Recife, Brasil.
Detrás del reloj de arena que volteaba cada amanecer reposaban sus gafas, sobre su mesita de noche, donde solía dejarlas cada noche al acostarse. Extendió el brazo izquierdo, tanteó con los dedos y, cuando las hubo localizado, las cogió, se incorporó perezosamente de la cama, se sentó en el borde y se las colocó con relativa exactitud. Miró entonces al despertador; eran las cuatro, madrugada aún. Tras aguantar unos segundos un poco aletargado, giró la cabeza para ver el cuerpo de su mujer, inmóvil en la penumbra, descubrió cómo subía y bajaba su pecho, lentamente, una y otra vez y, aunque el sueño de ella solía ser profundo, temió despertarla. Pero no fue así y se alegró. En ese momento de paz, admiró sus piernas, sus caderas, sus hombros; Elza seguía siendo hermosa. Abrió los brazos en cruz, como para quitarse la pereza, se incorporó, se colocó el bóxer negro que usaba a modo de pijama y se dirigió al baño. Sin encender la luz, subió la tapa de wáter y comenzó a orinar. Después pulsó la cisterna, se fue al lavabo y se enjuagó las manos.
Luca Ginich no podía dormir. Su interior barruntaba que algo extraño sucedería ese día, lo intuía, y con esa sospecha, y el baño a oscuras, se dirigió a la ducha, abrió el grifo del agua, se quitó el bóxer negro que acababa de ponerse segundos antes y se metió dentro. Después de unos minutos debajo del chorro caliente, se sintió más despejado, aunque cierta inquietud permanecía inmóvil a su lado.
Mientras elegía qué ponerse, llamó a un taxi por teléfono.
Terminó de asearse, cogió la cartera que contenía los documentos que debía entregar esa mañana a su ayudante, que él mismo había revisado personalmente la noche anterior, comprobó una vez más que estaban en orden, se acercó hasta la cama, besó la frente de su mujer, que no advirtió el roce de sus labios, y salió de la habitación camino de la entrada de la casa donde le esperaba Beto, el taxista, su taxista de siempre.
Todavía no había amanecido.
Eran las cuatro y cuarenta y cinco de la mañana cuando Luca Ginich entraba por la puerta de su viejo taller de encuadernación situado en la plaza de Maciel Pinheiro, próximo a la sede de la União Nacional dos Estudantes, en un edificio de 1909.
Todo estaba a oscuras.
Nada más abrir la puerta de aquel local suyo, desconectó la alarma de seguridad, acopló los diferenciales de la corriente eléctrica, se dirigió a su despacho, encendió la lámpara de la mesa y, bajo su fuerte luz, se encontró con la nota que había dejado escrita la tarde anterior: “Comida con Caetano Saraiva, el vereador, doce treinta en el Ponte Nova”. La leyó dos veces, hasta convencerse, la arrugó y la tiró a la papelera.
Se sentó, recogió el maletín que había dejado en el suelo, junto a la silla, y recordó las palabras de Henry Ford: “Tanto si piensas que puedes, como si piensas que no puedes, estás en lo cierto”.
Caviló sobre la hora que sería en ese momento, miró el reloj colgado en la pared; eran las cinco de la mañana, y tenía aún mucha tarea por delante hasta la hora de comida.
En algo menos de una hora comenzarían a llegar los primeros empleados del negocio y disponía de ese tiempo para resolver algunas cuestiones que tenía atrasadas y que el ajetreo del día anterior no le había permitido concluir.
—Siempre hay alguna cosa que te roba el tiempo —pensaba a menudo.
–oo–
El cielo y el mar conspiraban para que la nueva madrugada envolviera bajo el asfalto esa tibia y angustiada noche. Al tiempo, ajena a ese comienzo del día, la mirada de Luana Gondim no salía de su asombro.
—¡Registrados 5775! —leía con sorpresa.
Así resaltaba en intensa tinta roja el titular de la mañana del Diario de Pernambuco que la mujer ojeaba bajo la escasa luz que surgía de una inquieta y parpadeante bombilla en el soportal del hotel situado en uno de los laterales de la misma plaza de Maciel Pinheiro, frente a la estatua de Clarice Lispector, que aparecía rodeada de un manto de marchitados gladiolos.
En ese momento, un intenso escalofrío recorrió su espalda; ella, el día anterior, había esperado más de cuatro horas a que le llegara el turno en la agencia de trabajo para solicitar el acceso a uno de esos cursos de costura que tanto le atraían. Luana Gondim poseía esa última demanda, impresa en el periódico que manejaba con manos rudas y aseadas el conserje de aquel hotel apostado en el quicio de la puerta, bajo el escalón de la entrada, sobre la acera de la plaza recién baldeada por los empleados públicos de la Prefeitura.
—¡Qué casualidad! —pensó Luana, protegiendo con la punta de sus dedos el resguardo que tomó de su bolso con cuidado, verificando aquel dato, encogiendo los hombros mientras sonreía levemente.
Súbitamente, unas nubes, desteñidas de la noche silenciada bajo el pavimento, cubrieron el perezoso sol de la madrugada justo cuando ella releía una vez más aquella cabecera a la salida del Hotel América, hasta donde acudió para solicitar una plaza de planchadora que finalmente no pudo conseguir. Ante esa nueva negativa suspiró con preocupación, porque necesitaba desesperadamente una de esas cualificaciones que el Estado ofrecía en ese curso y que le permitiría acceder a un oficio de más calidad aunque, con aquel futuro diploma en su poder una vez concluido el cursillo de costura, nada le garantizaría un empleo, como nada garantizaba un empleo a una persona con la piel oscura, con la piel del color del ébano.
Las mudas veletas de las torres de la iglesia da Boa Vista buscaban ávidamente el sur. Luana de Lima Gondim dirigió su mirada hacia el frente y, entre las desordenadas copas de los árboles de la plaza, advirtió cómo el obediente resplandor comenzaba a rebotar sobre las piedras de la vieja Matriz. Recordando que la Pousada Villa da Boa Vista quedaba justo en sentido contrario, cerca de la explanada de Derby, palpó su bolso identificando las escasas monedas que le quedaban; sabía de memoria que eran apenas cinco reales los que permanecían en su portamonedas de caucho.
—Iré caminando —pensó sin remedio.
Remontó la calle de Manoel Borba, donde los centros ópticos anunciaban multitud de elementos correctores para la vista. En el inicio de aquella avenida, un esquivo garoto, solo, pelirrojo, observaba su propia imagen reflejada en el cristal de uno de aquellos escaparates relamiendo con codicia un helado de fresa y chocolate a pesar de lo temprano del día. A esa hora, el sol de Recife aún era compasivo y su bochorno no apretaba con la rabia con la que atacaba alrededor de mediodía.
Unos metros más adelante, Luana Gondim pasaba junto a un edificio viejo de diez plantas situado en un cruce que salía hacia la derecha, hasta donde años atrás acudiera docenas de veces con su hijo pequeño para que lo atendieran de la extraña enfermedad que sufría en los ojos.
En los bajos de otro de los inmuebles próximos de pequeños apartamentos, era visible aún el trasiego de mujeres y de hombres que realizaban un uso exprés de sus habitaciones.
Repentinamente, su pensamiento se vio invadido por las imágenes de Naiala, de Tiago y de Mario, sus tres hijos, los tres que tuvo con su marido mientras éste anduvo ocupado como empleado en un almacén de alimentos cerca del aeropuerto de Guararapes. Ahora, Nilson, su marido, estaba preso en la cárcel de Recife por el asalto a dos farmacias y por tráfico de cocaína. Tres años eran los que llevaba Nilson ya en ese Penal Aníbal Bruno.
De sus tres hijos, Mario era quien más parecido había sacado a su padre. Naiala vivía con ella en el morro, junto a un bebé que le llegó por sorpresa y que aún no había cumplido un año; la chica había dado a luz con apenas catorce, cuando acudía a la escuela para cursar quinto de secundaria. Tiago, el más débil, al que, por más que lo intentó, no pudo salvarlo de la ceguera.
—Por ahí andará —caviló.
Luana Gondim no podía más. A la espera de iniciar su esperanzador cursillo de capacitación en costura, debía obtener un nuevo empleo o recuperar el anterior, ese que consiguiera un año atrás en el Recife Lucsin Palace, de donde fue despedida sin causa justificada y que, a pesar de los escasos reales que le reportaba, permitía que la familia tuviera algo que comer, ya que hacía meses que la ayuda proveniente de la Asistencia Social se extraviaba sin destino conocido. Varias fueron las ocasiones en las que Luana reclamó aquel escamoteo ante la Prefeitura y ante la misma Presidencia Federal, pero nada, ni la oían, y una vez y otra presentaba denuncia tras denuncia que finalmente los funcionarios parecían ni tramitar, acaso extraviar o ni tan siquiera conseguían sacar de aquella bandeja metálica donde se almacenaban centenares de ellas.
A las puertas de una floristería próxima, un Ford Eco Sport con matrícula de Maceió impedía el paso a la furgoneta que realizaba el reparto de los encargos de la tienda. Un par de empleados de la empresa intentaron levantarlo para permitir el paso, pero no tuvieron más remedio que esperar. El conductor de aquel Ford apareció de repente, con los ojos empapados en legañas, recién levantado, envolviendo su discurso de disculpas en un mar de sonrisas ante el enfado de los dos asalariados que le reclamaban con rabia cierta premura; extrañamente, no hubo bronca.
Más adelante, las sombras de los árboles cubrían la calle y, con ellas, Luana recuperaba el sosiego, serenaba su pensamiento y concentraba su esfuerzo en procurarse una imagen ajustada a lo que la gobernanta de la Pousada pudiera necesitar. Ella sabía que no debía mostrar a su entrevistadora ni su impaciencia ni su necesidad, conocía que no era buena solución revelar inseguridad aunque, quien quiera que se encontrase delante, estuviera al tanto de sus circunstancias personales, y además estas fueran ciertas.
Luana no era una mujer culta, no tuvo oportunidad de formación, pero era inteligente, guapa y equilibrada a pesar de su escasez, le gustaba leer a pesar de su imperfección y llevaba en su rostro rasgos dulces y perfectos, ocultos por la injusticia, el hambre y la desolación; ponía el alma en todo aquello en lo que intervenía.
Cruzaba la calle Dom Bosco y conseguía ver una tienda de Comprebem, todavía con escasa clientela, donde se revolvían algunos empleados. Bruscamente, una camioneta Chevrolet Silverado marrón, entintada y mal cuidada, entró en la calle a toda velocidad saltándose el semáforo del cruce, procedente de Henrique Dias. El conductor apenas si pudo hacerse con el vehículo y fue a chocar lateralmente con otro automóvil que estaba parado, lanzándolo encima de la acera, contra un árbol. Milagrosamente, al invadir el lateral, no arrastró a ninguna persona en la sacudida. La Silverado dio varias vueltas sin levantar ninguna de sus cuatro ruedas del asfalto y volvió al centro de la calle, con tan mala fortuna que no pudo ser evitada por el conductor de una motocicleta de gran cilindrada, vencida ya, casi en el suelo, que venía frenando cincuenta metros atrás. El encuentro fue fatal, la moto quedó empotrada debajo de la camioneta y el motorista salió despedido hacia la derecha. En el desconcierto, el conductor de la Silverado, exhortado y exigido por su acompañante, intentó reanudar su marcha en el momento justo en el que la moto explosionó y levantó la camioneta del suelo. Un autobús quedó virado en su frenada y sirvió de parachoques a otros vehículos que marchaban detrás de él. Luana Gondim se encontraba apenas a unos treinta metros, atónita, paralizada por el efecto de la explosión. Nada en esa mañana le hizo imaginar que algo así pudiera ocurrir delante de sus ojos; pero en Recife, cualquier cosa podía pasar en cualquier momento del día, en cualquiera de sus calles. La explosión provocó que salieran fuera de local los contados clientes de la tienda de Comprebem; también lo hicieron algunos empleados.
Todo fue muy rápido. En medio de la confusión y de las llamas, otro vehículo, también Chevrolet, modelo Diplomata, del año ochenta y tres, negro, repetía la misma acción que segundos antes había realizado la camioneta. Dos de sus cuatro ocupantes, los de la derecha, aparecían por las ventanillas del vehículo con una pistola en la mano. Tras conseguir el control del coche a la entrada de la calle, el conductor del Diplomata negro se dirigió hacia la otra Chevrolet disminuyendo ligeramente su marcha, momento que aprovecharon los pistoleros para vaciar el cargador sobre los ocupantes de la camioneta marrón quienes, mal aviados, no pudieron reaccionar.
Las personas que estaban en el interior del autobús aterrizaron sus cuerpos contra el piso, los escasos transeúntes huían en dirección contraria, los empleados y clientes de Comprebem se refugiaron dentro del recinto, chocando unos con otros en su intento de apartarse del lugar lo más rápido que podían. Diez segundos duró el tiroteo. El Diplomata huyó a toda velocidad por el único hueco que había en la calzada, subiéndose encima de la acera.
Luana Gondim temblaba, no era el primer tiroteo que presenciaba, pero tiritaba; ninguna persona en su sano juicio se acostumbra a una refriega a tiros entre personas.
Sólo el silencio flotaba junto al humo y al fuego originado por la explosión de la moto. Pasados unos segundos, que parecieron eternos, la gente comenzó a reaccionar tras la huida del Diplomata negro. Tímidamente, un hombre grueso con una camiseta de la selección brasileña de fútbol consiguió acercarse hasta el lugar donde estaba la camioneta. Los dos ocupantes de la Silverado no se movían. Tampoco el motorista. Fue junto a éste último hasta donde Luana Gondim se aproximó; el joven yacía sangrando por un costado por el que asomaba un trozo de chapa de la propia moto, se llevó la mano a la boca y se lamentó de la suerte de aquel muchacho. El casco no fue suficiente protección.
Las sirenas de los coches patrullas de la policía sonaban cada vez más cercanas, más agitadas. En unos minutos, el cruce apareció tomado por las fuerzas del orden; policía civil y policía militar. Todos a la vez.
A Luana Gondim se le echaba el tiempo encima, disponía tan sólo de algo menos de diez minutos para acudir a tiempo a la entrevista de la Pousada. No quería llegar tarde. Pensó que probablemente, a la mañana siguiente, todos los diarios publicarían en primera página los datos de lo ocurrido ante sus ojos, aun así, permaneció quieta unos segundos más.
Los miembros del orden parecían rabiosos porque hacía días que nada de esto, o parecido, había ocurrido en la ciudad. Cuatro coches de la policía acordonaban ya la zona, empujaban, empuñaban sus armas en alto y miraban desconfiados a uno y otro lado, coléricos e intoxicados por la furia.
Había amanecido hacía rato y Luana Gondim debía marcharse, tenía que marcharse. Nerviosa, dejó atrás el cruce y dirigió sus pasos hacia Miguel Couto, la calle donde se encontraba la Pousada. Una vez en interior del edificio, cruzó uno de sus patios centrales, con un jardín lleno de hermosas plantas cubiertas de flores, en el momento en el que unos pájaros de color amarillo, bem-te-vi, revoloteaban por el ambiente, ajenos a ella, ajenos a todo menos a su comida y a su pareja. Al final del pequeño vergel, en una de las habitaciones que aparecía en la pared frontal que hacía las veces de oficina, preguntó por la gobernanta. La señorita Marcia Wilson no estaba y fueron a llamarla. El corazón de Luana Gondim latía muy deprisa, sus piernas temblaban; el recuerdo de sus hijos zapateaba dentro de su cabeza una y otra vez.
—¡Llega usted tarde! —apuntó la voz de una mujer gruesa de tez mulata, vestida con una bata blanca, antes siquiera de aparecer—. Cinco minutos tarde.
—Perdón, es que…
—Pase, pase —dijo Marcia Wilson, señalando una estancia próxima a la recepción, sin esperar siquiera a que Luana acabara su explicación.
En la sala, Luana Gondim permanecía de pie a la espera de que aquella mujer la invitara a sentarse. No fue así. El recuerdo de aquel joven motorista, sus tres hijos y su nieta, lograron que mantuviera los ojos muy abiertos. Con su ajustada falda naranja y su camisa blanca, aguardaba tensa a que su interlocutora comenzara la pesquisa.
No era la primera vez.
La mujer de bata blanca, con rostro grave, sin dar siquiera licencia a que la aspirante a cubrir uno de los puestos vacantes se sentara, la miró a los ojos; Luana Gondim, en contraste con el color ébano de su piel, tenía los ojos de un color azul sorprendente. Marcia Wilson bajó su examen hacia las manos, pasando por todos los lugares intermedios, sin dejar espacio por inspeccionar hasta llegar a los pies, que llevaba cubiertos con sandalias de la marca Azalea, negras. Su rostro no mostró ni aprobación ni rechazo, pero pensó que aquella mujer podría encontrar trabajo donde quisiera, ya que poseía una bonita figura, demasiado bonita quizás para esta ocupación y ese podría no ser un buen detalle; contratarla se convertiría en un riesgo, conociendo como conocía las costumbres de uno de los propietarios y, sobre todo, del director.
Marcia Wilson ya tenía tomada su decisión.
—Déjeme su cartera de identidad —pidió y, tras mirarla de nuevo a los ojos, le preguntó—. ¿Casada?
—Sí —respondió Luana Gondim a la vez que le entregaba el documento de identificación.
—¿Hijos?
—Sí… tres.
—Su CPF —exigió igualmente y añadió—. Estuvo trabajando en el Recife Lucsin Palace ¿no?… ¿qué pasó?
—Cambiaron a la responsable.
—¿Y…?
—No sé… nada me dijeron señorita, solamente que no volviera al día siguiente.
Marcia Wilson se quedó mirándola.
—¿Y usted no preguntó nada? ¿Siquiera al menos por qué razón? —insistió—. Después de un año…
—No pude. No me dejaron preguntar —respondió, lo más amable que pudo, aprovechando una pausa de la mujer de bata de la que dependía en parte su futuro inmediato.
Aquella mujer, poseída del poder de contratar, abrió una de las dos cartas de presentación que Luana de Lima Gondim le había entregado unos momentos antes y comenzó a leerla.
Luana, pendiente de la reacción de aquella gobernanta, reparó en el detalle de que la encargada se había dejado abierto uno de los botones de su bata y descubrió por él que el sostén era naranja. Especuló que, ese detalle por el gusto del color, tal vez podía darle buena suerte, alguna oportunidad. Se equivocaba.
—Está claro que el naranja es un color que debe gustarle —especuló Luana, cayendo en la cuenta de que ella llevaba la falda del mismo tono.
Marcia Wilson se percató de la dirección que había tomado la mirada de Luana Gondim y se lo abrochó con disimulo, corrigiendo su desliz.
—Me ha pillado. Pensará que… —se dijo Luana para sí misma.
—¿Qué relación tiene con Luca Ginich?
—Tiene un negocio de encuadernación cerca del Hotel América, en la plaza Maciel Pinheiro, donde trabajé durante dos años, antes de hacerlo en el Lucsin.
—¡Ya! … lo veo.
Ambas mujeres se miraron a los ojos.
—María do Socorro Matías es la mujer de mi hermano. Ella es la encargada del Lucsin Palace —informó Marcia Wilson con cierta ironía—. Le preguntaré.
Luana Gondim lamentó la casualidad interiormente, sin mostrar la más mínima rabia.
–oo–
Unos pliegos impresos, ya secos, aparecían sobre la mesa del oficial encuadernador después de que el alzador, de plena confianza de Luca Ginich, realizara un primoroso trabajo, dejándolos previamente sobre las cuerdas, cuidando que la corriente de aire abatiera sobre ellos y que el orden de las signaturas de los cuadernillos fuera el correcto para que pudieran leerse y agruparse en el orden adecuado. Después, y sólo después, con seguridad, tomó el manojo que formaban algunos de los pliegos y los volcó con sumo cuidado en el borde de la mesa hasta conseguir igualarlos.
—Alzado a la francesa —comentó el oficial con uno de los aprendices.
No era habitual que esa tarea se realizara en los locales de las escasas empresas que por estos días se dedicaban a la encuadernación en Brasil, al menos ninguna de las que aquel oficial conocía; que eran al menos unas veinte.
—Ya no se cuidaba ese arte —comentaba a veces Luca Ginich.
En aquel recinto, nada más rebasar la vieja puerta de madera, el olor a cuero, a papel y a tinta, borraban el sabor a mar que navegaba en el aire de la ciudad, ese algo distinto que ocupaba cada rincón, esa bruma atronadora y chispeante que transformaba el centro urbano y que en breve, durante el carnaval, se envolvería en un intenso flujo de danzas y ritmos calientes procedente de cualquier esquina.
Una placa de baquelita con fondo negro recomida por el sol anunciaba apenas que tras la entrada se encontraba la única empresa de Brasil capaz de encuadernar y tratar con el esmero necesario el incunable más exigente. Aquel viejo librero, que allá por el año 1947 llegara al convulsivo puerto de la ciudad, era diestro en tratar los libros del mismo modo y manera que lo hiciera el mejor y más veterano de los artesanos de la vieja Europa, ya fuera de Paris, de Lyon, de Bruselas o del mismísimo Rotterdam.
Allí, junto al edificio de la União Nacional dos Estudantes, Nataniel Ginich, padre de Luca, acabó por instalar un pequeño taller próximo a la esquina con la calle Matriz, en una casa con la fecha de su construcción tallada en el frontón principal de la fachada, donde emprendió su negocio en el que ejerció el oficio de encuadernador aprendido en Amberes, entrenado en la mejor escuela legada por el mismísimo Joannes Grapheaus, y que años más tarde comenzara a manejar en Lisboa, antes de trasladarse a Recife con su mujer y sus dos hijas, Sara y Jamila; Raquel, su esposa, aguantó con entereza el final de su nuevo embarazo durante la travesía hasta llegar a tierras brasileñas, donde, a inicios de ese invierno nordestino, nació Luca, a quien al llegar llamaron Chaim. Todos, excepto Raquel, mudaron de nombre en tierras brasileñas; Nataniel antes Najmen, Judith lo cambió por Jamila y Sara quitó la hache de Sarah. Raquel no tuvo tiempo, murió antes de cumplir el segundo año de su llegada.
Nataniel Ginich relató docenas de veces la angustiada experiencia vivida hasta llegar a Lisboa, el largo viaje emprendido a través de aquella Europa en la preguerra mundial para alcanzar la ciudad que siempre soñó conocer desde niño, desde que en sus manos cayeran unas copias del más famoso tratado sobre astronomía llamado Cosmographicus, de Petrus Apianus, editado por primera vez en la ciudad que dormía a orillas del Schelde, Amberes y, sobre todo, algunos fragmentos del universalmente codiciado Ad verum ducit, escrito por el monje italiano de la orden franciscana, quien consiguió introducirse en la corte papal de Sixto IV, de nombre Albino Borghese, donde se revelaban detalles que no dejaban en muy buen lugar a papas, cardenales, arzobispos y obispos, ni tampoco algunos allegados al propio Papa.
Luca Ginich, regordete y confiado, de mediana altura, con gafas y escaso pelo blanco, que dejaba despoblada su coronilla, era quien dirigía ahora ese entramado de empresas cedido por su padre. Esta mañana, al salir de su viejo taller situado en la plaza de Maciel Pinheiro, junto a la acera, vio cómo esperaba el taxi que su veterana secretaria había avisado minutos antes. Abrió la puerta trasera de aquel vehículo con calma, se sentó y la cerró. Tuvo que volver a abrirla porque, a pesar de haber subido con cuidado, sin advertirlo, la parte trasera de su chaqueta quedó atrapada por la puerta.
—Buenos días, Beto. Esta vez lléveme al Ponte Nova —pidió al taxista, a quien ya conocía de otras ocasiones, mientras ajustaba su traje de lino beige—. ¿Sabe dónde queda?
—Por Bruno Veloso, en Boa Viagem, muy próximo al Shopping Center, señor. Aunque ayer mismo he oído a unos clientes que comentaban que los dueños andaban buscando un local por el barrio Graças, cerca de la calle Cupim.
—Perfecto, ya veo que está bien informado, como siempre —dijo Luca Ginich, que añadió—. Para mí es completamente nuevo. ¡Ah! Esta mañana no tuve ocasión de comentárselo; diré a mi secretaria que cada vez que necesite un servicio le llame siempre a usted. En otras ocasiones ha venido algún compañero suyo un poco mal encarado, a quien no logré serenar en todo el trayecto.
—Gracias, señor. Todo Recife le conoce y sabe que usted siempre trata a todo el mundo con mucha educación y con mucho respeto —respondió Beto al tiempo que enfilaba el puente 6 de Marzo, desde donde se adivinaba la cubierta de teja roja y la cúpula metalizada de la Casa de Cultura por encina de las copas de los árboles que orillaban a un calmado y descuidado Capibaribe, camino de la bahía de Pina.
—Es la base de toda convivencia, Beto. Según trates, serás tratado.
Luca Ginich tenía cita para comer con el vereador Caetano de Noronha Saraiva, en el restaurante Ponte Nova, a las doce treinta. Caetano y Luca eran vecinos, ambos residían en Silveira Lobo, muy cerca de la Fundação Joaquim Nabuco, y ese era el detalle que mantenía suspicaz a Luca Ginich. Caetano y él, cuya relación arrancaba de años atrás, siempre que se habían reunido para comer lo hicieron cerca de sus residencias, bien en La Soupe, bien en Seu Cafofa o a veces en el Paranoia do Mar. Luca sugirió a Caetano Saraiva, en esta ocasión, acudir a uno de sus lugares habituales donde, por otro lado, ya los conocían. El vereador insistió en cambiar de zona.
—Nunca está de más conocer lugares nuevos, experimentar —pensaba Luca Ginich mientras observaba, a través del espejo del conductor del taxi, el pequeño bigote con el que Beto disimulaba una fina cicatriz de su labio superior; detalle en el que no se había fijado hasta ese momento.
La circulación alrededor del centro comercial inundaba la zona de un olor a gasolina quemada y la luz se quebraba por los gases, desgastando la sal y la humedad del ambiente.
Beto lo dejó justo frente a la puerta del restaurante, muy cerca de la R2, una sala de gimnasia que poseía una piscina en la terraza del edificio, en la primera planta.
Al entrar en el Ponte Nova, Luca Ginich se tropezó de cara con una enorme fotografía en blanco y negro que ocupaba una de las paredes del local en la que podía adivinarse el puente de Boa Vista años atrás. Miró a un lado y a otro del local. Su primera impresión fue de sorpresa y calculó, a bote pronto, que en el local entrarían unas cincuenta personas.
—¡Ginich! ¡Aquí!
Oyó cómo lo llamaban desde el fondo del salón, resolviendo con rapidez que aquel hombre que levantaba el brazo para reclamar su atención, con impecable traje azul azafata, camisa blanca y corbata amarilla, era Caetano Saraiva, vereador de la Câmara Municipal do Recife, hijo del diputado federal Lindoval Saraiva Vazques. Pero el concejal no estaba solo, y ese detalle no le gustó mucho a Luca quien, a pesar de la contrariedad, no quiso hacer ningún juicio de valor previo.
—Luca, te veo muy bien —elogió el vereador al tiempo que le extendía su mano.
—Ya ves, debe ser que el intenso trabajo me rejuvenece —respondió sonriendo mientras que, con el rabillo del ojo, prestaba atención al acompañante, a quien no conocía.
—Os presento —apuntó Caetano Saraiva de modo formal—. Creo que no os conocéis. Luca Ginich —indicó, mirando a su vecino—. Luca Ginich, este es Pieter Velsen. Pieter Velsen, aunque nacido en Ámsterdam, reside en Amberes.
No dijo nada el holandés, que se limitó a extender la mano, sonreír y observar con cierto descaro la escasa estatura de Luca, recorriendo la distancia entre sus pies y su cabeza, escasa de pelo.
—Es un placer el mío, Pieter —dijo Luca con la educación que le caracterizaba, aceptando la mano y ofreciéndole esa pequeña aprobación con su cabeza que le había enseñado su padre.
Pieter Velsen tenía aspecto de auténtico holandés, alto, delgado, rubio, cara estrecha y pecosa, casi rosada, austero y comedido en sus palabras; era el hombre destinado a Brasil por una empresa belgo-holandesa, con sede en Amberes, que no disponía aún de presencia formal en esta parte de América.
—Flemático —pensó Luca.
Obviamente Luca Ginich ya conocía la ambición política y no política, además del manejo de las palabras y de los silencios, de Caetano Saraiva quien, a pesar de su juventud, pertenecía a la escuela funcionaria de su padre, diputado federal durante las últimas legislaturas a fuerza de algunos acuerdos y ajustes de votos, de elección siempre polémica, pero siempre designado.
Decididamente, Luca Ginich resolvió que se limitaría a observar el desarrollo de la conversación que, según lo que Caetano le había anticipado por teléfono, debía discurrir en torno a una nueva colaboración cultural con la Prefeitura de la ciudad, aunque le extrañara el hecho de que su amiga Ligia de Sá, la secretaria de Cultura, no estuviera presente.
—¿Y qué le trae por Recife, Pieter?
—Uhm! Bueno… ¿Qué te parece si nos tuteamos? ¿De acuerdo? —propuso Pieter Velsen, buscando la complicidad de Caetano Saraiva con la mirada, instándole de modo sutil a que llevara el curso de la conversación.
Luca accedió de buen grado, asintiendo con la cabeza a esa propuesta amistosa de tratamiento. No perdía nada.
De repente se hizo el silencio en la mesa. Un camarero vestido de riguroso blanco, con papel y lápiz en la mano, dispuesto a tomar nota a los comensales, permanecía de pie junto a Caetano Saraiva. Luca Ginich pidió bacalao salteado con legumbres variadas a sugerencia del chef. Caetano y Pieter pidieron salmón.
Servido el vino que iban a tomar durante la comida, el vereador comenzó a revelarle al viejo impresor la causa por la que Pieter Velsen les acompañaba en la comida. Luca reflexionaba, atento a todas sus palabras y a todos los gestos del holandés que confirmaba y sonreía cada vez que Caetano tomaba aire para respirar y proseguir con su taimado argumento.
—Y llegó llovido del cielo, Luca, como si de pronto caminaras bajo una seriguela y una de sus bolitas maduras te cayera sobre la cabeza —fue ultimando Caetano—. Así que le conté a Pieter que conocía a un gran personaje de la ciudad que casualmente poseía en su colección de antigüedades algunos de esos incunables maravillosos, que alguno de ellos ya estuvo expuesto en la ciudad en un evento sobre la Edad Media organizado por la Prefeitura y que por tu oficio, y tu afición, conocías ese mundillo a la perfección, que tu padre se educó en ese arte en Amberes y más tarde en Lisboa, donde todavía conserváis buenos contactos, Sabemos además que la historia de ser librero te viene de tus abuelos polacos.
—Ya conoces un poco de la historia de mi vida, Pieter —intervino Luca, al tiempo que tomaba un trago de aquel vino chileno cuando el vereador finalizó su ambiguo informe.
La comida fue rápida.
Todavía no habían comenzado con el postre, cuando Pieter Velsen se introdujo la mano en un bolsillo interior de su americana, sacó un folio doblado, que fue alisando suavemente con los dedos sobre el mantel de lino de la mesa del restaurante.
Caetano Saraiva parecía inquieto.
Cuando la hoja estuvo abierta del todo, la giró y la colocó de modo que Luca Ginich pudiera verla sin dificultad. El holandés miró fijamente al vereador y éste no perdía de vista la reacción del viejo encuadernador de Recife. Luca, conocedor del mundo de los negocios, y como buen judío, no mostró su verdadera emoción.
—Las autoridades belgas de Limburgo autorizaron su venta hace más o menos dos meses —informó Pieter—. Como me figuro sabrás, su paradero era desconocido hasta que los herederos del barón Hendrik Van Bilzen, de Hasselt, lo descubrieron en un cofre oculto en su biblioteca, envuelto en unos lienzos. Ahí había permanecido casi cuatro siglos. Nadie había conseguido verlo hasta ahora, sólo una copia mal dibujada de lo que se suponía que era aquel libro ha rodado por el mundo durante siglos —dijo y continuó el holandés, en perfecto portugués—. Muchos lo creyeron oculto en algún lugar del Vaticano. Este es el original, descubierto hace más o menos un año.
Luca oía con atención, sin parpadear.
Caetano lo miraba, ansioso por oír su comentario.
Luca Ginich prefirió seguir oyendo, no sabía por qué razón se lo mostraban a él, pero intuía que aquel hombre no había acabado, parecía tener muy bien aprendido qué decir y qué callar, y dosificaba la información dándole cierta intriga.
—Casualmente —siguió Pieter—, este heredero de Hendrik Van Bilzen, llamado Jaak, Jaak Van Bilzen, es compañero de golf del presidente de mi compañía.
Luca seguía sin pestañear. Aguantaba con firmeza; aquel papel contenía la imagen de la portada del incunable por el que su padre cruzó la Europa de Hitler hasta llegar a Amberes, dejando atrás a toda su familia en Chelm, su ciudad polaca. Ad verum ducit, sin saberlo, había ocupado toda la vida de su familia desde hacía años; toda su propia vida también.
Escrito por un monje franciscano allá por 1492, cuando los judíos fueron expulsados de España, relataba el nepotismo empleado en la corte de Sixto IV, las inclinaciones sexuales del Papa, sus amantes, las extrañas relaciones con sus sobrinos, hijos en realidad, sus ambiciones políticas, el amor que profesaba a los jóvenes de su familia, sus artes en el nombramiento de los cardenales, la verdad sobre la conspiración de los Pazzi, la construcción de la Capilla Sixtina, la Bula de Simancas, aquella concedida a Isabel y Fernando, los Reyes Católicos, para dar legalidad eclesiástica a su enlace pasando por alto su consanguinidad, la influencia de Rodrigo de Borgia en la gestión del Vaticano. Albino Borghese, el escritor, manejó con sabiduría toda esa información y fue capaz de resumirlo en un libro único. Pero lo realmente contradictorio no era que un librero de Amberes, desconocido, se atreviera a editarlo en 1495, lo diferente era que fue alzado, glaseado, satinado, jaspeado, cosido, encuadernado y acabado, con hermosos relieves dorados en lomos y cubiertas, por las manos artesanales de un grupo de judíos huidos de la España inquisitorial recalados por casualidad en la ciudad de los diamantes. Algunos de esos judíos que trabajaron sobre ese incunable viajaron años más tarde hacia el este de Polonia, se asentaron en Lublin, a escasos kilómetros de Chelm. Seguramente esa información era la que Pieter Velsen desconocía, probablemente no sólo él la desconociera, tampoco sabían de ella los herederos del mismísimo barón Van Bilzen. Ese era el valor que Nataniel y Luca Ginich daban al incunable.
—Unos veinte millones de dólares, pagarían algunos coleccionistas por el libro en una posible subasta. Eso oí. —remató finalmente Pieter Velsen.
–oo–
La música invadía el reducido espacio que existía entre la cocina y la exigua sala de estar en la que a veces, cuando el calor apretaba, dormían Mario y Tiago. Luana Gondim sintonizaba siempre la misma emisora en su vieja Philips de los ochenta que apoyaba sobre el refrigerador; Antena Uno. La melodía sonaba de fondo mientras bregaba con los preparativos del cuscús con huevo para cenar.
Naiala intentaba calmar el llanto de su bebé, a quien bautizarían el sábado próximo en la iglesia de la plaza y para lo que esperaban el beneficio de un permiso penitenciario para Nilson.
—¡La niña tiene gases! —opinó Luana desde la cocina.
La casa de Luana era humilde, situada en una empinada parcela de la calle Nazaré da Mata, donde el aire se resistía a entrar y hasta el mismo olor del mar se acercaba con dificultad. Cinco sillas de plástico blanco, otras dos de madera que heredó de su padre, un viejo sofá oro viejo y una mesa con las patas redondas era casi todo el mobiliario del salón. Además, una pequeña estantería colgada de la pared contenía algunos libros, entre los que podían verse una novela del bahiano Jorge Amado, El Alquimista de Paolo Coelho, un ajado ejemplar de A hora da estrela de Clarice Lispector, algún autor americano, otro español y un pequeño volumen de poemas de João Cabral de Melo Neto. Próxima a la estantería, una televisión sobre una caja de madera, una de esas cajas que guarecen alguna pieza valiosa de esos coleccionistas de arte y que son arrojadas al basurero o abandonadas en el lateral de las calles de la ciudad. Su padre también le dejó la vieja cama y el arcón donde Luana colocó dos portafotos y, junto a ellos, un candelabro y un viejo ventilador que aliviaba el calor ardiente durante las noches enfermas de bochorno.
Las noches en el Morro da Conceição, barrio en el que se ubicaba la empinada calle, no eran tan hermosas como las que el atardecer regalaba al Capibaribe a su paso por la calle del Sol o la de la Aurora, donde el agua del río se teñía con serpenteantes colores procedentes del reflejo de las farolas que inundaban las avenidas a uno y otro lado, orillando las rosadas paredes del Teatro de Santa Isabel. Ahí, en el morro, apenas si se diferenciaban las voces, los olores, los suspiros, los sueños y las sombras de la noche que dejaban la vida pegada entre las paredes desconchadas de las viviendas y de los huecos de sus calles.
—Esa niña sigue con gases —repetía Luana a su hija desde la cocina.
Las cortinas con hermosas flores de la ventana que daba a la calle bailaban al son de la canción que sonaba en la veterana Philips. Gonzaguinha animaba el final del día mientras Luana Gondim acompañaba con fuerza el estribillo de la melodía.
Viver e não ter a vergonha de ser feliz
Cantar, e cantar, e cantar
A beleza de ser um eterno aprendiz
Ai meu Deus, eu sei
Que a vida devia ser bem melhor
E será, mais isso não impede que eu repita
É bonita, é bonita, é bonita
A Luana le encantaba de modo especial ese cantor porque, como los de ella, los padres de Gonzaguinha también se llamaban Luiz y Odaléia, porque, como ella, aquel cantante nació un veintidós de septiembre, porque como ella, él recibió las primeras lecciones de la vida en las laderas de un morro, y porque, como le ocurrió a ese cantante, su madre murió de tuberculosis con veintidós años, cuando ella apenas tenía dos y comenzaba a enhebrar alguna palabra. Siempre que Luana oía a Gonzaguinha, lloraba emocionada, y sus hijos estaban habituados a ese detalle; sabían muy bien cuál era la causa.
—No es normal que Tiago tarde tanto en volver —pensó mientras preparaba el cuscús.
El niño solía asistir a un centro de capacitación especial, camino de Casa Amarela, donde recibía un aprendizaje especial y remediar de ese modo su minusvalía; pero ahora estaba de vacaciones y Luana no controlaba bien sus movimientos.
Sabía que Mario se refugiaba cerca de la plaza, al final de la calle, en el Bar da Geralda, alrededor del cual se congregaba a diario un grupo de samba y donde el olor de galinha de cabidela se pegaba a su camiseta roja que acababa siempre por denunciarlo y descubrir su escondite. Pero no era por Mario por quien Luana estaba preocupada; él ensayaba para Carnaval.
Alguien llamó a la puerta.
El bebé de Naiala, que por fin se había dormido, comenzó a agitarse de nuevo, aunque por fortuna no se despertó.
Luana descubrió a través de la ventana a unos miembros de la policía militar frente a la puerta de su pequeña terraza.
Temió lo peor.
—¡Algo le pasó a Tiago! —caviló, saliendo a toda prisa hacia la puerta.
—Buenas tardes, señora. Soy el sargento Ariosvaldo Moraes, de la policía militar —saludó cortés, tocando con su mano derecha la visera de su gorra e interrogando a continuación—. ¿Es usted Luana Gondim?
—¿Pasó algo… a mi hijo? —preguntó ella, alterada, sin reparar siquiera cómo Naiala había llegado a su lado —¿Pasó algo con Tiago?
—Señora —dijo el sargento, intentando calmarla—. ¿Ha oído las noticias en televisión señora?
—No, no… ¿se supone que debía estar viendo la televisión?
—Disculpe señora Luana, sólo quería saber si tenía alguna información.
—¿De qué, sargento? —preguntó sensiblemente alterada —¿Noticia de qué tipo, sargento?
Lejos de calmarla, aquella forma de hablar la alteró aún más y apenas advirtió que la intención de aquel policía era la de suavizar el impacto del mensaje que debía trasmitirle, pero aquello no era nada común; acudir a la casa de la mujer de un preso no era habitual, eso sólo podía suponer el comunicado de malas noticias, de ahí el nerviosismo de Luana.
—¿Tiago? ¿Mario?
—No, no, no son sus hijos…
—¿Y?
—El martes hubo un motín en el presidio de Aníbal Bruno —el sargento hizo una pausa esperando alguna pregunta de Luana, pero no hubo más que desorientación y dolor—. En la revuelta, su marido resultó herido grave de bala. Nada se pudo hacer en la enfermería.
—¡Nooo! —gritó desesperada.
Luana Gondim cayó contra la puerta. El sargento Moraes y Naiala la sujetaron por el brazo antes de que se derrumbara al suelo. La sentaron en una silla y, sin dejar que se recuperara, aquel suboficial de la policía se ofreció a llevarla hasta la prisión para que identificara a su esposo y dispusiera cómo actuar después de que el juez instructor diera la orden pertinente.
Naiala observaba pensativa cómo su madre se cambiaba de ropa a toda prisa, agitada y nerviosa.
El sargento decidió esperar fuera de la casa.
—Voy contigo, mamá —propuso decidida su hija.
—No, hija. Tú quédate con el bebé y espera a tus hermanos. No deben tardar.
—No mamá. Dejo al bebé con Eugenia como el otro día y te acompaño. Mis hermanos sabrán desenvolverse.
La desesperación y la impotencia no tenían donde instalarse en la casa de Luana de Lima Gondim.
El resto de los policías que acompañaban al sargento Moraes esperaban en el inicio de la calle, junto al vehículo militar.
Después de apañarlo todo, Luana y su hija salieron a la calle envueltas en esa invisible nube que introduce a las personas en una fría burbuja flotante, rebosante de agitación y silencio, allí donde el dolor lo cubre todo, volviéndote insensible a la vida. Dejaron al bebé con la vecina y bajaron los escalones de dos en dos hasta llegar al lugar en el que el sargento de la policía las esperaba.
Nadie cayó en la cuenta, y la música de Antena Uno sonaba y sonaba en la Philips de los ochenta y fluía olvidada por entre las cortinas balanceantes de la ventana de la cocina de la vivienda de Luana Gondim al tiempo que la noche de la ciudad ya se había acomodado hacía rato a las paredes y a las cubiertas de las viviendas del Morro da Conceição, disimulando un día más decenas de silenciosos gritos, de escondidas miradas, de mudas sonrisas, ocultando la falta de ilusión tras la huida del sol.
–oo–
Beto, en esta ocasión, no pudo ir a recogerlo al restaurante al concluir la comida con el vereador y aquel holandés desconocido.
El taxi que trasladaba al encuadernador cruzaba el puente de Maurício de Nassau, procedente de Marqués de Olinda. Luca Ginich observaba callado la singular belleza de aquellos olvidados edificios, desconchados, apagados y con desaliñada apariencia; afortunadamente, el ex alto ejecutivo del diario de mayor tirada de la ciudad, atendió su llamada nada más salir del Ponte Nova porque, como amigo de la familia, necesitaba preguntarle cuánto de cierto tenía la información que el flemático europeo le había confiado y, sobre todo, qué se podía encontrar detrás de toda esa extraña e inesperada aparición.
El ruido del tráfico impedía oír el rumor del agua de la fuente que se mostraba al principio de la plaza. El taxi se detuvo frente a una papelería y, mientras Luca Ginich bajaba del vehículo y cerraba la puerta, el viejo reloj de carrillón del edificio del Diario de Pernambuco marcaba las cinco en punto de la tarde, y el sol de Recife caminaba de nuevo hacia su final.
Tras un escritorio de la segunda planta de aquel antiguo inmueble neoclásica esperaba João de Souza, amigo de su padre y encargado de una de las direcciones de mayor calado del entramado de noticias en el que se había convertido el diario; el más veterano de las Américas.
La ventana del despacho de aquel hombre permanecía abierta y a través de ella se escuchaba el barullo que surgía de la plaza.
Nadie anunció la llegada de Luca Ginich; conocía de sobra el camino.
—¡Hombre, Luca, cuánto tiempo! —exclamó João al verlo aparecer por la puerta de su despacho, levantándose de su silla y abriéndole generosamente los brazos—. ¡Qué alegría!
—También es una alegría para mí volverte a ver, João… y sobre todo comprobar que por ti no pasa el tiempo —se congratuló Luca, aceptando el abrazo.
João de Souza conservaba la misma planta, el mismo pelo, aún negro, fuerte, delgado y todo gracias a su costumbre de hacer ejercicio a diario, como decía él.
—¿Y qué se cuenta ese viejo zorro de Nataniel Ginich? —preguntó João quien, sin dejar que Luca respondiera, continuó—. ¿Sigue criando su manada de quarto de milla?
—Sí señor —asintió Luca—. Por allí anda, por Gravatá, con sus caballos y sus fresas, bajando de vez en cuando a la Fazenda para jugar a las cartas con los compañeros de su quinta que aún quedan, que no son muchos, no.
Después de algunos minutos dedicados a poner al día la antigua relación, ambos enmudecieron de repente y se sorprendieron mirándose a los ojos.
—Y bien ¿qué es lo que te trae por aquí? —rompió el silencio João.
—Una curiosidad, João. Una simple y sencilla curiosidad —respondió Luca.
—Pues para hacer que nos veamos después de tanto tiempo tiene que ser muy importante.
—La verdad es que para mí sí que lo es.
—Y entonces… —indicó muy intrigado—. ¿Puede saberse?
Luca Ginich, a pesar de haberle dado algunas vueltas dentro de su cabeza durante el trayecto que le llevó desde el restaurante al despacho de su viejo amigo, no tenía muy claro qué parte de la historia que acababa de vivir podía compartir con él.
—¿Por casualidad has oído hablar de un tal Jaak Van Bilzen? —soltó Luca casi sin pensarlo.
—¿Van… qué?
—Barón Jaak Van Bilzen.
João de Souza se quedó pensativo; en verdad, la pregunta consiguió sorprenderlo.
—Creo que es natural del norte de Bélgica, de Hasselt concretamente —insistió Luca.
João de Souza continuó cavilando, sin proferir palabra.
—Como no me des más pistas —expuso de repente.
—¿Y a Pieter Velsen? ¿Conoces a un hombre de apellido Velsen? —curioseó de repente Luca—. Un ejecutivo holandés, de una multinacional belgo-holandesa, recién llegado Recife.
—¡Ajá! a ese sí. Recuerdo bien a Pieter Velsen. Me lo presentaron hace unos días en una cena con algunos vereadores a la que asistí en el Clube Português —comentó—. Lo recuerdo bien porque me tocó estar sentado a su lado. Participaba poco en la conversación, no hacía más que sonreír, sonreír y oír lo que decían a un lado y al otro —reseñó—. Me lo presentó Caetano Saraiva, el vereador —se interrumpió, puso las manos sobre mesa, acopló los dedos, unos entre otros, y prosiguió—. Y dime… ¿qué te interesa de Pieter Velsen?
—Saber quién es realmente, qué es lo que ha venido a hacer a Brasil, a Recife concretamente.
Luca dudaba si largarlo todo y meditaba si confiarle lo ocurrido.
—Según me comentó Caetano esa noche, es un alto ejecutivo de una gran empresa que desea instalarse en Brasil y que busca apoyos —informó—. ¿Sospechas acaso que su empleo puede ser una tapadera y que sea otro su verdadero interés?
—No sé, tal vez sea cierto eso de que trabaja para una gran empresa y que tiene interés en promocionarse en Brasil —respondió Luca con cierta desconfianza.
A él, otra era la duda que le asaltaba.
—Sospecho que quiere conseguir una implantación muy rápida de su empresa en Brasil y no sé, no sé ¿cómo habrá llegado a contactar con Caetano Saraiva? —insistió Luca.
—Bueno, sabes mejor que nadie que Caetano Saraiva no es un simple vereador, que los contactos de su padre llegan hasta la misma Presidencia Federal, y mas intensamente en las cámaras de empresarios de otros países, de Europa principalmente. Sabes que ese es uno de los cometidos que tiene como presidente de la comisión de comercio exterior de la Câmara.
—¿Y qué puede querer de mí? ¿Por qué razón iba a ofrecerme algo único y de enorme interés para la historia? ¿Cómo ha podido identificar mi atracción por una pieza que casi nadie en el mundo sabe que existe?
—Entiendo que no quieras ser más explícito, pero no hay que ser muy listo para pensar que no es la primera vez que han intentado llegar a ti para conseguir favores de tu hijo.
—Pero siempre me ofrecieron presentes que podían gustarme, más o menos, pero jamás algo tan extraordinario.
—Me dejas muy intrigado. Tiene que ser muy importante lo que desean que el Prefeito de esta ciudad les conceda.
—¿Qué puedo conseguir yo de mi hijo que valga veinte millones de dólares americanos, João? ¿Qué puede ser tan valioso?
—¡Más de treinta millones de reales! Es mucho dinero, Luca.
—¡Y tanto…!
—No sé, tal vez esperen que hagas que tu hijo intervenga en algún sentido a su favor en el plan de desenvolvimiento urbano.
—Eso suponiendo que ese Pieter Velsen represente de verdad a un grupo de construcción —comentó Luca.
—Pensándolo bien. No sabemos a qué se dedica esa gran empresa a la que representa.
—Imagino que, como toda multinacional, estará diversificada y sin duda tendrá intereses en varios sectores.
—Pero alguna de sus actividades tendrá que ser la principal —barajó João, y añadió—. Tal vez podríamos averiguarlo —completó mientras rebuscaba en su agenda—. Por aquí debo tener su tarjeta… aquí está. ¿Llamamos?
—Puede resultar extraño que llamemos desde aquí. Identificaran tu despacho. Creo que será mejor que contactemos indirectamente a través de uno de los funcionarios de Caetano Saraiva ¿no crees?
—Yo me encargo, que alguno de ellos tiene un favor pendiente —ofreció João.
Finalmente, Luca acabó detallándole a João lo ocurrido en la comida; no hacerlo hubiese sido un gesto de desconfianza hacia una persona que siempre mantuvo lealtad con su padre y, por extensión, con la familia.
A João de Souza, conocedor de los orígenes de la familia Ginich, le llamó poderosamente la atención la enorme casualidad.
Por la ventana se advertía cómo la noche había caído sobre la adoquinada calzada de la plaza de la Independência y el menguado resplandor de las farolas dejaba adivinar, recortadas a lo lejos, las dos torres de la Matriz de Santo Antônio, levantadas sobre un antiguo polvorín holandés.
Luca Ginich se incorporó de repente del sofá, como si hubiese olvidado algo importante; no recordó hasta ese momento que tenía que acudir a una pequeña tienda que solía suministrarle importantes piezas de antigüedades en el Morro da Conceição, ya que días atrás había convenido con la dueña de aquel negocio que iría a recoger una vasija de barro del siglo XVIII, bien cuidada y de origen limpio, documentación y procedencia en regla.
Se disculpó con João, a quien propuso un nuevo encuentro a la vuelta del viaje que en unos días realizaría a Lisboa. Para entonces ambos tendrían más información. No obstante, acordaron hablar por teléfono tan pronto como uno de los dos dispusiera de cualquier dato, por insignificante que pudiera parecer.
João acompañó a Luca hasta la puerta del edificio, se despidió con un abrazo y esperó a que el taxi desapareciera de su vista.
Camino del morro, Luca no paraba de darle vueltas y más vueltas al asunto.
La ciudad se vestía de noche, y por sus calles hacía rato ya que asomaban los bohemios, los duendes, sombras persiguiendo otras sombras, la fantasía de los artistas, la magia de la supervivencia, empleados de banca, cansados traficantes y prostitutas, además de algún rezagado de la compañía de teléfono, del transporte público o de los servicios de asistencia social que cambiaban de turno.
Observó Luca cómo un niño permanecía aún en una esquina vendiendo dulces de coco y un señor grueso, con traje algo pasado y monóculo, sentado en la terraza de una cafetería a cuyo interior no llegaba el aire, saludaba con la mano a unas chicas que a pesar de la hora renqueaban en una motocicleta.
El taxi marchaba ya por la avenida Norte, a la altura del lava rápido de Maranello, y entonces la ciudad le pareció descuidada, con viviendas de escasa altura, desteñidas, abandonadas, mal ordenadas, salpicadas de pintadas, muy próximas unas de otras, aceras levantadas, baches en la calzada y postes de alumbrado vencidos sobre la calzada.
Todo permanecía confuso en la cabeza de Luca Ginich; ya lo había barruntado esa mañana al levantarse, y esa noche debía llamar y poner en antecedentes a su hijo, a su padre, y almorzar con ambos el fin de semana próximo, aunque sabía que todo dependería de la agenda del Prefeito; el hijo de Luca Ginich era el jefe de gabinete del Prefeito de la ciudad, sobre el que ejercía una gran influencia.
Conforme se acercaba a la tienda de antigüedades, las luces de un vehículo de la policía militar centelleaban intermitentes justo en la entrada de la calle. Se percató de la presencia de un sargento y varios policías fuertemente armados aguardando sobre el lateral del carro y advirtió cómo se erguían rápidamente en el instante mismo en el que una señora y una joven, seguramente su hija, llegaban junto a una especie de furgoneta. En el trayecto, la mujer, visiblemente afectada, lloraba desconsolada, levantó la cabeza y fue a encontrar su mirada con la de él.
—¡Luana Gondim! —se dijo para sí mismo Luca Ginich, sorprendido—. ¡Esa mujer es Luana Gondim!
No tuvo tiempo de reaccionar. Luana y Naiala se introdujeron en el vehículo policial que inició rápidamente su marcha.
Detrás quedaba el rostro oscuro de la noche.
Al tiempo que ascendía la calle, Luca Ginich oía lejana la música que jugueteaba con las cortinas de la ventana de la casa de Luana, unos tramos más arriba, mientras ella viajaba hacia algún lugar de la ciudad que él desconocía. Al entrar en la pequeña tienda de antigüedades, Luca Ginich encontró a la dueña acunando a un bebé entre los brazos.
–oo–
El cansancio y el desaliento impedían que Luana Gondim notara la rigidez de su cuerpo. Llevaba toda la noche sentada en aquella silla de madera, apoyando los antebrazos sobre la mesa de patas redondas de la sala de estar hasta donde, en un momento de la noche, de modo mimético, se acercó buscando un apoyo para descansar y dejar de cabecear de un lado a otro.
La tarde anterior inhumaron los restos de su marido en el cementerio próximo de Casa Amarela; tuvieron que retrasar el enterramiento de Nilson debido a que la autoridad judicial ordenó realizar un segundo examen forense que permitiera aclarar una duda presentada por el juez instructor acerca de la situación de su muerte, porque todavía no estaba claro si la bala que causó su fallecimiento procedía de un arma de alguno de los reclusos o de alguno de los policías que tuvieron que intervenir para reducir la rebelión en el centro. La verdad andaba escondida entre unos y otros; lo cierto y demostrado era que Nilson no estuvo implicado en aquel motín.
—Él esperaba en la cárcel a que el juez le concediera un permiso especial para poder acudir al bautizo de su nieta —comentaba Luana entre sollozos una y otra vez cuando acudió a la prisión para identificarlo.
Nilson confiaba además en la revisión de su caso, en cuya tarea llevaba ocupado desde hacía más de seis meses; seguía sintiéndose inocente y engañado por unos amigos.
Sin que ella se diera cuenta, las manos de Tiago se apoyaron cariñosamente sobre sus hombros. Sus dedos fueron recorriendo la cabeza intentando localizar su rostro, palpándolo con mimo, poco a poco, hasta encontrarse con los ojos; quería saber si su madre lloraba. Luana no se movió, estaba demasiado fatigada para dormir, parecía anestesiada. Tiago acercó sus labios hasta tropezar con la cara de ella. Luana, al sentir su cálido aliento, abrió sus ojos, tomo a su hijo por la cintura y lo abrazó con fuerza.
—No llores, mamá. Yo estoy aquí para cuidarte.
Al poco, la mañana comenzó a entrar por la ventana de modo vago porque algunas nubes impedían que el sol brillara completamente. Era el inicio de otro día.
Mario dormía.
Naiala apareció por el salón camino de la cocina para preparar el biberón de su bebé y encontró a su hermano abrazado a su madre. Se detuvo frente a ellos. Dudó. Unas lágrimas comenzaron a asomar de sus párpados y se deslizaron perezosas por su mejilla. Habían pasado dos días de lo ocurrido. Se aproximó y se unió en un abrazo a su madre y a su hermano pequeño. El llanto del bebé en la habitación contigua los despertó del silencio.
Naiala se dirigió a la cocina.
Tiago dio media vuelta y, de memoria, se encaminó al baño cuando su madre hizo intención de levantarse.
Luana prestaba atención a cómo su hija disponía lo necesario para elaborar la comida de su nieta y, con escasa disposición, se levantó y se acercó para ayudarla. En el camino, observó un sobre blanco encima de la televisión y recordó que ella misma lo había dejado ahí unos días antes y olvidó abrirlo. La carta procedía de la agencia de trabajo de Boa Vista, donde ella presentó la solicitud para acudir a uno de los cursillos gratuitos de capacitación en costura. La cogió, la abrió con cuidado y comenzó a leerlo.
—¿Qué día es hoy? —preguntó en voz alta, después de meditar unos segundos.
No sabía ni en qué día vivía. Era natural.
Un pequeño almanaque de una tienda de electrodomésticos llamada Foxy Imagen, clavado sobre la pared cerca del refrigerador, le resolvió el enigma y le indicaba que era sábado veintidós de enero. Hacía cuatro días que la carta estaba en casa. Aquel escrito era inflexible y le concedía un plazo de dos días para que realizara unas correcciones en la solicitud presentada el pasado viernes ya que, al parecer, carecía de algunos datos fundamentales.
—¡Oh, Dios! —se quejó desolada.
Hacía días que Luana de Lima Gondim debió presentar la corrección y no lo había hecho.
—¿Y qué hago ahora? —se lamentó.
Sus hijos dirigieron las miradas hacia su madre, atónitos. Mario, el último en levantarse, apoyado sobre el quicio de la entrada a la cocina, asistía igualmente perplejo a la escena en la que Tiago, a la salida del baño y Naiala, con el biberón de su bebé en la mano, volvían a sentir cómo otra inesperada adversidad invadía aquella casa. Luana levantada los brazos desesperada, llevando aquel papel en su mano de un lado a otro de la cocina; la poca ilusión que quedaba tras las paredes de ese hogar se fugaba de nuevo a través de las ventanas de cortinas ondulantes, quién sabe si hacia algún lugar donde la desesperanza era aún mayor si cabía. Parecía que una mano negra torciera cualquier tentativa de progreso de Luana Gondim, recordándole una vez más su condición, su posición.
Comenzó a llover de modo intenso, y las gotas de lluvia golpeaban con fuerza una caja de cartón abandonada en la trasera de la casa, donde un pequeño jardín separaba la casa de Luana Gondim de la de su vecina. Una gameleira quedaba atrapada en aquel escaso espacio que separaba las dos viviendas, secuestrada entre tapias de ladrillo rojo. Hubo que cerrar las ventanas de la sala para evitar que el agua mojara los escasos muebles que poblaban el espacio.
A pesar de la lluvia, los vecinos del Morro da Conceição se debatían en sus tareas y las voces de chiquillos y mayores, que corrían a tomar el autobús, golpeaban el silencio de la casa de Luana Gondim.
En ese instante, ni siquiera el bebé lloraba. Ni Mario exigía su desayuno con el mismo mal humor de su padre y a quien su madre reprendía una y otra vez. Esa mañana, a Luana ya no le quedaba ni un mínimo de energía para seguir peleando.
—Mario, acerca a tu hermano hasta la escuela social, por favor —pidió a su hijo mayor.
—Hoy es sábado, mamá. —respondió—. Además, soy yo quien tiene que acudir a clase por la mañana, Tiago va por la tarde, y aún no comenzó el curso.
Seguía lloviendo, aunque parecía disminuir su intensidad. Llamaron a la puerta. Dos toques suaves. Nadie se percató. Volvieron a llamar, con más fuerza. Esta vez sí. Tiago, el más próximo, se acercó, tanteó para localizar el pomo y abrió con dificultad; una lámina de madera suelta dificultó la maniobra.
—¡Buenos días! —saludó la vecina de la tienda de antigüedades.
—¡Buenos días! —devolvió Tiago quien, girándose, llamó la atención de su madre que ya estaba junto a su hijo.
—Buenos días, Eugenia —respondió, al tiempo que una motocicleta, a la que le rascaba con dureza el motor, manipulada por un chaval de unos trece años unos escalones más abajo, se dejaba oír apagando aquel saludo.
—Perdóname Luana, sé que es muy temprano, pero tenía que entregarte esta nota —explicó su vecina, cubriéndose con un chubasquero—. Cuando os marchasteis con la policía militar hace unos días, Luca Ginich me la dejó con el expreso deseo de que te la diera en mano. Se me olvidó cuando os llevasteis a la pequeña.
Luana Gondim ya debía un favor anterior a Luca Ginich. Sospechó lo peor.
Tomó la nota y, sin leerla, se la guardó en uno de los bolsillos de su bata y ofreció a su vecina que pasara para que se protegiera de la lluvia. Eugenia agradeció la invitación y dijo que mejor en otra ocasión. Luana insistió. Su vecina acabó por prometerle que acudiría un poco más tarde, después de resolver unos asuntos que tenía pendientes y que asegurarían la integridad de su tienda ante los asaltos, ya que contaba con la protección de algunos vecinos que controlaban los movimientos de una de las pandillas mas temerarias, bandoleras y oscuras del barrio; tenía que ajustar el acuerdo.
Tras la marcha de su vecina, Luana sacó la nota de su bolsillo y fue desdoblándola con cuidado mientras se dirigía a la silla en la que había estado sentada toda la noche. Y, sentada, con la nota en la mano, la giró hasta darse de frente con su texto.
—¡No puede ser verdad! —gritó.
Aquella noticia demostraba que Dios existía, que Dios repartía, aunque a veces parezca que se cebe con los más débiles; Luca Ginich le ofrecía un empleo de limpiadora en el Museo del Instituto Arqueológico Histórico y Geográfico de Pernambuco, de cuya organización su padre era socio y miembro de la junta directiva. Debía acudir el lunes a primera hora y preguntar por el responsable de personal cuyo nombre era Fabricio Sampaio. Luana Gondim sonrió, sorprendida, emocionada. Mario y Naiala se acercaron hasta su madre. Tiago no había sentido aún aquella sonrisa.
—Tiago, ven —llamó su madre.
El gesto de Luana se tornó en felicidad dentro de su tristeza interior.
Al otro lado de la ciudad, lejos del morro, de todos los morros, grupos de políticos, de una y otra significación, se reunían alrededor de una mesa para degustar un buen desayuno y acordar quiénes, de entre ellos, serían los próximos candidatos a Prefeito de la ciudad de Recife en la primavera pernambucana.
–oo–
Las perezosas copas de las jacarandas del jardín de la casa de la calle Silveira Lobo, arrojaban una sombra poco densa, pero fresca y suficiente, sobre el lugar en el que Luca solía desayunar siempre que lo hacía en su domicilio. Las flores violetas más cercanas ocultaban a su vista la parte superior de la vivienda y apenas si dejaban ver el balcón de su dormitorio donde Elza, su mujer, se azuzaba el pelo después de salir de la ducha. Había llovido una media hora antes y, a pesar de lo temprano del día, cada uno andaba ya a su tarea y a nadie le molestó que la bocina del coche de Maicom sonara, tal vez porque lo hizo de modo imperceptible. Al oírlo, Luca apartó el ejemplar del Jornal do Commercio de su vista, lo dejó sobre la mesa, donde se amontonaba el resto de la prensa, retiró la servilleta de sus piernas, se levantó y abrió la puerta de la entrada al jardín para que el Mercedes ML 320 CDI blanco de su hijo accediera al jardín.
Maicom, al entrar, le hizo un gesto a su padre, señalándole su reloj con el dedo, advirtiéndole que era tarde y que esperarían en el coche, suplicándole que se dieran prisa.
Asomada a la terraza de su habitación, Elza saludó con la mano a su hijo y a Branca, su nuera, desapareciendo tras las cortinas.
Luca convenció a su hijo para que aguardaran bajo las jacarandas de la parcela.
—Es un instante sólo. En seguida estamos listos tu madre y yo —dijo Luca, al tiempo que besaba a su nuera, se marchaba hacia el interior de la casa y preguntaba sin mirarles mientras se alejaba—. ¿Y los niños?
—Salieron ya con Ligia, con Nick y sus hijos, papá.
—Sentaos, sentaos y tomar algo —les ofreció—. Creo que todavía queda algo de café.
Elza ya estaba lista y, camino de la salida, se cruzó con su marido al pie de la escalera.
—Tomarán café mientras acabo de arreglarme —le informó, guiñándole el ojo.
—Date prisa, Luca —apremió su mujer—. Siempre nos haces esperar.
Luceline, la asistenta de toda la vida, al oír la voz de Maicom, se acercó a saludarlo y ofrecerle de nuevo sus tiernos bizcochos de siempre.
Por la terraza de la habitación, apareció un despistado Luca con una camisola a medio abotonar, desaliñado.
—¡Luceline! —llamó con urgencia.
—Doctor Luca ¿Qué quiere? —como Luceline gustaba de llamarlo.
—No encuentro mi teléfono móvil ¿Puede buscarlo, por favor? Creo que me lo dejé esta mañana en la cocina.
—Está aquí, encima de la mesa, junto a los periódicos —respondió su mujer—. Un día olvidarás donde tienes la cabeza y… date prisa, por favor, Luca.
Luca levantó las manos, como si intentara no oírla, rechazando aquel reproche.
Diez minutos más tarde, el automóvil del jefe de gabinete del Prefeito de Recife enfilaba la calle Dezessete de Agosto buscando un puesto de la Shell camino del estrecho puente de la Misericordia.
Ya en la autovía, un camión cargado con decenas de garrafas de agua cambió de carril sin avisar con su intermitente y cruzó delante. Los reflejos de Maicom evitaron un mal mayor en un momento delicado.
A la salida de la ciudad, el arbolado se acercaba hasta la carretera y escondía caseríos y aldehuelas. Dejaron Jaobatão a la izquierda al cuidado de un viejo árbol de la lluvia, al pie de cuyo tronco unas mujeres desplumaban pollos junto a unos bidones metálicos, sentadas sobre cajas de madera, mientras un hombre moreno anunciaba a voces su particular venta de Kibon arrastrando con dificultad un carro de helados hacia el centro de la ciudad, donde por costumbre se agolpaban la mayoría de los vendedores ambulantes.
A un lado de la carretera, cultivos de caña de azúcar mecidos por la tibia brisa. Al otro lado, la copa de una araucaria sobresalía por encima de cedros, juazeiros, tipas y un anciano bucaré de flores rojas envuelta en la mata con arbolado alto.
Después de pasar un puesto de la policía rodoviária federal, las nubes se volvieron oscuras.
—Nos va a llover… —comentó Maicom, mirando a través del cristal lateral.
—Y fuerte —añadió su madre.
Llegando a Vitoria de Santo Antão, las nubes tocaban la cima de las montañas sobre la que se recortaba la sinuosa autovía. Entre dos cortes de montaña, comenzó a llover con fuerza, como había pronosticado Elza. La entrada al túnel alivió aquel ataque del fuerte aguacero. A la salida, la lluvia había aflojado y tenía pinta de que no tardaría en detenerse, conforme podía preverse por los enormes claros que aparecían más adelante.
Ya en Gravatá, el aire abandonado por la lluvia era húmedo y pesado. Salvaron el desvío a Chá Grande y, a unos cien metros, giraron hasta encontrarse con el camino que conducía a la hacienda de Chelm; como Nataniel Ginich bautizara años atrás a su finca.
Desde el porche del edificio de la hacienda se divisaba casi toda la ascensión. Nataniel, apoyado en su bastón de madera de cedro, advertía cómo aquel vehículo blanco escalaba el sendero de tierra aplanada.
—El abuelo nos sigue desde su atalaya —informó Maicom.
—Seguro que nos recordará que llegamos tarde —insinuó Luca.
—Ya sabes cómo es tu padre —fue el comentario de Elza.
—Y que sea por muchos años —consideró Maicom al tiempo que sacaba el brazo por la ventanilla saludando a su abuelo que, en efecto, controlaba todos los movimientos del vehículo desde su particular otero.
—Está fenomenal. Fue un acierto conseguir que se recogiera en esta hacienda y que se dedicara a cuidar sus fresas y sus caballos —expuso finalmente Branca.
El tramo final del camino estaba pavimentado con adoquines y piedras blancas alineadas que señalizaban los límites del césped recién cortado sobre el que, cada tres metros, se elevaba una palmera pindó perfectamente podada a cuyo pie asomaba una pequeña farola en forma de globo que se iluminaba con la caída de la luz y permanecía encendida hasta el amanecer.
Al llegar al pie del porche de la casa, donde se apostaban unas figuras típicas de mujeres brasileñas con anchas caderas y trajes coloridos, realizadas por el marido de Sara, la primera hija de Nataniel, los recibió el abuelo.
Después de los saludos, un claxon comenzó a sonar a lo lejos, al pie de la entrada de la hacienda.
—Es Nick. Ya sabéis que siempre avisa desde abajo —informó Nataniel, con cierta guasa—. Ligia lo tiene bien enseñado.
—Y él es muy obediente —convino Elza mirando a su marido.
—Cualquiera la contradice —repuso enseguida Luca.
El BMW X5 de Nick cruzó las dos pilastras y los niños, con prisa por salir del vehículo, quisieron abrir una de las puertas antes de que el vehículo se detuviera. Nick les regañó y les pidió paciencia.
—¿Quién ha intentado abrir la puerta antes de que tío Nick parara? —preguntó Maicom, dirigiéndose a sus hijos—. Sabéis que no me gusta que hagáis eso.
Ninguno de sus hijos respondió.
—Está todo arreglado, Maicom —intervino Nick al salir—. Además no fueron ni Joanna, ni Daniel.
A pesar de haber salido con anterioridad, Ligia y Nick llegaron tarde porque los niños insistieron en comer una coxinha de galinha yun bolinho de camarão en el Rei das coxinhas, nada más pasar el puesto de la rodoviária federal.
Sara, la hermana mayor de Luca, y su marido, el escultor pernambucano, al que todos llamaban Arthur Miranda aunque ese no fuera su verdadero nombre, habían viajado hasta Brasilia invitados por su otra hermana, Jamila, y el marido de ésta, de nombre André Benjour, abogado y diplomático jubilado, afincados definitivamente en la capital brasileña donde recalaron aprovechando uno de los destinos profesionales de él y el lugar en el que sus hijos acabaron por echar raíces.
Una vez instalados, Ligia y Nick decidieron pasear al aire libre y mezclarse entre los caballos. Elza y Branca, por su lado, quisieron revisar cómo marchaban sus progresos en el cultivo de las fresas.
Desde un enorme ventanal del salón, Luca observaba cómo sus nietos, con grandes brincos, se dirigían hacia las caballerizas y echaban a correr a una velocidad con la que casi no podían aguantar el equilibrio, sorteando las asimetrías del terreno, ante la mirada atenta de Nick, de Ligia, del capataz y de los dos empleados que se habían unido a la visita. Ahí, en las cuadras, esperaban unos equinos recién paridos.
En el salón, fue Maicom quien rompió el silencio y comenzó a hablar al tiempo que se apoltronaba en uno de los sofás situado ante el ventanal; se le notaba especialmente inquieto.
—Y bien, papá, ya estamos solos el abuelo, tú y yo. Cuéntanos que es todo eso de Ad verum ducit. Conseguiste dejarme intrigado.
—Hace ya muchos años que no hablamos de ese asunto —dijo mientras se sentaba cerca de su hijo y apoyaba su brazo sobre el respaldo—. Seguramente lo habrás olvidado.
Nataniel permanecía de pie, en la zona del mirador que mantenía la cortina echada y le protegía de la luz, cerca del mueble de la biblioteca, en silencio.
—Ad verum ducit —prosiguió Luca—. Ya sabes que, para la mayoría de la gente, ese libro permanecía oculto en algún lugar secreto del archivo del Vaticano, bien escondido. Sólo se imprimió un ejemplar, sólo un ejemplar le dejaron realizar al librero loco que se atrevió a encuadernarlo tres años después de acabado de escribir y antes de aparecer muerto a orillas de rio Schelde, frente al lugar donde se encontraba su taller en Amberes. Durante mucho tiempo, condes, marqueses, duques y reyes, temerosos de lo que ese libro pudiera revelar, tejieron intrigas, tramaron y conspiraron para poder hacerse con él y conseguir así ostentar de la indiscreción de los demás y preservarse de ser descubiertos. Pero no fue sólo la nobleza la que persiguió ese libro para tenerlo en su poder, priores, cardenales, obispos y arzobispos y líderes del pensamiento, y también de las finanzas, querían conseguir aquel original único.
Maicom oía atento, sin pestañear. Por su cabeza pasaban algunos interrogantes, pero prefería acumularlos y ver si al final de todo aquello su padre acababa por resolvérselos.
—¿Quieren beber alguna cosa los señores? ¿Algún refresco? —interrumpió la señora que se ocupaba de la cocina y que llevaba con el anciano Nataniel muchos, muchos años.
Nataniel, que había permanecido inmóvil cerca de la biblioteca, miró a su hijo, a su nieto y, como no recibió petición de ninguno de ellos, agradeció a Auzira, que así se llamaba la empleada, su oferta.
—Gracias Auzira, de momento estamos bien. Tal vez un poco más tarde.
Despacio, apoyándose en su bastón, fue bordeando el sillón de piel hasta conseguir sentarse. Desde esta posición tenía frente a él a los dos y, de paso, la cortina lo mantenía protegido de la luz que entraba por el ventanal.
—Todos codiciaban ese ejemplar por el contenido —continuó Luca, tras comprobar que Auzira había salido del salón—. Todos sabían que existía una copia a color de un dibujo de su portada circulando de un lugar a otro. A Bentzión, tu bisabuelo, le llegó la información a través de su padre, al que le robaron aquel dibujo de la portada de ese libro y algunas direcciones de personas comprometidas, que a buen seguro ni existen hoy. Algunas de las personas que trabajaron en la encuadernación de ese libro, que leyeron sus textos, que labraron su lomo, eran judíos que consiguieron escapar de Amberes y, después de huir de España, tuvieron que seguir escapando del acoso hasta conseguir llegar a Lublin y de Lublin a Chelm.
Paró de hablar por un instante, observando a su hijo, dirigiendo después la mirada a su padre por ver si éste deseaba retomar la historia desde ese punto, pero ninguno de los dos dijo nada.
—Ya sabes lo que sigue, Maicom —apuntó—. Bentzión pidió a tu abuelo que buscara ese libro, porque en la parte trasera, en las hojas finales, figuraban los nombres de todos los que colaboraron en su edición y, de ser cierto lo que nos transmitieron, escondido en el interior de su contraportada existe un pequeño plano que señalaba el lugar en el que tuvieron que guardar todas sus pertenencias, títulos de propiedades, anillos, cadenas de oro y riquezas que les denunciaban como judíos. Tal vez ascendientes nuestros estuvieran entre ellos. El oficio de encuadernador nos viene de lejos —volvió a mirar a su padre—. De ahí nuestro interés. Nos interesa menos lo que ahí se pueda decir o no —movió ligeramente su pierna izquierda para colocarla sobre la otra y soltó el cojín—. Todo esto enlaza con la reunión que tuve el otro día con Caetano de Noronha Saraiva, el vereador, y un tal Pieter Velsen, un ejecutivo de una empresa belgo-holandesa, que me mostró una fotocopia, no de la portada, sino del mismo libro, del que de momento nadie puede decir si es auténtico o no. No conozco a nadie que lo haya visto, y parece que su jefe, presidente de la compañía a la que dice pertenecer, tiene contactos con los herederos del barón Jaak Van Bilzen y son estos últimos los que poseen el único y genuino Ad verum ducit, liberada su venta por el gobierno de Limburgo, que es el competente en esa materia.
—¿Y cómo supieron de tu interés por el libro?
—Conocen mi atracción de coleccionista por los incunables, eso sí que lo saben. No creo que estén al tanto del valor añadido que tiene para nuestra familia ese título en concreto.
—¿Por qué razón te lo ofrecen a ti?
Nataniel, que había permanecido en silencio, intervino en ese instante hablando con calma.
—Maicom, el mundo de los negocios es muy complejo. Tú tienes experiencias importantes en ese laberinto de intereses —dijo Nataniel, mirando con serenidad a su nieto—. Seguramente, y después de lo que tu padre me adelantó por teléfono, quieren usar ese libro para obtener más valor que el que tal vez pudieran lograr en una subasta.
—Unos treinta millones de reales, según me insinuó el tal Pieter —informó Luca.
—Se lo ofrecen a tu padre, eligiendo como intermediario a un vereador de la oposición al Prefeito, y…
—Lo entiendo, lo entiendo bien abuelo —se adelantó Maicom—. Quieren que mi padre actúe en su favor, a través de mí, en algún asunto que pueda valer más que treinta millones de reales —dilucidó de modo serio—, ¿es eso, verdad?
—No sé Maicom en qué puedo intervenir yo para conseguir de ti un favor superior a esa cantidad. Ellos no pidieron nada.
—De momento —dijo Nataniel.
—Ya sé. Tienen en sus manos algo que nosotros deseamos. Actúan con astucia y suponen, con seguridad, que acabaras por contármelo a mí, y será a mí a quien acabaran buscando para reclamar lo que quieren conseguir.
—O no. Depende de la facilidad de acceso que tengan para llegar a ti —sugirió Nataniel.
—Maicom, tu abuelo lleva razón y además no conocemos nada de la empresa para la que dice trabajar Pieter Velsen —insistió Luca.
—Tampoco sabemos con certeza si eso que cuenta sobre el hecho de que el barón Jaak Van Bilzen tiene el incunable es cierto o es una trampa —respaldó Nataniel.
Luca se levantó y fue hasta la puerta de la entrada del salón, se dio la vuelta y comenzó a rascarse la cabeza, a la altura de la sien, como acto reflejo, meditando. Desvió su mirada hacia su padre, sonrió tímidamente y, sin pensarlo más, comenzó a informar de lo que haría a continuación.
—He hablado de este asunto con João de Souza…
—¿El viejo João? —curioseó Nataniel, sorprendido.
—Sí, papá. Necesitaba saber quién era realmente ese ejecutivo y pensé que él podía conocerlo —justificó—. No tenía gran información sobre ese flemático ejecutivo. João conoce algún funcionario del estatal que le debe cierto favor. Intentará averiguar algo acerca de esta empresa belgo-holandesa.
Maicom, sufría por dentro, mordió sus labios, negó suavemente con su cabeza, como convenciéndose de que no debía seguir adelante con su cavilación.
—Abuelo, papá… —dijo, aplicando a su tono de voz cierto titubeo—. Debéis prometerme que lo que os voy a contar a continuación no va a salir de aquí. Además seguramente os implique en un asunto del que probablemente me arrepentiré más delante, pero creo que debéis saberlo, por si alguna vez me ocurriera algo…
Esa interrupción en su exposición dejó estáticos y desconcertados a Luca y a Nataniel.
—Hace unas dos semanas… después de año nuevo, apareció encima de mi mesa un sobre blanco tamaño folio. No llevaba remitente, lo que me hizo suponer que alguna persona del propio edificio de la Prefeitura lo había dejado a propósito. No iba dirigido a mí, no iba dirigido a nadie. Debí haberlo devuelto a control pero, al cogerlo, pude comprobar que parecía un informe. Recordé que yo le había solicitado a mi secretaria la copia de una información sobre la última comunicación remitida por la Secretaría de Derechos Humanos y Seguridad Ciudadana, para comprobar un dato que me había solicitado el Prefeito. Pensé que mi secretaria lo había recibido, que ella misma lo había dejado sobre la mesa, como en otras ocasiones, y presumí que el trámite administrativo de control interno lo había completado también ella —volvió a negar suavemente con la cabeza, dudó un poco, pero ya era tarde. Decidió continuar—. Lo abrí. No era el informe que pensaba. Allí me encontré un dossier completo sobre la actuación de un grupo de espionaje interno dentro de la propia Prefeitura y…
—Espera Maicom…—interrumpió Luca.
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