Tu pequeño Garcilaso

Tu pequeño Garcilaso

CAPÍTULO 1

Olmedo, 4 de Mayo de 1969.

Cuaderno nº 3

A Marcelino Fuentes no le correspondía la guardia de puertas la noche en la que sucedió aquello. Lo sé porque me lo había contado Silverio por la mañana, cuando estaba yo esperando a mis padres y a mis hermanos para ir a misa de doce y me asomé al cuarto de puertas, donde le vi sentado y leyendo el Norte de Castilla. «Pasa, Dani, no te quedes ahí», me dijo. Me contó que se había cambiado el turno de guardia porque estaba otra vez enfermo Pedrosa y que por la noche, a las nueve, entraba Fuentes, y por tanto más valía que lo tuviéramos en cuenta y no llegáramos al cuartel después de las diez, pues le sentaba fatal tener que abrir a nadie una vez cerrada las puertas del cuartel y ya sabíamos las malas pulgas que tenía. «Avisados quedáis».

Por la manera que me había dicho ‘’otra vez enfermo’’, daba la sensación de que lo que tenía Pedrosa era algo bastante malo. Me dio pena por Carmela, la única hija de este guardia y de su mujer Bernarda, la gallega. Carmela también era bastante enfermiza; cada dos por tres faltaba a clase, pero era buena; triste, como su madre, pero muy buena.

De todos modos éste Silverio que avisaba tanto, más valía que tuviera cuidado él también, pues tenía la mesita del cuarto de puertas hecha unos zorros, por el desorden que mostraba, con algunas hojas sueltas del periódico desparramadas por allí y que no dejaban ni ver ni el teléfono ni nada. Asomaba por entre las hojas una carpeta azul abierta, de esas de gomillas, de la que asomaban unos folios amarillentos escritos a máquina; asimismo pude ver en una esquina su tricornio boca arriba, al lado de una bandeja con restos del desayuno que le habría traído su hija Teresita. ¡Cómo mi padre viera aquel desorden se iba a enterar! «Vamos a ir toda la familia a misa de doce, deben estar al bajar—le dije para ver si cogía la indirecta—». No pude evitar, como siempre que entraba en aquel cuartucho, elevar la vista hasta el cuadro del Generalísimo que dominaba la escena, sonriendo desde una gran foto enmarcada y situada encima del ventanuco que daba a la calle y al lado de un estrecho y acristalado armario rinconero donde reposaba un fusil reglamentario. Desde luego, aquel era un Franco mucho más joven y sonriente que el que veíamos en el NO-DO cuando íbamos al cine.

Serían más de las once de la noche cuando escuché golpear con insistencia la aldaba de la puerta del cuartel a la vez que se oían gritos: «¡Abran, abran por favor!, ¡es muy urgente! ¡Abran, por Dios!».

Me imaginé a Marcelino Fuentes, que tenía un carácter de mil demonios, montando en cólera por ser molestado a esas horas de la noche, colocarse el tricornio y dirigirse refunfuñando a abrir la puerta, a la vez que regañaba a Lucas, el perro pastor alemán del cuartel, que había acudido corriendo desde su caseta ubicada en el fondo del patio para abalanzarse ladrando contra la puerta de entrada, muy irritado también al igual que Marcelino, por aquella intempestiva llamada. Yo lo oí todo perfectamente, porque mi dormitorio está justo encima del cuarto de puertas. Es más, identifiqué enseguida aquellas voces como pertenecientes a doña Lucía, la profesora de Geografía e Historia de mi colegio, más conocida entre nosotros por ‘’La solterona’’. ¿Qué habría pasado?

Intrigado y algo nervioso dejé de repasar las matemáticas y agucé el oído para ver si me enteraba de algo más, y eso que al día siguiente tenía examen y yo no iba muy sobrado en Mates, pero me dije a mí mismo que esta vez sí tenía causa justificada para la pérdida de concentración y no como otras veces en las que sí tenía razón mi madre al regañarme: «Te distraes con el vuelo de una mosca, Dani». Después de escuchar cómo se cerraba el portalón del cuartel volvió el silencio. Hasta Lucas se había callado. En esas estaba, intentando enterarme de algo más, cuando me sobresalté al oír sonar el timbre de la puerta de casa. Fui corriendo a abrir y me encontré a Fuentes.

—Hola, Daniel. ¿Está levantado don Antonio? Tienes que avisarle enseguida. Dile que es muy urgente.

No había acabado de decirme eso cuando mi padre ya venía por el pasillo abrochándose la guerrera: «déjanos solos, hijo». Le hice caso al momento, aunque me hubiera encantado escuchar lo que hablaban. Nada más acabar la conversación  cerró la puerta de casa y se dirigió a su dormitorio, de donde salió enseguida ajustándose la pistola y el tricornio, y pude ver a través de la puerta de mi cuarto, que yo había dejado aposta entreabierta, como se acercaba a la cocina y, sin entrar, le decía a mi madre que estaba dentro recogiendo: «Carmen, no me esperes levantada; llegaré tarde».

Y cierto fue que llegó tarde. Me lo dijo ella en el desayuno, al día siguiente, cuando yo me aprestaba a sentarme para dar buena cuenta de mi tazón de leche con pan.

—No hagas tanto ruido, Dani, no vayas a despertar a tu padre, que se ha acostado hace solo un par de horas.

—¿Sabes qué ha pasado?—le pregunté de inmediato, al recordar de repente lo de la noche anterior.

—Pues no; no sé nada; eso no es asunto mío y tampoco es cosa tuya. ¡Venga, date prisa!, que vas a llegar tarde al colegio y hoy tienes exámenes.

Ese día íbamos a clase un grupo de ocho alumnos del cuartel de diversas edades. Usualmente éramos alguno más, pero hoy faltaba Carlitos, el Afri, que estaba malo, con diarreas, y mi hermana Carmen, que ya hacía un buen rato que había salido junto con su amiga del alma Teresa. De camino hacia el colegio les pregunté a Suso y a Carmina si ellos sabían algo de lo que había pasado la noche anterior, pero ellos no habían oído nada ni parecía interesarles el tema.

Al llegar al colegio notamos enseguida que pasaba algo raro; se notaba en el ambiente. Había grupos de alumnos y otras personas del pueblo charlando en diversos corros cerca de la puerta de entrada y se palpaba que algo anormal y grave había sucedido. A diferencia de cualquier otro día no había risas ni tampoco las voces y juegos habituales. Enseguida relacioné mentalmente los sucesos de la noche anterior en el cuartel con este extraño ambiente.

Al vernos llegar, se separó de uno de los grupos y vino corriendo hacia nosotros Nando el Bolas, un gordo rojizo y de pelo panocha que parecía que en cualquier momento iba a caerse de lo mal que corría.

—Dani, Suso, ¡esperadme!—Carmina y los otros parecía como si no existieran para él—. ¡Esperadme!

Este Nando era un caso raro, pues en los momentos de peleas o discusiones entre nuestra banda (los del cuartel) y alguna otra pandilla del pueblo o del cole, él, que no era de los nuestros, siempre se ponía de nuestra parte, en un extraño ejemplo de cambio de bando. El Bolas decía que lo hacía porque era muy amigo mío y para él la amistad era lo más grande.

Cuando llegó a nuestra altura no podía ni hablar de lo agitado que estaba. Tuvo que pararse, doblándose hacia delante para recuperar el resuello.

—¡Venga, demonios!, dinos que pasa—le increpé yo, agarrándole por el brazo.

—La profe, la profe… ¡Está muerta! ¡Está muerta!—respondió con voz entrecortada.

—¿Cómo que está muerta? ¿Quién se ha muerto?

En esto el Bolas se puso a llorar. «Doña Isabel está muerta…, la han matado».

Vi que Carmina salía corriendo hacia un grupo de amigas suyas que estaban abrazadas llorando. También pude ver como llegaba tras nosotros una pareja de guardias civiles a lomos de sus bicicletas. Uno de ellos era el padre de Suso, pero no nos dijo nada al pasar a nuestro lado, como si no nos hubiera visto. La gente se apartó para dejarles paso y en medio de un espeso silencio entraron de inmediato en el colegio, dejando las bicis aparcadas en la puerta en extraño equilibrio. Esa imagen de los guardias pasando por entre la gente me había distraído momentáneamente de lo que estaba contando el Bolas.

—¿¡Qué demonios has dicho!? ¡Explícate, vamos!—. Y se explicó.

—La encontraron muerta anoche en su casa. Aún no hay nada claro, pero la gente dice que la han matado a golpes… Hoy no hay clase, nos lo acaba de decir don Juan. Nos ha ordenado que nos vayamos, pero nadie se ha movido de aquí.

En esto ya nos habíamos acercado a los grupos de alumnos que había cerca de la entrada. Nunca había visto nada igual: las chicas lloraban, abrazándose entre ellas y los chicos, o miraban al suelo asustados, o hablaban como en susurros, como temiendo molestar a alguien.

Pero yo ya no escuchaba nada de lo que me decía ni Nando, ni nadie. Casi no podía respirar. ¡La señorita Isabel!, Isabel. ¡No podía ser cierto! ¡¿Cómo iba a estar muerta?!

Ella era mi profesora de literatura, pero era mucho más que eso. Era la persona que hacía que me encantara venir al cole. Por ella me había aficionado a cosas nuevas este año, como por ejemplo a la lectura de libros, tanto nuevos como antiguos (clásicos, que diría ella), al teatro, hasta a la poesía. Pero también era mucho más que eso para mí… ¿Era?

—Dani, Dani, ¿qué haces?, ¿te pasa algo? Estás muy pálido—me increpó Suso sujetándome por los hombros y zarandeándome.

—Déjame en paz —respondí, apartando bruscamente sus manos de mis hombros.

—¡Atención! ¡Atención! ¡Escuchadme todos! ¡Guardad silencio un momento!

Se oyó la potente voz de don Juan, el director del colegio, que había salido para comunicarnos algo.

—Imagino que ya todos conocéis la trágica noticia de la muerte violenta de la profesora Isabel Martín. Pues bien: teniendo en cuenta que por una parte la Guardia Civil debe investigar en el centro y por otra, que el claustro de profesores estamos destrozados, y además por respeto a su memoria, hemos acordado suspender las clases durante dos días. Aprovechad para repasar, haced ejercicios y pasad apuntes a limpio. También debéis rezar; debéis pedir por ella y por todos nosotros, que lo vamos a necesitar y también por la Guardia Civil para que atrapen cuanto antes al asesino.

»¡Ah!, otra cosa, si alguno tuviera algo que decir por haber visto cualquier cosa anómala o extraña, o conocer algo que pudiera ser una pista, debéis decírselo ahora mismo a la pareja de la Guardia Civil que está en el colegio. Todos debemos colaborar en lo que podamos. Quizá los guardias necesiten hablar con alguno de vosotros por la investigación. Procurad estar siempre localizables.

Yo ya no quise ver ni oír más. A pesar de que estaba empezando a chispear, decidí no ir a casa directamente, sino que encaminé mis pasos en dirección contraria, hacia la carretera de Valladolid. No le dije nada a nadie; necesitaba estar solo.

No podía estar pasando aquello. ¿Quién podría tener tanta maldad como para matar a una mujer como Isabel?,  tan lista, tan culta, tan buena, tan guapa…

Yo debería ayudar, pero, ¿cómo? Mi padre jamás comentaba nada en casa de sus temas. Si yo me enteraba de algo era siempre por los otros chicos del cuartel que sí que oían cosas en las suyas y luego las compartían con los otros. Como aquella vez hace un par de años en que abusaron de una niña del pueblo dejándola malherida y vejada (esa fue la palabra que me dijeron, ‘’vejada’’, y que yo nunca había oído hasta entonces, y que a mí me sonó y me seguía sonando como si la hubieran dejado sucia o manchada). Suso me contó cómo descubrieron que el agresor había sido un vendedor ambulante de cuchillos y otros utensilios de cocina que había pasado por el pueblo, y que a pesar de haberla atacado aquella noche con la cara cubierta y en una calle oscura, debió dejar alguna pista, pues a los dos días lo habían detenido los guardias cerca de Valladolid y lo habían traído al cuartel esposado y con la cara llena de moratones. Lo de su llegada al cuartel no me lo contaron, eso lo vi yo con estos ojos y esa noche tuve miedo, pues el detenido pasó la noche encerrado en un cuartucho del cuartel que hacía las veces de calabozo, justo debajo de nuestra casa. Al día siguiente le pregunté a mi padre que le pasaría al criminal aquel y me contestó que eso era cosa de los jueces, que yo no me preocupara por aquello, pero que esperaba que éste no volviera a atacar a ningún niño.

Después de andar un buen rato caminando sin rumbo me di cuenta de que había llegado al parque de la Bola, que lógicamente estaba vacío a esas horas de la mañana, y me senté en un banco que dominaba desde lo alto la carretera que atravesaba el pueblo rumbo a Valladolid. Me estaba mojando, pero me daba igual. ¿Habría escapado por esa carretera el asesino o estaría escondido en alguno de los matorrales que se divisaban desde aquí? Aunque parezca extraño, esta vez no me dio miedo. Me estaría haciendo mayor.

Por más que lo intentaba, no lograba imaginarme a Isabel muerta; por cierto, que no sabía aún como había sucedido. Muerte violenta había dicho don Juan. ¿Habría sido con un cuchillo, con una escopeta, con las manos…? ’’A golpes’’ había comentado alguien en la puerta del colegio. Pero a mí solo me venía a la mente su sonrisa o directamente su risa, algo escandalosa y contagiosa.

—Muy bien, Daniel—ella me llamaba siempre así, Daniel, no Dani, como si yo fuera ya un hombre y no un muchacho de dieciséis años—, te estás superando. Aquí hay madera de escritor, te lo digo yo—, me animaba al darme corregida la última redacción que nos había pedido—. Solo tienes que hacer dos cosas para llegar lejos en este maravilloso mundo de la escritura: una, leer mucho, no parar de leer y leer de todo, pero preferentemente cosas buenas y la otra, vivir mucho. No renuncies a nada que tenga intensidad o que desees con toda tu alma. Vive tu vida como creas que debas vivirla, exprímela y ya verás como los temas para escribir te vienen solos. ¡Un diez!

 Yo estaba enamorado de ella. Eso no lo había apuntado en esta especie de diario que estaba escribiendo, pues en casa no había sitio para los secretos, pero me hubiera gustado escribirlo, y no una, sino mil veces y aun más. La amaba desde que llegó a principios de curso desde Valladolid para sustituir a don Fernando y entró en clase con aquella melena rubia suelta, con aquel tipazo que te dejaba sin respiración, con aquellas ropas de mujer de mundo. Yo no sabía cómo vestían las mujeres de mundo pero me gustaba esa expresión que había oído en alguna película. Además era evidente que no vestía como las mujeres del cuartel, o las del pueblo; no, ella tenía otro estilo. Suso me dijo una vez que Isabel debería tener genes de algún antepasado germánico, que ni sus rasgos ni sus ademanes eran celtibéricos. Ese condenado de Suso hablaba así de cursi en ocasiones.

Me vino a la mente un poema que le regalé el día de su cumpleaños, hacía tan solo dos o tres semanas. Con lo que me había costado acabarlo me lo sabía de memoria y lo repetí en mi mente varias veces mientras notaba que por mi cara corrían mezcladas gotas del agua de la lluvia y gotas provenientes de mis ojos.

Se lo di en secreto, muerto de vergüenza, no solo por ella, sino por los otros de la clase. Si se enteraban de eso lo iba a pasar realmente mal. Me despellejarían. «¡Ahí va el mariquita que le regala poesías a la profesora! ¡Pelota, qué eres un pelota!».

Ella estaba sola, sentada en su mesa y ojeando uno de sus libros, descansando en el tiempo de recreo. Su reacción fue sorprendente: lo leyó concentrada una y otra vez, muchas veces. Se le humedecieron los ojos y me miró. Me miró como nunca antes me había mirado. Después de unos segundos de silencio en los que me puse muy nervioso, ella se levantó, se acercó a mí y me acarició el pelo diciéndome:

—Si no fueras tan joven me casaría contigo, mi pequeño Garcilaso. Eres el hombre con más sensibilidad que he conocido. Guardaré toda mi vida este tesoro de poema que me has regalado—dijo esto haciendo desaparecer la cuartilla con el poema entre las hojas del libro que estaba leyendo.

Después, se acercó a mí otra vez y me dio un beso en la mejilla. Yo no podría describir lo que sentí en ese momento, pero creo que me puse mas colorado que un tomate, porque notaba como me ardía la cara como si tuviera fiebre, notaba cómo mi corazón latía de una manera que parecía que iba a estallar y de la emoción no acerté ni a despedirme, ni tan siquiera la dije ‘’Feliz Cumpleaños, Señorita’’. Yo ya había experimentado otros besos con las chicas (tampoco tantos), pues ya había tenido algunos ligues, pero aquello no se parecía a nada que me hubiera pasado antes, ni siquiera a los besos con Andrea. ¡Isabel me había besado!, y me había acariciado, y con aquel beso y aquella caricia y con el poema que yo le había regalado se había establecido una relación muy especial entre nosotros. Un vínculo irrompible.

Y ahora estaba muerta. Pensé que podría ser una pesadilla, que me llamaría mi madre en cualquier momento y que respiraría tranquilo al ver que todo era un sueño. En Olmedo no pasaban esas cosas, aquí nunca había habido un asesinato: peleas, sí; robos, también, aunque pocos, pero crímenes…, ¡jamás!

 Me alegré de haber venido solo al parque, así nadie me había visto las lágrimas porque estaba llorando a moco tendido y ya tenía el pañuelo empapado. Bueno, el pañuelo y todo lo demás, hasta la cartera de cuero estaba chorreando. Esperé un buen rato allí sentado, rememorando cada detalle de mi relación con ella, intentando también recordar si había visto algo extraño o sospechoso en los últimos tiempos, pero no se me ocurría nada. Es más, últimamente se la notaba especialmente dichosa y alegre; incluso nos había contado un día en clase sus planes de hacer un viaje a Italia al llegar las vacaciones, en compañía de unas amigas de Valladolid. Dijo burlona: «Si alguien se apunta, será bienvenido».

Sí que es cierto que por el colegio habían corrido rumores sobre supuestos pretendientes de Isabel: se hablaba de un novio secreto que tenía en Valladolid, incluso se llegó a hablar de que Rogelio, el guardia, también estaba detrás de ella. La Guardia Civil debería investigar a todos ellos. ¡Menudo lío para Rogelio como aquello fuera verdad! También se decía a veces que era un poco rara. Se comentaba que cómo era posible que una mujer tan guapa y tan culta no tuviera ya un novio como Dios manda, o incluso que estuviera casada. Esto último se lo había oído comentar a las mujeres del cuartel. También criticaban la ropa que solía llevar. A la gente le gusta hablar demasiado.

Con el paso del tiempo (debieron pasar unas dos o tres horas) me fui tranquilizando poco a poco y decidí partir hacia el cuartel. Además había cesado aquella llovizna que me había dejado calado. A ver qué decía mi madre cuando me viera volver así a casa. Quizá me estuvieran buscando. A lo mejor yo también era uno de los sospechosos por la especial relación que había tenido con ella y a esas alturas ya era lo nuestro conocido por los guardias, incluso por mi padre. Realmente no sabía a quién habría contado ella lo de mi poema y lo de aquel beso. Aquellos pensamientos me llenaron de temor y de angustia. Debería andar con mucho cuidado. Además estaba el asunto de lo que había estado haciendo el domingo. No quería ni pensar en tener que dar explicaciones de ello.

Llegué a casa a la hora de comer y respiré aliviado al ver que nadie me había echado de menos, pues la atención de todos estaba puesta en el crimen y sus novedades. Por lo visto había venido el capitán de Medina del Campo y, según decían todos, se mascaba la tensión en el cuartel.

Durante la comida (sin la presencia de mi padre, que comió algo en su despacho), escuchamos las noticias en la radio, como siempre, y nos sorprendió esta información suministrada por un supuesto ‘’enviado especial al lugar de los hechos’’:

«Un horrendo crimen ha tenido lugar la pasada noche en el vallisoletano pueblo de Olmedo. La profesora del colegio local Fernando III el Santo, Isabel Martín, de veintiséis años, natural de Ledesma, provincia de Salamanca, fue encontrada anoche, a eso de las diez y media, muerta en la casa que compartía con una compañera del colegio, en medio de un charco de sangre. Precisamente fue su compañera la que se encontró con esta horrible escena al volver a la vivienda. El portavoz de la guardia civil no ha querido comentar el asesinato, tan solo ha indicado extraoficialmente que no ha habido detenciones por el momento y que la guarnición local de la Benemérita ha sido reforzada con especialistas enviados desde Valladolid para la pronta solución del caso. Mientras tanto, se están lanzando por parte de las autoridades llamamientos a la calma y a la colaboración ciudadana».

Seguiremos informando desde Olmedo…

«¡Válgame Dios!», dijo mi madre, a la vez que se santiguaba.

Yo me quedé pensando en quién sería ese llamado portavoz de la guardia civil. Cualquiera menos mi padre, seguro. Imaginé que sería el sargento, como comandante de puesto.

Pasé la tarde encerrado en mi cuarto, haciendo como que estudiaba; no quería ver a nadie. Tan solo a última hora accedí a salir cuando mi hermano pequeño se puso pesado para que jugara con él al parchís. Por no escucharlo le dije que sí. Después, mi madre me mandó llevar la cena a mi padre (bueno solo era un bocadillo de tortilla, un vaso, una jarra de agua y una manzana) al despacho, donde estaba reunido con algunos guardias.

Me sobresalté tanto al oír las voces de mi padre cuando me acercaba a la puerta de su despacho que casi se me cae la bandeja al suelo.

 —¡A mí sus intimidades me importan un pimiento!—. Me quedé como en suspenso, sin saber qué hacer y solo cuando le oí hablar de nuevo, aparentemente más calmado, me decidí a llamar a la puerta. ¿A quién le habría dicho aquello? No llegué a enterarme porque me ordenó que dejara allí fuera la cena y que me marchara.

El segundo día sin clase también se me hizo eterno. No teníamos ganas de jugar a nada y mucho menos de ponernos a estudiar o a pasar apuntes como nos habían indicado. Andábamos como perdidos, intentando asimilar lo que había ocurrido. Para muchos de nosotros aquella era la primera vez en nuestra vida que veíamos la muerte tan de cerca.

Ese día, el martes, a las doce de la mañana, hubo una misa funeral en la Iglesia de San Miguel. Según se decía en los corrillos, porque todo el mundo contaba cosas, ya habían acabado la autopsia (primera vez que yo había oído esa palabra y que, por lo visto, ahora todo el mundo usaba como si fueran expertos en el tema) y después de la misa funeral la familia se llevaría el cadáver a Ledesma para enterrarlo allí.

La iglesia ya estaba abarrotada cuando sonaron las lentas y tristes campanadas llamando a funeral. Realmente eso no era muy difícil porque es bastante pequeña, que no sé yo por qué eligieron esa Iglesia para esta misa. Mucha gente se tuvo que quedar fuera, en la explanada de la entrada y como había mucho ruido, pues la gente del exterior no paraba de hablar, el cura hizo cerrar las puertas. Antes había visto entrar a la que supuse sería la familia de Isabel: los padres, los hermanos y otros familiares, todos de riguroso luto. Se notaba que estaban destrozados, sobre todo la que debía de ser la madre, que casi no podía ni andar. La llevaban del brazo dos jóvenes, que supuse yo serían hijos o sobrinos. Desde donde yo estaba podía oír como lloraban durante la celebración.

Los profesores del colegio estaban allí al completo, con don Juan al frente. Habían mandado una corona de flores que todo el mundo decía que era preciosa, pero que a mí me deprimió aún más. También había periodistas con sus cámaras a cuestas, pero tuvieron la delicadeza de no andar haciendo fotos a la gente; al menos de una manera evidente. Al fondo de la iglesia pude ver a varios de mi pandilla que me hicieron señas para que fuera con ellos, pero yo preferí continuar solo. También vi a mis padres en uno de los primeros bancos.

Yo cometí el error de entrar pronto a la Iglesia y ponerme demasiado delante. Lo pasé fatal, me costaba respirar, como si me faltase el aire; el ambiente aquel estaba pudiendo conmigo, pero no podía salirme a media misa. Y encima la larguísima homilía de don Ramón.

No sabía yo que el cura era tan amigo de Isabel, pero por lo visto sí que lo era. Habló mucho de ella, de lo buena, de lo generosa, de lo integra y honesta que era: «un ejemplo para todos los jóvenes de hoy en día» (esas fueron sus palabras). Habló de la afición que compartían por la literatura, habló de su cultura y de su sensibilidad, nos informó de sus obras de caridad (que yo también desconocía), insistió en el recuerdo imborrable que dejaba aquella mujer en Olmedo y consoló como pudo a su familia. Ya acabando y casi con la voz quebrada por la emoción, bramó contra el autor del crimen y pidió, por un lado, que cayera sobre él todo el peso de la justicia, pero por otro, pidió a su familia fuerza cristiana para perdonar y no dejarse llevar por el odio.

Yo no entendí muy bien aquello. ¿Cómo se podía pedir ‘’todo el peso de la justicia’’ y a la vez pedir el perdón para él?

Durante los días siguientes al asesinato hubo una actividad frenética en el pueblo. Los guardias hacían preguntas a todo el mundo y tomaban nota de todo. Por el cuartel no paraba de pasar gente a declarar y también aparecieron por Olmedo muchos periodistas con sus bolis y sus cuadernos, sus grabadoras y sus cámaras.

Parecía que todo había cambiado en el pueblo. La gente estaba pendiente de los partes de radio y de los periódicos y no se hablaba de otra cosa. Bastaba que la Guardia Civil mandase aviso a alguien para personarse en el cuartelillo o que una pareja entrase en cualquier casa para tomar declaración, para que se disparasen los rumores y las miradas desconfiadas.

 En mi casa estaba prohibido hablar de este tema, al menos cuando estaba mi padre delante, que debo decir que andaba más serio y preocupado de lo normal (que ya es decir) y casi no le veíamos el pelo.

El mismo día del funeral, por la noche, como aún no teníamos colegio le pedí a mi madre permiso para bajar a ver una serie de televisión a casa del sargento Dionisio, el padre de Suso (echaban esa noche ‘’El Santo’’, que me encantaba y como nosotros no teníamos televisión, pues bajábamos a casa de estos amigos). En el descanso de la serie, Suso me dijo al oído que quería hablar conmigo, que tenía algo importante que contarme.

Como si fuéramos dos conspiradores salimos fuera sigilosamente, al patio del cuartel, que en ese momento estaba vacío, a oscuras,  en silencio; aunque nada más salir, Lucas se vino corriendo y ladrando hacia nosotros esperando que jugáramos con él.

—Escúchame, Dani: hoy al mediodía he oído a mi padre decirle a mi madre que estaban investigando en tres direcciones en ‘’el caso de la profesora asesinada’’ y que de confirmarse una de ellas, la que además parecía más probable en ese momento, ello podría suponer un grave problema, tanto para el teniente como jefe de la Línea, como para él, como comandante de puesto.

—¿Qué dices, bocazas?, ¿de qué estás hablando?—le repliqué sorprendido. .

—¡Como lo oyes! Eso fue lo que dijo mi padre con total claridad. Si no fuera verdad no te lo diría. ¡Te lo juro! Estuve intentando enterarme de qué iba eso, pero no saqué en claro de nada más. Mi padre acabó la conversación con un misterioso: «¡Sería un escándalo tremendo, tremendo!».

Me quedé pensativo; Suso nunca hablaba por hablar. Siempre parecía que andaba dos pasos por delante de todos; no solo veía cosas y se enteraba de historias que los demás ni olíamos, sino que se fijaba en detalles invisibles para nosotros, y además sacaba conclusiones que a los otros de la pandilla no se nos ocurrirían. Un día me contó que quería ser periodista, pero que cuando se lo dijo a su padre, al sargento, este le dio un bofetón: «Deja de decir tonterías; tú harás una carrera como Dios manda, o si no… guardia civil».

Me quedé muy preocupado y ya no me enteré de nada en la segunda parte de ‘’el Santo’’. ¿Qué podría ser aquello tan grave?

Cuando subí a casa saqué del armario un cuaderno nuevo, lo etiqueté como: ‘’Mi Agenda Nº 3’’, y empecé a escribir sobre estos sucesos, empezando en el fatídico domingo. Esto de escribir sobre las cosas de mi vida también me lo había inculcado Isabel. Ella me había dicho: «Deberías escribir un diario, Daniel; verás cuantas satisfacciones te da; además así practicas la escritura y te vendrá bien». Le hice caso, siempre lo hacía; aunque a mí lo de ‘’diario’’ no me gustaba, me sonaba a algo más propio de niñas. No; lo mío sería algo distinto; ya había completado este curso dos cuadernos, pero este tercero, por fuerza, sería muy diferente. Su muerte lo había cambiado todo. Ella me dijo que escribiera en él todo lo que se me ocurriera, que no me pusiera límites ni censuras, pero yo sabía que eso no era posible, que debía andar con cuidado.

 

CAPÍTULO 2

Veinticinco años después. Salamanca, 21 de Enero de 1994.

¡Aquel maldito caso de Isabel Martín Caballero! No he podido olvidarlo a pesar de los años que han transcurrido. Para ser prácticamente mi último asunto en la Guardia Civil la de quebraderos de cabeza que me dio, y no lo digo solo porque la presión del capitán Sarmiento llegara a ser insoportable; hubo más cosas negativas y dolorosas en aquel caso.

Lo he revivido en mi mente decenas de veces, repasando todos y cada uno de los detalles y en esta ocasión, para asegurar la precisión de lo expuesto, me ayudaré de mis apuntes y de los papeles que he conservado, pues aunque Carmen se pase el día protestando por la cantidad de libros y de carpetas que he ido acumulando a lo largo de mi vida, ya debería saber que no me voy a separar nunca de ellos, ni tan siquiera cuando estas memorias estén acabadas, encuadernadas y repartidas entre mis hijos y nietos.

Pero mejor vayamos por partes. Recuerdo con total nitidez cómo empezó aquello.

Olmedo, 4 de Mayo de 1.969. Domingo

Todo comenzó aquella noche de mayo en la que me encontraba, después de cenar, en el cuarto de estar de nuestra vivienda en Olmedo, haciendo el crucigrama del periódico, siendo solo alterada la tranquilidad y silencio de la casa por los ruidos que en ocasiones provenían de la cocina, donde estaba trajinando Carmen ayudada por nuestra hija.

Entonces sonaron con fuerza aquellos golpes en la puerta del cuartel. Me parece estar oyéndolos ahora mismo. Desde el momento que los oí supe que algo grave había sucedido, incluso antes de oír las voces angustiosas que llegaron a continuación: ’’¡Abran, abran por Dios!’’ Mi instinto me puso en guardia de inmediato. No tardarían en llamarme…

—A sus órdenes, mi teniente—dijo Fuentes plantado en posición de firmes en la puerta de mi casa—. Creo que debe bajar inmediatamente. Ha venido una señorita muy alterada a informarnos de que su compañera de piso ha sido brutalmente asesinada. Me acaba de decir, entre llantos, que al volver esta noche después del baile a la casa que compartía con la víctima, encontró a su amiga tumbada en el suelo y bañada en sangre y que ya no pudo ver más, pues, presa del pánico salió corriendo y vino hasta el cuartel a pedir ayuda. Ya he avisado al comandante de puesto, que se ha quedado con ella mientras yo subía a darle parte.

—Está bien, baje usted enseguida y no se separen de ella ni un segundo, que ahora mismo voy—le contesté—. ¡Ah!, y avise a Valdés, el escribiente, que vaya también a la oficina para iniciar los atestados. Vamos a hacer el primer interrogatorio en el cuarto de armas. Y llame también a Rogelio para que prepare el coche y lo lleve a la puerta. Saldremos enseguida hacia el lugar de los hechos.

Después de pasar por mi habitación para ponerme los zapatos y recoger el cinto, la pistola y el tricornio, me acerqué a la cocina y le dije a mi mujer:

—No me esperes levantada; llegaré tarde.

En aquel primer y rápido interrogatorio nos informó de muy poco aquella mujer, que resultó ser una profesora del colegio llamada Lucia Montes Calvo. Estaba sufriendo una especie de ataque de nervios y casi no podía ni articular las palabras. Esperamos a que se serenara un poco, para lo cual le dimos una taza de manzanilla y una pastilla de no sé qué que trajo Amalia, la mujer de Fuentes, la cual, por lo visto, entendía bastante de ataques de nervios.

En cuanto se hubo serenado un poco partimos hacia su vivienda los cinco: el sargento Suárez, los guardias Aldecoa y Valdés, ella y yo, no sin antes haber mandado aviso de lo sucedido al Juez de Instrucción de Medina del Campo,  el cual a su vez se ocuparía de avisar al médico forense.

Antes de salir hice también una llamada a mi superior jerárquico, el capitán Sarmiento, para informarle de los hechos y solicitarle ayuda en el tema de análisis científicos, pues en mi línea, a Dios gracias, no éramos expertos en crímenes violentos ni teníamos medios avanzados para la búsqueda de pruebas incriminatorias. En aquella época aun no se había creado el laboratorio de Criminalística en la Guardia Civil y lo más que podíamos esperar era la ayuda de algún experto de la Comandancia en estos temas que nos ayudara con sus conocimientos y sus medios.

El capitán se comprometió a hablar de inmediato con los jefes para que nos enviaran a alguien, a la vez que me indicaba que al día siguiente por la mañana se desplazaría él mismo desde Medina a Olmedo para ‘’reforzarnos’’.

La casa estaba en una estrecha calle sin asfaltar situada a las afueras del pueblo, al lado del camino que va a la estación. Me sorprendió que dos profesoras del colegio vivieran en un sitio tan alejado del centro y en una casa aparentemente tan humilde. Lo primero que observamos fue que había ausencia total de iluminación en esa vía pública y como la noche no podía ser más oscura, constatamos que cualquiera habría podido acercarse hasta la vivienda, entrar en ella, asesinar a aquella pobre mujer y marcharse tan tranquilamente, sin que nadie hubiera visto nada. Si algún día hubo bombillas municipales en aquella calle, la puntería de la gente menuda había dado buena cuenta de ellas.

La puerta estaba entreabierta, por haberla dejado así Lucía en su alocada huida, pero aparentemente nadie se había percatado de lo sucedido porque seguía reinando total tranquilidad y un silencio sobrecogedor en la calle, solo alterado por algunos ladridos lejanos.

Era una vivienda de una sola planta, con las ventanas exteriores protegidas por unos viejos barrotes de hierro oxidados y una puerta de tablas y clavos redondos, que chirrió al empujarla. Entramos en la casa cruzando un modesto recibidor que tenía la luz encendida y que daba acceso directamente al salón de la casa, donde nos dimos de bruces con el cadáver.

La víctima estaba tumbada en el suelo, en el centro de la sala, entre dos sillas caídas y en medio de un gran charco de sangre que ya se había espesado y adoptado un color negruzco. Daba la impresión de ser una muñeca rota, con los brazos y las piernas en una posición totalmente antinatural. Aún llevaba puesta una bata de andar por casa que estaba totalmente ensangrentada y que por efectos del golpe o de la caída o de la pelea, se encontraba entreabierta, dejando a la vista sus prendas interiores. Aunque tenía la cabeza extrañamente ladeada, se apreciaba perfectamente que se la habían destrozado con algún objeto contundente. Había tanta sangre que tuvimos que andar con mucho cuidado para no pisarla. Yo, por desgracia, ya había visto más cadáveres en mi vida, tanto en tiempos de paz como en la guerra, pero debo decir que aquel fue el que más honda impresión me produjo. Y no solo a mí, el sargento Suárez estaba más blanco que una pared y Valdés se había quedado en la puerta con su carpetón en la mano, como sin saber qué hacer, como sin atreverse a entrar y Lucía, bueno, a Lucía le faltó poco para desmayarse y tuvo que sentarse un momento escondiendo sus sollozos entre sus manos. Valdés hizo ademán de encender uno de sus cigarrillos de caldo, acción que detuve de inmediato con un gesto de mi mano; no quería que empezáramos a contaminar ya la escena del crimen. El sargento se ocupó de verificar que no hubiera nadie más en la casa.

No teníamos más remedio que tranquilizarnos y familiarizarnos con aquello, porque íbamos a pasar bastantes horas allí. Debíamos esperar a que llegara el juez y el forense y seguramente también los especialistas de la comandancia para el tema de las huellas. Teníamos que fijarnos en todo, pero sin tocar nada.

En cuanto Lucía se recuperara un poco deberíamos hacer, con su ayuda, una primera inspección ocular de la casa, aunque con mucho cuidado para no estropear pruebas.

En el salón había pocos muebles: una mesa camilla, un antiguo sillón de oreja, cuatro sillas, dos de ellas caídas cerca del cadáver y un viejo y desvencijado aparador donde descansaba un gran aparato de radio y dos pilas de libros en difícil equilibrio, que tapaban en parte una representación en relieve de la Última Cena. En un rincón del salón, entre la puerta que daba al pasillo y una ventana que daba al exterior, había una especie de estantería a medio montar, y unos tablones en el suelo pendientes de encontrar su ubicación definitiva en el mueble y junto a ellos, una sencilla caja de herramientas abierta. También vimos un bolso, que Lucía identificó como suyo, caído al lado de la puerta de entrada. Al fijarnos en el bolso nos percatamos que había unos restos de barro al lado. Nos miramos con cuidado los zapatos. Ninguno de nosotros llevaba esa substancia adherida. Esperaríamos al especialista de Valladolid antes de tocar aquello.

Después, en compañía de Lucía recorrimos la vivienda, observando que tan sólo disponía de dos dormitorios, un pequeño cuarto de baño y una cocina, esta sí bastante amplia. ¡Ah!, y una especie de lavadero-tendedero al cual se accedía desde la cocina y que observamos que tenía la puerta cerrada desde dentro con un pestillo. Pudimos ver que todas las ventanas también estaban cerradas sin signo alguno de haber sido forzadas.

Sí que fue una noche larga. Llegaron poco después el juez y el forense. El primero, don Venancio, veterano ya de la carrera judicial y cercano a su jubilación, igual que yo, llegó con el mismo vestuario que siempre le había visto: un sobrio traje gris y camisa y corbata oscura, todo a juego con su triste y cansado aspecto y el segundo, cuyo nombre no recuerdo ni lo he encontrado entre mis papeles, era joven, de trato afable y muy desenvuelto. Llevaba, en mi opinión, una vestimenta demasiado informal para las gestiones que tendría que hacer, pero los dos, el viejo y el joven, el formal y el informal, se quedaron igual de conmocionados al ver aquello.

Lo primero que hizo el forense fue colocarse una bata blanca, unos guantes y unos extraños protectores en los zapatos y tan pronto como Lucía se hubo tranquilizado y hubo identificado oficialmente y sin dudar a la víctima como Isabel Martín Caballero, su compañera de vivienda, el forense certificó formalmente la muerte, iniciando de inmediato acciones preliminares para determinar la hora aproximada de la defunción, para lo cual le realizó lo que ellos llaman una ‘’termometría rectal’’ y que preferiría  no tener que explicar en qué consiste. Entre esa prueba y las manchas de color rojo violáceo que ya presentaba el cadáver en múltiples partes del cuerpo y la rigidez cadavérica que mostraba en cara, cuello, y también empezando a notarse en las extremidades, llegó a una conclusión sobre el momento del fallecimiento. Nos indicó, mientras se quitaba los guantes usados en dichas pruebas y reconocimientos, que databa la muerte entre las nueve y las diez del día anterior, pero su conclusión oficial la daría con el informe de la autopsia. Al decir eso todos miramos nuestros relojes. Eran las tres y veinticinco de la madrugada; esto es, la muerte se había producido unas seis horas antes. También nos informó el forense que no había heridas o moratones en brazos o manos, lo que indicaba que no había habido lucha o resistencia. Asimismo nos hizo notar que la fallecida llevaba puesta una cadena de oro de la cual colgaba una cruz del mismo metal; además, seguía llevando su reloj, lo cual nos llevaba a desechar el robo como móvil del crimen. Descartamos también, provisionalmente, cualquier sospecha de agresión sexual; la víctima mantenía intacta su ropa interior y no se apreciaba ningún rasguño o moratón alrededor de sus partes intimas. Lógicamente esas primeras impresiones deberían ser refrendadas por la autopsia, pero de aquella inspección ocular estábamos sacando jugosas informaciones.

En el momento que estaba finalizando sus explicaciones el forense, entró por la puerta un cabo al cual no conocíamos ninguno de los presentes, que se presentó, después de saludarme marcialmente, como Manuel Montero Navarro, enviado desde la Comandancia de Valladolid como especialista en investigación criminal y asignado a este caso. Su acento denotaba al instante sus orígenes andaluces. El capitán se había portado esta vez y había cumplido su palabra consiguiéndonos con celeridad este recurso.

 El cabo Montero no llegaría a la treintena, era alto, moreno y bien parecido, y  desde el principio aparentó tener nervios de acero, pues de todos los que entramos por aquella puerta esa noche, él fue el único que mantuvo la calma desde el principio y enseguida inició sus actividades con la pericia y soltura de un profesional experimentado. Abrió el maletín que traía, sacó una cámara de fotos y empezó a fotografiarlo todo; después hizo en su cuaderno una especie de croquis o plano de la sala y otro del recibidor, ubicando exactamente la disposición del cadáver y del resto de objetos y tras ello, nos pidió colaboración para intentar reconstruir los pasos dados por el asesino y por la víctima, por lo cual procedimos a revisar nuevamente toda la casa. Pudimos observar que había restos de aquel barrillo en el pasillo, en la cocina y por supuesto en varios sitios del salón y en el recibidor.  Al margen de eso, todo en el resto de la casa estaba en su sitio y sin ningún signo de manipulación, registro o sustracción. Bueno, todo no; observamos en la mesa de formica de la cocina un vaso con agua que parecía romper el orden total de la estancia, y a su lado era bien visible una mancha de algo oscuro, como parduzco y del tamaño de una moneda de dos reales. El cabo tomó muestras de aquella substancia que guardó con cuidado en una cajita transparente. No encontramos por ninguna parte de la casa el posible objeto usado para la agresión. Bueno, no encontramos ni el objeto de la agresión ni prácticamente nada: ni cuerdas, ni colillas, ni pisadas marcadas en la sangre, ni objetos extraños, ni ausencia de algo que debiera estar y no estaba, ni ninguna ventana abierta o forzada. Nada. Papeles y libros, muchísimos, pero pistas concretas, ninguna.

El cabo tomó con unas pinzas muestras de aquel barrillo que había en varias zonas de la casa y lo introdujo en una bolsita. Antes de guardarlo, lo miró detenidamente, lo  olió, y simplemente dijo: «Parece barro traído hasta aquí por unos zapatos. ¿Ha llovido recientemente?». Le contestamos que por lo menos hacía un mes que no llovía. Luego revisamos todos los zapatos de la casa, por ver si alguno de ellos llevaba las suelas impregnadas de barro pero no encontramos nada. En los que Lucía llevaba puestos tampoco.

Inspeccionamos después con detalle el dormitorio de la víctima. En principio parecía que estaba todo en orden y la cama hecha. En la mesilla de noche, en su segundo cajón, había bastantes cartas, papeles y lo que parecía ser una agenda personal, por lo que le pedimos autorización al juez para llevarnos el cajón entero al cuartel para su estudio, cosa que su señoría aprobó en el acto.

Después, el especialista procedió con una minuciosidad que yo no había visto nunca a buscar huellas por la casa, tarea a la que dedicó no menos de dos horas, pues revisó la casa entera, tanto por dentro, como por fuera: en la puerta, en las ventanas, en las persianas, en el timbre, en el vaso, en los pomos, en la radio, etc.; por todas partes expandió los polvitos esos y tomó muchas fotografías. Después le cogió las huellas a Lucía para cotejos posteriores y, lo más escabroso: le tomó las huellas a la fallecida, y no de uno o dos dedos: ¡de los diez!, con el fin, según nos dijo, de descartarlas del total que consiguiera revelar en la casa (huellas de inocente las llamó él). A la vez que se las tomaba a Lucía, le preguntó si habían hecho limpieza en la casa el fin de semana y si les había ayudado alguien, a lo que ella respondió que, efectivamente, el sábado por la mañana lo habían dedicado las dos a ese asunto y sin ayuda de nadie. Por la tarde, Isabel se fue a Valladolid, de compras y de gestiones, pues estaba preparando con unas amigas un viaje a Italia para el verano. En ese punto pregunté yo que a qué hora había vuelto y si tenía los datos de esas amigas, a lo que me contestó que se había quedado a dormir en casa de una de ellas y que había vuelto en la mañana del domingo, a eso de la una. No tenía su dirección; tan solo sabía que  se llamaba Margarita.

 De aquella primera inspección ocular sacamos la impresión, y así la compartimos con el Sr. Juez, de que Isabel le había abierto la puerta al asesino, luego habían pasado ambos al salón y, en un determinado momento (no sabíamos si de modo inmediato o después de una conversación y seguramente también discusión), el visitante la había golpeado con algún objeto en la cabeza, probablemente por detrás, porque, como he dicho antes, no había signos de pelea o intento de resistencia o de evitar el impacto. Las manchas de sangre indicaban claramente que la agresión se produjo íntegramente en el salón. Debió de tratarse de un ataque brutal e imprevisto. No intentó robar nada, no rebuscó nada; el asesino llegó, mató, se dio una vuelta por la casa y desapareció. Si los restos de barro en el suelo procedían de sus pisadas, ellos nos daban una idea bastante precisa de los pasos dados por el agresor en la casa. Del salón pasó al pasillo y de ahí a la cocina, sin entrar en los dormitorios; quizá bebió agua en aquel vaso y luego abandonó la casa.

Valdés levantó un acta detallando todas las gestiones, quedando en enviar copia del mismo debidamente firmada al Sr. Juez y al Forense.

Después de estas diligencias, su señoría ordenó el levantamiento del cadáver y antes de abandonar la vivienda echamos una sábana sobre el cuerpo sin vida de aquella pobre mujer. Después regresamos al cuartel, no sin antes llevar a Lucía a la plaza Mayor, a la pensión de Virtudes. Ella se quedaría allí de momento. Ordené a Aldecoa que se quedara en la puerta de la casa vigilando para que no entrara nadie y que esperara allí hasta nueva orden. El cabo Montero decidió volverse a Valladolid declinando nuestra invitación para que descansara en el pabellón de solteros del cuartel. Por lo visto quería iniciar sus trabajos de laboratorio cuanto antes.

Al despedirnos, don Venancio me apartó un momento para decirme:

—Maneje la investigación como mejor le parezca, teniente, como siempre, pero por favor manténgame informado de los pasos que vayan dando y de las novedades que se vayan produciendo, pues este caso va a traer mucha cola y debemos andar con sumo cuidado tanto usted, como yo. No dude en pedirme aprobación para cualquier gestión que requiera de mi intervención. No podemos fallar en este asunto, pues seguramente será el último en nuestras carreras y no estaría bien que tuviéramos una mancha a estas alturas.

—Cuente con ello, Señoría. Mañana empezaremos con los interrogatorios a los vecinos y haremos una inspección más detallada de la casa y de los alrededores, así como de las pertenencias de la víctima en el colegio. Yo, por mi parte, voy a interrogar a su compañera de piso, a la que ya conoce; no porque sospechemos de ella, sino por ser la fuente más válida de información sobre las amistades, relaciones y tipo de vida de la fallecida. Le tendremos puntualmente informado. Le ruego que tan pronto esté ultimado el informe completo del forense nos haga llegar una copia.

—Imagino que habrán avisado a la familia, ¿no?

—Por supuesto, Señoría. Ya están avisados. Los padres viven en Ledesma; no tardaran en llegar.

Con eso nos despedimos. El juez y el forense se fueron a Medina y nosotros volvimos al cuartel, donde yo, después de dar instrucciones a los guardias para que me avisaran si llegaba la familia, me fui a intentar descansar un poco; los días siguientes iban a ser muy movidos.

No pude dormir ni dos horas, pues a eso de las ocho llegaron los padres y dos hermanos de la fallecida. A pesar de la conmoción que habían sufrido demostraron en todo momento una gran entereza. Les di el pésame y les informé someramente de lo ocurrido, poniéndonos a su disposición para las desagradables gestiones que sin duda deberían afrontar en las próximas horas.

Respecto al tema de la investigación, decidí que me involucraría totalmente en la dirección de este caso, junto con el sargento Dionisio Suárez como comandante del Puesto y el guardia Fermín Paniagua, un veterano que se las sabía todas y conocía a todo el pueblo por llevar en este destino más de ocho años; además, su carácter amable y conciliador compensaría un poco el temperamento rudo y colérico del sargento.  Como primera misión se iban a ocupar ellos dos de la tarea de recorrer el barrio entero buscando cualquier cosa que pudiera servir de pista: posibles testigos, rodadas de coche, objetos abandonados, manchas extrañas; lo que fuera. Valdés y yo iríamos a tener una larga conversación con Lucía tan pronto acabara la visita del capitán, que debería estar a punto de llegar.

Ya he citado un par de veces al capitán Sarmiento, que por entonces estaba al mando de la compañía en Medina del Campo, y de la cual dependía la línea de Olmedo. Se trataba de un hombre más bien flaco, de mediana estatura, de pasos cortos y rápidos, mirada huidiza y hablar atropellado. ¡Ah! y un ridículo bigotito a lo Charlot.  Nunca fue santo de mi devoción y quizá más adelante se pueda ver el porqué.

Se presentó junto con su ayudante en el cuartel de Olmedo el lunes por la mañana a primera hora, y tras recibir de nuestra parte las correspondientes novedades e informe de las gestiones realizadas en las pocas horas de investigación, decidió visitar de inmediato la escena del crimen, por lo cual nos tuvimos que desplazar de nuevo hacia allí él, su ayudante y yo. El cadáver ya no estaba, pues según nos indicó Aldecoa (que seguía de vigilancia en la puerta de la casa) acababan de llevárselo en un coche fúnebre al Instituto Anatómico Forense de Medina. Nos informó que la familia se había dirigido también hacía el citado organismo.

Posteriormente, estando ya de vuelta en el cuartel, el capitán nos echó una anodina y confusa arenga al grupo de la investigación, indicándonos además con su habla acelerada y monocorde que según su amplia experiencia en crímenes y delitos variados, tal caso no debería llevarnos más de ocho o diez días para su resolución. Estas fueron algunas de sus arrogantes palabras:

—Es evidentequenosetrata deunrobo ni de una agresión sexual, porlotanto simplementeinvestigando su círculo   de allegados encontraran sin problema al agresor. Céntrense en ellos y dejen bien alto el pabellón de la Guardia Civil. ¿Algunapregunta?

Hubo un silencio prolongado, algunas risitas ahogadas y miradas dispersas. Después, dirigiéndose a mí expresamente, continuó:

—Cualquier ayuda que precise, teniente, no dudeenpedirla, pero esto hay que resolverlo a la mayorbrevedad. La Comandancia así me lohatrasmitido. Estoy seguro de que antesdejubilarse dejará este caso completamenteresuelto, con la misma eficacia que otras veces ha demostrado.

—Cuente con nuestra total entrega, mi capitán —contesté yo cuadrándome y simulando entusiasmo, para ver si se marchaba de una vez y nos dejaba continuar con las investigaciones.

                                         *** 

—Antonio, ¿te vas a quedar también esta noche escribiendo ?—era la voz de Carmen proveniente de la habitación—. Acuérdate que mañana viene Daniel con las niñas a vernos y no te deberían encontrar muerto de sueño.

—Anda, duérmete y no te preocupes por mí, que enseguida voy.

Escuchando su voz en el silencio de la noche, no sé por qué me ha venido de nuevo a la memoria esa frase que cité antes y que pronuncié aquella fatídica noche:

‘’No me esperes levantada; llegaré tarde’’.

¿Cuántas veces habría escuchado mi mujer esa frase de mi boca? Y qué poco sensible había sido yo a su preocupación y sufrimiento: «La mujer que se casa con un guardia civil ya sabe lo que le toca». Esa era mi ‘’agradable’’ respuesta si alguna vez ella, siempre de un modo discreto, dejaba caer alguna queja o comentario por mis continuas ausencias o mi disponibilidad total al servicio de mis misiones en el cuerpo, sin horarios y sin límites. La familia o la vida personal nunca eran prioritarias.

 Servicios en los Pirineos leridano en aquellos duros años de los maquis, servicios de control de carreteras y caminos en los tiempos del estraperlo, servicios inacabables en el Puerto de Barcelona, vigilancias de cuerdas de presos con caminatas interminables por las tierras de Castilla, servicios de persecución de fugados, y tantos y tantos otros que me hacían despedirme de mi esposa con esa simple y superficial frase, como si no pasase nada, como si saliera a dar una vuelta con los amigotes o a jugar una partida de cartas.

La verdad es que hablábamos poco; bueno, yo he hablado poco con todo el mundo, como si hubiera que economizar las palabras, como si con los gestos fuera suficiente. Esperaba que con un simple movimiento de las cejas o por un rictus imperceptible de la boca o del bigote ya supiera mi mujer o los hijos, o incluso los guardias y los paisanos, cual era mi pensamiento y mi deseo, y cierto es que la mayoría de las veces lo acertaban.

Con mi mujer solo hablaba normalmente de los hijos: de su educación, de su salud, de sus necesidades, de sus faltas (de eso poco, porque ella siempre andaba ocultando y tapando sus errores para que yo no los castigara). Con los hijos, casi nada: tan solo de los estudios.  Con los amigos (¿he tenido yo realmente amigos?) tampoco hablaba mucho: de fútbol o de toros, algo, aunque fuera para acabar discutiendo; de política, nada: eso ni mentarlo. Solo faltaría que me hubiera puesto a discutir en el bar Meysa con el Alcalde, o con el farmacéutico, o con aquel médico asturiano de nariz ganchuda y bastón de pomo de plata que era tan fanfarrón, o con el cura, que, vaya, vaya con el cura y sus ideas ‘’progresistas’’. Con ellos hablaba de las cosas que me interesaban a mí por mi trabajo. ¿Quién se había ido de repente?, ¿quién había vuelto?, ¿quién se había peleado?, ¿qué se decía por el pueblo de esto y de aquello?, ¿quién parecía que estaba gastando mucho dinero?, ¿qué pleitos o disputas había entre la gente? ¿Quién se destacaba en sus críticas al gobierno?

 Pero ahora ya era tarde para compensar tanta falta de palabras entre nosotros, tantas cosas no dichas, e incluso algunas otras dichas cuando debieran haber sido calladas. Y encima, lo de mi hijo Daniel, que ha cometido los mismos errores que yo siguiendo milimétricamente mis pasos. También él llegó tarde con su mujer, demasiado tarde. Mejor me acuesto o me pondré a llorar.

                                       ***

Hay palabras que con su mero sonido ya consiguen un efecto instantáneo en las personas; son grupos de sonidos que predestinan ya el mensaje que incorporan. Un ejemplo de ello es: ‘’Instituto Anatómico Forense’’.

Cuando  escuchas esas tres palabras unidas, palabras que por separado tienen un significado definido, comprensible, científico, casi aséptico, sientes como un escalofrío recorriendo tu cuerpo, como si se hubiera abierto una ventana a la oscuridad, a lo desconocido, a lo tenebroso. Detrás de la impresión fúnebre que lleva incorporada el sonido de esas palabras, llega el conocimiento pleno de su significado, las otras imágenes que asociamos al término, y empiezas a visualizar en tu mente batas blancas, frías mesas de mármol, formol, alcohol, bisturís, escalpelos, cuerpos desnudos tapados por una sábana, sin vida, sin alma. 

 Su cuerpo está en el ‘’Instituto Anatómico Forense’’, le dijeron a los padres.

Se las arreglaron para que la madre no entrara a ver el cuerpo destrozado de la hija; tan solo entraron el padre y el hermano mayor. La reconocieron y trasladaron a los demás un caritativo relato de su estado.

El médico al cargo les indicó que a lo largo del día finalizaría sus trabajos y podrían disponer del cuerpo a última hora de la tarde. Cuando abandonaron las citadas dependencias no habían pasado ni doce horas desde que la terrible noticia había llegado a través del cable telefónico a sus casas. Doce horas y toda su vida, todo su mundo, había cambiado para siempre. No sabían qué hacer ni adónde ir y algunos decidieron buscar una Iglesia abierta en Medina, buscar el consuelo de la fe, aferrarse a las creencias para poder seguir adelante. Otros, en cambio, decidieron ocuparse de las gestiones, de los traslados, de los papeles, de los objetos personales de Isabel, de los seguros, de todo lo que fuera necesario con tal de estar ocupados, activos. Organizaron un sencillo velatorio en una pequeña sala de la funeraria y recibieron algunas visitas de allegados que quisieron acompañarles en aquel duro momento, y ninguno de ellos pudo dormir en la pensión que habían buscado al lado de la plaza Mayor de Medina. Al día siguiente partieron en comitiva con sus coches detrás del furgón fúnebre rumbo a Olmedo, donde a las doce de la mañana se iba a celebrar una misa funeral, previa al traslado a Ledesma donde recibiría cristiana sepultura.

CAPÍTULO 3

 Salamanca, 22 de Enero de 1994.

Solo fue una siesta de media hora, pero resultó deliciosa. La verdad es que necesitaba un descanso así. Además fue muy agradable despertarse con las risas de mis hijas que llegaban desde el salón donde jugaban con el abuelo. Suponía yo que estarían o bien escuchando los relatos de sus memorias, o bien revisando fotos de cuando yo era pequeño, que eso las hacía partirse de risa.

Me dio pena tener que cortarles la diversión. ¡Disfrutan tanto con los abuelos!; con estos y con los otros, con los de Sevilla. Reconozco que en ese apego por la familia han salido más a su madre, a Rocío.

—A ver, niñas, ¿qué es eso que os estaba haciendo tanta gracia?, que me habéis despertado con vuestras risas.

—¡Qué bueno, papá!—dijo Macarena, la pequeña, volviéndose hacia mí—, el abuelo nos estaba leyendo historias de cuando él era un niño, de las cosas a las que jugaban en su pueblo.

—Los niños jugaban a la calva y las niñas al corro de las patatas —precisó Rocío.

—Sí, y al ‘’donde están las llaves matarile rile, rile’’ —añadió divertido el abuelo, encantado de la atención que estaban prestando ellas a sus memorias.

—Además hacían el jabón en casa, ¿lo sabías papá?, y mataban a los cerdos y luego se los comían. ¡Uff, qué asco! —continuó Macarena, haciendo unas muecas graciosísimas.

—A eso lo llamaban la matanza—puntualizó la mayor, como siempre tan precisa y detallista.

—Claro que lo sabía—contesté yo —. Cuando yo era pequeño también hacíamos el jabón en casa; que sepáis que olía fatal mientras se preparaba, y también recuerdo alguna matanza en casa de mis abuelos. A mí no me gustaba ni una cosa ni otra. Siempre intentaba quitarme de en medio. Pero venga, niñas, tenéis que empezar a recoger vuestras cosas, que no tardaremos en irnos a Medina y así también dejáis descansar un poco al abuelo, que menudo tute le estáis dando.

—De eso nada—replicó mi padre cerrando el carpetón con sus papeles—, que a mí no me dan ninguna guerra. Son dos niñas buenísimas, y muy listas. ¿Sabes que me han estado contando lo que quieren ser de mayores?… ¡Venga!, decídselo a vuestro padre.

 —¿Ah, sí?—respondí yo poniendo cara de intrigado—. Me interesa mucho conocer esos planes, para ver si las notas van por el mismo camino. A ver, ¿quién empieza?

—¡Yo, papá!—gritó divertida Macarena, incorporándose de su postura preferida: de rodillas en la silla y apoyando los codos en la mesa. Se volvió hacia mí y con los dos brazos en alto gritó:

—¡Yo voy a ser guardia civil, como el abuelo y como tú, papá, para detener a los malos!

—¡Muy bien! ¡Saluden a la coronela Macarena!—respondí yo acercándome a ella y levantándola en mis brazos hacia el techo, mientras ella se partía de risa— ¿Y Rocío?

 —Yo voy a ser escritora—dijo la mayor en voz baja, como avergonzada—. Escritora como tú, papá.

—Pero yo soy guardia civil, hija.

—Ya lo sé, pero por las noches escribes, y yo sé que lo que más te gustaría es ser escritor. Haces unas poesías muy bonitas.

Me quedé helado. Nunca había hablado de ese tema con ellas, ni creo que con nadie. Ni se me había pasado por la cabeza el pensar que se hubieran fijado en eso. Y además me leían las poesías y los relatos sin yo saberlo. Debería andar con más cuidado.

—De todas maneras ser guardia civil y ser escritor es lo mismo; nos pasamos el día escribiendo informes —No creo que ellas entendiesen aquella ironía mía, pero mi padre seguro que sí.

—Vuestro padre es un buen guardia civil y un buen escritor—dijo mi madre que acababa de entrar en el salón limpiándose las manos en el delantal—. Recuerdo que de chico también le gustaba andar escribiendo a todas horas; pero ahora vais a venir conmigo las dos a la cocina que ya veréis que chocolate más rico os ha preparado la abuela, y además tenemos churros.

 —¡Biennn!—gritaron esta vez las dos hermanas al unísono, bajándose de las sillas y corriendo tras ella.

Aproveché que las niñas habían salido y me senté con mi padre a la mesa. Me apetecía hablar un momento con él.

—¿Y a ti cómo te va por Medina?, ¿estás ya más adaptado?—inició él la conversación.

 —Me va muy bien —respondí yo—. El personal del cuartel es estupendo y el pueblo muy tranquilo. Demasiado tranquilo comparado con lo que tenía antes en el norte.

—¡Eso ni lo nombres!, no vaya a ser que lo oiga tu madre. Cuando yo llevaba la línea de Olmedo recuerdo que la gente hablaba pestes del cuartel de Medina, claro que ahora hay otro capitán—dijo guiñándome el ojo.

Parecía increíble la camaradería que se había instalado entre nosotros. ¡Entre mi padre y yo!, cuando antes, con solo escuchar el ruido de su llave en la cerradura ya temblábamos todos del miedo que le teníamos y ahora hablábamos de todo y hasta nos hacíamos bromas.

—Lo que peor llevo—continué yo—es lo de uno de mis escribientes. Ese hombre me desespera, me saca de quicio. No sé si ya te he hablado de él, se llama Braulio Ayuso, o mejor dicho, ‘’El cabo Precisiones’’, como le llama todo el mundo.

—¿Y qué es lo que le tiene ese buen hombre para desesperarte tanto?

—Ya te lo contaré otro día con más calma, o incluso te traeré algún atestado suyo para que te hagas una idea. ¡Es insufrible su nivel de detalle en los informes! Pero oye, veo que llevas muy avanzadas las memorias—le dije cambiando de tema, mientras sujetaba al peso el grueso cartapacio que contenía las cientos de cuartillas que tenía ya rellenadas.

—No tanto, hijo. Ahora estoy medio atascado con aquel asunto de la profesora asesinada en Olmedo. ¿Lo recuerdas? Mi último caso en la Guardia Civil.

—Claro que lo recuerdo, y si quieres te puedo ayudar a escribir ese capítulo, porque lo viví de cerca. Ya sabes que Isabel fue mi profesora favorita y que aquel caso me afectó mucho.

—No me hace falta tu ayuda—dijo mi padre con un gesto de suficiencia muy propio de él—. Aún funciona muy bien mi memoria y además, como sabes, guardo apuntes y recortes de prensa de todo aquello. Por cierto, que al decir Rocío eso de las poesías que escribes me ha venido a la cabeza algo que casi había olvidado y que nos dio muchísima guerra: el tema de la poesía anónima que apareció entre los papeles de Isabel. ¿Lo recuerdas?

—¿Poesía? No lo recuerdo. Nunca contaste nada en casa de ese asunto, ni tampoco informó la prensa. ¿Qué pasó?respondí yo, sintiendo que de repente que todos los recuerdos que estaban arrumbados en lo más profundo de mi memoria ascendían a borbotones a la superficie.

—¿Ah, no?, claro…, el secreto del sumario… Pues verás, resulta que como a los seis o siete días del crimen, la otra profesora, Lucía, nos entregó un papel que había aparecido en uno de los libros de su compañera. Se trataba de una poesía de amor escrita a mano, anónima y claramente dedicada a ella, a Isabel, y por cierto, muy bonita. De inmediato supusimos que podría estar relacionada con el crimen, puesto que en varias de las declaraciones de los miembros del grupo de la lectura se había indicado que Isabel les había contado en la fiesta de su último cumpleaños que el mejor regalo que había recibido ese año  era un poema de amor de un admirador secreto y que nadie sabía a ciencia cierta de quién podía tratarse, pues ella no quiso desvelarlo.

Noté de inmediato como mi palpitaciones se disparaban; menos mal que las niñas no estaban cerca, porque ellas sí se hubieran dado cuenta. Mi padre iba a lo suyo.

—Iniciamos gestiones de inmediato para intentar comparar aquella escritura con la de las personas que estábamos investigando, dejando para más adelante la involucración de un perito calígrafo, pero nada de lo que hicimos dio resultado.

»¿Te pasa algo, Daniel?, te noto pálido—me preguntó él de repente. Por lo visto, sí se fijaba.

—No; no es nada papá; es que me he acordado de algo del trabajo. No te preocupes.

En esto reaparecieron las niñas. Macarena, como siempre, corriendo como un torbellino, con esa vitalidad y esa alegría tan increíble que tenía a sus diez añitos.

—Papá, papá, ¡estaba buenísimo! El mejor chocolate del mundo es el que hace la abuela Carmen. ¡Y tú no lo has probado!

Tras ella venía Roció, de la mano de mi madre.

 —No me hagas correr detrás de ti, demonio—dijo la abuela simulando enojo —, que te he dicho que hay que lavar esa cara. ¿Pero no ves lo sucia que la tienes? ¡Mira tu hermana como no se escapa!

 —¡Venga Macarena! Haz caso a la abuela. Que os lave la cara y las manos a las dos y recoged vuestras cosas, que nos vamos ya para casa.

»Bueno, papá, y tú a ver si acabas el capítulo ese del crimen de Olmedo y lo puedo leer completo la próxima vez que venga y lo comentamos.

—Espero que cuando vuelvas por aquí esté acabado.

***

 Nada más arrancar el coche se quedaron dormidas las dos. Siempre se dormían en el camino de vuelta. Mejor; así podía ir pensando en mis cosas y sobre todo en eso que había dicho mi padre como de pasada. ‘’Lo del poema anónimo’’.

¡Qué casualidades tiene la vida! Había recibido una semana antes un paquete remitido desde Madrid por mi amigo Suso, que contenía una carta de su puño y letra y una carpeta con un montón de cuartillas escritas por él a máquina. Ese envío volvió a revivir en mí aquel asunto de Olmedo y hoy, tan solo unos días después, mi padre sacaba también aquel caso y además tocando un tema tan sensible para mí como fue lo de la poesía. Pensé que debería volver a leer con atención la carta de Suso en cuanto llegara a casa y echar un vistazo a las cuartillas que me había enviado. Aún no le había contestado y mi idea en aquel momento era decirle, lo más educadamente posible, que no podía hacerme cargo de la propuesta tan descabellada que me había hecho.  ¿Por qué me pediría que reabriera el caso?

Suso: ¡cuántos recuerdos me traía su nombre! Fue mi mejor amigo; éramos inseparables, pero nuestros caminos se alejaron demasiado pronto. Después de la finalización de aquel curso cada uno siguió su propio camino. No obstante, mantuvimos contactos esporádicos, sobre todo en los malos momentos, también en algunos buenos, como en el día de mi boda, cuando me dio la enorme alegría de asistir con su mujer, Marisa. Creo que la última vez que nos habíamos visto había sido en el entierro de su padre, el sargento Dionisio, donde acudí con los míos. En momentos así poco se puede hablar de la vida de cada uno, pero de todos modos los dos habíamos seguido los pasos del otro; quizá yo más de él que él de mí, pues debo reconocer que Suso se mantuvo en sus trece y acabó siendo periodista como quería y de un cierto éxito además. Siempre andaba metido en los temas más escandalosos y polémicos. Trabajaba en Diario 26 y yo no me perdía un artículo suyo; aunque en muchos de ellos salía bastante malparada la Guardia Civil.

La carta que recibí me sorprendió totalmente. Fue algo extraño e inesperado. Me decía que llevaba meses intentando escribir un libro sobre los sucesos de Olmedo del 69, pero no desde el punto policiaco o de investigación, sino más bien sobre el impacto emocional y social que tuvo aquel crimen en la vida de tantas personas, entre ellas, nosotros dos y nuestras familias, pero que lo había tenido que dejar: ese proyecto le sobrepasaba. Me informaba, con amargura, que no era capaz de darle el tono adecuado y además le faltaba información. Por otra parte su mujer, Marisa, estaba totalmente en contra de que se removiera aquello: «bastante habían sufrido en su casa con aquel asunto». Le había llegado a plantear como ultimátum que, o dejaba aquel proyecto, o lo abandonaba. Por todo ello había decidido pararlo, pero me pedía a mí, basándose en nuestra antigua amistad y en mi actual cargo, que siguiera yo con el mismo, que reabriera el caso, que revisara sus notas, que pidiera el expediente, que buscara en mis recuerdos: se lo debíamos a los compañeros, a Isabel y a nuestros padres  porque, según él, aquel desgraciado asunto se había cerrado en falso.

¿Por qué diría aquello? ¿Cerrado en falso? No era esa la impresión que yo tenía. ¿Qué sabía él que no conocíamos los demás?

Así que volvía a revivir el asunto aquel de Isabel Martin, mi querida profesora. Creo que a la postre aquella tragedia fue determinante en el giro que dio mi vida. Bueno, no solo la mía pues, como bien decía Suso, aquello fue como una tormenta que cambió la vida de mucha gente en el pueblo y en el cuartel. El caso aquel se cerró y se fue olvidando, y no había vuelto a oír hablar de él, ni en casa, ni en el cuartel de Medina, ni en mis visitas a Olmedo; era como si se lo hubiera tragado la tierra, y ahora, de repente, tantos años después aparecía nuevamente ante mí: me llegaba esa carta y mi padre dejaba caer, como de pasada, el asunto aquel de la poesía.

No creo equivocarme al pensar que debe ser la misma que le regalé yo a Isabel el día de su último cumpleaños. ¡Qué curioso! La guardia civil dándole vueltas a esa pista, con especialistas buscando por todas partes pensando que allí estaba la clave del crimen y resulta que el autor estaba en el mismo cuartel, en la misma casa del teniente. ¿Qué habría hecho yo si me hubiera enterado de eso? ¿Habría reconocido mi autoría? ¿O por el contrario, lo habría negado todo temeroso, por un lado, del castigo de mis padres y, por otro, de la burla de los compañeros del colegio y de la pandilla del cuartel? Además, hubiera tenido que declarar para demostrar mi inocencia dónde estaba y con quién a la hora del crimen y eso hubiera sido muy delicado. Ya no puede haber respuesta para esas preguntas. Afortunadamente nadie me preguntó nada. Por otra parte, ni tan siquiera sé si se trata de la misma poesía, pero no puedo quedarme con esa duda; al menos debo intentar localizar el expediente del caso y ver si se ha conservado la hoja. Luego ya podré volver a olvidarme.

 Intenté recordarla mientras nos íbamos acercando a Medina del Campo, pero no me venía a la cabeza. Creo que empezaba por algo así:

LLEGASTE A MI CUAL DIOSA SEDUCTORA, ¿o era diosa embriagadora?…

No estaba seguro. Fue mi primer soneto y ya lo había olvidado. Tardé un montón de años en hacer otro y creo que no hice ninguno más de amor hasta que apareció Rocío. Con ella salían solos. Cuando la conocí la abrumaba con poesías de todas clases: amorosas, celosas, pícaras, divertidas, apasionadas, desesperadas, burlonas… pero cuando nos casamos fui dejando de escribirle poemas. Yo la seguí queriendo igual, o incluso más, pero ya pensaba que no hacían falta los versos y dejé de componérselos. Bueno dejé de hacer muchas cosas… Tuvimos las niñas, y yo me centré en mi trabajo… Mi trabajo…

Salí de la academia, me casé y me destinaron al País Vasco, a Vitoria concretamente, en aquellos años tan duros y allí pasé doce años… doce largos años.

Y al llegar a este punto me vuelvo a atascar; me ha pasado varias veces en las que he intentado rememorar ese periodo, pero me quedo varado como una ballena en la playa o como un barco entre arrecifes. Es más, casi ni me vienen a la cabeza los recuerdos, las caras, los nombres de aquellos tiempos. Me quedo en blanco, vacío, perdido. Intento animarme pensando en la medalla que me dieron por mi valor y por mi sacrificio: ‘’La Cruz de Plata de la Orden del Mérito de la Guardia Civil’’. Mi padre cuando la ve se le saltan las lágrimas de orgullo; yo, no. La miro y no me dice nada. Bueno, sí que me dice: me habla de Rocío, de los días y las noches que la dejé sola en casa o con las dos niñas pequeñas, muy pequeñas; me habla del miedo que pasaba ella cada vez que sonaba el teléfono y no estaba yo allí; de la televisión que había que apagar al empezar las noticias; me habla de aquellos sitios a los que le hubiera gustado ir pero no podíamos; de aquellas caras que nos volvían cuando íbamos a determinados lugares; me habla de las quejas que ella jamás me dio. Intento sentirme orgulloso por la medalla, pero no puedo. El vacío que me quedó al perderla no se puede llenar con nada: ni con medallas, ni con menciones, ni con otra mujer: con nada. Cada vez que intento recordar aquellos años de servicio sólo me viene a la cabeza su imagen, su sonrisa, su valor, su amor.

¡Cómo juega la vida con nosotros! Yo, que era el que estaba corriendo peligro, el que estaba en la primera línea de fuego, salí de allí sin un rasguño, y ella, la que quedaba en la segura retaguardia del cuartel, fue vencida por un mal tan dañino como el otro: el cáncer. Yo no llegué a entenderlo y mucho menos a asumirlo. ¿Cómo era posible que una mujer de treinta años cayera en las fauces de aquel monstruo y que a pesar de lo que luchó y de la ilusión que tenía por vivir, durara tan poco? ¿Cómo fue posible que yo no lo dejara todo y me dedicara en exclusiva a cuidarla; que no me diera cuenta de que la perdía, de que aquella guerra suya también era mi guerra?

Recuerdo el día en que me llamó a su despacho el coronel jefe del Tercio de Vitoria. Hacía un par de años que yo había ascendido a capitán y era un momento en que arreciaba la tormenta de los atentados y la dureza del aislamiento social.

—A sus órdenes mi coronel, se presenta el capitán Daniel Bejarano Capilla.

—Pase, capitán, y cierre la puerta—me dijo en tono amistoso aquel hombretón de pelo blanco y ademanes enérgicos —. He dado instrucciones de que no nos moleste nadie, aunque llame el mismo ministro; bueno, especialmente si llama el ministro.

»Sentémonos aquí, en estos sillones estaremos más cómodos. Por un momento, si me lo permite, no vamos a ser ‘’El Coronel y el Capitán’’ sino un par de amigos hablando de su vida. Vamos a ser Daniel y Aquilino.

»Me han informado de la grave enfermedad que aqueja a su mujer y de los malos pronósticos que están dando los especialistas. Debe saber que me tiene a mí y a mi familia a su disposición para lo que necesite, al igual que a todo el cuerpo, pero eso ya lo sabía. Lo que no sabe es lo que voy a decirle ahora.

»Sé muy bien de su dedicación y entrega al trabajo desde que fue destinado a este Tercio, de la eficacia de sus actuaciones y del prestigio que tiene entre sus mandos y entre sus hombres, por eso debe escucharme atentamente y seguir mi consejo.

Yo asentía, sorprendido por el giro que había tomado aquella conversación. Anteriormente solo había cruzado algunas protocolarias palabras con el coronel y la fama que tenía era de cualquier cosa menos de ser un sentimental o un blandengue.

»En este momento tan crítico de su vida, con su mujer gravemente enferma y dos hijas pequeñas a las que cuidar, debe usted dar prioridad a la familia antes que a cualquier otra cosa, incluido el servicio o el deber. Usted ya ha cumplido con creces para con el cuerpo y con la Patria, ahora debe cumplir con sus seres queridos, pues lo necesitan más. No dude que habrá otros que ocuparán su puesto en la lucha antiterrorista.

—Agradezco enormemente sus palabras, mi coronel—dije yo algo emocionado —, al igual que agradezco la colaboración y ayuda que nos están prestando todos los componentes de mi cuartel pero, como muy bien sabe, estamos en la fase final de culminar una trabajosa operación de desarticulación del comando ‘’Uribe’’ que, entre otros crímenes, llevó a cabo el atentado que acabó con la vida de Marcial Salas Bermejo, sargento de mi unidad y mi mano derecha. En el entierro del mismo su mujer, Mari Ángeles, la mejor amiga de mi esposa, me hizo jurarle que no pararía hasta acabar con el comando que le había dejado viuda y a sus tres hijos huérfanos. Por ello, finalizaré esta operación, y después me plantearé pedir otro destino.

 —Mire, Daniel: nadie puede darme a mí lecciones de entierros, porque los he visto todos. Yo también estuve en el funeral por Salas y también hablé con su mujer y también he visto llorar a otras muchas viudas. Si usted lleva esa muerte a sus espaldas, las mías ya no pueden soportar ni una más. Insisto: nadie le podría recriminar nada; todo el mundo aplaudiría que pidiera un cambio de destino o incluso una baja temporal para ocuparse de su familia. Yo firmaría cualquier solicitud en ese sentido que me llegara. No cometa el mismo error que cometí yo hace tiempo. ¡Atienda a su familia!

—Así lo haré, mi coronel, pero cuando finalicemos esta operación— le respondí con la clara intención de zanjar el tema.

Nos pusimos en pie, y cuando fui a saludarlo militarmente para despedirme, se acercó y me dio un abrazo, diciéndome a continuación:

—Cuídese y cuide a su familia y que Dios le acompañe, porque si ha tomado la decisión equivocada, su carga será muy dura de llevar.

 Y doy fe de que sí  lo ha sido.

Cuando ingresaron de urgencia a Rocío en el Hospital San José de Vitoria, yo estaba fuera de casa (una vez más), en un operativo rutinario y cuando llegué al hospital, saltándome los semáforos, sólo me dio tiempo para abrazarla y despedirme de ella bañado en un mar de lágrimas.

No voy a contarles el hundimiento en el que caí ni la locura que me entró, únicamente  diré que cuando desarticulamos al comando ‘’Uribe’’(un mes después), no sentí prácticamente nada. Ni tan siquiera cuando verificamos que habían caído en el tiroteo dos de sus componentes; nada, no sentí nada, como si aquello no fuera conmigo. Yo era como un árbol completamente seco, que cuando por fin le llega el agua de lluvia ya no le produce ningún alivio. Tampoco me dio satisfacción alguna el reconocimiento que tuve por aquella misión, ni cuando me concedieron la orden de traslado a Medina del Campo. Durante mucho tiempo busqué una respuesta: el dolor me lo exigía; pero hay veces que no hay respuesta. Si yo hubiera sido tan creyente como son mis padres o como era Rocío, todo hubiera sido más fácil para mí.

Solo las ganas de vivir y el cariño de mis hijas me dieron fuerzas para seguir adelante; eso sí, con una pesada carga de la que ya no podré desprenderme. La carga de los remordimientos. El dolor por no poder volver atrás y hacer las cosas de otra manera.

Horas después, dirigí la vista hacia el papel que reposaba en la mesa de mi despacho. Allí estaba delante de mí la carta de Suso y la carpeta con los folios que él había ido escribiendo sobre el caso.

Madrid a 7 de enero de 1994

 Querido Daniel:

 Espero que estéis todos bien. ¡Tengo tantas ganas de ver a las niñas! Ya deben estar hechas unas mujercitas.

Esta vez no te escribo para contarte ninguna tragedia ni para pedirte nada, como tantas otras veces. El motivo de esta carta es muy diferente y estoy seguro que te va a sorprender (del mismo modo que solía hacer en aquellos maravillosos años de Olmedo, cuando no paraba de sorprenderos a todos con mis ocurrencias o mis intuiciones).

Se van a cumplir pronto los veinticinco años de aquel terrible crimen que acabó con la vida de nuestra profesora favorita (sí, Dani, digo ‘’nuestra’’, no solo tuya), y por ello, y después de darle muchas vueltas, decidí hace unos meses empezar a escribir unas cuartillas rememorando aquello.

Al principio tan solo llevé al papel mis impresiones, mis sentimientos, mi versión libre sobre lo que allí ocurrió y sobre cómo afectó a la vida de la gente. 

   

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