C A P Í T U L O   I.

         SE HA COMETIDO UN CRIMEN.

   Recordaba todo lo que había pasado en las últimas horas como si fuera un sueño, un mal sueño. Como una de esas pesadillas que nos despiertan en mitad de la noche en un baño de sudor. Todos alguna vez hemos tenido una experiencia de ese tipo y sabemos cuán angustiosas pueden ser. Medio aturdidos, nos reconocemos a nosotros mismos hablando dormidos, pronunciando unas torpes palabras que pretenden mantenernos al margen de esa angustia  difusa e intangible, que nos oprime el pecho y la garganta. Algo así como:

– No, yo no. Yo no he sido. Yo no.

   Y cuando, finalmente, logramos despertar, nos sentimos liberados, felices y de nuevo reemprendemos el sueño confortados por la vuelta a la realidad.

   Pero en este caso no era así. Por más que se empeñaba en creer que todo era una pesadilla, sus sentidos, su capacidad de interpretación y su intuición le mostraban claramente cuál era su situación. Sentado toda la tarde en un banco de la comisaría, había visto un continuo trasiego de gente, continuas idas y venidas de policías de uniforme o de paisano. Los primeros debían sentirse muy incómodos con la gorra, a juzgar por la prontitud con que se deshacían de ella en cuanto entraban en la comisaría. El transmisor que llevaban colgado a la cintura se tornaba en un misterioso e inquietante artilugio que emitía un débil rumor de confusas conversaciones que lo sobresaltaba cada vez que pasaban junto a él. Inmigrantes, negros o magrebíes, algunos de los cuales se dirigían a un mostrador con un papel en la mano entablando una difícil comunicación con el policía que tenían enfrente. Otros pasaban esposados y custodiados por policías que los empujaban o los insultaban. Se hizo la idea de que el insulto fácil siempre estaba en la boca de aquellos hombres, que lo empleaban continuamente sin deseo de herir sino como una forma normal de dirigirse a ese público tan variopinto con el que se tenían que relacionar. Prostitutas que se encaraban con todo el que las miraba, vagabundos que aprovechaban la menor ocasión para quedarse dormidos sentados o medio tumbados en un banco… Y allí, en medio de aquella fauna se encontraba también él, esposado y sentado en un banco, con su traje de Armani y su camisa y corbata de seda. Se preguntaba qué demonios hacía allí, se volvía a resistir a creer que fuera cierto lo que le estaba pasando. Una y otra vez volvían a su memoria las imágenes de cuando encontró el cadáver: el ruido sordo y seco, inconfundible, procedente de la detonación de la pistola, su carrera alocada a lo largo del pasillo sin saber hacia dónde dirigirse, el sonido de unos pasos que se alejaban a la carrera sin poder precisar su dirección, la puerta entreabierta del despacho de Juan y la visión de su cuerpo tirado en el suelo sobre el lado izquierdo con un pequeño charco de sangre a su lado. Las imágenes se repetían desde entonces continuamente. Tan pronto aparecían lentas y nítidas y con la recreación de todos los detalles, como envueltas en una especie de niebla donde él se veía corriendo por el pasillo, como flotando a cámara lenta, sin otro detalle que el cadáver en el suelo.

   Cerraba los ojos pero las imágenes, lejos de desaparecer, se hacían más repetitivas. Había llegado a un punto en el que empezaban a mezclarse con otras imágenes que había vivido recientemente con el muerto, principalmente se trataba de conversaciones no muy amistosas en el despacho del otro o en el suyo. En algunas aparecían sus secretarias o veía la cara de alguien de otro departamento que se les quedaba mirando mientras ellos discutían en voz alta. Sin embargo había algo que lo atormentaba. Aunque las imágenes se le repetían constantemente, con gran profusión de detalles a veces, tenía la sensación de que le faltaba algo, creía que había algo que había estado presente en la situación real pero que no aparecía en las imágenes recordadas y esto lo angustiaba. Sabía que tendría que pasar por multitud de interrogatorios, que le preguntarían infinidad de veces que describiera la situación, que contara con precisión todo lo que ocurrió desde que oyó el disparo, y la ausencia de un detalle importante podría ser fatal para su defensa. Pero en realidad tampoco sabía si realmente faltaba algo y si ese algo podría ser importante o intrascendente. Pero tenía la sensación, casi la seguridad, de que faltaba una pieza en el puzle de su memoria. Trató de tranquilizarse y pensar que lo recordaría cuando se serenara un poco. Pero también le preocupaba el hecho de que podía contradecirse ante tantos interrogatorios y que podía dar la impresión de que estaba mintiendo. Había visto películas en las que ocurría eso y esta situación siempre perjudicaba al sospechoso. Y ahora resultaba que el sospechoso era él…

   El abogado se estaba retrasando más de la cuenta. Al rato de estar en Comisaría, un policía de paisano se le había acercado diciéndole:

   – Oiga amigo, aunque esto le suene a película de cine, le tengo que leer sus derechos. Tiene derecho a permanecer en silencio o a hablar sólo en presencia de su abogado. Todo cuanto diga podrá ser utilizado en su contra. Tiene derecho a realizar una llamada telefónica…

   Tenía gracia que vinieran a decirle eso ahora, cuando ya le habían tomado declaración en cuanto entró en comisaría. De todas formas, no había dicho nada que le pudiera perjudicar, sólo la verdad.

Tras esto, dijo que quería realizar una llamada, pero que le dejaran pensar antes cinco minutos. Quería hablar con un abogado, pero él no tenía abogado. Su trabajo en la empresa era de químico y no tenía nada que ver con los que se encargaban de la tediosa elaboración de informes jurídicos, ni con la enrevesada elaboración de documentos-trampa los cuales, disfrazados de una aparente legalidad y respeto a la ordenación y normativa vigentes lo que pretendían era saltarse toda esa normativa y conseguir un fin lucrativo para la empresa y, por añadidura, para los directivos y para los prestigiosos abogados autores de los documentos. En muchas ocasiones, desde la distancia de su posición, había sido testigo de ese tipo de situaciones. Había visto cómo abogados y directivos de la empresa se abrazaban y brindaban por el éxito conseguido en un pleito en el que habían aniquilado al que realmente llevaba la razón y se felicitaban por ello. Todo eso le repugnaba.

   Detestaba a los abogados, los catalogaba como lobos hambrientos, insaciables, capaces de defender lo indefendible, de demostrar la inocencia del que sabían culpable, por dinero. Pero en una situación similar se encontraba ahora él, con todos los indicios apuntándole como autor de un asesinato, necesitado de alguien que fuera capaz de demostrar lo indemostrable. Hacer creer a un juez que no tenía nada que ver con lo ocurrido aquella maldita tarde. Aunque el guardia de seguridad lo hubiera encontrado junto al cadáver, con la pistola en la mano y el cañón aún humeante. Sería muy difícil hacer creer que las cosas no eran lo que parecían.

   Conocía un poco al Director del bufete con el que trabajaba la empresa. En alguna ocasión había asistido al Consejo de Administración y se lo habían presentado. Por supuesto que él no formaba parte del Consejo de Administración, pero a veces tenía que asistir para presentar proyectos de nuevos productos: datos técnicos como composición, costes, estimación de la duración de la investigación del producto, etc. El abogado estaba atento a todos esos datos para elaborar los informes-trampa que minimizaran el impacto ambiental de las fábricas en la producción, que en realidad siempre era mucho mayor de lo que decían los informes técnicos y jurídicos.

   En una ocasión el abogado estaba acompañado de un individuo que presentó al Consejo como un eminente criminalista que no pertenecía a su bufete pero con el que tenían una frecuente relación profesional.

   – Cuando la cosa se pone fea -dijo- y hay peligro de cárcel por medio, su colaboración puede ser inestimable. Dada la complejidad de algunos proyectos de la empresa, no está de más que él esté al tanto de ellos por si alguna vez tuviera que intervenir. Les aseguro que ha librado de la cárcel a gente por la que nadie daba un céntimo. En su campo, es difícil encontrar a alguien mejor. Por tanto, creo que debemos curarnos en salud y contar con él.

   Todos estos comentarios fueron bien acogidos por los miembros del Consejo. Quien más y quien menos sabía que, en ocasiones, estaban jugando con fuego, en el límite, cuando no sobrepasando la legalidad. Y cualquiera de ellos podría ir a dar con sus huesos en la cárcel cuando menos lo esperara. Bastaba con que alguna organización ecologista empezara a dar la lata con la contaminación de alguna de las fábricas, que algún medio de comunicación interesado comenzara a apoyarlos y a machacar sobre el tema hasta que se presentara una denuncia formal que fuera a caer en manos de un juez con afán de pasar a la historia como pionero en la persecución de delitos medioambientales. Con esto se cerraba el círculo estrangulador y más de uno iría a parar al talego. Una vez allí, era conveniente que un individuo tan prestigioso como parecía ser aquél estuviera dispuesto a deshacer el entuerto.

   Pero, ¿cómo demonios se llamaba aquel tipo? No lograba acordarse. Sólo recordaba que su nombre le sonó a algo relacionado con la naturaleza, un árbol quizás. Al cabo de un rato de nuevo se le acercó de nuevo el policía.

   – Qué, amigo. ¿Ha pensado ya a qué abogado va a llamar?

   Tenía que ganar tiempo para recordar el nombre del maldito individuo.

   – Creo que sí -contestó- pero necesito una guía porque no sé el número de teléfono.

   – Está bien. Le traeremos una guía al señor.

   Mientras volvía el policía, siguió dándole vueltas.

   – ¿Cómo demonios se llama ese tío? Un árbol, era un apellido que tenía que ver con un árbol. Castaño, no. Manzano, no. Peral, Perales, no, no.

   El policía volvió con la guía. Se le notaba que estaba acostumbrado a tratar con chusma y ya le estaba fastidiando que un señorito bien trajeado lo estuviera molestando más de la cuenta.

   – La guía del señor. Busque el número y acabemos de una vez con este trámite. Tengo muchas cosas que hacer y no me puedo pasar la tarde pendiente de usted.

   Abrió la guía por la «B». Empezó a mirar los bufetes a ver si alguno le recordaba el nombre del fulano.

– Nada. ¡Maldita sea! Este tío no aparece en los bufetes. Un árbol, era un nombre de árbol.

   Temía no recordar el nombre y llamar a alguien que no fuera apropiado. El policía se había ido al mostrador y desde allí le lanzaba de vez en cuando una mirada poco amistosa.

   – El imbécil este se cree que vamos a estar todos pendientes de él porque viste bien y es muy fino, -debía estar pensando-.

   – Un árbol, coño, un árbol.

   La guía no le servía ya de nada. Descartados los bufetes ya no sabía dónde buscar.

   – Un árbol. Manzano, Peral, Perales, no, no. Naranjo, Higuera, tampoco.

   El policía había abandonado el mostrador y se encaminaba de nuevo hacia él con aspecto amenazador.

   – Un árbol. ¡Roble!. Caliente, pero no es Roble. Roble, Robledal, no, no. ¡Robledo!. Eso es, Robledo.

   Abrió rápido por la «R». El policía ya estaba ante él y lo miraba en silencio.

   – Roble, Roble, Roble, Robledo & Moreno-Abogados. ¡Aquí está!

   Con la dificultad que imponían las esposas sacó una tarjeta y el Sant Dupont de oro del bolsillo interior de su chaqueta y, a duras penas, anotó el número de teléfono y alargó los brazos para devolverle la guía al policía.

   – Tenga la guía. Cuando me diga hago la llamada.

   – Acompáñeme.

   El policía lo llevó hasta la puerta de un despacho y dio dos golpecitos con los nudillos de su mano derecha. Después de no obtener respuesta giró el pomo y la abrió. Era un despacho amplio con una mesa grande detrás de la cual había un sillón giratorio con gran respaldo y ante ella dos sillas de eskay negro. En la mesa se agolpaban los papeles. No sabía quién ocupaba aquel despacho pero no le faltaba el trabajo. No solía formular una impresión negativa de quien tenía la mesa llena de papeles en aparente desorden, al contrario. En muchas ocasiones a él le pasaba lo mismo y lo interpretaba como signo inequívoco de trabajo.    

   Detrás de la mesa había una amplia ventana enrejada que proporcionaba mucha luz al despacho, haciendo innecesaria la luz artificial a pesar de que ya era media tarde y estaban en otoño.

   – Siéntese aquí -le dijo el policía señalando una de las dos sillas.

   Acercó el teléfono hasta dejarlo justo al borde de la mesa, desafiando el precipicio amenazador. Sacó unas llaves del bolsillo derecho del pantalón y le quitó las esposas.

   – Estará más cómodo para hablar. Haga la llamada, tiene tres minutos. Como comprenderá, yo debo permanecer a su lado.

   Marcó el número de teléfono y oyó como éste sonaba varias veces, cuatro o cinco. Se desesperaba, nadie lo cogía. Pero al menos no se había conectado un contestador automático, lo cual hubiera significado que no había nadie o que no lo querían coger.  A esa hora debía haber alguien. Un bufete prestigioso como ese no podía estar desatendido un día laborable de otoño a media tarde.

   El teléfono seguía sonando y su impaciencia iba en aumento. El policía permanecía a pocos metros tras él apoyado en la puerta del despacho y haciéndose el distraído, tamborileando la puerta con los dedos de ambas manos.

   Por fin, una sensación de alivio se extendió por su cuerpo. Alguien descolgaba el auricular al otro extremo de la línea. Era una voz de mujer.

   – Bufete Robledo & Moreno. ¿En qué puedo atenderle?

   – Buenas tardes. Quisiera hablar con el señor Robledo.

   – Me temo que el señor Robledo no puede atenderle ahora. ¿Quién le llama?

   – Mi nombre es Pedro del Castillo. Trabajo como químico en la división de investigación y nuevos productos de «París International». Aunque no he hablado nunca con el señor Robledo en alguna ocasión hemos coincidido en el Consejo de Administración. Se trata de un asunto muy urgente. Necesito hablar con él.

   – Lo siento, pero creo que no va a ser posible. El señor Robledo no se encuentra ahora mismo aquí. Está en una reunión con los clientes de una empresa.

   La voz de la mujer pretendía ser amable y disuadirlo de su deseo. Debía tener experiencia en ello, su jefe debía tenerla bien aleccionada. Seguro que podía seguir pegada un buen rato al teléfono sin perder la compostura, dándole un sinfín de argumentos por los que no podía ser atendido hasta que él se aburriera y abandonara.

   – Mire, no soy hombre de muchas palabras y no me gusta hablar por hablar. Además, mi situación no me lo permite. Le dije antes que era urgente y verá que lo es. Me encuentro detenido en la Comisaría de Argüelles, acusado de asesinato. Dispongo de tres minutos para llamar a un abogado. Así que haga el favor de marcar el maldito número del móvil de su jefe, si es que de verdad no se encuentra ahí, y dígale que venga a verme.

   La mujer permaneció en silencio unos segundos, no sabía cómo reaccionar. Debió pensar que lo mejor sería consultar con su jefe.

   – Bien señor Castillo, veré lo que puedo hacer.

   – Del Castillo. Gracias.

   Apenas hubo terminado, el policía se apresuró en ponerle de nuevo las esposas y conducirlo al banco que había ocupado poco antes. Ahora le hacía compañía un individuo de mediana edad que cruzaba la pierna derecha sobre la izquierda. También llevaba esposas, tenía el pelo largo, barba de varios días y un pitillo apagado en la boca que se había consumido casi hasta la boquilla. Daba la impresión de que había dormido varios días sin quitarse la ropa, unos vaqueros raídos junto con un jersey de lana gris de cuello redondo y una camisa blanca con los puños y el cuello amarillentos y sucios. Completaba su indumentaria con unos tenis azules repletos de manchas. Tenía la mirada perdida hacia el suelo y la levantó cuando advirtió la llegada de Pedro.

   – Amigo, es la primera vez que está aquí, ¿verdad?

   – Sí, es la primera vez.

   – Se le nota, pero no porque vaya bien vestido. Los hay que se pueden confundir con el Juez por lo bien que visten, y se pasan la vida sin salir de aquí. De aquí al talego, del talego a la calle y después otra vez aquí. Una vez que se entra en este círculo, ya es difícil salir.

   – Vaya. Gracias por la esperanza que me da.

   – No se lo tome a mal. Siempre hay excepciones. ¿Por qué está aquí?

   – Creen que he matado a un tipo.

   – ¿Y es verdad que lo ha hecho?

   – No, no lo he hecho.

   – Entonces, ¿por qué está aquí?

   – Es muy largo de contar.

   – Ya lo entiendo. Alguien le ha hecho la cama. Pero de todas formas, todos los que acabamos aquí es porque hemos hecho méritos para estar. Son todos los que están, pero no están todos los que son.

   Pedro ya no soportó más la conversación. Sabía que en un tema como ése, tenía todas las de perder. Miró al sujeto con desprecio y se giró hacia su derecha dándole la espalda. Si a él le hubieran tratado así, se habría sentido despreciado y su estado de ánimo habría quedado por los suelos. Pero al otro no pareció afectarle. Menudos palos le habría dado ya la vida como para que el desaire de un desconocido le pudiera herir.

   Debió pasar algo más de una hora hasta que vio aparecer a Robledo. Vestía un jersey Lacoste azul, un impecable pantalón gris, unos relucientes zapatos negros y llevaba una cazadora de cuero marrón en el brazo. Desde luego, no tenía aspecto de venir de una reunión con empresarios. Se dirigió a un policía, el cual le señaló con el dedo hacia Pedro. Este se puso de pie esperándolo junto al banco.

   Robledo debía tener dos o tres años más que él, es decir, sobre los cuarenta y cuatro o cuarenta y cinco. Era de mediana estatura y se notaba que se preocupaba por mantenerse en forma, su cuerpo no mostraba ninguno de los rasgos que la vida sedentaria empieza a reflejar a esa edad. En su pelo ya empezaban a aparecer algunas zonas canosas, sobre todo por la parte de las sienes, lo cual dicen que suele dar sensación de experiencia y madurez y produce un cierto atractivo en las mujeres. Le habían llegado ciertos comentarios que afirmaban que estaba soltero, igual que él, y que tenía fama de mujeriego. Desde luego que, si se lo proponía, debía tener éxito con las mujeres. Reunía todos los requisitos precisos para ello: maduro aunque con aspecto de estar aún próximo a la juventud, con dinero y prestigio en su profesión. Sin embargo, él solía poner muchos de estos comentarios en cuarentena y realmente ignoraba cuál era su situación.

    Con frecuencia, la gente habla por hablar o saca conclusiones erróneas de donde no hay nada. Él había sido capaz de frenar el impulso de sacar conclusiones precipitadas y de juzgar a la gente a partir pocos hechos en los que basarse.

   Lo que más le llamó la atención cuando habían coincidido en alguna reunión del Consejo de Administración fue su expresión inteligente. Pedro alardeaba de tener como una especie de sexto sentido para reconocer a las personas inteligentes. Según él, todas tenían algunas características comunes en su personalidad: sabían ser felices con cosas simples, disfrutaban de una buena conversación y compañía, les gustaba experimentar situaciones diferentes y cambiantes… Y además mostraban una expresión característica en la que ocupaba un papel destacado la mirada. Era una expresión con una pequeña afectación de sonrisa que en presencia de otros y ante cualquier opinión o comentario  parecía expresar que ya se encontraba por delante de lo que se estuviera diciendo, como si ya dispusiera de la información que se estaba dando, como si aquello que para los demás es lo último, para ella ya es anticuado, como si siempre dispusiera de una información adelantada, como si siempre fuera una paso por delante que le permitiera ir con ventaja a la hora de actuar o de tomar una decisión.

   Habían pasado varios meses desde que lo vio por última vez en el Consejo y su presencia en la Comisaría le confirmó esa impresión que le había causado otras veces. Se le acercó con cordialidad y estrechó sus manos esposadas.

   – Soy Enrique Robledo. Siento haberle hecho esperar, pero he venido tan pronto como he podido. Me ha dicho mi Secretaria que me conoce.

   – Así es. Soy Pedro del Castillo y en varias ocasiones hemos coincidido en el Consejo de Administración de «París International».

   – ¿Forma usted parte del Consejo de Administración?

   – No. Yo trabajo como químico en la división de investigación y nuevos productos y a veces acudo a las reuniones del Consejo para presentar nuevos proyectos.

   – Veo que su trabajo debe ser muy interesante y también muy importante para su empresa. Bien, la cuestión que nos ocupa debe ser grave. Cuando venía en el coche para acá me ha llamado el abogado de su empresa para decirme que una persona había muerto esta tarde y que, posiblemente, necesitarían mis servicios.

   – Así es. Pero creo que seré yo a nivel particular, y no la empresa, quien necesite sus servicios.

   – Bien, para mí no hay ninguna diferencia. Bueno, una sola -dijo con aire risueño- la de quién se hará cargo de mis honorarios. Pero eso es una cuestión secundaria que no merece tratarse ahora.

   Parecía que Robledo quería dejar claro que, ante todo, él era un profesional y que cumpliría con su trabajo hasta las últimas consecuencias. Independientemente de quién fuera su patrón. Pero Pedro también quería dejar clara otra cuestión.

   – Le agradezco su profesionalidad, señor Robledo. Pero también quiero que quede clara una cosa: he sido yo quien lo ha llamado y usted trabajará para mí, no para la empresa. Si acepta defenderme, claro. Sé que su minuta será elevada pero le aseguro que puedo hacer frente a ella.

   Robledo esbozó una sonrisa antes de contestar.

    – Si estoy aquí es porque ya he aceptado su caso. No acostumbro a perder ni a hacer perder el tiempo a los demás. Bien, tenemos que hablar con tranquilidad pero antes debo presentarme al Comisario. Volveré en unos minutos.

   Pedro se sentó en el banco que ya le era conocido mientras veía cómo Robledo se dirigía primero a un policía y tras hablar brevemente con él, seguía sus pasos y se perdía tras girar a la derecha el pasillo que iba hacia el fondo.

   Mientras hablaba con el abogado no reparó en que se llevaban al vagabundo que había intentado hacerle compañía. De nuevo estaba sentado sólo en el banco. Le vinieron a la mente unas palabras que aquél sujeto había pronunciado. Algo así como:

   – «Le han hecho la cama. Pero todos los que estamos aquí es porque hemos hecho méritos».

   ¿Le había hecho alguien la cama? ¿Habían matado a Juan Montero sin más o lo hicieron calculándolo todo para que le endosaran el muerto a él? ¿Se merecía estar en aquella situación?

    A lo largo de su vida había pensado muchas veces sobre si cada uno acaba teniendo lo que merece. Quería pensar que, con el tiempo, cada uno acaba en el lugar que le corresponde, pero la vida le había puesto ejemplos que no parecían confirmar esa idea. Con amargura había sido testigo de situaciones en las que gente honrada tenía que sufrir muy duras experiencias que no merecía, mientras que gente sin corazón ni escrúpulos disfrutaba de una posición y una felicidad que no merecían.

    Pero se resistía a pensar que las cosas tuvieran que ser así y albergaba la esperanza de que en un ámbito desconocido por los que somos ajenos a él, cada uno tiene realmente lo que merece. No se consideraba ningún santo, en su vida había hechos cosas de las que se arrepentía, al menos su conciencia así se lo reprochaba. Pero no estaba seguro de merecer lo que le estaba ocurriendo y le asustaba pensar las consecuencias finales a las que podía llegar la situación en que se encontraba.

   Reconocía que en los cuatro o cinco últimos años había actuado con más maldad y había hecho más daño que en toda su vida anterior. A todos los niveles, personal y profesionalmente. Pero de ahí a ser acusado de un asesinato que no había cometido, había un abismo. ¿O no? ¿En realidad había sido tan miserable como para merecer encontrarse en esa situación? Su formación científica lo había convertido en una persona desprovista de parcialidad en sus juicios, incluso consigo mismo. Por eso no estaba seguro de si era cierto lo que su ocasional acompañante le había dicho un rato antes.

   Hay quien dice que todos tenemos marcado nuestro destino desde que nacemos y que siempre, de una u otra manera, se acaba haciendo justicia. Que siempre, más tarde o más temprano, acabamos teniendo lo que nos merecemos. ¿Sería eso verdad? La experiencia le decía que no. Pero, ¿y si los casos que él conocía fueran la excepción que confirma la regla?

   Fue la primera vez que estos pensamientos comenzaron a atormentarlo, jamás antes había pensado en ellos. Debieron pasar unos diez minutos cuando de nuevo apareció Robledo y  lo liberó de la angustia.

   Venía acompañado de un policía y creyó advertir en su rostro una expresión más sombría que la que mostraba cuando llegó. No se equivocó.

   – Veo que estos ineptos le han tomado declaración sin estar yo presente. ¿Quiere que se la vuelvan a tomar?

   – No creo que sea necesario. He dicho simplemente la verdad y no creo que eso me pueda perjudicar.

   – Bien -continuó Robledo- he estado hablando con el Comisario y también he leído la declaración de algunos empleados de la empresa que andaban por allí. La verdad es que lo tiene crudo, amigo. El Juez ha decretado prisión incondicional, y no me extraña. O una de dos: o lo ha matado usted o todo se le ha puesto en contra.

   – Yo no lo he matado.

   – El Comisario me ha dejado media hora para que charlemos en un despacho vacío de aquí al lado. Vamos.

   Ambos siguieron al policía, el cual les abrió la puerta del despacho desde el que lo había llamado por teléfono. Se sentaron en las dos sillas que había ante la mesa. Robledo sacó una libreta del bolsillo interior de la cazadora con la evidente intención de tomar notas y de nuevo advirtió la expresión inteligente en su mirada. Pero ahora fue Pedro el que adelantó en su pensamiento lo que le oyó decir a continuación.

   – Mire vamos a dejar algunas cosas claras desde el principio. Yo estoy acostumbrado a defender a gente que de sobra sé que son culpables. Y no por eso pongo menos empeño en su defensa. Pero para mí es muy importante saber de qué situación parto, pues la estrategia que debo utilizar es diferente y el objetivo que me tengo que proponer también lo es. Dígame la verdad. ¿Lo mató usted?

   Pedro respiró profundamente y habló con gravedad, procurando ser todo lo convincente que requería la situación.

   – Como comprenderá, no tengo la misma experiencia que usted en este tipo de situaciones. Pero creo que en estos casos lo mejor es decir la verdad, por lo menos a su abogado defensor. Tengo que reconocer que Juan Montero no era santo de mi devoción y que habíamos tenido algunos conflictos, incluso me hubiera alegrado de que las cosas no le fueran bien, ni en lo profesional ni en lo personal, no le deseaba nada bueno. Pero de ahí a matarlo va un abismo. Yo no lo maté.

   Robledo lo miró con una expresión de extrañeza, como si no estuviera acostumbrado a defender inocentes.

   – En ese caso, la situación es aún más complicada para mí. Si lo hubiera matado, mi estrategia se centraría en buscar eximentes y tratar de que le impusieran la menor pena posible, lo cual es relativamente fácil. Pero si realmente no lo mató, todo es más difícil. Cuénteme lo que sucedió esta tarde y procure no omitir ningún detalle, por insignificante que le parezca.

C A P Í T U L O    II

EN LA CÁRCEL. REVISEMOS LOS ANTECEDENTES.

   La celda no era la habitación de un cinco estrellas de los que acostumbraba a utilizar cuando por motivos profesionales se desplazaba a París, Barcelona, Roma o a cualquiera de las otras capitales europeas en las que su empresa tenía delegaciones relacionadas con su departamento. Pero tampoco tenía nada que ver con la imagen que aparece en los chistes en las que se ve al preso con traje de rayas tras una puerta de barrotes con una bola de hierro encadenada y cogida con un grillete al tobillo, y al fondo una esquina con telarañas. Era una habitación de unos quince metros cuadrados, con una cama, una mesa bastante amplia con su silla, una pequeña estantería, un retrete y un lavabo. Eso sí, tenía una ventana enrejada y una robusta puerta, ambas a prueba de intentos de fuga. Le llamó la atención que aunque no disponía de teléfono, había una  conexión telefónica en la pared que le permitía acceder a internet dentro de un horario limitado y con ciertas restricciones en contenidos.

   También le habían permitido traerse una maleta con toda la ropa que consideró necesaria, una pequeña radio, su ordenador portátil y un microtelevisor de esos que funcionan con pilas o con la batería del coche.

   En cierto modo, aquel lugar parecía una especie de retiro espiritual. Quién le iba a decir dos días antes que iba a poder cumplir su reiteradamente aplazado deseo de recluirse durante una temporada en uno de esos monasterios que ahora están de moda, en un ambiente de austeridad, privado de la mayoría de las comodidades que habitualmente disfrutamos. Era algo que con frecuencia había deseado en los momentos de más estrés y agobio en el trabajo. Esto no era lo mismo, pero casi.

   Había ingresado en Alcalá – Meco cerca de las doce de la noche del día anterior. Antes, dejó firmada su declaración en Comisaría y se despidió de Robledo. Como no disponía de nadie que le pudiera traer de su casa todo lo que necesitaba, le permitieron pasar antes por ella. Tuvo la suerte de no encontrarse con ningún vecino, evitando el espectáculo que habría supuesto que lo vieran esposado y custodiado por la Policía.

   El módulo donde lo llevaron tenía fama de ser el que acogía a los «enchufados», que disfrutaban en ella de privilegios impensables. No sabía si algo de eso tenía que ver con la celda que le habían asignado.

   También sabía, por la prensa y otros medios de comunicación que políticos, importantes hombres de negocios y algún que otro delincuente de guante blanco habían recalado allí.

   La noche no la había pasado del todo mal, pero había dos cosas que aparecían en su mente de forma repetitiva e insistente: las palabras que le dijo el vagabundo en la Comisaría y la sensación de que la declaración que hizo a la Policía y a su abogado estaba incompleta, de que faltaba algo. Era sólo una sensación, ni siquiera estaba seguro de ello pero sólo la incertidumbre en un asunto tan trascendente, le hacía sentirse mal. Por más que intentaba reconstruir los hechos desde que oyó el disparo hasta que lo encontró el guardia de seguridad, no lograba precisar en qué parte del puzle faltaba esa pieza: en su despacho cuando oyó el disparo, por el pasillo mientras corría y oía los pasos de alguien que se alejaba o cuando entró en el despacho de Juan y lo encontró en el suelo junto a un pequeño charco de sangre. No sabía si faltaba un sonido, una imagen, un objeto… Pero ¿faltaba algo realmente?

   Por otro lado, las palabras del vagabundo también lo angustiaban.

   – Alguien le ha hecho la cama. Pero si está aquí es porque se lo merece.

   ¿Alguien lo había preparado todo? No ya el asesinato, lo cual era evidente, sino que todo encajara tan bien como para que fuera él el condenado por asesinato. ¿Cómo se le había ocurrido coger la pistola que estaba junto al cadáver? Fue algo instintivo: primero se inclinó ante el cuerpo y le cogió la muñeca para ver si aún tenía pulso. Y después quiso comprobar lo que era evidente: que aquélla era el arma del crimen. Para ello empuñó la pistola con la mano derecha y con la izquierda estrechó el cañón aún humeante y caliente. De esa guisa lo encontró  el guardia de seguridad cuando apareció por la pueta entreabierta del despacho, pistola en ristre.

   – Suelte el arma y levante los brazos -le dijo el hombre.

  Desde ese momento pasaba a ser no ya el sospechoso sino el evidente autor del asesinato. Así pareció entenderlo también el Juez. 

   Se despidió de Robledo sobre las once y media y éste le dijo que iría a visitarlo al día siguiente, probablemente por la tarde.

   – Por la mañana haré algunas gestiones y por la tarde volveremos a hablar. Mientras tanto, aproveche el tiempo e intente recordar cuál es ese detalle que cree que le falta.

   Intentó seguir la recomendación de Robledo, pero después de varios infructuosos intentos, desistió.

   Pasó el resto de la mañana leyendo y consultando algo en internet. Cuando le trajeron el desayuno le dijeron que de once a doce y media podía salir al patio, era el «recreo». Sin embargo no le apeteció, pensó que el primer día sería mejor dedicarlo a poner en orden sus ideas. Además, reconocía que le daba cierto miedo o, al menos, respeto enfrentarse de golpe a las complicadas y peligrosas relaciones que se pueden establecer en una cárcel. Como desde su ventana se veía el patio, uno de los patios, prefirió quedarse observando desde ella.

   La verdad es que lo que veía no parecía muy inquietante. Eran gente de aspecto pacífico, muy normal, que se dedicaba a pasear de forma individual o por parejas, que se reunía en grupitos de no más de cuatro para charlar o echar un cigarro. No parecía el tipo de gente que en cualquier momento te pudiera sacar una navaja o intentar violarte. La mayoría vestía pantalón vaquero y jerseys de lana, algunos llevaban cazadora. Todos debían tener más de treinta años y no se diría que alguno de ellos estuviera enganchado a las drogas. Parecía que también en eso había tenido suerte.

   Se fijó principalmente en dos de los reclusos: uno tendría unos cincuenta y tantos años, era grueso, de mediana estatura, con escaso pelo blanco y bigote. Fumaba un puro y deambulaba de un lado a otro del patio entablando cortas conversaciones que interrumpía precipitadamente con unos para reanudarlas de nuevo con otros.

   El otro era más joven, más o menos de su edad, de piel blanca, alto y delgado y se movía por el patio en solitario. Le llamó la atención su porte elegante y señorial que reflejaba a las claras que debía pertenecer a la aristocracia o algo parecido. Lo encajaba mejor dando órdenes al mayordomo en una mansión campestre o entrando por la puerta trasera de un Rolls, abierta por su chófer particular.

  Le trajeron la comida temprano, poco después de la una, y empezó a advertir que en la cárcel, igual que en los hospitales y los cuarteles, se hacía una vida temprana, parecía que el horario iba algo adelantado respecto al exterior. Como todo lo que había allí dentro, la comida era austera pero suficiente: un plato de caldo del cocido, un generoso filete con patatas y un yogourt natural. Una botella de agua mineral para beber.

   Pasaban las horas y Robledo no llegaba. Empezaba a impacientarse, pues deseaba saber qué gestiones había realizado y qué resultado había obtenido. Por fin, a las seis de la tarde se abrió la puerta de la celda y apareció un funcionario acompañado de un guardia civil.

   – Sr. del Castillo, su abogado quiere verle -le dijo.

   Los siguió a lo largo de unas galerías interminables que se sucedían tras bajar unos tramos de escalera que conducían a otras galerías a ambos lados de las cuales se ubicaban una sucesión de celdas contiguas y silenciosas. Aquí sí le vino a la mente la imagen de películas, sobre todo americanas, que ofrecían una visión muy parecida de este aspecto de la cárcel.

   Por fin llegaron a una amplia sala donde se encontraba una hilera de diez o doce puertas correspondientes a otros tantos locutorios. Le indicaron que entrara en la número cuatro. Había una silla y ante él un pequeño mostrador con un grueso cristal, como el que tienen en la ventanilla del cajero de los bancos, y un micrófono. Tras el cristal se veía una disposición simétrica a la suya.

   A los dos o tres minutos apareció Robledo. Su aspecto era muy diferente al del día anterior. Esta vez vestía un impecable traje gris con camisa blanca y una corbata en tonos rojos y azules y portaba un maletín de cuero negro en la mano derecha. Se sentó sonriente y le hizo señas para que encendiera el micrófono.

   – ¿Que tal está? ¿Cómo ha pasado el primer día?

   – No del todo mal. Esto es una especie de retiro espiritual que quizás necesitaba. Lo malo es que se prolongue más de lo que yo deseo.

   Robledo sonrió. Su expresión inteligente parecía indicar que esa era la respuesta que esperaba.

   – El primer día es muy importante -le dijo-. Generalmente esa primera impresión marca la forma de encontrarse el resto de la estancia. ¿Ha trabado amistad con alguien?

   – No, no he salido de mi celda. Me he limitado a observar a los reclusos del patio que se ve desde mi ventana. Mañana saldré al «recreo».

   – Hágalo, verá como encontrará gente interesante. Pero antes de que entremos en el trabajo ¿necesita algo? ¿Quiere que le traiga algo que haya olvidado?

   – No gracias, de momento creo que tengo todo lo que necesito.

   – Bien. Como vamos a compartir bastantes horas de conversación y confidencias mutuas, creo que debemos empezar a tutearnos. Eso ayudará a establecer el clima de confianza que ambos necesitamos. ¿Te parece bien?

   Cuanto más hablaba con su abogado, más sentía que había acertado en la elección. Si alguien podía sacarlo del embrollo en que estaba metido, ese era el hombre que tenía enfrente. Sólo una duda lo inquietaba: ¿podría dedicarle a su caso todo el tiempo que la complejidad del mismo requería? Con la multitud de casos de gente influyente que acudiría a él ¿podría prestarle la atención y el tiempo necesarios? De momento parecía que sí. En menos de veinticuatro horas había aparecido dos veces ante él dedicándole una parte importante de su preciado tiempo.

   – Sí, me parece muy bien que nos tuteemos. Siempre suelo hacerlo con las personas con las que comparto asuntos importantes y éste lo es. Al menos para mí.

   – También lo es para mí. En ese caso, en lo sucesivo nos llamaremos por nuestros nombres de pila. Sabes que me llamo Enrique, ¿no?

   Pedro asintió con la cabeza. Mientras hablaba, el abogado había empezado a sacar cosas de su lujoso maletín de cuero negro. Reconoció la libreta de notas del día anterior y algunos otros papeles escritos a máquina que no supo identificar.

   – Bien Pedro, ¿has estado pensando en todo lo que ocurrió ayer por la tarde?

   – Sí, lo he reconstruido varias veces intentando localizar ese detalle que creo que me falta, pero no lo consigo. Sigo teniendo la sensación de que falta algo pero no logro identificarlo.

   – Tampoco quiero que te obsesiones con eso. Vamos a intentarlo por última vez, al menos por ahora. Me vas a volver a relatar todo lo que ocurrió y lo iré comprobando con lo que me dijiste ayer.

   Pedro sabía que tendría que repetir muchas veces aquel relato pero valoró el detalle de que Enrique puntualizara que no tenía que obsesionarse y que, por ahora, no iban a insistir más sobre él.

   – No creo que pueda añadir nada nuevo a lo que te dije anoche. De todas formas, vamos allá. Serían las cuatro y media y me encontraba en mi despacho revisando documentos. Había vuelto de comer sobre las tres y media y hasta las cuatro y cuarto estuve con mi secretaria, que me había traído unos informes que debía revisar.

   – Con Patricia -lo interrumpió Enrique- tu actual secretaria.

   Pedro se quedó un poco sorprendido. Sobre todo porque había puesto un énfasis especial en la palabra «actual».

   – Sí, con Patricia. ¿Cómo sabes su nombre?

   – Es mi obligación procurar enterarme de todo. Esta mañana he hecho algunas gestiones.

   Siguió un silencio tenso. Enrique comprendió que su cliente se encontraba incómodo. Parecía que no le había hecho gracia que sus conocimientos fueran más allá de los que él sabía que poseía. Entonces, creyó que debía intervenir de nuevo.

   – Pedro, debemos dejar claro que de todo este asunto debo saber tanto como tú. Aún diría más: a partir de ahora debo saber más que tú, porque ahora estás aquí dentro y soy yo el que debo obtener la información de ahí afuera que te pueda ayudar.

   Pedro pareció reflexionar. La sorpresa pareció dejarlo momentáneamente en fuera de juego. No estaba acostumbrado a que los demás supieran tanto o más que él de sus propios asuntos. Pero la situación que ahora vivía no era normal y su forma de pensar tenía que adaptarse a las nuevas circunstancias.

   – Te entiendo perfectamente. Bien, continúo. Patricia se había marchado sobre las cuatro y cuarto y yo permanecí solo en mi despacho revisando documentos. Sobre las cuatro y media oí un ruido muy fuerte, como un golpe seco.

   – Perdona, ¿por qué sabes que eran las cuatro y media?

   – Tengo la costumbre de mirar con frecuencia el reloj. Un momento antes de oír el ruido lo había mirado y eran las cuatro y media. Creo que no había transcurrido ni un minuto.

   – Bien, continúa por favor.

   Enrique lo escuchaba con atención. Miraba su libreta de notas y de vez en cuando hacía alguna anotación. No escribía, parecía como si subrayara o hiciera una marca.

   – Al principio creí que era un golpe, como si a alguien se le hubiera caído una caja pesada en el piso de arriba. Tardé unos segundos en reaccionar y darme cuenta de que parecía una detonación, un disparo.

   – Disculpa que te interrumpa de nuevo. ¿Cómo distingues el ruido de un golpe del de un disparo?

   – Yo hice el Servicio Militar y allí realizábamos muchas prácticas de tiro. A mí me gustaba y aunque eran armas distintas (usábamos principalmente el zetme) y han pasado muchos años, sigo recordando el sonido de las detonaciones. A veces también voy a una sociedad de tiro, yo no lo practico, pero voy a tomar una copa,  veo tirar al plato y al pichón y oigo el sonido de los disparos. Todos son parecidos.

   Ahora sí que escribía el abogado. Todos estos detalles no los había mencionado la noche anterior porque tampoco habían profundizado hasta el extremo que ahora estaban llegando.

   – ¿Qué hiciste después?

   – Cuando me di cuenta de que era un disparo salté del sillón, abrí la puerta y salí al pasillo. Mi despacho está  en el ala izquierda del edificio, con lo cual la parte del pasillo que hay a la derecha es mucho mayor. Instintivamente corrí hacia allí. Debe haber unos veinticinco metros desde mi despacho hasta el de Juan que está casi al final del pasillo. Cuando estaba llegando a él oí unos pasos que se alejaban. El ritmo parecía también de carrera. Vi que la puerta del despacho estaba entreabierta y Juan estaba tirado en el suelo, al lado de su mesa sobre su costado izquierdo. Junto a él había un pequeño charco de sangre. Me agaché junto a él y le cogí la mano derecha para tomarle el pulso. Pensaba llamar inmediatamente al teléfono de emergencias para que, a su vez, ellos avisaran a una ambulancia porque yo no sabía el número, pero enseguida comprendí que estaba muerto, no le encontraba el pulso por ningún lado.

   Entonces, idiota de mí, vi la pistola en el suelo, a sus pies. Se me ocurrió cerciorarme de que era el arma del crimen comprobando si aún estaba caliente, recién disparada. Así que la cogí con la mano derecha y estreché el cañón con la izquierda. Aún estaba caliente.

   En ese momento llegó un guardia de seguridad, traía su pistola en la mano y al verme me dijo que tirara el arma y levantara los brazos. Me condujo por el pasillo hasta mi despacho sin dejar de encañonarme. Nos cruzamos con alguien que no recuerdo y le dijo que avisara a la Policía. A mí me dijo que me sentara con las manos sobre la cabeza y él permaneció allí, de pie, apuntándome con la pistola hasta que llegó la Policía. Me sacaron de mi despacho entre el revuelo de policías y sanitarios que se agolpaban ante el despacho de Juan. Me llevaron a la Comisaría y allí estuve hasta que tú llegaste.

   Enrique hizo una última anotación en su libreta y permaneció en silencio, mordiéndose suavemente su labio inferior y moviendo afirmativamente la cabeza. Siguió mirando las anotaciones hasta que volvió a hablar.

   – Bueno, la declaración sigue siendo básicamente la misma que hiciste anoche, pero quisiera hacerte tres preguntas. Ahora has omitido un detalle que mencionaste anoche: dijiste que los pasos que oíste alejarse por el pasillo te parecieron de mujer, como si llevara tacones. ¿Sigues pensando lo mismo?

   Pedro vaciló, pareció hacer un esfuerzo por recordar. Por fin dijo:

   – Ahora no lo puedo precisar. Anoche estaba mucho más seguro pero conforme han pasado las horas, ese detalle se ha ido diluyendo. Pero si anoche lo dije es porque debía estar casi seguro.

   – ¿Cuánto tiempo crees que transcurrió desde que oíste el disparo hasta que apareció el guardia de seguridad?

   – No creo que pasara más de un minuto.

   – Entonces, ¿fue todo muy rápido, no?

   – Sí, muy rápido. Por eso creo que no puedo precisar bien algunos detalles.

   De nuevo la expresión de Enrique parecía dar a entender que sabía de antemano las respuestas. Pedro se sentía algo desanimado, tenía la sensación de que estaba siendo de poca ayuda a su abogado. No pudo resistir la tentación de decírselo.

   – Creo que los datos que te estoy proporcionando no te van a servir de mucho. ¿No es así?

   Enrique levantó la vista de su libreta de notas. Su expresión era de sincera sorpresa.

   – ¿Cómo dices? Ni mucho menos, estás siendo un excelente cliente. Y no me estoy refiriendo al aspecto crematístico -sonrió bromeando- . Pero tengo que hacerte una última pregunta. Es más bien una curiosidad. ¿Por qué cogiste la pistola?

   Pedro movió negativamente la cabeza. Sabía que se había comportado como un tonto.

   – No lo sé, fue algo instintivo. Pero no puedo decir que lo hiciera sin pensar. Ya te he dicho que quise comprobar si se trataba del arma del crimen y aún estaba caliente.

   Enrique cerró su cuaderno de notas y lo guardó en el maletín. Cruzó los brazos y se echó hacia atrás, apoyando su espalda contra el respaldo de la silla. De nuevo se mordió el labio inferior y movió afirmativamente la cabeza. Parecía que era el gesto que solía utilizar cuando intentaba poner en orden sus ideas. Pedro lo miraba expectante, permanecía en silencio y no se atrevía a tomar la iniciativa. Pensaba que era el experto quien debía dirigir la situación. Así pasaron unos segundos en los que Enrique siguió ausente. Sin duda seguía ordenando ideas. ¿Qué demonios sabría ya aquel hombre? ¿Debía preguntárselo? Le había pedido sinceridad y él también tenía derecho a estar al tanto de todo lo que su abogado supiera. Pero éste no lo defraudó. Por fin pareció salir de su letargo y habló.

   – Bien, ahora debo ponerte al tanto de las gestiones que he hecho.

   Pedro se inclinó hacia adelante para escuchar con más atención. No quería perder detalle de lo que su abogado dijera. Además, quería captar el énfasis que pudiera dar a algunas de sus palabras, leer entre líneas. Por lo que estaba viendo, debía estar atento no sólo al contenido de su discurso sino también al mensaje implícito que había en algunas de sus intervenciones.

   – He estado en las oficinas de tu empresa. Me he pasado allí casi toda la mañana. No se puede negar que tus jefes franceses han sabido imprimir un delicado toque de refinamiento y distinción a su sede española. Hasta ahora yo había asistido a algunas sesiones del Consejo de Administración pero no había podido advertir el buen gusto que se respira por todos sus rincones, la sensibilidad en la decoración, mezcla de tradición y modernidad, la exquisitez en el trato… Me hubiera pasado el día entero allí con sumo gusto.

   Pedro no entendía muy bien la necesidad de ese preámbulo pero consideró que sería de mala educación no corroborar las impresiones de su abogado.

   – Sí, esa preocupación por el buen gusto es característico de la compañía y se esfuerza por imprimirlo en todas sus sedes. Yo he tenido la oportunidad de comprobarlo en las visitas que por motivos de trabajo he realizado a varios países. Ten en cuenta que nos dedicamos a la alta cosmética y a la perfumería y en este mundo cuidar esos detalles es muy importante.

   – No dudo que será así -continuó Enrique. Y no digamos nada del personal que trabaja allí. Sobre todo del femenino.

   Aquí hizo un claro énfasis y miró a Pedro con una expresión risueña, cómplice.

   – La verdad es que no sé cómo os podéis concentrar en vuestro trabajo con lo que circula por allí. Te aseguro que yo no podría. Parecen recién sacadas de una pasarela. Pero me imagino que ya estaréis acostumbrados.

   Hizo de nuevo una pausa y pareció esperar que Pedro interviniera. Así lo entendió éste  tomando de nuevo la palabra.

   – Por la misma razón que te dije antes, la empresa pone mucho cuidado en la elección del personal, sobre todo del femenino. Ten en cuenta que es la mujer la destinataria de nuestros productos y nuestras empleadas son la primera imagen del efecto que aquéllos pueden producir. Claro está, que esa atractiva imagen va unida a la alta cualificación que todas ellas poseen.

   El abogado asintió con la cabeza antes de continuar.

   – Un mundo realmente interesante este de la perfumería y la cosmética. Bien, pues aparte de esa magnífica impresión me he encontrado un hermetismo bastante considerable respecto al asunto de la muerte de Juan Montero.

   Me han remitido al Sr. Moreau, el Jefe de Relaciones Externas, francés ¿verdad? Un individuo exquisito que me ha recibido con toda gentileza en su elegantísimo despacho, pero que se ha limitado a decirme cuatro vaguedades: que están consternados, que el Presidente está muy preocupado, que el muerto era una excelente persona y un trabajador eficacísimo, igual que tú, y que confían en la Justicia para que todo se esclarezca.

   – No esperaba otra cosa de Moreau -dijo Pedro-. Fiel a las necesidades de su cargo, tiene la habilidad de hablar mucho sin decir nada. Sin duda, hubiera podido ser un gran político.

   El abogado asintió y recogió con una sonrisa la broma de su cliente. Miró el reloj, el tiempo de la visita se le estaba acabando y quería decir algo más antes de marcharse.

   – En vista de que el Sr. Moreau no me iba a aportar nada más, le pregunté por el guardia de seguridad que te encontró. Le dije que quería hablar con él, pero me contestó que le habían dado unos días libres y que no sabía cómo localizarlo. Por lo visto, el hombre estaba muy afectado por la impresión que le causó la situación. ¿Lo conocías tú?

   – No. La empresa de seguridad los cambia con frecuencia. Además, nunca me he fijado en esos detalles.

   El abogado asintió de nuevo y se colocó el dedo índice sobre los labios. Parecía como si hubiera algún detalle relacionado con ese hombre que le preocupara, como si algo no encajara. Pedro lo interpretó así.

   – Bien, te decía que como Moreau no me iba a contar nada más le hice creer que ya me marchaba, pero en realidad me fui a ver a tu secretaria. Chico, te repito lo de antes, no sé cómo te puedes concentrar cuando esa criatura está a tu lado. Bueno, pero vamos a lo nuestro. Hasta que la encontré, subiendo desde la segunda planta donde está Moreau hasta la quinta que es la tuya, unas veces en ascensor y otras andando, me hice una idea de la complejidad del edificio: larguísimos pasillos y escaleras pero pocos accesos a los ascensores. Saqué la conclusión de que una de dos: o la empresa ha puesto mucho empeño en el aspecto estético pero ha descuidado el práctico o quiere que os mantengáis en buena forma y que os mováis a pie de un lado para otro.

   Pedro advertía cada vez más que aquel hombre tenía una inusitada capacidad para observar y extraer conclusiones. No sabía adónde quería ir a parar pero reconocía que el relato lo estaba haciendo interesante y estaba perdiendo el miedo a no saber hasta dónde llegaba el conocimiento de sus asuntos personales. Después de todo, confiaba en que toda esa información la utilizara en beneficio de su cliente, o sea, de él mismo.

   – Bien, Patricia tampoco me aportó mucha información. Se nota que esa chica sí te aprecia de verdad.

   Aquí también creyó advertir Pedro una segunda intención en su interlocutor. Pero por prudencia calló, temía equivocarse y meter la pata.

   – Estaba muy nerviosa  y afectada -continuó Enrique- y me dijo que sólo lleva cuatro meses contigo, desde que sustituyó a tu anterior secretaria. Por cierto, ¿por qué te la cambiaron?

   El abogado advirtió que la pregunta había pillado por sorpresa a su cliente y que, además, no le había agradado.

   – No lo sé. La trasladaron a otro departamento y no me dieron explicaciones.

   – Entiendo. Bien, pues Patricia se limitó a decirme que eres un magnífico jefe, que siente mucho lo ocurrido y que confía en que todo se esclarezca.

   Enrique se quedó mirándolo fijamente, estudiándolo. Parecía querer saber si su cliente  esperaba algo más de ella.

   – ¿Decepcionado? -preguntó. ¿Esperabas que dijera algo más?

   El rostro de Pedro reflejaba tristeza y desilusión. Por los motivos que fuera esperaba algo más de aquella mujer.

   – Sinceramente sí. Esperaba algo más. Es la persona con la que trabajo más estrechamente. ¿No te dijo que confiaba en mi inocencia?

   – No dijo nada más. Sólo lo que te he dicho.

   Enrique comprendió perfectamente que la falta de elocuencia de su secretaria era lo que más había afectado a su cliente. Estaba claro que esperaba algo más de ella, algo más de compromiso en defensa de su inocencia, su impresión al menos de que no podía ser posible que su jefe hubiera cometido un asesinato.

   ¿Por qué esperaba ese compromiso? Era algo que ignoraba y que no consideraba procedente preguntar. Al menos por el momento.

   Quizás se debiera simplemente a que en momentos como aquellos, cualquier apoyo  es fundamental para conservar la moral y la esperanza, para no desfallecer en el intento de demostrar que todo es una pesadilla que se tiene que aclarar y que la verdad tiene que prevalecer por encima de todo.

   – Bien, se ha acabado nuestro tiempo y me tengo que marchar. No quiero abusar de la benevolencia de los guardias. A lo mejor otro día hay que pedirles un favor.

   Pedro pensó que no se podía quedar con una duda que empezaba a preocuparlo. Y si estaba equivocado, necesitaba igualmente que lo sacara de su error.

   – Por favor Enrique. Antes de que te marches necesito que me aclares una cosa.

   – Tú dirás.

   – Cuando hablabas sobre el guardia de seguridad que me encontró, he creído advertir en ti un gesto de preocupación, como si te pareciera que algo no encaja. Necesito que me digas si estoy en lo cierto o no.

   El abogado lo miró con gesto grave. No exteriorizó nada con la cara, tampoco realizó ningún movimiento de cabeza. Hizo ademán de echar mano a su maletín y ponerse en pie para marcharse.

   – No tengo costumbre de extraer conclusiones en estas  fases tan prematuras de la investigación y, mucho menos, comentárselas al cliente.

   Miró el rostro de Pedro, que permanecía sentado al otro lado del cristal. Su cara imploraba una esperanza, una luz que permitiera alumbrar el largo y oscuro túnel en el que se encontraba metido. Una luz que proyectara al menos una sombra de duda sobre su culpabilidad.

   – Por favor, dame una esperanza.

   Enrique lo siguió mirando de pie, de arriba a abajo. Sus ojos se clavaron los unos en los del otro durante un segundo. Dudó entre marcharse o quedarse un minuto más. Al final soltó el maletín y se sentó de nuevo.

   – ¿Qué quieres?

   – Explícame qué detalle has visto en el asunto del guardia de seguridad.

   De nuevo se mordió levemente el labio inferior y movió la cabeza negativamente. Además de ordenar sus ideas, ahora dudaba sobre qué hacer.

   – Mira, no es nada en concreto. Es más, puede que no haya nada. Simplemente puede ser una coincidencia.

   – Pero ¡qué coño es lo que puede ser una coincidencia!, -exclamó Pedro, exasperado ya por la dilación que el abogado le estaba dando al asunto.

   De nuevo Enrique se mordió el labio inferior y después de unos segundos acabó diciendo:

   – Mira, me parece extraño que con lo complejo que es el edificio donde trabajas, lo largos que son sus pasillos y escaleras, con sólo dos ascensores para seis plantas y tres guardias de seguridad para todo el edificio, apareciera en el sitio justo en menos de un minuto.

   En ese momento volvió a recordar las palabras del vagabundo de la comisaría: «alguien le ha hecho la cama».

   – Bueno, ya está bien por hoy. Me marcho. Volveré dentro de dos o tres días. Hay algunos detalles sobre los que tenemos que hablar con tranquilidad.  Mientras tanto descansa y no le des más vueltas a la cabeza. Hazme caso, sal al patio y entabla amistad con alguno de los internos. Verás como aquí dentro hay gente muy interesante. Adiós.

   Aquella noche la pasó mucho peor que la primera. Apenas pudo conciliar el sueño. Constantemente aparecían imágenes, palabras, sonidos: el cuerpo de Juan tirado en el suelo de su despacho, pasos que se alejaban corriendo del lugar del crimen, unas veces parecía que llevaban tacones y otras no, la pistola en sus manos, la cara burlona del mendigo: «te han hecho la cama, pero te mereces estar aquí»…

   – No, no. Yo no he sido. Lo odiaba pero yo no lo he matado.

   Encendió la luz y miró el reloj. Las cuatro de la madrugada. Se levantó y comenzó a dar paseos por la celda. Se asomó a la ventana y vio el patio tenuemente iluminado por tres focos.

   Pensó en su abogado, imaginó que estaría durmiendo. ¿Sólo o acompañado? No sabía nada de él. Cuando el asunto se encauzara y se viera un poco de luz en el túnel, tendrían tiempo para hablar de otras cosas, de conocerse un poco, quién sabe si de hacerse amigos. ¿Dormiría bien Enrique con todos los casos que tendría entre manos? Seguro que tenía un equipo dirigido por él. ¿Delegaría su caso en alguien del equipo? No, no. Necesitaba al mejor abogado para que pusiera los cinco sentidos en su defensa.

   Lo mejor sería hacer caso a su última recomendación: «no le des más vueltas a la cabeza». Ahora sí tenía clara una cosa: quien demonios fuera el que había matado a Juan no sólo pretendía cometer ese asesinato, además lo había planeado todo para que lo culparan a él. El vagabundo de la Comisaría fue el primero que se lo dijo y llevaba razón. ¿Quién demonios podría ser? ¿Quién podría odiar tanto a los dos como para querer ver muerto a uno y en la cárcel al otro? ¿Sería hombre o mujer?

   – No le des más vueltas a la cabeza.

   Se volvió a acostar y al rato logró conciliar el sueño. Sabía que allí afuera había alguien que ya empezaba a creer en su inocencia. Esa persona era la que más podía ayudarle y, además, trabajaba para él.

C A P Í T U L O   III

ACEPTADO EL CASO, ELABOREMOS SU ESQUEMA.

      Enrique solía ser el que primero llegaba al bufete todas las mañanas. Comenzaba a organizar el trabajo del día, distribuirlo entre el que se encomendaba a él mismo y el que asignaba a alguno de sus colaboradores. Además, dentro de su propio trabajo había una parte que delegaba en otros: recabar datos, desplazarse para obtener alguna información, solicitar algunas actuaciones… y era él después el que iba ensamblando todas esas piezas del puzle y seguía tomando las decisiones sobre cómo encauzar el asunto.

   El siguiente en llegar al despacho era su socio, Alfonso Moreno. Quince años atrás ambos habían fundado el Bufete Robledo-Moreno que en ese espacio de tiempo se había ganado una merecida fama como uno de los mejores en el ámbito criminalista.

   Se conocieron en la Facultad y habían cursado juntos los cinco años de carrera. Desde el primer momento congeniaron, coincidían en multitud de ideas en cuanto a objetivos y la forma de conseguirlos a través del desarrollo de la abogacía. También compartían el mismo aprecio por los placeres de la vida, la sensibilidad por las manifestaciones del arte, por la exquisitez y el refinamiento. Y también por las mujeres. Pero así como Alfonso, una vez terminados los estudios y transcurrido un periodo de formación práctico antes de establecerse junto a Enrique, había asentado la cabeza casándose con la que ya era su novia en la Facultad, éste decía no haber encontrado aún su media naranja y aunque los romances y devaneos habían sido y eran constantes, nada cuajaba en una relación estable y duradera. Así pues, transitando ya por la mitad de la cuarentena se había convertido en uno de los solteros más codiciados en los ambientes más distinguidos de Madrid.

   Después de varios años por separado trabajando en otros bufetes que les sirvió para adquirir una experiencia fundamental, decidieron unirse. Los comienzos fueron duros, no les fue fácil abrirse camino en el mundo de la abogacía. Pero tuvieron suerte. Ambos sabían que en la vida y en el trabajo,  además de ser bueno, tener buenas cualidades, buena preparación, etc. es necesaria la suerte. Se arriesgaron a defender un par de casos muy difíciles y tuvieron la fortuna de obtener unos resultados que, a priori, resultaban impensables. Esto les dio cierta notoriedad en el mundillo de la abogacía y comenzaron a ofrecerles casos y más casos.

   Al principio estaban ellos dos solos. Después tuvieron que contratar una secretaria, Conchita, que se ocupara de atender el bufete cuando ellos estaban en la calle haciendo gestiones. Pero el trabajo seguía creciendo y ellos dos solos no podían atenderlo. Así que decidieron aumentar la plantilla. Pero los dos tenían las ideas muy claras y en eso también coincidían: no querían convertir el suyo en un macrobufete despersonalizado que aceptara indiscriminadamente casos y más casos. El suyo debería seguir siendo algo así como artesanal, de gran calidad, que atendiera a empresas importantes, a destacadas individualidades y que se distinguiera, sobre todo, por el trato personalizado. Y por sus altas minutas.

   Atendiendo a estos criterios fueron incorporando progresivamente a tres abogados, los tres hombres: Julio, Lorenzo y Andrés. Formaron un equipo de trabajo de cinco personas, puesto que Conchita se dedicaba a las cuestiones administrativas. Éste es un número impar muy apropiado cuando hay que tomar decisiones en las que impera la disparidad de criterios y hay que optar por la mayoría. Aunque ellos eran los socios-fundadores de la empresa y los jefes del negocio, a la hora de tomar una decisión por mayoría los suyos eran un voto más como el de los otros.

   Sin embargo a estas alturas ya quedaba implícitamente claro que pese a esa situación de aparente igualdad jerárquica entre ambos socios, a nadie se le escapaba que Enrique estaba, en todos los aspectos, un peldaño por encima de Alfonso y era él quien llevaba las riendas del negocio. Era él el que cuidaba detalles y aspectos en los que no reparaba su socio y amigo. Como los detalles en la decoración del bufete, la cual había diseñado personalmente, abundante en objetos de arte y muy distinta a lo que estaba al uso, y que era especialmente valorada y comentada por la distinguida clientela que los frecuentaba.

   Todo esto contribuía a crear un adecuado ambiente de trabajo basado en la confianza y el aprecio de las cualidades y la valía de los demás, lo cual estaba garantizado por la cuidada y exhaustiva selección de sus empleados, gente joven y brillante con excelente preparación y evidentes deseos de superación y promoción profesionales.

   También se habían preocupado en idear un ingenioso y generoso sistema de retribuciones e incentivos basado en la obtención de resultados, que pretendía un doble objetivo: mantenerlos satisfechos y motivados para superarse en su trabajo por un lado y, por otro, evitar que pudieran caer en la tentación de una atractiva oferta de otro bufete de la competencia.

   Todo este entramado organizativo, siempre bajo la atenta supervisión de los dos socios (sobre todo de Enrique) había hecho que en sus quince años de existencia el bufete adquiriera una justa fama de alta calidad.

   Estaba revisando la documentación que había recabado sobre el caso cuando unos golpecitos familiares sonaron en la puerta de su despacho.

   – ¿Se puedeeee…?

   – Pasa, pasa.

   Aquel día, como tantos otros, la visita mañanera de Alfonso lo sacó de la rutina de la preparación diaria del trabajo.

   – ¿Dónde coño te metes? Hace un par de días que apenas te veo.

   – Estoy trabajando en un nuevo caso que se ha presentado.

   – ¿De qué se trata?

   – Es el de un ejecutivo de la empresa «Paris International».

   – ¡Ah!, el tío de la empresa de colonias que ha matado a un compañero.

   – No seas bruto Alfonso. No se trata de una vulgar empresa de colonias sino de una importante multinacional de la cosmética y la perfumería. Y eso de que ha matado a un compañero habrá que demostrarlo. Por cierto, ni la prensa ni ningún otro medio ha difundido la noticia. ¿Cómo te has enterado?

   Alfonso adoptó una expresión jocosa. Le satisfacía que su compañero no supiera cómo se había hecho con una información no accesible a todo el mundo. Se sentó en uno de los dos lujosos butacones del despacho y continuó bromeando.

   – Señor abogado, me temo que no puedo responder a esa pregunta. Se trata de eso que se llama, ¿cómo se dice? ¡Ah!, sí. Secreto del sumario.

   – ¡Déjate de chorradas! -exclamó Enrique. Si no quieres no me lo digas, pero déjame entonces trabajar. Tengo mucho que hacer.

   – ¡Oye, oye!, ¿qué te pasa? ¿Qué te traes entre manos? Simplemente me he enterado porque Fernández lo estaba comentando ayer en el Juzgado.

   Fernández era un colega de otro bufete también prestigioso. Había sido compañero de estudios de ellos y mantenían una sana rivalidad y una buena amistad.

   – Ahora dime tú. Hace dos días que no te veo y ahora te encuentro cabreado y tenso. ¿Qué mosca te ha picado?

   Enrique soltó los documentos que tenía en las manos y los dejó caer ruidosamente sobre la mesa. Levantó la vista hacia su compañero y suspiró profundamente haciendo un esfuerzo por resultar convincente.

   – Ya te lo he dicho, no me pasa nada. Es sólo que se trata de un caso difícil y necesito estar concentrado.

   Alfonso abandonó el tono jocoso que había mantenido hasta entonces. Se pasó la mano derecha por el mentón pareciendo querer comprobar si estaba bien afeitado.

   – Así que se trata de un caso difícil y no has comentado nada. Además, según la información que poseo el caso está bastante claro: le pillaron con el arma junto al cadáver y no hay más huellas en ella que las suyas. ¿A eso le llamas un caso difícil?

   Enrique reaccionó con una expresión entre disgustada y sorprendida. No esperaba que su compañero estuviera tan al tanto del caso con el hermetismo que la empresa había llevado el asunto. Sin duda, todo ello arrojaba más sombras sobre él.

   – De nuevo me sorprende que estés tan bien informado. Si no os he comentado nada del asunto es precisamente por su complejidad. Debo hacer más gestiones antes de exponeros mis conclusiones y solicitar vuestra opinión. Respecto a la autoría del asesinato, no la veo ni mucho menos clara. Es más, en este momento tengo la impresión de que es inocente, aunque todo apunte en su contra.

   Alfonso se puso en pie. Ahora era él quien expresaba asombro. Enrique se percató de ello y anticipó la retahíla de reproches que su compañero le iba a endosar. Lo peor era que sabía que en la mayoría de ellos iba a llevar razón. En esos casos no cabía más recurso que aguantar el chaparrón. 

   – Pero ¿cómo se te ha ocurrido aceptar un caso como ése? Todo apunta hacia un sujeto y tú te vas a empeñar en demostrar que es inocente. ¿Quieres destrozar nuestro prestigio, poner en peligro lo que hemos conseguido en todos estos años? No tenemos ninguna necesidad de correr ese riesgo.

   Parecía que el primer chaparrón había pasado, pero debía seguir guardando silencio. Quizás aún no había terminado y también comprendía que su compañero tenía derecho a desahogarse. Además cualquier intervención suya podía exasperarlo más. Permaneció sentado, con los brazos cruzados, mordiéndose el labio inferior y la mirada fija en uno de los tres valiosos lienzos que cubrían las paredes. Con esta actitud afrontó la segunda andanada.

   – No es la primera vez que lo haces y la última me dijiste que no habría ninguna más. En las otras hubo suerte, ¿pero quién te dice que ésta no va a ser un fracaso? En nuestros inicios sí estaba justificado pero a estas alturas no tenemos necesidad de correr ese riesgo. Debes hablar con ese individuo y decirle que no te puedes hacer cargo del caso. Puedes ponerle mil excusas. De sobra sabes que llevo razón. Tenemos mucho que perder y poco que ganar.

   Estaba claro que con aquello había concluido su intervención. Había sido, más o menos, lo que Enrique esperaba. Ambos comprendieron que ahora se imponía unos momentos de silencio y reflexión. Alfonso se volvió a sentar recuperando la serenidad que había perdido mientras increpaba a su amigo y socio. Sabía que ahora era el turno del otro, esperaba con impaciencia sus explicaciones sobre las razones para tomar de nuevo unos riesgos innecesarios.

   – Alfonso, de sobra sé que llevas razón en casi todas las cosas que has dicho. Pero desgraciadamente, toda esta situación me está sirviendo para darme cuenta de que hemos perdido gran parte de las ideas que nos movían en nuestros inicios. Fíjate que digo «hemos perdido» porque yo también reconozco que he caído en ese error. No podemos dedicarnos a vivir permanentemente en lo fácil, en lo cómodo. Y cuando llega un caso como éste se me abren los ojos, veo las cosas con claridad. Sabes que no voy a renunciar al caso. Estoy convencido de que ese tipo es inocente y no me voy a quedar de brazos cruzados viendo cómo lo condenan por estar defendido por un inepto. Al menos lo voy a intentar.

   Una vez más, como en tantas otras, su intervención había sido rotunda, inapelable. Alfonso también sabía que detalles como éste eran los que situaban a su compañero un peldaño por encima de él y por encima también de la mayoría de los colegas que conocía. También sabía que era inútil discutir. Enrique había dicho su última palabra y estaba dispuesto a seguir hasta el final.

   – Tampoco te voy a prometer, Alfonso, que ésta sea la última vez. Lo que sí te digo es que me estoy haciendo mayor y estos arrebatos me dan cada vez con menos frecuencia.

   Ahora venía el desenlace, el momento más crítico. ¿Qué ocurriría si Alfonso decía que no estaba dispuesto a colaborar y cortara por lo sano? ¿Disolver la sociedad? Seguro que éste no sabía el pánico que sólo considerar esta posibilidad producía en Enrique. 

   Ambos permanecían sentados, sin atreverse a cruzar las miradas. Sabían que era ahora Alfonso el que debía decir su última palabra y dejar zanjado el asunto. Ninguno de los dos intentaría ningún otro razonamiento.

   – Bien -dijo Alfonso poniéndose en pie mientras Enrique permanecía sentado tras su mesa, expectante-. En ese caso, ¡que Dios nos coja confesados!

   Enrique se puso de pie en un salto y se arrojó sobre su amigo abrazándolo.

   – Gracias Alfonso. No te vas a arrepentir. Todo va a salir bien.

   – ¿Necesitas que te eche una mano?

   – Hace un momento me recriminabas y ahora me preguntas si necesito que me ayudes. ¡Eres un capullo!

   Ambos rieron. Tras esto, Enrique volvió a decir:

   – No. Como te he dicho aún estoy organizando toda la información sobre el caso. Pero sí necesitaría que Lorenzo me hiciera un par de gestiones.

   – De acuerdo. Le diré que venga a verte en cuanto llegue. Hasta luego.

   – Adiós Alfonso. Gracias.

   De nuevo se quedó solo en el despacho con sus papeles. Se congratuló de que al final su socio hubiera aceptado continuar con el caso. Aunque a todas luces estaba claro que Enrique era el que llevaba la voz cantante, pocos podían imaginar su dependencia de Alfonso.

   Enrique tenía las ideas, la iniciativa, las decisiones, la brillantez… pero necesitaba algo que pocos le podían proporcionar: lealtad. De sobra sabía que en el mundo donde ellos se movían era extremadamente difícil encontrar a alguien en quien confiar plenamente, alguien que te siguiera hasta el final sin importarle las consecuencias. Y sabía que Alfonso era una de esas pocas personas que aún conservaban ese extraño atributo. En un mundo donde impera la mentira, el afán de poder, el engaño y la traición, Alfonso se movía como uno más entre tantos abogados, capaz de dar también sus puñaladas cuando fuera necesario. Pero era absolutamente incapaz de hacerlo con un amigo. Y Enrique era su mejor amigo, además de su socio.

   Así pues, se había producido una extraña simbiosis entre ambos, una complicada relación de dependencia que aparentemente estaba claramente decantada hacia el lado de Enrique, aunque en realidad mantenía un perfecto equilibrio en el que cada uno proporcionaba al otro justamente lo que necesitaba. Enrique aportaba brillantez, intuición y decisión y, a cambio, Alfonso le suministraba lealtad, capacidad de trabajo y sacrificio.

   Enrique sabía perfectamente que la situación era esa y que difícilmente podría trabajar con otra persona que no fuera Alfonso. Por eso, la sola idea de que la sociedad se pudiera disolver le producía pánico. Ahora se sentía satisfecho por haber salvado una situación difícil y poder contar con el apoyo de su amigo y con los demás miembros del equipo. Y a buen seguro que iba a necesitar de todo ese apoyo para resolver el caso. Cuantas más vueltas le daba, más complicado lo veía. Después del hermetismo que había detectado en la empresa y en los medios de comunicación, resultaba que los detalles de lo ocurrido corrían de boca en boca por el juzgado, comentados por los abogados en corrillos por los pasillos. Además, los rumores apuntaban a que el caso estaba claro, todos los indicios apuntaban sobre Pedro del Castillo, el individuo que ya estaba en la cárcel bajo auto de prisión incondicional. ¿De dónde había partido ese rumor interesado?

   Con la mirada perdida y sumido en esos pensamientos se encontraba cuando, de nuevo, unos golpecitos sonaron en su puerta.

   – Adelante.

   La puerta se abrió y ante él apareció Lorenzo Jiménez, uno de los otros tres abogados que trabajaban en el bufete. Treinta años, alto, delgado y rubio, con aspecto de lord inglés y un expediente brillantísimo. Hacía tres años que trabajaba con ellos y en verdad que no se habían arrepentido de haberlo contratado. Eficiente, honesto dentro de lo que se podía pedir en la profesión, trabajador y con un fino olfato intuitivo. Además de los casos que llevaba personalmente, Enrique solía encomendarle algunas gestiones de sus casos porque sabía que las haría mejor que él.

   – Buenos días Enrique. Me ha dicho Alfonso que querías verme.

   – Hola Lorenzo, siéntate. Sí, quería saber cómo andas de trabajo.

   Lorenzo lo miró sonriendo. Sabía que su jefe siempre empezaba así cuando quería encomendarle alguna misión.

   – Bueno la verdad es que no estoy para aburrirme, ni mucho menos. Pero si necesitas algo haré un huequecito. ¿De qué se trata?

   – Verás, me he hecho cargo de la defensa del caso de Pedro del Castillo, presunto autor de un asesinato en la empresa Paris International.

   – ¡Ah!, sí -lo interrumpió Lorenzo-. Sé más o menos de qué se trata y el asunto parece bastante claro, ¿no? Me imagino que tratarás de que le caiga lo menos posible.

   Enrique apoyó el codo de su brazo izquierdo sobre la mesa, ahuecando esa misma mano para descansar sobre ella la barbilla. Así transcurrieron unos segundos hasta que por fin dijo:

   – ¡Vaya, tú también! Ahora va a resultar que todo el mundo va a saber más que yo de este caso.

   Lorenzo lo miró extrañado. No sabía lo que su jefe quería decir.

   – No te entiendo. ¿Qué es lo que pasa?

   – ¿No te habrás enterado del caso en el Juzgado?

   – Pues sí, ayer mismo lo estaban comentando. ¿Qué sucede?

   Enrique permanecía en la misma posición y su rostro mostraba ahora una clara expresión de enfado.

   – Pues sucede que este jodido caso me está oliendo cada vez peor. Bueno, no quiero entrar ahora en detalles, ya te contaré. Necesito que me hagas un par de gestiones. ¿Es posible?

   – Ya te he dicho que no me sobra el tiempo pero haré un hueco. 

   Decía esto mientras sacaba de su portafolios una libreta de notas idéntica a la que usaba Enrique. Hasta en esto se notaba que profesionalmente su jefe ejercía una clara influencia sobre él.

   – ¿De qué se trata?

   – Quiero que hables con el guardia de seguridad que lo encontró, porque sabrás que lo encontró un guardia de seguridad, ¿no?

   – Sí, lo sé.

   – Bueno, pues habla con él y procura sacarle todos los detalles que te pueda dar del suceso. También quiero que hables con Fernández.

   – ¿Con Fernández? ¿Qué tiene que ver él en todo esto?

   – A ver si te puede decir de dónde ha salido ese rumor de que está muy claro que Pedro del Castillo es el asesino.

   Lorenzo terminó de tomar las notas y permaneció bolígrafo en ristre, expectante, por si tenía que escribir algo más.

   – ¿Algo más, jefe? -preguntó.

   Le solía llamar así en un tono entre burlón e irónico que Enrique entendía perfectamente y jamás se tomaba a mal.

   – De momento nada más. Cuando me hagas esas dos gestiones tendré material suficiente para informaros y seguir avanzando.

   Lorenzo guardó su libreta de notas y cerró el portafolios al tiempo que se ponía de pie. Si era verdad que estaba tan cargado de trabajo como decía, no parecía que la carga añadida por su jefe le hubiera afectado a su buen humor.

   – Bueno, si no quieres nada más me voy a mi despacho a organizar unos asuntos pendientes para que Conchita los termine y me pongo manos a la obra en lo que me has encargado. Si puedo, esta tarde mismo te informo. Hasta luego.

   – Adiós Lorenzo, muchas gracias.

   Eran ya las once y media pasadas cuando Enrique terminó de redactar los documentos de un caso anterior ya finalizado y se los entregó a Conchita para que preparara la minuta. Decidió tomarse un descanso y recordó que hacía, por lo menos, tres días que no veía ni hablaba con Lorena, su actual amante.

   Lorena Flores, abogada brillante de treinta y cinco años, divorciada  sin hijos. Temible en los juicios e insaciable en la cama. Era su amante desde hacía algo más de un año y ocupaba, de momento, el último lugar en una larga lista de relaciones amorosas que Enrique se ocupaba en mantener siempre activa pero sin que ninguna de ellas terminara en algo serio. Por supuesto que ni hablar de boda ni nada que se le pareciera. Parecía que a todas les dejaba muy claro que aquello duraría lo que durara y, mientras tanto, cada uno viviría de forma independiente, nada de  casa en común ni otras ataduras. Aunque sí podía haber cortas y esporádicas convivencias en uno u otro domicilio, en viajes de fin de semana o en unas no muy largas vacaciones.

   Cuando se terminara, por supuesto que nada de dramas, cada uno por su lado sin reproches ni lágrimas, quedaría una civilizada amistad que les permitiera mantener una conversación o, incluso, volver a comer o cenar juntos si volvían a encontrarse. Pero nada más.

   Lorena parecía tener muy claras estas normas y estar muy de acuerdo con ellas. Después de un matrimonio que había durado ocho años y que había desembocado en el aburrimiento y el hastío al lado de un hombre intachable pero incapaz de proporcionarle las emociones y sensaciones que ella deseaba, había obtenido el divorcio y se encontraba en la plenitud de todo su atractivo. Ninguno de los hombres entre los que se movía era ajeno a ello. Además de la belleza innata que la naturaleza le había dado, una belleza salvaje y sensual que hacía que pocos hombres se le resistieran cuando se lo proponía, ella había puesto de su parte todo lo necesario por moldear y engrandecer aún más los atributos de su cuerpo. A ello dedicaba horas y horas en duras sesiones de gimnasio. Todo ello unido a un exquisito gusto en el vestir y en los complementos, sabiendo elegir lo más apropiado para cada momento, la hacía una mujer realmente turbadora.

   Enrique también era asiduo de los gimnasios y poco más de un año atrás habían cerrado el que él  solía frecuentar. Se tuvo que cambiar a otro y allí fue donde la conoció. En su segundo día la encontró en una de las máquinas aplicándose a ella con dureza. Desde el primer momento sus miradas de buscaron y ambos se sintieron atraídos.  Sin embargo, él no se atrevió a dar el primer paso. Aquella mujer imponía respeto, con su ajustada y minúscula malla negra que moldeaba y realzaba todos sus encantos.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS

comments powered by Disqus