Capítulo 1

Nora pertenecía a la clase de mujeres que es difícil ver por la calle, a no ser en la portada de alguna revista en un quiosco. Con su cara lavada, sin pendientes ni ninguna otra joya sobre su piel y con el pelo recogido con una cinta color granate, caminaba de un lado a otro de su casa, inquieta. Las plantas de sus pies descalzos se deslizaban sobre la tarima flotante color haya, trasladando  su esbelta figura  como si apenas tocara el suelo. Giraba sin cesar el teléfono inalámbrico entre las manos. Su respiración se comenzaba a agitar poco a poco; llevaba marcando el número de su marido casi dos horas y la locución que le indicaba que el número que marcaba estaba apagado o fuera de servicio la estaba enloqueciendo. En otras ocasiones ya había ocurrido lo mismo: él no llegaba y ella se impacientaba por no saber nada de su esposo. Nunca podía dormir hasta que él aparecía en  casa y sentía su cuerpo acoplarse al suyo entre las sábanas y notaba el aroma de su sudor penetrar por sus fosas nasales, albergando en sus corvas las rodillas de su marido y por fin descansaba.  Ella le había perdonado siempre, todo lo que había ocurrido y sobre todo la imperdonable última ocasión, la más grave. Le había creído cuando dijo que no volvería a pasar; “nunca más” habían sido las palabras de él entre lágrimas. Desde la perspectiva del presente le parecía patética la imagen de su marido tirado en el suelo mientras se arrastraba intentando abrazar sus piernas para atenazarlas por temor a que se fuera y nunca más volviese a verla. A pesar de todo el sufrimiento, Nora solamente deseaba tener su presencia a su lado. Pero allí estaba, de nuevo. Sola.

Podría tener en su cama al hombre que quisiese, tanto por la fortuna que su familia poseía como por su belleza e inteligencia. Hacía tiempo que ella se había encaprichado de él como una niña de la muñeca sin la que no puede dormir. Pensaba que era el hombre de su vida, le entregaba todo lo que tenía, todo lo que él sugería era concedido por Nora casi como si fuera un genio de la lámpara.

Pero otra vez su esposo se había olvidado de ella. Le había vuelto a fallar. No quería imaginarse dónde estaba y menos con quién. Llevaba un par de años orgullosa de él, pero el tiempo continuaba pasando y su puerta seguía sin abrirse. “Dos años para nada”, pensó ella. Una lágrima de decepción se quería escapar por sus ojos verdes, pero no sabía si dejarla salir o soltar un grito de rabia; rabia, más que nada, por tener que escuchar de nuevo a su padre decirle: “te lo dije”. No le gustaba dar su brazo a torcer y darle la razón a cualquiera; era amante de las causas perdidas. Pero lo que más odiaba era tener que darle la razón a su padre.  Su progenitor no entendía como su única hija se había enamorado de aquel hombre. Un Don Nadie. Su hija se merecía alguien distinto; alguien mejor. Le hubiese sugerido más de un candidato si ella se lo hubiese permitido pero, conociéndola, sabía que habría hecho todo lo contrario.

Continuaba dando vueltas por la casa; fue a la cocina, cogió una botella transparente de cristal  y bebió de ella directamente un trago de leche blanca como su bata y ropa interior.  El conjunto de esa noche lo había comprado aquella misma tarde. Quería que todo fuera mágico en esa velada. La vivienda estaba iluminada por velas blancas esparcidas por todas partes, un camino nevado de pétalos conducía a la cama matrimonial, la cubitera con otrora hielo picado contenía una botella de cava, que parecía que esa noche no iba a ser descorchada, la cena que tanto le había costado cocinar… si por lo menos no le hiciera caso en todo, no habría estado media tarde entre fogones. Ella hubiera ido a algún lugar de los tantos que conocía donde adquirir alguna refinada delicatesen de algún famoso chef, que con calentarlas bastaría, y si no se comían esa noche pues se comerían al día siguiente. Pero no, a su querido le gustaba más la comida tradicional; prefería los platos llenos de abundante comida a los platos enormes  con manjares reducidos a una miniatura decoradísima, como tantas veces le había escuchado oír. Sabía que si ella se manchaba las manos lo valoraría más, aunque los sabores y las texturas  fueran infinitamente peores. Detestaba la cocina y nunca había entendido el placer que le suponía a la gente cocinar, pues para ella no era más que una obligación: había que cocinar para alimentarse. Tal vez por eso su dieta consistía básicamente en frutas y verduras, y alimentos a la plancha en los que ingería lo que necesitaba; comida rápida además de saludable. En toda su vida nunca había guisado. Siempre había  habido abundante comida en su plato sin preocuparse por mancharse las manos. Miró de nuevo el reloj y en ese  momento  dejó caer lo cocinado de los  platos al interior del cubo de la basura. Tiempo malgastado. Demasiado. Se sentía insignificante; no tenía las riendas de su vida en sus manos, pero si él no aparecía antes de que se consiguiera dormir tenía claro volverlas a tomar.

Parecía no tener nada que ver aquella noche con el inicio del día. Se había levantado temprano  y como casi todos los días había salido a correr. Se había calzado las zapatillas gastadas de un color naranja chillón venido a menos atadas con unos estridentes cordones de color verde. Mientras, él se había quedado en  albornoz de algodón  delante de la pantalla de su ordenador portátil  haciendo los últimos retoques a su trabajo de meses, como si fuera un alumno que no se fía de lo estudiado  y repasa los apuntes momentos antes del examen final. Primeramente había estirado bien; no quería tener otra lesión como la que le había lastrado el año anterior. Su marido no comprendía tanto tiempo perdido estirando antes y después del ejercicio, pero ella sabía lo que hacía. Había trotado suave sobre el camino de tierra a espaldas a su casa, muy lentamente, desentumeciéndose del sueño reparador de aquella noche. Había dormido sola con la puerta casi cerrada. De vez en cuando se despertaba buscando el hombro de él, para utilizarlo a modo de almohada, pero él permanecía realizando las últimas correcciones  a su trabajo. Cualquiera que la hubiera visto empezar su entrenamiento matutino,  no creería que era la misma mujer que esprintaba con la camiseta empapada de sudor por el esfuerzo. Corría como si fuera una atleta de élite a punto de pasar la línea de meta al terminar su circuito sobre la cuesta empinada que la conducía de nuevo a su casa. Ésta no era como en la que se había criado; lejos quedaba la mansión  paterna con infinidad de hectáreas propias alrededor. El amor de su vida la había llevado a vivir a un dúplex de gran tamaño, pero en el que ella echaba de menos sobre todo un amplio vestidor. Últimamente se reafirmaba en el hecho de que el cambio de metros cuadrados había merecido  la pena,  únicamente por la compañía, a pesar de tener que hacinar todo su vestuario en  unos ridículos armarios; algo a lo que no estaba acostumbrada. Y su lógica le hacía pensar que si la operación que llevaba entre  manos su marido salía como ambos creían, no tardando mucho, volvería a tener un vestidor aún más amplio del que  había disfrutado durante casi toda su vida. Su marido iba a dejar de ser invisible, iba a lograr su sueño.

Abrió la puerta y, para su sorpresa, su hombre ya vestía un elegante traje azul marino con camisa blanca que él mismo se había replanchado la noche anterior para calmar los nervios que le causaba el hecho de no tenerlo todo a punto para el gran día. Se había echado el cabello hacia atrás con un gel fijador que había tomado prestado del armario del baño de ella, y luchaba por anudarse una corbata añil.

Esa mañana no estiró tras el ejercicio, quería ver lo guapo que estaba antes de que se marchara y despedirle. Apresuradamente se quitó la ropa sudada, quedándose desnuda delante de  él y tomó el trozo de tela con el que le rodeó el cuello para acercarlo a su boca; le intentó quitar la americana, pero él se echó atrás.

“Te prometo que esta noche te dejaré hacerme lo que quieras…” – se sonrieron cómplices. “De verdad, prometo no estar cansado ni tener jaqueca… pero no quiero perder el vuelo”.

“Eso espero, mi amor; no te quepa duda que esta noche abusaré de ti…” mientras ambos sonreían, ella le había hecho un perfecto nudo Windsor. Abrió el grifo de la ducha y se despidió de su marido lanzándole un beso. “¡Te quiero vida, mucha suerte!”

“Yo te quiero más, ya lo sabes.”

Y lo vio desaparecer. No pensó que fuera la última vez que le oyese decir “te quiero”. Salió del cuarto de baño tapada con una minúscula toalla de doble rizo color púrpura con olor a suavizante; le encantaba ese olor desde que era niña. Se aseguró de que la marca del suavizante fuese una de las pocas cosas que no habían cambiado en su nueva vida. Al llegar a la cocina dejó caer la toalla y tomó un vaso de zumo de naranja que había exprimido su esposo antes de irse, encendió el televisor y seleccionó el canal informativo para enterarse de las noticias matutinas, miserias con las que volver a la realidad. Pensó: “es un príncipe azul y es mío”, mientras giraba entre sus dedos una flor hecha con una servilleta de papel que le había dejado al lado de una copia de  su informe final a modo de resumen, en el que se apoyaría en la presentación que iba a hacer en aquella importante reunión. Tomó una manzana roja del frutero de cristal y le dio un gran mordisco mientras leía el documento que su marido en breve expondría en la sede de la empresa europea más grande del sector.  Él había trabajado muchos meses, y parecía, según iba avanzando en la lectura, que sus esfuerzos y noches sin pegar ojo iban a concluir en  un  gran éxito. Confió en él en los momentos difíciles y no le había defraudado.  Nunca quiso que ella viera nada hasta aquel momento; decía que le daba vergüenza. Tras acabar de releerlo se dio cuenta de que si la celebración por aquel trabajo esa noche era tan buena, y su marido se esforzaba como lo había hecho durante la última temporada, esa noche no pararían de hacer el amor hasta la mañana siguiente… o quizás hasta que sus cuerpos resistieran. Se sonrojó…

Y en ese momento su mente dejó de recordar la mañana, y decidió que su cuerpo no esperaría más y se iba a acostar. Poco a poco la casa se fue quedando a oscuras, a medida que, con  soplidos nada delicados, iba apagando las velas con las que había iluminado todas las estancias.  Se sentó sobre el edredón  de la cama y un par de sollozos derivaron a un silencio sepulcral. Del tercer cajón de la mesilla de noche sacó un bote de pastillas. Lo abrió y dejó caer tres en la palma de la mano que  se tragó sin tomar líquido alguno, acostumbrada a engullir los comprimidos en un pasado que creía extinto. La posología indicaba  que tomara un solo somnífero por noche, pero ante tantos recuerdos que se le venían encima prefirió subir la dosis para intentar dormir lo más rápidamente posible y no volver a evocar tanto sufrimiento vivido. ¡Todo se había esfumado tan súbitamente! ¿Qué estaría haciendo para no coger sus llamadas?Le maldijo. La había engañado por completo, una vez más. Existían dos opciones: que hubiese fracasado o bien, que era lo que ella creía, que lo estuviera celebrando con otras personas distintas a ella.

Cerró los ojos y comenzó a concentrarse en su respiración, como le habían enseñado en sus clases de yoga. Realizó una espiración lenta y profunda, sintiendo como su diafragma ascendía al soltar aire. Inspiró también muy despacio, notando el oxígeno en su tráquea, en sus pulmones, en su vientre; sentía todas las células de su cuerpo  respirar. Comenzó a sentir sus músculos  pesados, la tensión disminuía en sus piernas cansadas de recorrer el piso de un lado a otro, su cabeza parecía ser engullida por  la almohada, hasta que sus párpados le pesaron tanto que no pudo levantarlos y se durmió.

Apenas una hora más tarde se giró y su mano rápidamente fue en busca del cuerpo de su marido de forma automática, y se siguió encontrando igual. Sola. Su mano instintivamente buscó el teléfono en la mesilla de noche y volvió a marcar el número de su esposo. La locución de la operadora seguía dándole el mismo mensaje: “El numero al que llama está apagado o fuera de cobertura en estos momentos…”

Intentó volver a calmarse, pero estaba tan preocupada que a pesar de la respiración y la ingesta de lorazepam se desveló. Estaba preocupada por saber dónde estaría él, aunque conociéndole suponía que habría vuelto a las andadas. La última recaída había dejado al filo del abismo su matrimonio, pero ella había puesto la mano en el fuego por él. Ahora se sentía defraudada. Pensó en hacer las maletas, pero ya las haría por la mañana aunque por fin  hubiese llegado. Cogió otra vez el bote y tomó otras dos pastillas; no quería pensar, solo quería que pasara el tiempo y fuese de día. Quería dormir y estar descansada cuando se levantara para iniciar una nueva vida. Estaba decidida.

Volvió a dormir. Llegó a soñar con que su marido traía consigo a un recién nacido cubierto con un esponjoso arrullo en el que tiempo atrás ella había sido fotografiada cuando era un bebé. Ansiaba tener un hijo como su hombre; en esos momentos era a su marido lo que necesitaba, estar junto a él, su principio y su fin. Encima llegaba con lo que más deseaba después de su esposo, el fruto de los dos, un bello hijo con el  que llenar de alegría los momentos en los que él se ausentase. Ella le preguntaba quién era y él le respondía repetidamente que era el hijo de ambos, pero ella no le creía. Se tocaba la barriga y tenía la sensación que nunca había albergado un ser vivo, y sabía que en ningún momento había cambiado de forma. Sus abdominales continuaban firmes cuando se pasaba la mano por encima. En  el sueño se coló otra figura, otra mujer de rostro borroso que  abrazaba a su marido por la espalda sin que él hiciese nada. Le parecía indignante. La intrusa le besaba en el cuello y le decía al oído “si ella no lo quiere nos iremos los tres y que se quede sola…”; el bebé lloraba, no dejaba de hacerlo. Y con el llanto del bebé se despertó de aquel mal sueño. Su cama seguía sin estar compartida, pero se encontraba húmeda del sudor producido por la pesadilla. Su cabeza estaba dándole vueltas, demasiadas pastillas. Estaba dispersa, con la boca pastosa, desorientada, y seguía oyendo el llanto del bebé. Llamó a su marido a voces por si había llegado. La única respuesta fue la llantina de la criatura. Se incorporó lo más apresuradamente que pudo de  la cama para saber el motivo por el cual lloraba Alex tan enérgicamente.

Capítulo 2

Abdes recordó, como hacía cada día, a su querida Aisha. La extrañaba muchísimo. Contempló la luna, totalmente llena, y deseó que su amada, allá donde se encontrase, la estuviese mirando también en ese mismo instante. Era su juego de adolescente con ella; cada uno desde su jergón paterno se decían cuanto se amaban mirando al satélite terrestre hasta que sus ojos acababan rendidos, para acabar casi siempre reuniéndose en sus sueños. Abdes sonreía a la luna. Estaban lejos, separados por las infinitas olas del mar, pero él se sentía cada vez más cerca de ella, habiendo surcado los problemas en aquella tierra extraña. Había encontrado la solución a su alejamiento. Aquel lugar era peor que el que había dejado atrás, por mucho que le llamasen primer mundo. No estaba Aisha. Sus ratos de descanso eran para imaginar y recordarla. Se acordaba de cuando eran niños y corrían el uno detrás del otro medio desnudos, con inocencia infantil. Guardaba en su memoria como ella aguantaba su mirada y como él no dejaba de observarla hasta que Aisha no podía aguantar más y sonreía. Cuando crecieron él la seguía mirando, pero de otra forma; y ella trataba de disimular las cosquillas que tenía en su estómago cada vez que él lo hacía. Recordaba sus escapadas nocturnas, abrazados bajo centenarias copas de pelados árboles, contemplando las estrellas hasta que el alba les alertaba para que cada uno  volviera al hogar donde despertarse  con su propia familia.

El tiempo y el líquido elemento fueron lo único que consiguió desunirles. Eso y la esperanza de darle una vida mejor a Aisha. Abdes entró en el país de forma ilegal, como tantos otros, apiñado junto a otros compatriotas en una barcaza. Pasando un frío espantoso por la noche y un calor sofocante por el día; sin apenas agua que llevarse a la boca a pesar de estar rodeados de ella. En esos momentos rogaba para que fuesen interceptados por una patrullera marítima que les mandase de vuelta a su tierra; seca, con poco que ofrecer, pero con la mujer de su vida.

Para entrar de esta forma en el viejo continente, tuvo que pedir dinero a un usurero local con unos intereses más que abusivos, de no ser devueltos por él o por su familia, acabaría con la vida de toda su sangre. Esa era la promesa con la que había sellado el acuerdo.  Tuvo también que entregar todos los ahorros del clan familiar a una organización que se lucraba de la esperanza de muchos viajeros. Todo lo había invertido  por el bien de su familia, pero sobre todo de Aisha, con quien había elegido formar su propia familia. Sin duda alguna Abdes, obstinado, pensaba devolverlo muy pronto. Aisha temía que al partir se olvidase de ella y no volviera. No se planteaba que pereciese en el viaje, pues Abdes era fuerte.

Se fue sin nada. Y cuando, al cabo de un lustro, consiguió devolver la deuda y asentarse en el país intentó volver a por ella a su país natal. Su única razón para vivir se desmoronó entonces, cuando sus padres le pidieron por carta que no lo hiciese. Su hermano mayor había hecho de Aisha su esposa tres años atrás y no querían que Abdes pudiera romper la familia. Él lo acató con todo el dolor de su corazón. Lo sintió resquebrajar. Rasgó el billete de avión y lo quemó junto a los regalos que había comprado para toda la familia; dejó de orar y se olvidó del dios al que tanto había venerado pese a no comprender que pudiese existir tanto dolor y el sufrimiento. Se sentía ultrajado. Aisha, su todo, su vida, había escuchado que una vida es, a la vez, muchas vidas, según que camino se tome en una bifurcación; y la única vida que él había perseguido, por la que había luchado, se había difuminado.

Todas las mañanas lloraba mientras se duchaba. Las lágrimas se camuflaban bajo el chorro de agua que le despejaba de su insomnio. No dejaría que sus compañeros de piso percibieran un mínimo atisbo de flaqueza. El tiempo y las circunstancias le habían convertido en un hombre duro. No comprendía qué había hecho para merecer aquel castigo. Sabía que ella era incapaz de traicionarle y que habría sido obligada a casarse. Entendía también que una hipotética huida le costaría la vida, o el destierro para ambos.

Abdes, nada más llegar a su país de acogida, estuvo escondido en una cueva con más inmigrantes como él, temerosos de ser apresados por los cuerpos de seguridad del estado. Al principio pedía inocentemente trabajo con las pocas palabras que había aprendido en su África natal. También conocía los insultos con los que le despreciaban día a día. Hambriento, comenzó a  robar en huertos y gallineros, siempre intentando causar el mínimo desperfecto; bastaba con apoderarse con lo necesario para subsistir y no acarrear más problemas a las manos que cultivaban aquellos campos. Como veía que así solamente se mal alimentaba y su bolsa seguía sin nada que llenar, pasó a dormir en la calle de la ciudad más cercana que alcanzaron sus sucias y gastadas  sandalias. En el soportal de  una iglesia hacía compañía y competencia a unos mendigos que parecían alimentarse únicamente de vino barato. Con el tiempo pasó a compartir techo con compatriotas suyos en su misma situación, es decir, solos e irregulares. Sin apenas conocer el idioma comenzó a trabajar en la construcción;  ahorraba todo el salario y comía lo imprescindible; todo por darle a Aisha una vida mejor de la que tenían en su aldea. Hasta el momento todo lo que había escuchado sobre el primer mundo no le parecía real. Era completamente falso y vivía mejor en su aldea; sobre todo por la cercanía de Aisha.

Trabajaba como el que más; su encargado racista se asombraba de la energía que diariamente mostraba en la obra. Por más tarea inhumana que le encomendaba, Abdes lo terminaba sin salir a deshora, aunque las cargas fuesen desproporcionadas respecto a las que tenían los demás obreros. El encargado había encontrado la excepción a la teoría de que “toda aquella gentuza eran unos sucios vagos”. Comprobando su energía y, sobre todo, su fuerza, decidió proponerle hacer dinero más rápidamente. Por supuesto, a cambio de un abusivo porcentaje. Abdes, agradecido,  se puso manos a la obra. Comenzó a intimidar apoyado en su enorme envergadura; más tarde a dar palizas, a realizar  robos por encargo, a extorsionar. Lo que fuese para saldar su deuda y reunirse cuanto antes con su amada. El dinero entraba así en sus bolsillos más rápidamente que deslomándose en la obra como seguía haciendo. Podría haber subsistido con sus quehaceres ilegales, pero con dos fuentes de ingreso el tiempo de espera para ver  a Aisha sería más corto. Así continúo hasta que consiguió reunir la pequeña fortuna que había acordado pagar. Hasta el mismo día en que leyó por primera vez la carta y se desesperó aullando a aquella luna a la que tantas veces había confesado su amor. No podía creer las noticias. No las merecía.

Acabó en un bar de mala muerte gastando todo el dinero que llevaba encima, botella tras botella, exprimidas por sus labios. Se miraba en el espejo detrás de la barra y todo le parecía extraño. Su situación era incomprensible, a miles de kilómetros de casa, viviendo una pesadilla.  Esa noche perdió su trabajo ya que a la mañana siguiente no acudió a su puesto en el tajo. El amanecer le despertó resguardado en un portal, acurrucado y con un gran dolor de cabeza, ignorante de cómo había llegado allí. Solamente recordaba aquel papel enviado por sus padres en un cochambroso sobre, aquellas letras garabateadas a cambio de unas monedas de su analfabeto progenitor.

Hasta la tarde siguiente no recordó como se le había ido soltando la lengua aquella noche en el bar. En una llamada a su teléfono móvil su interlocutor le recordó la noche anterior, además de preguntarle si estaba interesado en un trabajillo. Había hecho  nuevos contactos para propinar palizas a personas y había impresionado a su interlocutor por su fuerza cuando entre el camarero y un par de sus matones habían intentado desalojarle del bar. Abdes se había negado en un principio pacíficamente, pero en cuanto le intentaron mover del extremo de la barra donde se sujetaba apoyado sobre un taburete, los tres tipos habían sufrido la ira de Abdes y de su destreza a la hora de blandir su asiento, golpeando a todo lo que se moviese a su alrededor. Su interlocutor le hablaba pausadamente. Le recordó que había llegado a un acuerdo con él a fin de llevar a cabo una serie de asuntos turbios para compensar los destrozos que había ocasionado. Abdes se disculpó, incrédulo de haber llegado a aquella lamentable actuación. No hubiese originado ningún desperfecto y su vida sería ideal si se hubiese quedado en su tierra, al lado de Aisha.

Consiguió otro empleo legal para el día, esta vez repartiendo bombonas de gas a domicilio. Con su inaudita fuerza, subía hasta tres en su espalda a un quinto piso sin ascensor. Cuantas más repartiera, más dinero ganaría. Pese a haber abonado todo lo que había destrozado, por las noches solía acudir a aquel bar  donde se había emborrachado por primera vez. Si había algún “encargo” lo realizaba pensando que quien recibía sus golpes  era su hermano. Se imaginaba el cuerpo desnudo de Aisha bajo el de él, y golpeaba con más fuerza de la debida. Por este motivo se fue ganando un rango en la organización delictiva; no sentía piedad por nadie. Un día le preguntaron “¿Para qué quieres tanto dinero?”; en su mente seguía estar  con su amada, pero contestó “para matar a mi hermano”.

Aquella noche  iba a cerrar el acuerdo con el que llevaba tanto tiempo levaba soñando. Había conseguido dinero suficiente para contratar a un sicario. De este modo la honra de su familia quedaría a salvo, así como la de Aisha.  Volverían a estar juntos. Lo tenía todo calculado: disponía del dinero para pagar al asesino en su país, la comisión que se llevaba el intermediario y aún le quedaba lo suficiente para viajar al entierro de su hermano. A los pocos días huiría con Aisha a cualquier parte del mundo; cualquier infierno, a su lado, sería un paraíso.

Como todos los días, acudía  a aquel bar engalanado bajo luces de neón que parecía una oficina de empleo, donde varios hombres solían  hacer cola en la puerta mientras fumaban nerviosos a la espera de que se les asignase algún encargo. Abdes era al que más faenas le ofrecían. Su contundencia y los resultados que obtenía eran sabidos por sus empleadores.

Le había echado el ojo en una joyería  a un collar que quedaría precioso en el cuello de Aisha, un colgante de un cuerno de elefante pendía de él, y con  sólo una visita a algún moroso que se negase a devolver lo prestado, lo conseguiría. Caminó por las mismas calles de siempre y cruzó el parque, donde observó a unos jóvenes beber cerveza  chupando directamente de la botella sentados en el respaldo de un banco de madera. Los mismos chicos de siempre, a esas horas y sin farolas en el parque. Les saludó con la mano y ellos le respondieron de la misma forma, iluminados por la punta de sus cigarros encendidos,  Abdes bajó la cabeza y avivó el ritmo.

Aquella noche iba a firmar el trato con el que acabaría con la vida de su hermano. Sentía ciertos remordimientos, pero su hermano le había incitado a cambiar de continente por el bien familiar y para poder darle a Aisha todos los tesoros que ella valía. Ahora veía claro que quería verle lejos, y por eso le había dado todos sus ahorros. Poseer la belleza de Aisha lo valía. Había sido una gran estrategia de un vil traidor al cual debía de llamar hermano por nacer de los mismos padres, pero lo iba a pagar caro. Pronto. No se enorgullecía de ello, pero era la única forma de volver a estar con ella. Lo habría hecho con sus propias manos, pero por respeto a su familia prefería hacerlo así. Además, ella nunca lo sabría; no se lo merecía, como tampoco que les hubieran separado. Jamás le contaría a lo que había llegado, mal durmiendo muchas noches por estar sin ella, por su sed de venganza y, sobre todo, por la sangre que había derramado con sus manos. Las cicatrices en sus nudillos podrían descubrirle, pero Aisha era muy cauta. Si él no contaba nada, ella no preguntaría.

Cuando estaba viendo ya el luminoso del bar que usaban como oficina aquellos gánsteres de barrio, un hombre corpulento le pidió fuego para encender un cigarro. Abdes negó con la cabeza. Odiaba el olor a tabaco. Escuchó al hombre toser repetidas veces a su espalda. No lograba comprender como la gente gastaba tanto en quemar una planta mezclada con adictivos añadidos químicos que eran tan perjudiciales para la salud. Cuanto más hubiese fumado menos hubiese ahorrado y menos tiempo de vida le quedaría para estar con ella. Lo ponía en las cajetillas: “fumar puede matar”. Matar, como a su hermano. Tal vez se lo habría tenido que advertir: “si te acercas a ella, morirás”. En ese momento de distracción recordando las facciones de su hermano, sacudido por la rabia que le generaba  su recuerdo,  una hoja de  cuchillo le atravesó la espalda. Sintió arder por dentro. Notó las punzadas, una tras otra, asestadas con mucha fuerza. Sus piernas se quedaron sin energía para sostenerle en pie y su cuerpo cayó en el suelo aterrizando su boca en un charco de lluvia pasada, en el que solo quedaba espeso barro. Su atacante le volvió de una potente patada en las costillas; menos aire y más sangre en las vías respiratorias de Abdes. Sus músculos no respondían, no fue capaz de impedir que el cuchillo le volviera a atravesar más veces. Sus manos no podían levantarse para hacer de escudo que parase aquellas incomprensibles puñaladas. El último momento en que consiguió tener sus oscuros ojos abiertos vio, en el reflejo del arma,  a su querida luna, y volvió a ver a Aisha a través de ella. Se despidió de ella con un “te quiero”.

Capítulo 3

Un pasillo largo e impoluto; el suelo gris brillante reflejaba la luz artificial  de los plafones cuadrados colocados de dos en dos en ambas paredes. Cuatro suelas avanzando en paralelo, despacio, produciendo un ruido que rebotaba por la estancia solitaria. Sobre las suelas dos personas caminando, una trabajando, la otra de visita, deseando que por poco tiempo; no le gustaban ese tipo de lugares pese a frecuentarlos más de lo que él quisiera. El visitante caminaba totalmente estirado, sonriendo sin cesar y mirando al infinito. Cubriendo sus piernas un pantalón negro con bolsillos laterales, en la parte superior un suéter verde con aires militares; aunque ya vieja y llena de pelotillas, la prenda es una de sus favoritas; su tejido le ha protegido del frío en innumerables ocasiones. Su sonrisa enmarcada bajo un bigote en forma de herradura, en el que el pelo azabache se entremezcla con reflejos plateados, canas que tiene desde muy joven.  En su cabeza no se aprecia el bicolorismo ya que su cráneo está completamente  afeitado, en un intento de disimular las amplias entradas de su cabeza.  Sus brazos, cruzados bajo el pecho, moviéndose  al ritmo impuesto por  su respiración a través de sus pectorales carentes de grasa, al contrario que los de su acompañante. Este otro avanzaba caminando menos grácil. Además de tener los pies planos, su exceso de peso le hace más torpe. En otro lugar no podría dar alcance a su compañero de paseo, pero aun sin llevar un paso ligero, unas gotas de sudor afloran en su frente, pese a que el recorrido no ha sido demasiado largo.

El fatigado hombre mira su reloj de plástico, el más barato que encontró en el mercadillo local; pese a intentar regatear, no consiguió que le rebajasen ni un céntimo. Quedaba muy poco para que acabase, por fin, su turno y ese día tan estresante. Cuando saliese compraría en la gasolinera un par de sándwiches, una cena rápida y sin manchar ningún plato de su casa. Todos  sucios en el fregadero, debería fregarlos, quizás al día siguiente.

Apenas unas pocas horas más para la gran inauguración, algo deseado por muchísima gente. Toda una comarca revitalizada por los puestos de trabajo y todo lo que ello conllevaba: el dinero volvería a moverse, circulando de mano en mano. Pero sobre todo, para el personal del edificio, era un motivo de alegría. Tenerlo todo a punto la última semana había sido de locos; parecía que les había cogido el toro hasta el último instante. En los últimos siete días nadie había librado y todos habían hecho más horas de las que figuraban en sus contratos. No hubo ni una sola protesta ante la reciente firma de un contrato indefinido. Además, se rumoreaba que si todo estaba perfecto se encontrarían un sobre en sus taquillas, y todo estaba perfecto incluso antes de tiempo.

En el edificio  sólo quedaba él trabajando. La mala suerte  le había destinado a estar allí en esos momentos. No como sus compañeros, que ya se encontrarían con sus sobres en sus casas con sus familias o, como la mayoría, gastando el contenido del sobre en la taberna del pueblo, celebrando que habían conseguido acabar las tareas en tiempo. No entendía por qué le habían dado aquella contraorden, si las instrucciones decían que toda la instalación debía permanecer vacía hasta el estreno, incluso sin mantenimiento. Nada. ¿Qué hacía allí su acompañante? Cuando él se fuera ese individuo se quedaría solo en aquel enorme lugar. Haría lo que le habían dicho. No le pagaban por pensar; abriría la puerta, la cerraría y se iría a su domicilio. Tal vez cambiaría el menú de la cena por una pizza con ración doble de queso fundido. No le importaba lo que el otro fuese a hacer allí. No era su problema. Todo se quedaría monitorizado y robotizado hasta que, a la mañana siguiente, llegasen las autoridades de turno y por fin diesen  por inaugurado el complejo. Todo comenzaría a rodar. No habría nadie vigilando las cámaras que se encontraban por todas partes grabando todo. Tal vez no estuviesen activadas aún.

El hombre paticorto pasó su tarjeta  identificativa por el lector y tecleó un código de seis dígitos que le había costado memorizar. Una puerta de cristal transparente de gran grosor inició rápidamente su apertura lateral. El hombre del bigote avanzó hasta que sobrepasó el quicio y justamente en ese momento, la puerta volvió a cerrarse a la misma velocidad con la que se había abierto hasta encajarse con un clic, dejando a los dos hombres separados por aquella enorme masa de vidrio.

El guardia, tras dejar al otro hombre en el interior de la celda, se giró y mientras se marchaba hacia los vestuarios se fue despojando de los grilletes y la defensa; para él siempre sería una porra, aunque le hicieran llamarlo de otra forma. Se quitó el cinturón  que usaba de modo meramente ornamental, pues sus pantalones se bastaban para sujetarse con la presión ejercida por su barriga sobre la prenda. Desabrochándose los botones superiores de la camisa sudada del uniforme se fue silbando hasta abandonar la galería. Unos sándwiches en la gasolinera y una pizza en el sofá de su casa: sin duda, esa sería la mejor opción. Apilaría la caja junto a las demás, enterrando aún más la mesa del minúsculo salón en la inmundicia.

El recién llegado inspeccionaba el terreno. La celda era espaciosa. No estaba acostumbrado a tal amplitud. Unos siete metros por tres, calculó mediante la regla de un metro por paso. En esa extensión se encontraba  una litera con dos colchones bastante mullidos, como pudo comprobar apoyando sus manos sobre el camastro superior; esperaba no tener que dormir muchas noches allí. También había  una mesa con una silla, así como un par de taquillas de chapa metálica. Todo olía a limpio, a nuevo, todo por estrenar. El personal de limpieza había dejado todo reluciente. Era la primera vez que estando en prisión tenía esa sensación. Lo único rancio allí era él. Buscó el váter. No vio donde lo habían puesto hasta que observó, tras las taquillas, una puerta. Supuso que era el baño y sonrió pensando en que también iba a estrenarlo. Le gustaba esa sensación, sobre todo al pensar  que no tendría que ver defecar a nadie. Le parecía estar en un hotel, en vez de en un penal. Se sentaría como si fuese el “trono” de su casa, sin importarle si la puerta tenía cerrojo, al menos  hasta que tuviese compañero de habitación. Aunque pensaba que estaría allí poco tiempo. Cuando tuviese compañía en la celda, subiría sus botas sobre la taza y se acuclillaría;”la gente es muy cerda”, pensaba. Bajándose la cremallera, se acercó a esa puerta. Al ir a girar el pomo la hoja se le vino encima, golpeándole fuertemente en su región abdominal.  Retrocedió  al sentir el impacto y se echó las manos a la tripa, pero al entender que había alguien que le había golpeado, instintivamente se fue hacia delante en busca de su agresor.

Capítulo 4

El hogar de los Mutazvic estaba compuesto por siete miembros, hasta aquella noche. El padre y los hermanos mayores de Víctor no volvieron a casa aquella fatídica jornada. El benjamín lloraba abrazado a su madre; siendo el pequeño del clan, se había quedado para acompañar a su madre en aquellos malos momentos a fin de protegerla. Ella sabía que era al contrario y lo salvaguardaría como el mayor tesoro. Todos sus hijos eran varones; aun no eran hombres, pero sentían el deber de ayudar a su padre a defender las tierras que tanto tiempo habían trabajado de sol a sol. La mujer sabía que alguno de sus vástagos no volvería, por lo que no dejaría que su niño, el último en alimentarse de sus estrujados pechos, cometiera una locura preadolescente. Era un crío. Su niño. No había podido detener al resto de sus hombrecitos, pero a Víctor si. Ella hubiese huido muchos días antes de aquella pesadilla tan real. El matrimonio quiso pensar que aquella locura no se acercaría tanto a ellos. Aquel maldito día no habían podido siquiera despedirse. Su hombre, junto a sus hijos, excepto el más dormilón y pequeño, se habían ido a medio vestir, tras recibir una llamada de madrugada en su puerta de uno de sus aterrorizados vecinos, conscientes de lo que se les venía encima.

Cuando Víctor se despertó por el sonido de no tan lejanos disparos, su madre, como si no pasase nada fuera de lo común, le dio de desayunar lo poco de que disponían, pese a que el sol todavía no alumbraba. Después, el chico adormilado hizo caso a la mujer y la siguió bajando la escalerilla de madera, haciendo crujir con sus livianos pesos los escalones en dirección al sótano, al que accedieron por la trampilla situada bajo la cama del matrimonio. Allí esperarían que los demás Mutazvic volvieran a casa, ocultos entre paredes de tierra. Tras pasar media jornada oyendo gritos y balas silbando cada vez más cerca, Víctor se emocionó al creer escuchar a Dragan, el primogénito. Desde su escondrijo, por una de las múltiples ranuras de la desvencijada casa vieron, con sus pupilas aterrorizadas, como a las puertas mismas de su domicilio los soldados disparaban al hermano mayor de la  familia. Dragan aterrado ante lo que había visto, había intentado huir de los tiroteos, de la masacre. Se intentaba escabullir buscando amparo donde siempre se había sentido seguro, su hogar. Además del pánico que le producían las balas en busca de carne que perforar, el corría a buscar supervivientes entre los suyos. Su instinto, antes de caer sin vida, le hacía dudar entre guarecerse  o ir a recoger a quien quedase de su familia, agarrarlos en volandas y seguir corriendo en una huida infinita sin un destino claro. Al hermano mayor, antes de que le diera tiempo de entrar en la vivienda, una ráfaga de exceso de plomo le sacudió; sus tripas salieron de su interior. Madre e hijo contemplaron la dramática escena en lo que les permitía la reducida visibilidad de su escondrijo.  En la oscuridad, los ojos ocultos bajo el suelo se cerraron con una impotente rabia y tristeza. La madre tapó la boca de su hijo con una mano y con la otra se tapó la suya propia; miró hacia arriba para no ver más y rezó porque la vieja cama, en la que había engendrado a todos sus vástagos, siguiera ocultando la trampilla que había bajo ella. 

Al siguiente amanecer, totalmente ebrios, los paramilitares seguían disparando al cielo, a algún perro callejero, o se apuntaban a ellos mismos, mientras imitaban exageradamente ser bosnios musulmanes. Robaban lo poco que había en cada casa, pero sobre todo bebían hasta acabar lo que a su paso encontraban. No entendían si aquella raza no podía ingerir alcohol, ¿por qué lo acumulaban en sus despensas? Era una gran victoria. Habían acabado con los malditos musulmanes que ensuciaban sus tierras. Un grupo de militares se acercó a la vivienda. Víctor, al ver que forzaban la puerta, tomó un martillo con el mango desgastado con el cual pensaba proteger a  su madre; esa era su única defensa en el oscuro y húmedo sótano. Las oraciones para que desaparecieran de sus tierras no habían servido de nada, y su ira clamaba venganza. Pero su madre le besó repetidamente toda la cara intentando calmarle, y le pidió que siguiera rezando para que aquellos hombres desaparecieran, aunque en su interior imploraba reunirse con el resto de la familia sin sufrir demasiado. Las oraciones tuvieron éxito, ya que aquellos desalmados, tras abrir cajones y vaciar los muebles buscando algo más que llevarse al gaznate, se marcharon.

La mujer aprovechando que consiguió apaciguar a su hijo, y buscando salvarle la vida, salió de su íntimo escondite a toda prisa. Salió a la superficie y bloqueó como pudo la trampilla, colocando apresuradamente la pata de la cama  encima para impedir que Víctor saliera tras ella y la fuese a ayudar. Sobre la cama arrastró como pudo un armario.

“Amor mío, voy a buscar a tus hermanos. No te muevas hasta que volvamos, y no llores, mi cielo”. Observó por la mirilla que no había movimiento fuera y decidió salir apresuradamente.

Nada más salir de la vivienda contempló el cadáver de su hijo  Dragan sobre un charco de sangre ya seca. Se quedó paralizada y no se dio cuenta que cuatro hombres borrachos, sentados alrededor de una hoguera, la miraban incrédulos, malolientes, con sangre de sus vecinos manchando sus uniformes, bebiendo aguardiente. Los hombres la miraban; habían tenido suerte al quedarse frente al portón de aquella vivienda. Se incorporaron tambaleándose y se acercaron a la figura pequeña buscando placer en su piel. Sería suya. No era lo mismo compartirla entre los cuatro que entre más. Uno de ellos, de un culatazo de rifle en el mentón, la tiró al suelo; otro le arrancó la falda.

Al ser de las pocas mujeres vivas, pasó ese día y la noche siguiente siendo violada y golpeada en su misma casa, ante los ojos de Víctor, que  se cansaron de llorar en silencio. Pero el horror que contempló hizo que salvase la vida, ya que, inmóvil, no pudo salir de su escondrijo atenazado por el espanto que contemplaba. Aquellos sucios hombres no disponían de tiempo para registrar nada más si entre sus manos tenían una cabellera que zarandear brutalmente. Los altos mandos habían ordenado violar a todas las mujeres. Era una táctica de guerra más, una forma de limpiar de musulmanes la región. Al son de “vas a tener un hijo serbio” la fueron violando sin descanso. Víctor ya no oía a su madre gritar. No la veía oponerse a las sacudidas de sus agresores. Ya no intentaba  zafarse de ellos pese a seguir viva; estaba como una roca, inerte. Sus ojos intentaban esquivar mirar hacia la trampilla.

Pese a estar en una zona de seguridad declarada por la ONU,  su aldea fue tomada en  un asedio en el que los cascos azules allí destinados no hicieron demasiado cuando aniquilaron la casi totalidad de la población masculina. Las mujeres, en su totalidad violadas y torturadas, fueron llevadas a campos de concentración. La madre de Víctor, tras serle seccionado  un pecho por mero divertimento de las tropas, no pudo realizar el trayecto completo, y fue abandonada en una cuneta de la carretera junto a otras dos mujeres, moribundas como ella. Allí fue comida por alimañas hambrientas que se habían acercado al olor de la carnicería que los soldados dejaban tras de sí.

Víctor aguantó, enmudecido por el horror, escuchando los gemidos de su madre. Durante varios días  más desde la partida de aquel  ejército de energúmenos, no se movió de su escondite subterráneo. Cuando se marcharon llevándose a su querida madre, se tumbó en el suelo y se acurrucó en posición fetal. Había vomitado sin parar hasta que no le quedó nada dentro. El vientre le ardía; no había comido nada en días. Entre esta merma y el bloqueo mental que tenía, no sabía si había dormido, ni cuánto tiempo había pasado. No se dio cuenta de que  se había orinado encima repetidas veces. El día que regresó al mundo de los vivos se sentía enterrado. Con apenas fuerzas, golpeo la portezuela que comunicaba con el mundo exterior. Pero no cedía. Tampoco nadie le escuchó. Aturdido, se miró; estaba muy sucio y muy hambriento. Buscando una salida arañó los muros de tierra, demasiado compactada para cavar un túnel que encontrase la luz del día. Al comprobar que no había sido consciente de la funcionalidad de sus esfínteres recordó a un soldado apoyando las nalgas en la cara de su madre y defecando sobre ella. No podría borrar esa imagen en su vida. Tomó el martillo desgastado. La ira apagada durante varias jornadas  dio lugar a varios martillazos de gran intensidad con los que consiguió liberar parte de la trampilla, que acabó astillada. Al salir de debajo de la cama de sus padres se estremeció aún más. Aquella no era ya su casa. Por ello, tras lavarse como pudo, huyó de los terrenos de los Mutazvic y, paso a paso, se alejó de las tierras humeantes. No miró el cadáver reventado de su hermano, ni tampoco los de sus famélicos animales ni los restos de sus amistades esparcidos por el suelo. Solo miraba al frente, buscando una escapatoria a tal averno, buscando algún color diferente al de la muerte que contemplaba.

En su huida no se cruzó con nadie. En su mano llevaba el martillo que pensaba blandir sin mediar palabra. La mochila, en la que solía llevar sus libros a la escuela, portaba un poco de ropa y algún alimento que encontró desparramado por el que había sido su hogar desde el mismo momento en que había nacido. Lo más valioso no lo llevaba en la bolsa escolar sujeta a su espalda. Su mayor fortuna la guardaba en un bolsillo interior de la zamarra. Era el libro de familia con una fotografía de todos. Lo puso lo más cerca de su corazón. Optó por caminar al atardecer y al amanecer buscando la protección de la luz más tenue pero que le permitiese moverse por tortuosas sendas. En la noche, desde el lugar que eligiese para guarecerse y  descansar un poco, contemplaba hogueras, cada vez más lejanas. Había elegido una buena dirección. No se permitía dormirse profundamente; estaba pendiente de cualquier ruido, en estado de alerta constante. Tampoco hubiese querido soñar con la pesadilla que le acompañaría toda su vida.  Tal vez poblados enteros fuesen engullidos por lenguas de  fuego… No volvería la vista atrás. Su futuro no estaba allí. Por el día el humo le indicaba la ruta elegida, la que le llevara más lejos de aquel infierno. Así pasó las primeras jornadas, mal comiendo, intentando alejarse de cualquier camino en el que toparse con cualquier persona. Caminando a buen ritmo, sus pasos fueron cruzando fronteras sin saberlo, pensando que algún día se volvería a reencontrar con alguno de sus familiares.

Capítulo 5

Al ver quién le había golpeado con  la puerta en su zona abdominal, Víctor levantó el puño cerrado por encima de su propia cabeza con los labios fuertemente apretados. Respiraba, tanto al inhalar como al exhalar,  únicamente por la nariz, produciendo un ruido parecido al de una bestia que se preparaba para una inminente confrontación. Su cerebro dirigió toda su energía hacia su puño cerrado  de nudillos cicatrizados, marcas producidas por toda clase de  lucha en la que se había visto implicado. Se sentía, en cierta medida, orgulloso de sus cicatrices; cada marca post-sutura alejaba a indeseables. En aquella prisión, aunque estuviese tan nueva y reluciente, todo funcionaria como en la más cochambrosa: cuanto menos cercanos tuviese a sus compañeros, mejor sería, ya que bajo aquellos techos estaba todo fuera de la ley. Los tatuajes completaban la función  de amenaza hacia los demás. Realmente impresionaban los dibujos que adornaban su piel, en su mayoría con temática carcelaria. Cualquier ex recluso en la calle podría identificar las figuras que adornaban a otro semejante.

Con ambas manos hacia delante por encima de su cabeza y con las palmas abiertas hacia Víctor, a modo de rendición, salió un hombre vestido completamente de negro que parecía cojear. Le miraba, aparentemente asustado. Era la mitad de corpulento, y sus facciones eran más suaves que las de Víctor. Su  pelo, con falta de pasar por la peluquería, estaba recién  peinado hacia atrás con sus dedos, mojados bajo el grifo del baño.

“Perdona” – le dijo el individuo que pretendía salir del cuarto de baño. “No te había visto, ni escuchado, ni nada de nada. Perdona, perdona…” Se disculpó apresuradamente el desconocido.

“No pasa nada”, contestó con acento eslavo y voz cazallera, mientras abría su mano y la tendía hacia delante. Había creído la temblorosa voz de su acompañante. “Soy Víctor”. Se estrecharon la mano con una sonrisa forzada por parte de ambos.

“Perdóname, en serio, no era mi intención”, repitió medio tartamudeando. “Yo soy Daniel. ¡Encantado de conocerte!”. Al mirar la cara de Víctor, comprobó que no había empezado con buen pie con su acompañante. “¿Te he hecho mucho daño? Lo de encantado de conocerte, bueno, es un decir…  preferiría haberte conocido en otro momento… y claro en otro un lugar mejor que este…”. El nerviosismo aceleraba sus palabras.

“Ya”. Alargó el monosílabo, pensando no atemorizar a ese tipo, quien al moverse ladeaba su cuerpo. “El sitio en sí no es muy allá para conocer a nadie, pero esta choza la han rematado excelentemente  bien. ¡Cómo se nota que les sobra el dinero! Huele todo a nuevo”. Dicho esto se sentó en la cama inferior y contempló a su compañero. A simple vista no se parecían en nada. El hombre que se había presentado como Daniel vestía un pantalón y una camisa de algún tejido similar al lino de color negro, estaba recién afeitado y aún olía a colonia o a un aftershave de esos que Víctor  nunca usaba; “de los caros”, pensó. Su cabello ondulado era del mismo color que sus ropas y en los pies llevaba unas sandalias que descubrían unos pies muy bien cuidados. Su piel estaba bronceada, no como la suya, y sin pensarlo dos veces le preguntó: “¿Estabas de veraneo cuando te cogieron o qué?”, carcajeándose sonoramente.

“Más o menos”, contestó. En su cara ya no se reflejaba el susto que se había llevado al ver un puño acercándose a su rostro. Parecía totalmente sereno y tranquilo, como si controlara la situación, cosa que Víctor no creía.

“¿Es tu primera vez aquí dentro, no?”. Daniel asintió con su cabeza suavemente. Víctor, previendo que esa iba a ser su respuesta continuó: “Se te nota mucho, macho. ¡Tienes una cara de pardillo…!”. Y, sin venir a cuento, se sorbió la nariz y escupió en el suelo cerca del calzado de Daniel. “Hazme un favor. Cuando vengan los demás cámbiate el traje. Y no pongas esa cara de no haber roto un plato, porque si estás aquí es  porque has hecho algo”. Daniel contempló el gargajo de su acompañante con cara de asco. Al verle el rostro, Víctor rio. “Eso de las películas de que encierran  aquí dentro a inocentes es una chorrada. Esta es mi novena vez enjaulado y siempre ha sido por algo, aunque esta última vez  no entiendo muy bien por qué… yo también estaba de vacaciones”. Volvió a soltar una risotada; al ver la tez seria de su compañero dejó de forzar su risa áspera. “Pero bueno, unos días dentro comiendo gratis no le vienen a nadie mal, ¿no?”.  Su carcajada volvió a resonar seca en  la habitación. Mientras, su interlocutor aprovechó para sentarse con cautela a horcajadas en la silla frente a él. “¿Qué pasa que no contestas?, ¿Estás sordo, o qué? Tienes que estar acojonado, ¿eh?”, le gritó, a la vez que alzaba su mentón. “Encima te ha tocado conmigo, un hueso duro de roer. Pero no te preocupes por mi experiencia hombre, no te voy a desvirgar, no me gustan los culos, bueno si, pero no los peludos”, bajando el volumen de su voz para volver a estallar de risa. “Aunque, fuera, y a las cuatro o cinco de la mañana y bien cargado de bourbon, no te haría ascos. Ni a ti ni a nadie…”. Por un momento dejó de hablar. No sabía si su vecino de litera había entendido su ironía; a lo mejor estaba, además de cojo, algo sordo. No le gustó el silencio, así que se levantó. “Antes de que me dieras el portazo yo iba a vaciar la vejiga así que…”

Daniel continuó sentado sin inmutarse, observando a Víctor desplazarse hasta la puerta del baño por la que desapareció de la estancia. Pensó que no sabía cuánto tiempo aguantaría con aquel energúmeno allí encerrado. Miró su reloj varias veces, esperando que su compañero acabase de hacer lo que estuviese haciendo. Se le había olvidado algo en el interior del baño y quería recuperarlo cuanto antes. Esperaba que Víctor, aunque lo viera, no tocase lo que no debía, pero no se fiaba. Había sido un error confiarse y no esconderlo mejor. Aun así, intentó mantener la compostura y permaneció sentado en su asiento.

Capítulo 6

Abdes había visitado el bar que tenía como lugar de encuentro para sus asuntos de trabajo como matón a sueldo. Le habían convocado a una reunión urgente para ofrecerle ascender en la escala delictiva. Si podía dar un paso más. Era de los mejores golpeando a la gente que debía dinero a los narcotraficantes o prestamistas de turno. Se había convertido en un experto. Para él su labor era sencilla: mediante empujones, patadas, golpes con bates de aluminio o la forma que el creyese conveniente, hacía que las cuentas cuadrasen. Eso sí, sin que nadie, aparte del sujeto agredido o algún familiar cercano,  le viera. Podrían denunciarle y eso retrasaría su reunión con su alma gemela. Alguna vez golpeó a algún acompañante tras ver que era la única forma de hacerle pagar sus atrasos. El cien por cien de sus objetivos eran hombres, pero alguna mujer o hijo habían recibido una de sus caricias. Nunca nadie se había negado a pagar lo debido, y jamás había tenido que repetir una visita. Excepto una vez.

El señor Aguirre había estado ingresado en el hospital tres días tras una visita de Abdes. Dos semanas antes le habían fiado su ración  de droga semanal por falta de dinero en metálico. La deuda continuó incrementándose a base de cocaína esnifada y no pagada. Abdes había recibido el encargo. Al señor Aguirre se le había ido la cosa de las manos y, a pesar de ser un buen abogado y de trabajar en infinidad de casos a la vez sin prestar mucha atención a ninguno de ellos en especial, tenía el problema  de que no le alcanzaba el dinero para pagar el tren de vida de su ex mujer y los caprichos de su hija adolescente, además de su adicción. La primera paliza se la dio Abdes sin inmutarse: unos puñetazos en la cara, una luxación dolorosísima de hombro y un par de pisotones en la cabeza con unas botas militares, pero sin apretar demasiado como para dejar demasiadas marcas. En el mismo momento en el que una enfermera  le cosía una herida en el pómulo derecho en una clínica privada, el señor Aguirre, con el teléfono móvil apoyado en su oreja izquierda, daba la orden de realizar la trasferencia con unos  intereses abultados, aplicados por el retraso. Cuando hizo el siguiente pedido, junto con sus disculpas, le dijo al narco que ya no habría más retrasos y le ofreció, de forma altruista, sus servicios como abogado cuando fuesen  necesarios. Desde ese momento siempre iba con importantes sumas de efectivo, a fin de que la fiesta no acabase antes de tiempo. No quería recibir visitas inoportunas nunca más.

Cuando el señor Aguirre se dio cuenta del error que había cometido, quiso huir. La noche antes del juicio no pensó en las alegaciones. No estudió bien el caso para poder reducir la sentencia. Mientras hacía la maleta lloraba y esnifaba lo poco que le quedaba de una gran roca de cocaína venida a menos. Al abrir la puerta cargado con su equipaje no se dio cuenta de que no era el taxista quien llamaba a la puerta. Era Abdes a quien abrió. Pese a estar colocado, reconoció a Abdés inmediatamente; parecía que había crecido todavía más. Desde el suelo, desprovisto de toda dignidad, comenzó a gemir de rodillas pidiendo clemencia, hasta que el primer rodillazo de Abdes le rompió el tabique nasal y comenzó a chorrear abundantemente sangre roja sobre el suelo de mármol. El abogado se arrastró a una esquina del recibidor y lloró. Las lágrimas eran apenas visibles por la escandalosa hemorragia que le llenaba la cara y se extendía sobre el suelo por sus movimientos hacia atrás. Sabía que su vida pendía de un hilo, un hilo muy fino. Apenas sin  poder ver, por el resultado del primer impacto recibido, sus ojos no podían enfocar como  Abdes le miraba asqueado; él nunca había probado las drogas y al que las consumía le consideraba un ser inferior. Las drogas eran caras, aunque él las podría conseguir más baratas por su posición dentro del mundo de la noche. Pero si se drogaba tendría menos dinero para reunirse con Aisha.  Abdés continuó pateando sin compasión al abogado en ese rincón donde se refugió. Era su trabajo. Como si tal cosa. Hasta que Aguirre pareció desmayarse.

Al despertarse con la cara ensangrentada, el abogado se asustó y comenzó a gritar, pero al ver a Abdes frente a él  mascar chicle pausadamente, se calló de inmediato, aterrado por el intruso. Notó con la lengua que le faltaba alguna pieza dental; al hacerlo, de repente, su cabeza pareció explotarle de dolor. Abdes se acuclilló y le miró ladeando la cabeza.

“¿Duele, verdad…?” le preguntó con voz profunda. Aguirre tenía una respuesta obvia que no se hizo audible; Abdes continuó masticando el chicle plácidamente. “Espero que entiendas que no es nada personal, pero parece ser que no aprendes”. Le cogió suavemente una mano. “Comprendo que no entiendas, debido a tus vicios, que la familia es muy importante para alguna gente”. Lentamente, sacó una navaja con la mano libre. “La mujer de tu camello está terriblemente disgustada porque creía que, teniéndote  a ti de abogado, los huesos de su hermano no habrían acabado en la cárcel… te ofreciste a defenderle y el juez lo mandó a prisión.

“¡Lo siento! ¡Por favor, perdóname! ¡Los dedos no!”, balbuceaba el señor Aguirre, pensando que el filo del arma blanca le cortaría alguna falange. “¡Te juro que te pago el doble de lo que te den!”, lloraba como un niño pequeño. No sentía el dolor que ya le había hecho, sino que temía lo que vendría a continuación. “Te doy… te doy… ¡te doy a mi hija! Por favor, ¡noooo!…

“Parece ser que  sigues sin escucharme. Te repito que para alguna gente, el término familia es importante”. Dicho esto, le levantó con la punta de la navaja la uña del dedo pulgar e insertó la afilada punta en la carne. El señor Aguirre comenzó a aullar por  la tortura aplicada. “Te voy a ir levantando, una a una, las uñas de todos tus dedos; y te rogaría que no subieras tanto el tono, porque será peor. Tengo un poco de jaqueca…”. El rostro de Aguirre palideció intentando enmudecer. “Has tenido suerte de que a mi jefe no le caiga bien su cuñado; sino, no habría venido yo… aunque también se hubiese acabado antes tu dolor”.

Abdes no tuvo que regresar a la residencia del señor Aguirre. Nunca más se acercó a él. Esta vez había sido más explícito, a la vez que atrozmente contundente. El abogado, tras  este episodio, intentó controlar su adicción. Tras una segunda visita al hospital, moderó un poco su forma de vida. Cuando veía que los números en su cuenta podían llegar a ser rojos, recordaba a Abdes. Su recuerdo era el mejor freno para no pedir nada que no pudiese pagar. Abdes le había enseñado a ahorrar todos los meses y también a estar limpio durante una temporada, aunque al tiempo recayó.  Los demás casos de la familia del narcotraficante, además de salir a coste cero, obtuvieron una mayor implicación del señor Aguirre. Consiguió, a base de sobornos a jueces y fiscales, no volver a tener que ver en su vida a Abdes.

Hasta el día en que acudió al bar. Angustiado, se preparó una raya en el coche. Aguirre se había convertido en intermediario para cometer un asesinato. Contactó con su camello y le mandó a la dirección del antro donde Abdes acudía. Le quería a él para el trabajo que le habían propuesto. La reunión fue corta. Aguirre, angustiado por la presencia de Abdes, entregó un sobre con documentación y pidió el precio. La cantidad que le pidieron era irrisoria para lo que llevaba en el maletín. Abdes pareció pensarse la oferta, pero al final la aceptó. Al irse, el abogado bajó la cabeza al pasar junto a Abdes. Ya en el coche contó lo que le quedaba  dentro del maletín apresuradamente, mirando constantemente por el parabrisas por si alguien le observaba. Sacó el móvil de su bolsillo y busco la letra ce, bajó hasta donde se podía leer coca y apretó el botón de llamada. No tenía que dar cuentas a nadie. A él le habían entregado el maletín para acabar con una persona; si había conseguido un precio más bajo, el resto eran ganancias para él.

Capítulo 7

Al rato, Víctor salió del cuarto de baño con un ordenador portátil  blanco en sus manos. Lo miraba mientras lo giraba y lo elevaba y bajaba. Estaba perplejo. A no ser que las cosas hubieran cambiado desde la última vez que había estado encerrado, y de eso no hacía mucho, el ordenador solo podía ser de su compañero de celda; por muy nueva y moderna que fuese la prisión, era imposible que cada celda dispusiese de uno. Parecía que Daniel podía presumir de privilegios y continuar con parte de su vida allí dentro, ya que no se podían tener en el interior de ninguna cárcel; ni teléfonos móviles; ni siquiera dinero. Aunque también estaban prohibidas las drogas y dentro de los muros se podía obtener casi más variedad que fuera… Si podía meter aquel aparato, seguramente podrían pasarle cualquier cosa desde fuera; “buena pareja de baile”, pensó Víctor. Iba a sacarle mucho jugo a su compañero de celda, de una forma u otra. No le importaría exprimirle con tal de sacar beneficio.

“¿Y esto?, ¿Es tuyo?”. Su compañero asintió con dos movimientos verticales de cabeza mientras se mordía con la parte superior de la dentadura el labio inferior. Víctor no debería haber visto su portátil. “Ya me creía yo que en esta cárcel tan moderna nos iban a regalar a cada interno uno de estos. En fin, guárdalo y que nadie te lo vea, porque te desaparecerá como una bolsa de golosinas en la puerta de un colegio. A mi estas cosas no me interesan; yo soy más de la vieja escuela, en tecnología ni idea. A no ser que estuviese bañado en oro o con joyas incrustadas que vender en el mercado negro… si fuese un teléfono móvil creo que le podríamos sacar pasta; ya sabes, alquilándolo.  De todas formas tienes, que ser un cliente vip”. Ante el silencio de su compañero, que parecía no entenderle, insistió: “Vamos, que debes ser un pez gordo para que te permitan este trasto aquí dentro… ¿no? Si fueras un hacker no te habrían dejado meter este chisme; se nota a la legua que eres un niño rico, de familia de dinero. ¡Es demasiado grande para haberlo ocultado! A mí me han cacheado dos veces… ¡Imposible meter este chisme!”. Daniel continuaba callado, inmóvil. “He estado pensando mientras meaba y no he llegado a una conclusión. ¿Por qué estás aquí? ¿Por estafa o qué?”

“No”, respondió secamente el hombre de negro, mientras seguía mirando impertérrito a su confinado compañero y los movimientos que hacía con su ordenador. Le encantaría que dejase de menearlo; era demasiado importante como para que pudiese sufrir un lamentable accidente.

“Estás cagado, ¿no?”. Al no ser contestado, Víctor aceleró la velocidad de su dialogo y elevó el tono; su pulso se estaba acelerando. “No te preocupes, soy de fiar. Además, por la  pinta que tienes, debes tener algo de pasta de más para darme. Más que nada… por tu protección. Un par de miles y el tiempo que pasemos juntos te aseguro que no te pasará nada. ¿Qué te parece?”

“Lo estudiaré”, contestó Daniel, aunque no era lo que tenía pensado decir. Hubiese preferido responder “no, gracias”, pero decidió ser más políticamente correcto, tratando de evitar un altercado. En un cara a cara, Daniel sabía que tenía todas las de perder.

“Muy bien. Mañana espero que me des una contestación. El ordenador este… ¿cuánto cuesta? Debo de tener un par en casa embalados en su caja, ya sabes, un camión al que se le cayó…” Al no recibir respuesta, continuó preguntándole. “¿No tienes nada de porno? Porque hace unos días que no mojo, y no veas como estoy de cargado”.

“No, lo siento”.

“¡Pues vaya aburrimiento! No tienes porno, conversación tampoco… anda cuéntame por lo que estás aquí hasta que nos den la cena. Tienes pinta de blanqueo de dinero”. Su acompañante negó con la cabeza. “¿Algo de drogas… chanchulleos políticos… algo informático…?”. Todas sus preguntas fueron desestimadas con giros horizontales del cuello de Daniel. “De ladrón no tienes facha. Por asesinar…” Su compañero elevó sus cejas a modo de asentimiento. “¿Tú? ¿Un asesino? No, no me lo creo. ¿No intentarás meterme miedo, verdad? Porque no lo has conseguido. He estado con otros tipos que si eran matarifes; en cambio tú… A no ser que hayas atropellado a algún infeliz y te hayan cazado dándote a la fuga… ¡Si!, eso me pega más, sin duda”. Ante el mutismo del hombre de negro, Víctor continuó su discurso. “Te habrás llevado a alguna vieja por delante en un paso de cebra; ¿no te gustaba el color del  tinte de su pelo? ¿O te rayó tu cochecito de niño pijo al pasar a tu lado con el andador?” Al seguir sin contestación, salvo por una mueca parecida a una sonrisa, se dio por ofendido alzando la voz. “¿O qué eres?¿Te crees un puto serial killer de las series americanas o…”

“O, ¿qué?”, se adelantó Daniel a la frase de Víctor. “Debo ser un o qué, porque no he atropellado a nadie ni soy un asesino en serie, ni un psicópata ni nada parecido”. Después de ese arranque, cortando las palabras de Víctor de sopetón, algo que este no esperaba, continúo hablando disminuyendo el tono de su voz. “Pero si estoy aquí contigo, es por algo. Lamento estar dentro de estas paredes, pero el destino es así. A tu pregunta… lo que me ha traído aquí ha sido el destino; básicamente como a ti. Estoy disfrutando de estos metros cuadrados contigo por  cinco personas”; Daniel mostró la palma de su mano e hizo  bailar cada uno de sus dedos. “Ojalá no se hubieran acercado a mí, de una u otra forma. Así, esas cinco personas seguirían vivas”. Los ojos de Daniel parecieron llenarse de sangre. “Si por mí fuera, borraría el pasado, pero desgraciadamente  no puedo hacerlo. Y, básicamente, por eso estoy aquí contigo”.

El silencio se hizo tremendamente tenso. Los escasos segundos que duró se alargaron, hasta que Víctor soltó una tremenda carcajada. Al ver que su compañero de estancia no le acompañaba en la risotada, entendió que tal vez fuera verdad lo que le había contado. Él nunca había matado. Creía haber realizado toda clase de delitos; había hecho daño a sus víctimas en innumerables ocasiones; había esgrimido armas en sienes aterrorizando  a quien tuviese enfrente; pero jamás había matado. Era una promesa que se había hecho a sí mismo tras lo vivido en su país. Aunque también se decía a sí mismo “a lo mejor un año de estos me entero de que tengo algún hijo no reconocido por ahí suelto…”. Tal vez, con el tiempo, se enterase de algún homicidio no reconocido, porque había apuñalado alguna vez y según sus informaciones nadie había perecido por ello. Pero tal vez sus datos fuesen erróneos. Creía que “dando vida” pudiera haberse dado el caso, pero quitarla para él estaba prohibido; era una de sus máximas. Había visto demasiada muerte al huir, sólo, de su país, de su único hogar. Todo esto se lo fue contando a Daniel atropelladamente; todo  lo que había contemplado y no podía borrar de su memoria. También le narró toda clase de tropelías que había tenido que hacer para sobrevivir en el mundo a su callado compañero, hasta que se cansó de hablar y no obtener respuestas, salvo movimientos de cabeza o muecas.

Cuando, aburrido, se tumbó en la cama esperando la hora de la cena, su compañero se apresuró a recuperar el ordenador de encima de las taquillas donde Víctor lo había dejado. Pulsó el botón de inicio. Una vez arrancado el sistema operativo, Daniel pulsó varias teclas para desbloquear la contraseña del ordenador. Víctor no ecomprendía lo que Daniel estaba haciendo, pulsando sin descanso las teclas a toda velocidad. Víctor, tumbado, le contemplaba sin saber lo que hacía su compañero, hasta que Daniel giró el ordenador y se lo mostró. En la pantalla podía leer la página  de un diario. En el margen inferior, señaló una pequeña noticia bajo las palabras “Asesinato en el parque”. Era una hoja de un periódico local escaneada. Al acercarse al ordenador, Víctor pudo leer la noticia debajo del titular:

“Un joven con rasgos magrebíes ha sido hallado muerto esta noche a consecuencia  de varias cuchilladas recibidas por la espalda, dos de ellas en el cuello, en un supuesto ajuste de cuentas. El joven, identificado como Abdes M., se encontraba en un parque  poco transitado cuando fue acuchillado con ensañamiento por, al menos, una persona. A falta de testigos, y teniendo en cuenta la reputación del barrio donde se han producido los hechos, se formula como primera hipótesis un ajuste de cuentas. El hecho de que el fallecido tenía en su poder una gran cantidad de dinero en metálico ha hecho dudar a las autoridades, por lo que se continúa con las indagaciones. El asesino se dio a la fuga nada más cometer su acción. Según fuentes policiales, existía la intención clara de cometer el asesinato, ya que el autor tenía plena información de que la víctima se hallaba por el lugar, un parque poco transitado, en el horario en que se produjo el crimen. La investigación se mantiene abierta para intentar localizar al autor del asesinato o algún testigo. El fallecido ingresó cadáver en el hospital…”.

En ese punto Víctor dejó de leer. Alzó la vista y sonrió a su compañero. Ahora todo encajaba en su cabeza: el chico rico mata al morito que, como casi todos, era un camello de mierda, porque lo que le había vendido era de  pésima calidad o porque se había quedado con el dinero adelantado, o…

En ese momento salió de sus pensamientos al ver como Daniel tecleaba algo más en el ordenador a la misma acelerada velocidad. Intentó ver lo que hacía, pero no comprendía casi nada. Lo único que veía era una imagen de video de lo que parecía ser una habitación a oscuras, mientras Daniel continuaba tecleando. Víctor atisbó que la estancia se iluminaba al encenderse una bombilla colgada de un cable sin ningún ornamento y que un hombre muy corpulento aparecía en la imagen. En ese momento, Daniel se incorporó y fue al baño. Víctor, como si fuese la primera vez que veía un video, miraba asombrado. Imaginaba que su acompañante se había comunicado, a través del teclado, con alguien que había encendido en el exterior de la prisión la luz de aquel habitáculo. O quizás se hubiese conectado a alguna página web con emisión en directo. Podría ser que quien estaba  en la estancia no conociera a Daniel, pero en su mente encajaba que si se conocieran. Aquel hombre, que por su aspecto parecía un vikingo con una abultada tripa cervecera, barba y pelo largo claro, sin llegar a ser rubio, imponía. Si lo tuviese frente a frente no dudaría en respetarlo. Pese a su gran tamaño, aquel personaje se movía con una sorprendente agilidad. Alterando el orden inicial del mobiliario de la habitación, arrastró un sofá y lo encuadro en el centro de la imagen. Cogió con una sola mano una lámpara de pie y la acercó, iluminando sobre todo el sofá, y dejando las esquinas de la habitación en penumbra.  Al ver que Daniel salía del cuarto de baño, Víctor apartó por un momento la mirada de la pantalla. Al volver a ella, sus ojos vieron aparecer de nuevo a la voluminosa figura cerrando tras de sí la puerta de la sala que había dejado iluminada.

“Has conocido a León”, le dijo Daniel a Víctor. “Él quizá tendría más razones que yo para estar aquí; es una buena persona, pero más arriesgada que yo. Como puedes ver, él está ahí fuera. Tú y yo aquí dentro”.

Capítulo 8

Abdes había tomado la decisión. Le había costado muchísimo  tomarla, pero para él  era la única forma de poder llegar a vivir realmente en libertad. Una semana antes había dicho si, sin pensárselo. Esa había sido su contestación, pero durante esos últimos siete días apenas había dormido. Estaba ojeroso, pero completamente decidido; su felicidad no era un juego, por más que se tuviese que llevar por delante a quien fuera. Mataría por la necesidad de reencontrarse con ella cuanto antes. No había mucha diferencia en lo que había hecho hasta la fecha y lo que se disponía a hacer. Hubiera hecho lo que hiciese falta para que  sus pieles se juntasen antes; aunque fuesen unas horas; aunque fuesen unos segundos.

Acarició el gatillo, como había estado haciendo en casa desde que le habían entregado el arma. Tembló antes de disparar a aquel hombre que minutos antes conducía  sonriente en un utilitario sin percatarse de lo que se le venía encima, sin entender porque aquel hombre que le había sacado del coche le estaba encañonando; se encontraba aterrorizado. Abdes temblaba mientras le quitaba todas sus pertenencias. Cerró los ojos para después disparar, sin pensarlo más. Recogió el cuerpo del suelo y comprobó que nadie le había visto; sin testigos, según lo planeado. Arrastró el cadáver unos pocos metros  para ocultar el  cuerpo dentro de un contenedor de una obra cercana, el lugar que había imaginado días antes. Al ir  tapando el cuerpo con escombros tenía la sensación de que el corazón del hombre aún latía, pero era imposible. El proyectil, disparado desde tan poca distancia, le había atravesado destrozándole  el pecho. A borbotones, una oscura tromba de sangre había brotado imparable. De aquella sangre oscura, aún templada cuando se manchó las manos, había restos también en su ropa. Comprobó que no tenía pulso palpándole la carótida; era absurdo pensar que después del destrozo que le había hecho pudiese vivir. Había sido más limpio que golpearle y sobre todo más rápido. Pero no le acababa de convencer lo que había hecho. Una sola bala a bocajarro había hecho un gran agujero, humeante durante unos cortos momentos. Hacía mucho tiempo no se sentía inseguro de sus actos, pero en esos momentos no sabía qué hacer con el arma; si quedársela, si dejarla escondida en algún lugar… para esto no le habían dado instrucciones. La carpeta de plástico que había recibido con todos los datos del asesinado, describiendo sus itinerarios más frecuentes y la matrícula del coche del que le había sacado a base de culatazos de pistola, arrastrándole por el pelo, no contenía nada sobre qué hacer con el arma. Tras dudar entre desprenderse de ella o no, acabó por  introducirla entre su pantalón y su cadera, seguro de que cuando se le pasasen los nervios podría volver a empuñarla en busca de más dinero para su fin. Aún caliente, la pistola automática parecía quemarle la piel, traspasándole hasta los huesos. Separó el arma de su carne y comprobó que en su dermis no existían heridas ni quemaduras; nada estaba alterado; sólo él. Tapó, con un trozo de ladrillo, lo que quedaba de rostro por esconder. Los ojos del hombre abatido hacia unos momentos parecían mirarle. Al día siguiente un camión se llevaría el contenedor ya lleno y el muerto descansaría en una escombrera cercana.

Sentía muchísimo haber quitado una vida. Había pensado en rajarse, pero tras haber aceptado el encargo, no le quedaba más remedio que hacerlo. Era eso o salir por la puerta de atrás del negocio y buscar otra solución para ver a Aisha. Si se echaba atrás sería como rendirse ante su hermano y darle como vencedor. El dinero llegaría más rápido disparando algunas balas; seguramente mataría a miserables a quienes apenas se les podría llamar personas; si alguien los quería ver muertos, por algo sería. Sabía que jamás le volverían a llamar si fallaba… de todas formas, algo habría hecho aquella persona para que alguien quisiera acabar con ella, se intentaba auto convencer. Pensó en Aisha. Nunca le contaría lo que había llegado a hacer para recuperarla.

Tomó el coche del fallecido y lo trasladó a la otra punta de la ciudad. Lo dejó perfectamente aparcado en batería y tiró las llaves en una alcantarilla. Continuó andando rápidamente hasta que llegó a una parada de metro donde se entremezcló con otras personas que volvían de trabajar. Estaba sucio y polvoriento; para ocultar las manchas de sangre con que  se había manchado se las había restregado con restos del contenedor. Los demás viajeros evitaban acercarse a él; estaba lleno de mugre, pero, al menos, no se apreciaban los restos sanguinolentos. Ese espacio a su alrededor permitió a Abdes evitar que ningún viajero oliera  su  sudor ácido, provocado por su nerviosismo, ni el olor que él tenía metido en su pituitaria, el olor a muerte. Nadie se acercó mientras se intentaba tranquilizar en un rincón del vagón, nervioso. Se apretó con los dedos el estómago, que parecía arder, en un vano intento de calmar su alterado estado. Tampoco nadie se acercó lo suficiente para respirar el hedor que Abdes tenía almacenado en su piel, mezcla de pólvora y sangre. Nunca había sentido nada igual. Se dejó caer al suelo de goma resbalando con su espalda sobre la pared del vagón y se tapó con los brazos la cara pretendiendo ocultar su rostro y, sobre todo, sus ojos, de los que se escurrieron unas lágrimas. En ese momento vislumbró una luz hermosa. El tren había abandonado el túnel y había salido al exterior. La luna prácticamente llena alumbró el vagón, dejando el rincón en que él se encontraba ensombrecido. Se acordó de Aisha y maldijo a su hermano; por su culpa él había llegado hasta este punto de no retorno. Secó sus mejillas con el dorso de una de sus anchas manos, y se levantó sonriendo hacia la luna, palpando el arma con los dedos de la otra mano. Allí estaba, seguía sujeta y seguía latiendo. Debía deshacerse de ella de inmediato; si se la encontraban, acabaría entre rejas, y eso significaría aún más tiempo sin ella. Si le ofrecían otro trabajo ya se encargaría de conseguir otra pistola.

Con el traqueteo de las ruedas del convoy recordó  todos los detalles de lo sucedido hacia tan poco tiempo. Estaba sentado en una vieja furgoneta destartalada por el paso del tiempo. Delante de él circulaba un pequeño utilitario. El conductor no se había percatado de que una furgoneta había tomado idéntico camino al suyo desde que había salido del aeropuerto. Cerca del domicilio de la víctima ante un semáforo en rojo, tal como estaba planeado, Abdes bajó rápidamente al ver que no había ningún otro vehículo cerca. Pretendiendo ser un turista perdido y usando un mapa como distracción a la vez de para ocultar su rostro, se acercó al pequeño coche. Al bajar la ventanilla, el joven que le recibía con una amplia sonrisa se llevó un mazazo en pleno rostro sacudido por el puño cerrado de Abdes. Luego lo sacó a golpes de su pistola, a rastras, asiéndolo por el cabello…

Al llegar a la estación de metro cercana a su domicilio volvió al presente. Dejó que la marea de personas tomara el camino de la salida vertiginosamente como autómatas diarios. En el último instante, después de que el conductor del tren comenzase la operación de cerrar las puertas del tren, Abdes se deslizó entre ellas. Se quedó parado, mirando las vías. Parecían afiladas como cuchillas. No sabía si lo había hecho bien; sus pensamientos daban vueltas… tal vez con la entrada del siguiente tren pudiera dejar las cosas como estaban… pero no, ¡Aisha era suya! Dejó pasar hasta el último viajero. En el andén solo quedaba él bajo las luces fluorescentes.

Tras doblar la esquina de un largo pasillo, en una papelera metálica abollada en varios puntos  por las patadas de alguna pandilla sin nada que hacer, abandonó el peso que le lastraba el paso. La pistola se quedó allí varada. Con la prisa y la angustia no se preocupó siquiera de ocultarla. Tampoco se percató de las cámaras que contemplaban la escena.

Aquella noche, a pesar de la ducha de agua al rojo vivo que siempre le relajaba, no durmió. Cuando el insomnio le atrapaba pensaba en Aisha, y la tranquilidad le amansaba. Pero esa noche no era capaz de pensar en ella, en sus ojos oscuros, en su amplia sonrisa. No, esa noche en su mente sólo escuchaba la detonación de hacía unas horas. No estaba siendo para nada fácil diluir el sonido en su memoria, como tampoco aquel olor que, pese a haberse frotado más que nunca en su vida, no había conseguido eliminar; aquel olor a muerte. Había hecho lo que tenía que hacer. Por lo menos no lo había visto; había cerrado los ojos al mover el cuerpo inerte.

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