie! ¿Entendido? –dijo Nacho.
Pero Andrés y yo no les hicimos caso y les esperamos escondidos a la salida del pueblo. Antes tuvimos que convencer a nuestros padres de que íbamos a dormir a casa de Pancho, que estaba solo porque los suyos se habían ido a ver a un familiar ingresado en el hospital de Valladolid y tardarían unos días en volver.
– Como averigüen que es mentira no vamos a tener pueblo para correr -dijo Andrés.
Pero era más fuerte la idea de ir a pescar truchas que el castigo que casi seguro íbamos a recibir, porque teníamos claro que se iban a enterar. Pero bueno, nos arriesgamos.
Eran las once de la noche cuando aparecieron por diferentes caminos los tres. Les seguimos sin que se enteraran, pensando nosotros:
– «Si no se dan cuenta de que les seguimos, ¿cómo se van a dar cuenta si les siguen los guardas? ».
Sobre las doce estábamos ya cerca del río, en un tramo que es muy abrupto y en el que hay varias pozas grandes, en donde el Jilguero decía que había visto buenas truchas el día anterior.
Pero observamos que, antes de llegar, los tres se desviaron hacia una cuadra en la que parecía que había luces de linternas o algo así.
– ¡Cuidado, puede que allí estén los guardas! ¡Igual nos han oído también como esos dos! -dijo Pedro.
– ¡Joder con los forestales, están en todos los sitios!
– ¡Vámonos! ¡Vámonos! -propuso en voz baja el Jilguero.
– Esperar, aquí detrás se oye algo.
– Somos Andrés y yo.
– ¿Pero que hacéis aquí? ¡Estáis locos! ¡No os dijimos que os olvidarais tanto de nosotros como de lo que oísteis!
– Sí, pero es que también queremos pescar, nadie se va a enterar -dije yo.
– ¡Vámonos! ¡Vámonos!, que nos van a ver y la vamos a cagar -volvió a susurrar el Jilguero.
– ¡Esperad! Me voy a acercar por detrás de la cuadra que no tiene ventanuco y así no me verán. Puede que no sean forestales.
– Ya, ¿y quién va a ser, Pedro?, alguien echando una partida de cartas a estas horas, ¿o qué? -preguntó el Jilguero.
Pedro bordeó el prado que había delante de la cuadra y fue por detrás. En la pared del fondo no había ventanuco pero existía una ranura por la que pudo ver no a los guardas, sino a cuatro personas con linternas y lámparas de carburo reunidos alrededor de un gran tronco de madera a modo de mesa y cubierto por una especie de bandera, que no acabo de distinguir bien de que se trataba. Era de color rojo, con un dibujo en el medio, como con rayas. Hablaban muy acaloradamente. Dos de los cuatro individuos le resultaron conocidos pero la luz era muy tenue y no logró identificarlos.
Volvió a reunirse con nosotros y a contarnos lo que había visto. Vino un poco pálido y con la cara desencajada. Algo temía.
– No son guardas. Son cuatro personas. No las pude reconocer aunque dos me parecieron familiares, pero no parecen de la zona.
– ¿Pero que hacen aquí a estas horas, ocultas por la noche, a tres kilómetros del pueblo, en una cuadra que pertenecía a Juanón, sin ser vecinos ni gente conocida? -dije yo.
– No lo sé, esto es muy raro.
– Tendremos que contarlo en el pueblo.
– ¡Sí, hombre!, y que nos echen un buen sermón por estar a la luz de la luna intentando pescar furtivamente, que por cierto, es un delito. ¿Tú estás loco? –añadió Pedro.
– Y entonces ¿qué hacemos? Imagina que esta gente está preparando un robo, o un asesinato, o yo que sé.
– O simplemente son unos tratantes de ganado que no tenían donde pasar la noche y esta cuadra les pillaba de camino -comentó Pedro.
– ¿Y lo de la bandera? ¿Es raro o no?
– Igual no es ninguna bandera sino un mantel que han puesto sobre el madero para cenar.
Andrés y yo callamos, esto se nos escapaba de las manos.
– Pedro insistió: no vamos a decir nada a nadie, como si esto no hubiese pasado. ¿Entendido? ¿Entendido? Pues vámonos y cada mochuelo a su olivo.
Todos asentimos con la cabeza y dimos media vuelta encaminándonos hacia el pueblo.
En una de las curvas del camino volvimos la vista atrás y pudimos ver que las cuatro personas salían de la cuadra y, por la luz de las linternas, que cogían caminos distintos. Las luces se alejaban y se dirigían cada una a un punto cardinal.
– Lo de tratantes de ganado, es difícil que sean, porque lo normal es que fueran en la misma dirección -opinó Nacho.
Recorrimos los tres kilómetros que nos separaban del pueblo callados, nadie dijo nada. Al llegar a la entrada, cuando aparecieron las primeras casas nos despedimos y Pedro volvió a insistir:
– Ya sabéis, no ha pasado nada, no hemos estado juntos y menos en esa cuadra.
Andrés y yo lo teníamos más difícil para regresar a nuestras casas, ya que habíamos dicho a nuestros padres que íbamos a dormir a la de Pancho. Así que tuvimos que pasar la noche en un pajar para no descubrirnos.
El día amaneció. Los cinco seguimos nuestro ritmo cotidiano como si lo de la noche anterior no hubiese sucedido.
¿Quiénes serían aquellas personas que Pedro parecía haber reconocido en la cuadra? Esta pregunta nos la estuvimos haciendo bastante tiempo.
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Llegó el verano y con él las vacaciones. Todos los chavales del pueblo estaban especialmente contentos. El profesor, el nuevo cura, parecía más tolerante pero continuaba castigando igual que el anterior según nos comentaban los chavalillos, por lo que llegué a la conclusión de que no eran los profesores sino los alumnos que seguían siendo unos piezas, como lo éramos nosotros.
Don Justo, además de ser muy amable, era un magnifico jugador de bolos y no había partida que se perdiese. También alternaba con los mozos tomando vinos y alguna que otra copa. En las fiestas de los pueblos era el primero en sacar a alguna chica a bailar.
Era muy conocido ya en todos los alrededores como una persona afable, simpática, algo juerguista y, sobre todo, siempre dispuesta a hacer cualquier favor a la gente que se lo pidiera.
El primer día de las fiestas en el pueblo se hace por la noche una hoguera y cuando las llamas están bajas los jóvenes la saltan. Para hacer esta hoguera lo mejor son las ramas de fresno y de roble que los vecinos podan de los árboles. Las de fresno las utilizan para dar de comer a las vacas y las de roble para que coman las ovejas. Después, cuando ya se han comido las hojas, los palos se utilizan para encender y atizar las cocinas de las casas.
Con estas ramas después de podarse se hacen unos paquetes, llamados zamazos por esta zona, y se guardan en los pajares para ir utilizándolas según se necesiten. Los vecinos daban algunos que les habían sobrado del año anterior y que ya no se podían usar para alimentar al ganado al estar demasiado secas las hojas, para la hoguera. Pero a los chavales siempre nos parecían pocos y para hacer más espectacular y aumentar la duración de las llamas íbamos por los pajares de las cuadras intentando obtener la mayor cantidad posible, pero sin que se enteraran los dueños, porque los de este año sí los utilizaban para los animales, aunque lo sabían de sobra.
Nos repartimos las cuadras del pueblo por grupos y asaltamos todos los pajares.
A Andrés y a mí nos tocaron los de la parte alta. Recorrimos varios y no conseguimos nada más que un par de ellos.
Pero al llegar al pajar de la cuadra de Juanón, ahora de los franceses, nos quedamos impresionados.
– Madre mía que cantidad de zamazos, Andrés.
– Cogeremos unos cuantos y no se darán ni cuenta.
Al mover varios para tirarlos por el ventanuco vimos algo raro. Era una especie de manta vieja y roja, medio rota, como si fuera muy antigua.
– ¿Qué es esto? -dijo Andrés.
– No sé, vamos a sacarla con cuidado de entre esas ramas.
Al extraerla y extenderla nos quedamos pálidos. Un escalofrío recorrió nuestros cuerpos dejándonos inmóviles y en silencio durante un buen rato.
– ¡Es una bandera nazi! -dije yo al cabo de unos minutos.
– ¡No jodas!
– ¿Qué hará aquí? -nos preguntamos.
Volvió a nuestra mente, a los dos a la vez casi telepáticamente, la imagen que había descrito Pedro aquella noche en la cuadra cuando fuimos a pescar. ¿Sería la bandera nazi lo que vio que parecía un mantel en la reunión de la cual no volvimos a hablar nunca?
Como si hubiéramos visto un fantasma dejamos los zamazos y la bandera como estaban y salimos tan rápido del pajar que parecía que nos perseguía el mismo diablo.
No dijimos nada. Nos fuimos, escondimos los que ya teníamos y nos dirigimos a nuestras casas.
No volvimos a vernos hasta la tarde del día siguiente.
– Tenemos que contarle a los demás lo que hemos visto -dije yo.
– Vamos a buscarlos.
Pedro, Nacho y Paco, el Jilguero, estaban en la bolera esperando a que se formara una partida para pasar la tarde. Cuando nos vieron llegar con las caras de preocupación que traíamos se acercaron hasta nosotros.
– ¿Qué os pasa que traéis esas caras de susto? -comentó Pedro.
– Díselo tú, Andrés.
– Ayer cuando estábamos buscando zamazos por los pajares entramos en el de Juanón y entre ellos ¿sabéis lo que encontramos?: una bandera ¡nazi! ¿Será la que tu viste en la cuadra aquella noche, Pedro?
– ¿Era roja?
– Si, con la cruz gamada en el centro -dije yo.
– ¡Joder!, ¡Joder!, esto no me gusta -apostilló el Jilguero.
– Tenemos que contárselo a alguien. Puede que no tenga importancia y estemos sacando las cosas de quicio por los nervios de la noche de pesca, pero no vaya a ser que sí la tenga y estemos ocultando algo –propuso Nacho.
********
Al día siguiente Nacho mandó a su hermano a buscarnos para que nos viéramos a las seis en la bolera. Pensó que en ese lugar, aunque era el centro de reunión del pueblo y siempre había gente, pasaríamos más desapercibidos que si nos reuníamos a las afueras o en cualquier otro sitio que nos pudieran ver.
Cuando ya estábamos los cinco, Nacho soltó de golpe:
– Todo. Lo hemos contado todo.
– Yo no quería, pero Nacho se lo largó de un tirón al cura –puntualizó el Jilguero.
– Tarde o temprano había que decírselo a alguien, mejor a don Justo que a la Guardia Civil, porque si no encima nos meten un puro por furtivos. Hemos aprovechado después de una partida de bolos, en la que por cierto ganamos formando equipo con él. Nos quedamos solos en la bolera los tres, cuando tu Pedro te fuiste. Decidimos contárselo y quitarnos esa carga de encima que nos pesaba como una verdadera losa -añadió Nacho.
– Bueno, ¿y qué respuesta os ha dado? -preguntó Pedro.
– Pues que aunque pareciera una cosa muy rara tenía su explicación. Lo primero que la reunión en la cuadra por la noche en mitad del monte, no fue una reunión, sino simplemente unos amigos del francés que están de excursión por la montaña. Allí descansaron un poco porque no les daba tiempo a acercarse al pueblo para, de madrugada, seguir e intentar llegar al puerto a la mañana siguiente y observar a los rebecos nada más amanecer.
– Sí, pero ¿por qué tomaron caminos diferentes?
– Que lo más normal sería que hubiesen andado un poco cada uno en una dirección hasta encontrar la senda que les llevara al puerto a través del bosque y así no dar el rodeo que da la carretera.
– ¿Y lo de la manta roja?
– Que no lo sabía, posiblemente sería una manta para quitar el frío y la usaron de mantel, pero que no tenía mayor trascendencia.
– Ya, pero que explicación tiene lo de la bandera nazi en el pajar de Juanón, bueno del francés Pierre -preguntó Andrés.
– Don Justo ha dicho que no tenía ni idea, pero casi con seguridad si esa bandera estaba vieja y apolillada debía estar allí desde la guerra, porque además, según le habían comentado, esa casa estuvo abandonada muchos años y a saber lo que se guardaría allí. Que no le diéramos más importancia, que lo que pasa es que estábamos intranquilos con lo de la pesca furtiva, que ya nos valía, y que incluso nos tendría que denunciar, pero que no lo haría con la condición de que nos olvidásemos del asunto y sanseacabó el tema.
– Además nos preguntó algo nervioso que si esto que le estábamos contando lo sabía alguien más; insistió mucho ¿ibais vosotros dos solos?, ¿os acompañaba alguien más? – añadió el Jilguero.
– Le contestamos que íbamos nosotros dos solos, que cuanta menos gente en estos asuntos mejor, y añadimos: «No se lo hemos contado a nadie, el primero que lo sabe además de nosotros es usted».
– Él nos respondió que le llamáramos de tú, que ya teníamos confianza y hasta ganábamos juntos a los bolos.
– Acabamos riéndonos los tres –apostilló el Jilguero.
CAPÍTULO 6
Pasaron unos cuantos días y los cinco ya teníamos el tema olvidado porque las explicaciones de don Justo nos habían convencido a todos. La vida en el pueblo seguía a un ritmo normal, cada uno en sus quehaceres y, en los ratos libres, partida de bolos y tertulia en el bar alrededor de un tapete y unas cartas.
Hasta que un día al atardecer, alguien entró en el bar y dio la voz de alarma:
– ¿Os habéis enterado?, han desaparecido Nacho y el Jilguero. Al parecer anoche el guarda avisó a sus padres de que tenían un par de vacas preñadas que se habían separado de las demás y estaban cerca del Risco del Canto. Una vaca era de Rafael y la otra de Manolo. Esta mañana sus hijos han salido temprano para traerlas a parir al pueblo y que no se despeñaran, pero a estas horas de la tarde todavía no han vuelto.
– ¡Que raro, si el risco está a poco más de una hora y media andando! -comentó el tabernero. Ya tenían que haber regresado.
Los que estaban en el bar dejaron la partida y los vinos y formaron un grupo para ir en su busca, porque el Risco del Canto era bastante peligroso.
Llegaron ya casi anochecido y no pudieron ver ni a las vacas, ni a Nacho ni a el Jilguero. La preocupación crecía, pero era raro que les hubiera pasado algo, conocían esa zona como la palma de la mano y andaban por la montaña y sobre todo por los sitios abruptos mejor que los rebecos.
Regresaron todos al pueblo con la esperanza de que hubieran aparecido y todo se quedara en un susto, pero no fue así.
Las familias de los chicos estaban muy nerviosas y tuvieron que ser atendidas por el médico que intentó calmarlas tanto con palabras como con alguna que otra pastilla.
A la mañana siguiente, nada más amanecer, ya se había formado una cuadrilla compuesta por la Guardia Civil, los guardas forestales, jóvenes del pueblo y familiares de los desaparecidos para volver de nuevo al Risco del Canto a reanudar la búsqueda.
Pero la cosa no pudo ir peor. Después de rastrear todo el risco, mirar en los huecos de la montaña y patear el terreno, no se localizó ni a los muchachos, ni a las vacas. Ni siquiera los perros de la Guardia Civil dieron con ellos, aunque allí sí habían estado porque los animales se mostraban muy inquietos y se volvían locos dando vueltas en las proximidades del risco. Pero nada, no los hallaron allí ni en los alrededores.
Algo raro había sucedido. Nadie se lo explicaba. Los chavales no se habían ido por su cuenta porque en ese caso, por lo menos, tendrían que encontrar las vacas.
Todo era muy extraño. Pasaron los días y seguían sin aparecer. Las familias parecían muertos en vida andando por el pueblo.
Mientras nosotros, Pedro, Andrés y yo, no sabíamos que pensar. ¿Se debería todo al maldito día de la pesca nocturna? ¿A esa bandera de los demonios? No sabíamos que hacer. Todos, incluido nosotros, parecíamos almas en pena.
Al cabo de tres semanas sin noticias de Nacho y del Jilguero, apareció en el pueblo un cabrero de una aldea cercana, asustado e intentando localizar a un conocido. Cuando lo vio en el bar, le dijo:
– Menos mal que te encuentro, Pepe.
– ¿Qué pasa, Toño? ¿Qué haces aquí, si en esta época tenías que estar en el monte con las cabras?
– Pues allí estaba. Pero me ha pasado una cosa extraña, aunque igual no tiene importancia no puedo dejar de pensar en ello, llevo desde ayer dándole vueltas.
– Cuéntame.
– Bajando con las cabras de Peña Oliva al llegar abajo a los prados, a la derecha del camino entrando por lo de Zacarías, ¿no ves que hay un hueco en la pared de aquel peñón?, pues se metieron en aquellos prados y al ir los perros a por ellas, se quedaron ladrando como locos sin parar. Total, que me acerque a echarles la bronca por no sacar las cabras de ese lugar, pero cuanto más les gritaba, más ladraban ellos y no se apartaban de aquel hueco.
– ¿Y qué paso?
– Pues nada, que no había forma de echarlos ni a palos. Yo creo que allí pasa algo, el olfato de estos perros nunca falla, porque por esa zona pasamos muchas veces y hasta ayer no se habían acercado a ese hueco y mucho menos a ladrar de esa forma.
Al oírle, el resto de personas que había en el bar decidieron avisar a la Guardia Civil e ir a ver que pasaba.
Llegaron hasta el peñón y los perros seguían labrando aunque ya con poca fuerza. Era un hueco de unos tres metros de diámetro que se iba estrechando y caía al parecer, según algunos vecinos, a gran profundidad.
Pepe que era el más delgado de todos intentó meterse un poco, pero la gruta se estrechaba cada vez más y caía rápidamente hacia abajo muy vertical por lo que no consiguió ver nada. Lo único que dijo al salir fue: «Que olor más fuerte sale de esa cueva, se habrá caído una cabra u otro animal».
Todos los que estaban allí se miraron unos a otros. Tenían un mal presentimiento.
********
Al día siguiente, vino el helicóptero de rescate de montaña y con la Guardia Civil, un grupo de vecinos del pueblo, familiares de los desaparecidos y nosotros, Pedro, Andrés y yo, todos juntos fuimos hasta el hueco del peñón.
Según íbamos llegando nos empezaron a temblar las piernas a los tres; nos estábamos acercando a la cuadra de la siniestra reunión y lo peor, a su derecha, a unos cien metros se encontraba ese hueco, donde los perros todavía seguían ladrando.
Al llegar allí, encontramos en un lado junto a unos árboles a don Justo y al francés Pierre hablando entre ellos. Al estar a contraluz, se difuminaban un poco sus caras. Entonces al verlos, Pedro se quedó pálido y dijo: «Ayudadme, que me caigo».
Se desplomó en un abrir y cerrar de ojos.
Después de un rato intentando reanimarle, se despertó, aunque seguía más blanco que la tiza de la escuela.
– ¿Te encuentras bien? -le dijo un guardia civil.
– Sí. Sí. Tan solo un poco aturdido. Ha debido ser que no he comido nada y al venir deprisa con el calor me he mareado un poco. Pero ya estoy bien.
– ¡Denle un poco de agua! -gritó el sargento de la Guardia Civil.
Andrés y yo sabíamos perfectamente que no había sido por no comer, ni por el calor, ni mucho menos por andar deprisa, porque estaba acostumbrado a caminar por la montaña bastante ligero en busca del ganado. Algo había pasado o visto. Cuando ya no había nadie a nuestro lado le preguntamos el porqué de ese desmayo.
Seguía pálido y sin apartar la vista de don Justo y del francés.
Lo único que decía era:
– ¡Son ellos! ¡Son ellos! Los de la reunión en la cuadra aquella noche.
– ¿Quiénes? -dijimos los dos a la vez.
– Don Justo y el francés.
– ¿Estás seguro?
– Sí, sí, sí, seguro -decía quitándose el sudor frío de la frente.
Aquello nos heló la sangre y todo se volvió oscuro a nuestro alrededor. Como si el cielo se hubiera percatado de la situación, una gran nube negra empezó a amenazar con soltar el agua que parecía llevar dentro. Solo fueron unas gotas, pero a Pedro le vinieron de gloria para refrescar tanto la cara como la mente.
– Acompañadme a casa por favor, no me encuentro bien.
Pero no fuimos nosotros, sino un vecino, Eladio, quien le llevó a caballo, porque sino, en el estado en que se encontraba hubiera tardado una eternidad en llegar.
Al entrar en casa se fue directamente a su habitación y diciéndoles a sus padres que se había mareado y no se encontraba bien, se metió en la cama.
No supimos nada de él hasta pasados un par de días.
Mientras tanto el grupo de rescate intentaba bajar por el hueco del peñón, pero no era nada fácil. Al cabo de un largo rato, el miembro de la brigada que descendió por la cavidad y los guardias civiles que estaban conectados por walkie-talkie, lograron comunicarse:
– ¡Sargento! ¡Sargento!, aquí hay algo, cambio -dijo el de la brigada de rescate.
– Te recibo, cuéntame, cambio -contestó el sargento.
– ¡Buf, como huele! Es una vaca, cambio.
– ¿Una vaca? Como se va a meter una vaca por ese hueco. No puede ser, cambio.
– Si, es una vaca -volvió a repetir-, cambio.
Todos se quedaron atónitos, y lo peor es que empezaron a murmurar sobre las vacas y los chavales desaparecidos.
– ¡Espera que hay algo más!, cambio.
– ¡Otra vaca! ¡Joder! -se hizo un largo silencio- ¡¡y los chavales!!, mi sargento.
Esas palabras fueron lo peor que se pudo escuchar en aquellos contornos en toda la vida.
Los padres de Nacho y de Paco, el Jilguero, se volvieron como locos, la madre de Nacho se desmayó, la de Paco se quedó paralizada, el resto de la gente y nosotros mismos no pudimos contener las lágrimas ante esa conversación.
– ¡No vamos a poder sacar las vacas! Pesan mucho y no aguantaran las cuerdas. Necesitaremos una grúa.
– ¡No te preocupes de las jodías vacas! -dijo el sargento. ¡Hay que intenta sacar a los chavales de ahí!
El día se hizo eterno. No había fuerza en ninguno de los presentes, pero al final lograron subir un cuerpo.
– ¡Es Nacho! ¡Es Nacho!
Los padres y vecinos se arremolinaron a su lado para confirmar que era él. Nadie se lo creía, pero era él. La madre se agarró a su hijo y no hubo ninguna persona capaz de separarla durante muchos minutos.
Media hora después el otro cuerpo, el de Paco, el Jilguero, apareció por la boca de ese hueco. Su madre no pudo aguantar y se desvaneció. Desde entonces, no ha vuelto a salir de casa y según su marido no ha dejado de llorar ni un solo día.
Los cuerpos de los dos muchachos fueron llevados al Ayuntamiento a la espera de trasladarlos al Instituto Anatómico Forense para realizarles la autopsia.
Al día siguiente, llegó una grúa para poder sacar las vacas y efectivamente, eran las que fueron a buscar Nacho y Paco aquella fatídica mañana.
El pueblo entero se sumió en la tristeza más inmensa que nadie hubiera pensado. La ayuda y el apoyo a los familiares de los chavales no fue suficiente para mitigar el dolor que sentían, la angustia que respiraban y el odio hacia quienes habían acabado con la vida de estos chicos en plena juventud. Lo único que se preguntaban era ¿por qué?, ¿por qué?
El informe forense, que se hizo esperar ante el desasosiego de familiares y vecinos, no dejaba lugar a dudas:
– «Dos varones, ambos con herida de bala en la cabeza, con orificio de entrada y salida… ».
La noticia fue demoledora, habían sido asesinados como la gente ya suponía, porque no se iban a meter en aquel hueco que estaba en el otro extremo del pueblo con sus vacas por iniciativa propia.
Cuando Pedro salió de casa, ya algo restablecido, pero con la noticia de Nacho y Paco en su mente, nos buscó a Andrés y a mí y nos espetó:
– Esto ha ido demasiado lejos. Vamos a ver a la Guardia Civil y a contarles todo lo que hemos visto. Quizá si lo hubiéramos hecho antes, a lo mejor, Nacho y Paco estarían aquí con nosotros. ¡Esos cabrones lo van a pagar!
– ¿Te refieres al cura y al francés? -dije yo.
– Sí a esos. ¡Menudos cabrones!
– Vamos a hacer una cosa -propuso Andrés-. Iremos al cuartelillo pero con nuestros padres. Ellos sabrán que hacer.
– Vale -apuntamos los dos a la vez.
El Cuartel de la Guardia Civil está en el centro del pueblo a la orilla de la carretera. Es la típica casa de gruesos muros de piedra. El aspecto es algo siniestro debido a los bloques de granito que forman la fachada y al descolorido y descascarillado cartel de «Todo por la Patria».
El jefe del puesto era el sargento Amancio Gutiérrez. Tenía el aspecto del típico guardia civil de la época a punto de jubilarse, de carácter bastante hosco y muy gruñón. Poseía una amplia barriga con la que no podía abrocharse el chaquetón. Las grandes entradas hacían que las profundas arrugas de la frente parecieran surcos hechos con el arado en la tierra y por su pelo canoso daba la impresión de tener más edad. La nariz era achatada y debajo de ella un frondoso bigote que en su juventud debió ser negro pero que ahora adquiría un tono mezcla de blanco y amarillo producido por la edad y por la nicotina de tanto tabaco fumado a lo largo de los años. La mandíbula era prominente y siempre a medio afeitar. Usaba gafas de sol oscuras para que no se le notara una ligera bizquera. Tenía una cicatriz en la mejilla derecha producida, según contaba, por una bala en su época de lucha junto a la División Azul.
Con él además de tres agentes, formaba parte del Cuartel el cabo Leandro Ballesteros, treinta años más joven que el sargento. Había estudiado en uno de los mejores colegios de Valladolid, pero en lugar de acceder a una carrera, ingresó en el Cuerpo de la Guardia Civil. Al ascender a cabo fue destinado a este pueblo. Era todo lo contrario al sargento Gutiérrez. Delgado, tímido, muy reservado, amable, educado, bien vestido, siempre con el uniforme preparado para pasar revista y según la gente que le conocía, un gran defensor de la política y de las ideas del Caudillo.
Al cabo de un par de horas estábamos con nuestros padres esperando a que el sargento y el cabo nos hicieran pasar al despacho para contarlo todo.
– Adelante -dijo el cabo Ballesteros.
El despacho del cuartel era muy austero: una mesa con tres sillas donde estaba el sargento, otra mesa donde se sentaba el cabo con una máquina de escribir para tomarnos declaración, dos cuadros en la pared, uno con la foto de Franco y otro con el escudo de la Guardia Civil, un par de tricornios colgados en un perchero y un olor a cerrado que hizo que el sargento abriera la ventana.
– Sentaos aquí -dijo-, señalándonos a los tres.
Nuestros padres se quedaron detrás de nosotros, de pie.
– A ver, quien empieza.
Nos miramos sin atrevernos a hablar porque en esa época la Guardia Civil imponía mucho y además íbamos a comenzar contando un delito que casi cometemos.
Pedro se decidió.
– Bueno, un día Nacho, Paco, el Jilguero y yo, decidimos ir por la noche a pescar al trozo de río que está cerca del Monte Oliva. Estos dos nos oyeron y aunque les prohibimos que vinieran con nosotros, nos siguieron y allí aparecimos los cinco. Pero antes de llegar, vimos unas luces que se movían en la cuadra de Juanón y me acerqué a ver quien andaba por aquel lugar a esas horas, esperando encontrarme a los guardas forestales. Pero mi sorpresa fue ver a cuatro personas sentadas alrededor de un madero hablando y ese madero cubierto por un trapo rojo con un dibujo que no acabé de descifrar. A primera vista no pude saber quienes eran, pero el otro día cuando descubrieron los cuerpos de Nacho y Paco, vi que estaban a contraluz don Justo y Pierre y supe que eran ellos dos de los que se hallaban esa noche en la cuadra de Juanón. Además, don Justo lo sabía todo, porque se lo habían contado Nacho y Paco al acabar una partida de bolos, y después, aparecieron muertos.
– Será casualidad, vosotros también lo sabíais y no estáis muertos – afirmó el sargento.
– Ya, pero él no tenía ni idea de que estábamos nosotros con ellos. Nacho y Paco le contaron que iban solos y que no se lo habían dicho a nadie –añadió Pedro.
– Pura coincidencia. Esas muertes se habrán producido por un robo o algo así, y no tardaremos en descubrir que sucedió. Pero, ¿estás seguro que eran ellos los de la reunión? – preguntó el sargento Gutiérrez.
– Tan seguro como que me llamo Pedro. Me puse malísimo al darme cuenta de quienes eran y he estado dos días sin salir de la cama.
– Que te pusiste malo ya me acuerdo, lo que no sabía era el porqué -comentó el sargento.
– Entonces, ¿insistes en qué eran don Justo y el francés? –interrogó el cabo.
– Sí seguro, se lo juro.
– ¿Y a los otros dos, los reconociste?
– No, no les pude ver, estaban de espaldas y con poca luz.
– Bueno, tampoco hay nada de malo en que estuvieran allí -dijo el cabo Ballesteros.
– Sí, pero hay algo más -añadió Pedro. Contadlo vosotros.
Andrés y yo nos quedamos mirándole unos segundos y decidí tomar la palabra.
– Unos días antes de la hoguera, como andábamos un poco escasos de zamazos, los chavales fuimos a buscar más por los pajares del pueblo para coger «prestados» algunos. A nosotros nos tocó la parte alta. Ya habíamos conseguido un par de ellos cuando llegamos al pajar de Juanón, bueno ahora de los franceses. Tenían montones. Decidimos coger unos cuantos y cuando levantamos varios vinos una tela roja debajo. La sacamos y la extendimos. ¡Era una bandera nazi!
– ¿Nazi? –preguntó el sargento.
– Sí -contesté yo.
– ¿Y creéis que ambas cosas pueden estar relacionadas? -dijo el cabo Ballesteros.
– Seguro, porque posiblemente el trapo rojo que había en la cuadra de la reunión también sería esa bandera -apostilló Pedro.
Se miraron los guardias civiles y notamos que les cambiaba la cara. Estuvieron un minuto pensativos, y al final el sargento nos dijo:
– Vamos a ver. Esto puede ser una tontería sin importancia, o por el contrario puede ser algo muy peligroso. No quiero que nada de lo que les voy a contar salga de aquí, ¿de acuerdo?
– Sí, no se preocupe. De nuestras bocas no saldrá ni una palabra.
– Tenemos un informe de la Comandancia, en el que viene a decir que se cree que hay varios grupos de seguidores nazis que están formando la cobertura necesaria para poder traer de vuelta a los militares que escaparon a Argentina y Brasil al caer el III Reich, aunque no está todavía totalmente demostrado. ¡Por favor! ¡Nos jugamos la vida si esto sale de aquí! -repitió de nuevo. Igual no tiene nada que ver con el caso, pero con el agravante de la muerte de los dos chavales que conocían la reunión y la existencia de la bandera, me da muy mala espina.
Tanto nuestros padres como nosotros nos quedamos petrificados, sin palabras, sin saber que hacer. Esto era más de una película de James Bond que de unos simples ganaderos de un pueblo perdido en la montaña.
– Vamos a hacer una cosa –continuó el sargento-, que ya iba recuperando el aspecto normal de la cara. Voy a ponerme en contacto con nuestra Comandancia en León y con la de Madrid y ellos nos darán las consignas a seguir. Mientras tanto, ni una palabra de esto a nadie y el trato con el francés y el cura como siempre, que no se percaten de nada. ¿De acuerdo?
– Como todo sea un malentendido, se nos cae el pelo -añadió el cabo.
– Sí, pero Nacho y el Jilguero, ¿qué? –preguntó Andrés.
– No os preocupéis -aseveró el sargento Gutiérrez-, resolveremos el caso.
Nos fuimos todos a casa hasta nuevo aviso del sargento abatidos, pensando que si esto que habíamos contado ahora lo hubiéramos hecho antes quizá se hubieran salvado las vidas de Nacho y de Paco.
CAPÍTULO 7
Después de que al cabo de unos días el Instituto Anatómico Forense nos devolviera los cuerpos de Nacho y de Paco, el Jilguero, se ofició un funeral al que asistieron, además de todo el pueblo, muchísima gente venida de los alrededores y familiares de toda España.
El funeral fue realizado por don Justo que, con muestras de dolor y alguna que otra lágrima, hizo un discurso sobre la bondad de los dos jóvenes y lo queridos que eran en el pueblo.
Más de una vez tuvo que parar para secarse los ojos humedecidos.
– «¡Será falso! » -pensó Pedro, aunque se quedó callado.
Don Justo siguió:
– «Que injusta es la vida, que unos chavales que se desvivían por ayudar a la gente, que trabajaban sin parar para echar una mano a sus padres con el ganado y el campo, hayan encontrado la muerte tan brutalmente y en esas circunstancias, es algo que se escapa a los designios del Señor».
Pedro no pudo más y salió de la iglesia entre lágrimas y con el odio inyectado en los ojos.
Después del oficio, don Justo dio cristiana sepultura a los dos muchachos. Las condolencias de la gente hacia los familiares más allegados duraron toda la tarde por la gran cantidad de personas que asistieron al funeral; eran dos familias muy queridas en la comarca.
El Ayuntamiento decretó una semana de luto por los dos convecinos y la bandera de España ondeó durante ese tiempo a media asta.
El estupor por la forma de morir, el hecho en sí de esas muertes y el odio y la rabia duró mucho tiempo en el pueblo, yo creo que todavía perdura. Pero la vida seguía, había que continuar con las labores, trabajos, juegos, etc., porque el mundo no se paraba, pero parecía que iba al ralentí y a la gente le costaba mucho levantarse, asomarse a la ventana y seguir adelante.
Los padres, hermanos, tíos y abuelos de los chicos perdieron la sensación de felicidad que hasta entonces existía en sus casas. El padre de Nacho reunió a los allegados más próximos de las dos familias y les manifestó:
– «La pena que sentimos es inmensa y nos va a acompañar toda la vida, pero tenemos que hacer lo posible por salir para arriba, sobre todo por ellos, porque nos estarán viendo y sufriendo por nosotros. Se han ido, sí, contra su voluntad, sí, pero seguro que quieren que les recordemos siempre pero que no nos abandonemos».
No pudo hablar más, rompió a llorar y se fue.
********
Tanto Pedro, como Andrés y yo, aguardábamos noticias del sargento. No queríamos ir a preguntar para no comprometer su labor, pero la espera se hacía insoportable.
Pasaron algunos días. Eusebio, el padre de Andrés, estaba sentado en un banco delante de su casa y vio que se acercaba el sargento Gutiérrez.
Eusebio Luengo tenía 51 años. Destacaba su prominente alopecia, solo rota por un poco de pelo en la parte trasera de la cabeza aunque siempre lo llevaba afeitado al cero. Usaba gafas con los cristales redondos que le daban un aspecto de intelectual y en verdad casi lo era, ya que se trataba de una persona que leía mucho, constantemente preocupado por la política, por la historia, por lo que pasaba en el mundo, por los avances científicos y sobre todo por los nuevos métodos de agricultura para intentar ponerlos en práctica y obtener mejores resultados de las tierras que había en el pueblo y en los prados del monte, cosa en este caso, casi imposible por la orografía del terreno, la mayoría en cuesta y de difícil acceso. También sorprende la barba y el bigote, recortada y arreglado, que junto con las gafas le daba a la cara un aspecto de buena persona. Siempre iba bien vestido, con un paquete de tabaco en el bolsillo, no para él que no fumaba, sino para ofrecer a la gente que sí lo hacía y se reunía a charlar y tomar unos vinos con él en el bar.
– Buenas tardes, sargento.
– Buenas tardes.
– ¿Quiere tomar un vinito?
– Bueno, la verdad es que a estas horas ya estoy fuera de servicio. Lo acepto.
– Pase a la cocina.
Se sirvieron un vino y Eusebio le preguntó:
– ¿Sabemos algo nuevo del asunto?
– De eso quería hablarle, para que usted se lo comente a los otros y así no levantaremos sospechas organizando una reunión.
– Usted dirá.
– Bien. Como les expuse aquel día en el cuartel, envié un informe tanto a nuestra Comandancia en León como a la de Madrid. Ayer recibí una llamada del comandante de Madrid que lleva los asuntos internacionales. Se quedó muy sorprendido con el contenido del informe, sobre todo de las declaraciones de los chicos, ya que no se tenía constancia de estos elementos por aquí. Me estuvo explicando que sí existían células nazis en diferentes países como Francia, Alemania y también en el nuestro. Aunque aquí, en España, las tenían controladas por el sur y en las islas, pero por esta zona de montaña no sabían de su presencia, probablemente porque el frío y los largos inviernos no acompañaban para el fin que buscaban. De hecho dudaban de su existencia, pero que como nuestra Comandancia había insistido, lo estaban investigando.
Paró un instante, bebió un sorbo de vino y continuó:
– Le voy a ser sincero, el tema está siendo llevado a cabo por la INTERPOL con ayuda de las Fuerzas de Seguridad de varios países europeos y americanos medio en secreto o por lo menos con muchas reservas.
El sargento tomó otro sorbo de vino y siguió hablando:
– Necesito que, según instrucciones de nuestra Comandancia, esto que le estoy relatando lo mantengan ustedes guardado como el mayor de los secretos. Insisto, por favor, dígaselo a los chavales y que no se lo comenten a nadie. Nos jugamos mucho, yo el puesto de trabajo y ustedes, la vida. Si es verdad esta sospecha, es muy peligroso.
– No se preocupe sargento, lo hablaré con los chicos y ellos sabrán, sin duda, guardar el secreto, sobre todo viendo lo que les ha pasado a Nacho y a Paco.
– Bueno, aunque lo más probable es que lo sucedido aquí no tenga nada que ver con este tema, al parecer y según les adelanté en el cuartel, estas células nazis formadas por grupos de seguidores y algunos antiguos militares que no tuvieron mucha relevancia en la Alemania de Hitler, tienen como fin buscar sitios, obtener documentaciones falsas y dinero para poder traer de regreso a los oficiales que huyeron al caer el III Reich a países sudamericanos. También me han pedido que envie fotografías de las dos personas que habían reconocido los muchachos, para ver si en realidad son los nazis que buscan, o sino, comprobar si es alguno a los que hace bastante tiempo se les ha perdido la pista.
– ¿Le ha mandado esas fotos?
– Sí. Nos costó algo sacarlas sin que se dieran cuenta, pero se las hicimos y las hemos enviado a Madrid. Ahora a esperar que contesten. Nosotros aquí en el pueblo tenemos que seguir actuando como siempre y teniendo buenas relaciones con ellos, sobre todo, porque hasta que no se demuestre algo, cosa que parece improbable ya que seguro que no van por ahí los tiros, no hay nada.
– Ya, pero Pedro no puede ni ver en pintura a ese cura.
– ¡Pues que actúe con la cabeza y no con el corazón, coño! Nos jugamos mucho, y además, a ver si estamos haciendo un castillo de un grano de arena.
Bebió el último trago de vino y se despidió.
Eusebio reunió en su casa a los chavales y a sus padres y les contó la conversación con el sargento.
– ¡Son ellos, yo los vi! ¡No se me van de la cabeza! -dijo Pedro.
– Puede que la falta de luz te jugara una mala pasada y no hayas visto lo que crees que has visto -contestó su padre.
– ¡Son ellos, son ellos!
********
Ese fin de semana se celebró la feria de ganado; todos los vecinos que tenían reses las llevaban a un recinto a las afueras del pueblo y entre ellos y los tratantes que venían con sus camiones se establecía un tira y afloja, el tradicional regateo sobre el precio al que querían vender y comprar los animales.
Este año el ganado escaseó debido a los sucesos ocurridos y a la gran tristeza que reinaba entre todos, además el tiempo tampoco acompañó con una lluvia constante y en algunos momentos bastante fuerte.
Los días seguían pasando y el desconsuelo, igual que el cielo, no acaba de despejar.
De nuevo, el sargento recibió noticias de Madrid. La carta fue leída ante nosotros y nuestros padres.
Comprobada la información recibida, junto con la declaración de los denunciantes y las fotos que usted nos envió, creemos que no hay indicios suficientes para pensar que detrás de los asesinatos ocurridos en su pueblo puedan estar implicados los elementos que, por medio de la INTERPOL, estamos siguiendo.
Las personas que aparecen en esas fotografías no las tenemos, ni nosotros ni la INTERPOL, en los ficheros como individuos cercanos al nazismo.
Pero en vista de lo extraño del suceso y de otros hechos parecidos que han ocurrido en diversas zonas, continuaremos investigando.
El primer paso a realizar va a ser el envío de personal especializado de la Policía Secreta y miembros de paisano de la Guardia Civil para seguir, de forma discreta, las actividades denunciadas por ustedes sobre el terreno.
Seguiremos en contacto. Un saludo.
Jefe del Operativo de la Comandancia de Madrid.
CAPÍTULO 8
A la semana siguiente se personaron en el Cuartel de la Guardia Civil tres personas que preguntaron por el sargento del puesto.
Al presentarse ante él se identificaron como policías y le entregaron una carta del Jefe del Operativo de la Comandancia de Madrid. A continuación pasaron a explicarle las actuaciones que iban a llevar a cabo.
– Vamos a intentar vigilar a esos dos individuos que reconocieron los chavales haciéndonos pasar por montañeros. Tienen que decirnos quienes son y donde viven porque las fotografías que nos enviaron han sido pedidas por su Comandancia a la nuestra para la investigación de la muerte de los chicos y ya no figuran en nuestro poder.
– No se preocupen, les enseñaremos quienes son y donde residen.
– Nos alojaremos en unas habitaciones de la casa de huéspedes. Habrá también cuatro guardias civiles de paisano en grupos de dos que controlarán si hay movimientos en la cuadra de la reunión, apostados en cuatro puntos diferentes, alejados suficientemente de ella para evitar ser descubiertos. El operativo durará el tiempo necesario para realizar las investigaciones y los seguimientos pertinentes. Si en ese tiempo no se produce actividad alguna en dicha cuadra y no hay hechos sospechosos de esos dos sujetos en el pueblo, abortaríamos la operación y el asesinato de los chicos seguirá el proceso rutinario de investigación para poder esclarecer dichas muertes y detener a quien o quienes las hayan cometido.
– Bien, entendido. Para cualquier cosa que necesiten pónganse en contacto con el cabo o conmigo.
– Lo único que le pedimos es que no comente nada de este operativo a los chavales ni a sus padres para no entorpecer la investigación.
Los policías abandonaron el cuartelillo y se dirigieron a la casa de huéspedes.
– Buenas tardes, teníamos reservadas tres habitaciones a nombre de la Asociación de Montaña El Piolet.
– Sí, aquí están, efectivamente, son las tres que hay en la primera planta.
– Muchas gracias.
Estuvieron varios días andando por la montaña, haciendo excursiones con gente del pueblo que les llevaban a los sitios que querían conocer, los más inaccesibles, no por estar interesados en dichos parajes, sino para pasar por verdaderos montañeros.
Y lo lograron porque, además de los paseos por las cumbres, la conversación en el bar con los vecinos siempre era sobre temas de alpinismo, lugares escondidos, fuentes, picos, caminos, etc.
Fueron pasando los días y no observaron nada raro ni extraño ni en don Justo ni en Pierre. Tampoco obtuvieron éxito los guardias civiles camuflados en el monte vigilando la cuadra día y noche.
Al pasar un mes sin obtener ningún resultado se volvieron a reunir en el cuartel con el sargento y el cabo y les comunicaron a ambos que habían recibido órdenes de ampliar otro mes el seguimiento.
El sargento y el cabo se mostraron contentos con tal decisión y preguntaron:
– ¿Continuamos sin contar nada a los chavales? No hacen más que preguntarnos si hemos recibido respuesta, si van a hacer algo los de la Comandancia, que como va la investigación.
– Las órdenes son claras, no deben enterarse de que está en funcionamiento el operativo, no vaya a ser que den algún paso en falso y lo echen todo por tierra.
********
Eusebio, el padre de Andrés, se cruzó en un camino bajando del monte de cortar leña con Rafael, el padre de Nacho, que iba a ver el ganado que tenía en una cuadra.
– Muy buenas, Rafael.
– ¿Qué tal Eusebio?, ¿de dónde vienes tan pronto?
– He madrugado para cortar unos troncos que tenía en un prado en La Majada. ¿Y tú?
– Voy a dar de comer al ganado que tengo en la cuadra de arriba.
– ¿Sabemos algo nuevo de lo de tu chico y de lo de Paco?
– Nada, esto no se soluciona. No saben nada de nada. Estamos desesperados y no nos dan ninguna explicación. Un día cojo una escopeta y me pego un tiro.
– No hay que desanimarse, Rafael. Al final se solucionará todo.
– Ya hemos perdido la esperanza de ver a quien haya cometido estos asesinatos entre rejas.
– Mira, Rafael, no tenía que hablar de esto porque nos ha dicho el sargento que no se lo dijéramos a nadie, pero creo que tienes derecho a saberlo.
– ¿Nos ha dicho el sargento? ¿El qué? ¿A quiénes?
Eusebio le contó toda la declaración que habían hecho los chicos en el Cuartel de la Guardia Civil, así como lo del informe de la Comandancia sobre los nazis. También le habló de la conversación que mantuvo él con el sargento en su casa.
La cara de Rafael al escuchar al padre de Andrés era un poema.
– ¿Cómo? ¡Eso es imposible!
– Eso nos parece a nosotros, pero es lo que nos ha relatado el sargento.
– ¡Madre mía! ¡Madre mía!
– No te preocupes, Rafael. Puede que no sea nada de esto. Es una locura.
– Desde luego que lo es. No puede ser.
– Bueno, Rafael, me voy para casa. Por favor, de esto ni una palabra a nadie, que como se entere el sargento que te lo he contado la liamos.
– Tranquilo y muchas gracias por confiar en mí.
********
Rafael Alonso, el padre de Nacho, era una buena persona, trabajador infatigable, siempre con boina, pelo canoso, la cara muy arrugada y curtida de tanto trajinar en el monte. Nunca fue una persona juerguista ni tampoco, me atrevería a decir, demasiado alegre, pero desde la muerte de su hijo Nacho ese carácter tristón se acentuó. Continuamente con un cigarro en la boca y las manos en los bolsillos, lo que agudizaba esa tristeza que emanaba por todos los poros de su piel. Era bastante alto y de aspecto envejecido. Muy apreciado en toda la comarca por ser un gran albañil, lo que aprovechaba en los ratos que le dejaban sus quehaceres en el monte y con el ganado para realizar chapuzas, junto con una cuadrilla, por toda la zona. La gente a la que le había hecho trabajos comentaba que era fino con el cemento y la paleta.
Rafael seguía sin dar crédito a lo que le había pasado a su hijo y a su amigo. Pero lo que realmente le resultaba increíble era la circunstancia de que detrás de esas dos muertes pudieran estar implicados nazis, ya que en los años setenta, en un pueblo aislado de la montaña, el único conocimiento del tema nazi era algún recuerdo de la Segunda Guerra Mundial y estaba seguro de que si preguntaba a sus paisanos por esa palabra la mayoría de la gente no sabría que responder.
Se acordó de que en el pueblo había una persona que era inspector de policía en Madrid y que muchos fines de semana venía por allí. Hacía bastante tiempo que no le veía. Después de darle muchas vueltas y en vista de que el sargento no obtenía resultados satisfactorios, decidió que la próxima vez que lo viera por el pueblo, sin que se enteraran el sargento, el cabo y los demás, hablaría con él. A ver si él, que «tenía mano» en la policía de Madrid, podía averiguar algo y que los que habían asesinado a su hijo y al Jilguero pagaran por ello.
Ese inspector se llamaba Pascual Villegas y tenía 48 años; era una persona enamorada de la naturaleza, las montañas, la gente, es decir, enamorada de su pueblo. Nació allí y después de ingresar en la policía y realizar diversos estudios aprobó las oposiciones a inspector. Estuvo en diferentes provincias hasta que le destinaron a Madrid. Era afable, educado, se relacionaba con todo el mundo y siempre que podía echar una mano a alguien no lo dudaba. Su aspecto impecable: pelo corto, barba y bigote arreglados y su cara seductora daba confianza a la gente; poseía un físico atlético y como dicen las mujeres «con buen porte». Vestía de una forma discreta que no destacaba.
Pasaron bastantes días hasta que Rafael vio la casa de Pascual abierta.
– ¡Ahí está! ¡Ha vuelto! Voy a verle antes de que me arrepienta y no se lo cuente.
¡Toc! ¡Toc! Llamó a la puerta y se oyó una voz:
– ¡Ya voy! ¡Ya voy!
– ¡Hombre, Rafael! Pasa, pasa.
– Buenas tardes, Pascual. Espero no molestarte.
– ¿Molestarme tú? De eso nada, pasa a la cocina. Acabo de llegar de Madrid. ¿Quieres un vino?
– No te lo voy a despreciar, Pascual.
– Antes de nada, siento mucho lo de tu hijo Nacho. Te acompaño en el sentimiento y te pido perdón por no haber estado con vosotros en su entierro, pero una operación policial de mucha importancia me lo impidió y hasta hoy no he podido volver por el pueblo. No hay ni un solo día que no me acuerde de Nacho y de Paco y, por supuesto, de vosotros.
– Gracias, no te preocupes.
– Yo que estoy día sí y día también viendo asesinatos, muertes extrañas, robos, atracos, etc., te puedo jurar, que lo de Nacho y Paco no se me va de la cabeza y eso que la fuerza de la costumbre te hace ver las cosas de diferente forma. Pero aquí, en el pueblo, esas dos trágicas muertes me vuelven loco. Nunca pasó nada parecido por estos lugares. Pero bueno, te estoy dando un discurso y no dejo que hables. Cuéntame.
Rafael, tardó un poco en empezar a hablar. Pero después de un par de sorbos de vino se decidió.
– Perdona que te moleste, Pascual, pero hay algo que quiero contarte para ver si tú, que trabajas en ello, puedes averiguar algo. Lo que te voy a relatar, se lo ha dicho el sargento a Eusebio, el padre de Andrés, en una reunión en el cuartel y después en su casa y aunque me ha pedido que lo mantuviera en secreto, ya no puedo más. De la muerte de mi hijo y de Paco no se sabe nada, las investigaciones no avanzan y ahora hablan de que pueden estar relacionadas con unos grupos nazis que intentan traer de vuelta de países sudamericanos a los militares huidos al caer el III Reich. ¿A ti qué te parece?
La cara de Pascual era de asombro y de estupor.
-¡De nazis! ¡Militares! ¡III Reich! Pero que dices, Rafael. ¿Seguro?
– Eso parece, algo andan indagando.
– Sigue, sigue -le pidió Pascual.
– La historia es que tanto Nacho como Paco y otros tres chavales, intentaron ir una noche a pescar de furtivos. ¡No tenían otra cosa mejor que hacer! Y en la cuadra de Juanón, la que está cerca del Monte Oliva, vieron que había luces, se acercaron y observaron a cuatro personas reunidas alrededor de un madero cubierto con un mantel rojo. En esa reunión, Pedro, el hijo de José, reconoció al cura y al francés. Se dio cuenta el día que sacaron los cuerpos de mi hijo y del Jilguero al verles a contraluz. Pero ahí no queda todo, en vísperas de fiestas, al parecer, estaban los chavales buscando zamazos para la hoguera y en el pajar de Juanón, el que ahora es de Pierre el francés, entre las ramas vieron una bandera nazi.
Pascual no daba crédito, seguía callado, sin saber que decir.
Rafael seguía contando:
– El sargento les ha dicho que lo mantuvieran en secreto porque era muy peligroso.
– Vamos a ver Rafael, ¿me quieres decir que la muerte de tu hijo y la de Paco pueden estar relacionadas con personas de ideología vinculadas al nazismo?
– Eso me ha comentado.
– ¡Pero esos nazis de donde han salido! ¿El cura y el francés son nazis?
– Eso creen o por lo menos, eso sospechan. Por favor Pascual, no puede enterarse nadie de lo que te he contado, se lo he asegurado a Eusebio.
– Perdona Rafael que grite, pero es que todo esto me parece de ciencia ficción. Vamos a ver si me aclaro. Tu hijo junto con los otros vio una reunión en una cuadra por la noche, encontraron una bandera nazi en el pajar de Juanón y luego aparecieron muertos. ¿No ves que no tiene ningún sentido? ¿Por qué tendrían que matarlos?
– Se habrán enterado de que les vieron.
– ¿Y los demás que también lo saben?
– No sé. No sé. Esto no tiene sentido.
– ¡No puede ser! ¡Esto es increíble! ¡Madre mía! Si parece, perdona no quiero ofenderte ni a ti ni a la memoria de tu hijo ni a la de Paco, el argumento de una película de espionaje.
– Pues esa es la historia, al parecer Nacho y los demás se han metido en ella sin comerlo ni beberlo solo por ir un día a hacer una trastada al río. Lo que quería pedirte Pascual es que, sin que el sargento, el cabo y los demás implicados lo sepan, ni sospechen que te lo he dicho, intentes averiguar algo en Madrid que pueda aclarar la cuestión y a nosotros nos ayude a lograr que descansemos de una vez.
– No te preocupes. Aunque no salgo de mi asombro y creo que no puede ser verdad todo esto que me has contado, indagaré sobre el asunto. Pero me extraña mucho el tema.
– Por favor, que no se entere nadie de esta conversación.
– Tranquilo, Rafael. Nadie lo va a saber de mi boca. El lunes vuelvo a Madrid y, aunque no pertenezco a la Brigada de Delitos Internacionales que es la que lleva esos temas, tengo un amigo en ella, un compañero de promoción, y trataré de informarme. No te angusties que al final todo se resolverá y seguro que de una manera más sencilla de lo que parece.
– Muchas gracias, Pascual.
– No me des las gracias, nos conocemos de toda la vida y sé que tú harías lo mismo por mí. Por cierto, ¿qué tal tu mujer, los abuelos y el pequeño?
– Pues mal. Mi mujer no para de llorar, no sale de casa. Los abuelos, como si se les hubiese acabado la vida antes de tiempo. El crío pensando que algún día volverá su hermano. Y yo, pues ya ves, intentando salir adelante, pero con pocas ganas. Hay días que no me puedo levantar de la cama hasta la hora de comer. Pero bueno, hay que seguir, por nosotros y por Nacho.
– Dales muchos ánimos y recuérdales que el tiempo todo lo cura y que Nacho está ahí, esperando que salgáis adelante y que le tengáis en el recuerdo, pero sin dejaros la salud y la vida en ello.
– Muchas gracias, se los daré de tu parte.
Rafael se aleja de casa de Pascual como un alma en pena, encorvado, con las manos en los bolsillos y un cigarro en la boca. Parecía una sombra por el camino que cruza el pueblo.
Pascual se sentó en una piedra y se quedó horas pensando lo que le había contado Rafael, la muerte de los chicos, la reunión nocturna en la cuadra y, sobre todo, en la bandera nazi encontrada entre los zamazos.
Entró en casa, se sirvió otro vino y entre sorbo y sorbo se decía:
– ¡No puede ser! ¡No puede ser! ¡Cómo van a pensar en un complot nazi! Si aquí, lo único que sabemos de Alemania y de Hitler es por José, el padre de Pedro, que emigró a Alemania y estuvo allí hasta hace pocos años. Pero ¡nazis!, si casi no sabemos que significa esa palabra.
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