1

  Cuando me despedí de mi profesor pensé que tenía aspecto de ángel de la guarda, con su camisa y sus pantalones de lino blanco, alguien que te salva de los profundos charcos de la vida y te propone retos. Con melancolía y admiración le vi marchar, pensando que sería la última vez que le vería. Abrió el maletero de su coche, metió un par de carpetas, dos cajas que parecían muy pesadas y su viejo maletín. Luego, el tubo de escape vibró escupiendo una humeante nube negra. El coche se fue calle arriba. Pude sentir cómo el profesor Recaredo alzaba la mirada para observar por el espejo retrovisor cómo se iba alejando de su pasado con un nudo en la garganta. Levanté mis manos, despidiéndome, y él desenvainó su mano izquierda por la ventanilla y en un leve gestó de un lado a otro, pareció decirme adiós.

  Aquél fue uno de los últimos momentos que viví en la facultad de ciencias de la información, en la Universidad Complutense de Madrid. Había terminado mi licenciatura de Periodismo y me situaba en ese abismo oscuro que toda persona con ambición desea iluminar. Pero las circunstancias del mundo y del periodismo parecían haberse empeñado en darnos leves y constantes empujones hacia el vacío. La incertidumbre desde entonces se convirtió para mi y para muchos compañeros de carrera, en una losa terrible que deberíamos soportar hasta que la suerte acabase sonriéndonos. Por lo pronto, aquél 6 de Junio del año 2012 supuso la ruptura de una etapa hermosa e irresponsable. Nacía la vida adulta. Y yo no podía dejar de añorar la voz y la mirada de mi profesor.

  Quizás por esa razón anduve durante algunas horas más por la hierba de los alrededores de la facultad, por los pasillos de sus dos edificios, por la cafetería hasta terminar en el aula donde nos impartió sus clases. No quise levantarme del asiento que había estado ocupando aquél último año, con la clase vacía y oteando con tristeza el silencio que resbalaba por las paredes. Recordé muchas de las clases del profesor y suspiré de alivio. Sentí que Recaredo era el profesor con el que siempre había soñado, un viejo sabio, intrépido, que nos hablaba de la verdad mirándonos a los ojos, que profundizaba en nuestros deseos, que nos preguntaba qué queríamos y qué esperábamos, y más tarde, nos enseñaba lo que podíamos encontrar ahí afuera. No sabía si sus ideas tenían validez por aquél entonces. Lo que sí sabía era que tenían ética.

  Aquél día terminé mi particular último paseo, arañando con mi soledad el famoso campo de rugby de la facultad, donde horas antes había tenido lugar su última clase. Antes de eso, el profesor entró en el aula y dejó su viejo maletín sobre la mesa con gran delicadeza. Se quedó de pie y aguardó callado mientras sus ojos se paseaban por nuestras miradas perplejas y entusiasmadas.

-No duden señores,- comenzó a decir Recaredo- no duden de lo que llevan dentro, no duden de la verdad, no duden de la mentira, no duden de su siguiente palabra, no duden de la honestidad, no duden del corrupto ni del malvado, no duden ni del bien ni del mal, no duden de sus códigos humanos, no duden de lo que son…, vacíense de prejuicios y estereotipos y escriban, escriban afirmando lo que necesariamente es real y no puede ser de otra manera, escriban sin afirmar lo que podría ser de otra manera, sean serviciales con el lector, no le impongan nada y sírvanles las piezas de la realidad- respiró y añadió-. Pero si por algún casual dudan, maravíllense de ese milagro, porque cerca, muy cerca de sus destinos, andará la respuesta y la felicidad. Gocen con ellas, muchachos- respiró y añadió-. Y ahora, síganme.

Al salir del edificio, atisbamos al profesor encaminándose hacia el campo de rugby. Había dispuesto sobre la hierba numerosas sillas. Estaban de cara al sol, enfrentadas a un horizonte azul y limpio, a unos árboles altísimos que se agitaban bravíos con el viento y a un viejo puente. Cerca de la silla más retirada, había una nevera portátil azul. El profesor se aproximó a ella y comenzó a repartir latas de cerveza. Cuando hubo terminado, se sentó en su silla y se sirvió en vaso de plástico un zumo de naranja que llevaba en un recipiente metálico. Todos permanecimos atónitos. Ante el silencio del profesor, que había cerrado los ojos y se encontraba tomando el sol, los demás decidimos sentarnos en corrillos y comenzar a charlar.

  No pude dejar de pensar por qué estábamos ahí. Así que acudí a su lado, colocando torpemente la silla, y me senté. Recaredo se percató de mi presencia sin abrir los ojos.

  -¿Algo te inquieta, Adrián?- preguntó.

-No profesor- respondí secamente-. Bueno, a decir verdad si que hay algo que quisiera preguntarle- terminé confesando.

  -Soy todo oídos.

  -Quería saber qué hacemos aquí.

  El profesor se removió sobre su silla, abrió los ojos y pareció molestarle la intensa luz que caía a chorro sobre su rostro. Cuando se acostumbró, me observó y sonrió. Sus dientes los imaginé tras su tupida barba blanca.

  -Os he traído aquí para que el último momento que viváis como alumnos de periodismo sea muy distinto a todos los demás momentos que han ido llenando vuestras carreras. Este momento persigue distinguirse del resto de la vida. Este es el último instante en el que el sol brillará en el día de hoy, justo como lo hace ahora. Y por eso, este momento resulta tan maravilloso que inevitablemente caerá en los pegajosos pozos de la nostalgia- dijo con los ojos muy abiertos, como si le resultase evidente por qué nos encontrábamos ahí.

  – Es una manera original de cerrar nuestra etapa universitaria- comenté.

  -Quizás no sólo termine vuestra etapa- murmuró.

  -¿Cómo? ¿Deja usted de dar clase?- pregunté sorprendido.

  Recaredo cayó en una intensa tos de la que se fue recuperando dando pequeños sorbos a su zumo de naranja.

  -Por cierto, no te he ofrecido- dijo con el rostro colorado y una respiración algo fatigosa-. ¿Quieres un poco de zumo de naranja?

  -Oh, claro, muchas gracias- dije mientras me tendía un vaso de plástico lleno de aquél espumoso zumo.

  -¿Has estado en el norte de España?- preguntó.

  -No.

  -Pues a mi, no sé por qué, este lugar me recuerda a los vastos acantilados de por allí, más concretamente al que hay justo cerca de mi casa.

  -¿Tiene casa en el norte?

  -En un pueblo de Asturias.

  -Siempre he querido ir allí- admití. 

  -Deberías. Es un lugar propicio para inventar.

  Le miré con un interrogante colgando de mi expresión.

  -¿Para inventar?- repetí.

  -Para escribir- aclaró.

  Reí y desvié la mirada hacía las copas de los árboles.

  -Vas a ser un gran escritor, Adrián, sólo necesitas ordenar tus ingeniosas y espontáneas ideas, y el sonido de las teclas marcará los designios de tu vida.

  Sus palabras sonaron con tal seguridad que abrió todos los poros de mi piel.

  -No lo sé, la verdad. No sé si la literatura de hoy día es compatible con la mía- dije ligeramente apesadumbrado.

  -Compruébalo.

  -Y lo haré, no sé cuando, pero lo haré. No sé bien si lo que me falta es una historia que contar o un camión de inspiración.

  -¿Una historia que contar? No digas tonterías. Las historias salen de cualquier parte, están allí tras esos árboles, o aquí tras nosotros, en las palabras y las miradas de tus compañeros. No seas bravucón y abre bien los ojos. A veces un escritor lleva en sus bolsillos una historia maravillosa y no se da cuenta, porque el muy imbécil no ha sido capaz de sacar las manos para escribir. A veces son las propias manos de un escritor las que contienen y ahogan su propia historia.

  -No sé profesor, no sé si realmente quiero ser escritor- confesé.

  -Sí que lo sabes. Solo tienes miedo a que el mundo te rechace.

  -¿Y qué puedo hacer?

  -Rechazarlo tú primero.

  Entre nosotros se alojó el silencio. El viento gimió y los estudiantes comenzaron a inundar los alrededores de los edificios. La clase había terminado y el profesor se mantuvo sentado, con los ojos cerrados, pero esta vez, su rostro estaba iluminado por una intensa sombra.

  Recogiendo las sillas y marchándonos del campo de rugby, Recaredo me asió del hombro y me dijo:

  -La única manera que tiene un escritor de vivir dignamente es escribiendo.

  Esas fueron las últimas palabras que le escuché decir antes de verle marchar en el interior de su coche. Aquella fue la que creí, sería la última clase que el profesor impartiría en mi vida.

  Sentado en el centro del campo de rugby, atendiendo cómo la luz del día se iba desvaneciendo, recordé esos últimos momentos. Arranqué la cálida hierba y jugué con ella entre las manos. Era curioso cómo la satisfacción y la tristeza se mezclaban por la sola razón de haber terminado mis estudios. Y entre esas sensaciones dulces y amargas, había una pregunta que comenzó desde entonces a inquietarme: ¿Qué sería de mí?.

2

  Esperé a mi abuela en el patio interior de la residencia durante media hora. Al fin, por el final del pasillo adiviné su titubeante caminar y de un respingo me levanté de mi silla para ayudarla.

  -Uyyyy- exclamó- pero que alegría. ¿Qué vienes a por mi dinero? Pues te diré que no tengo nada, nada, nada. Porque qué se yo, quizás pon que sean las cuidadoras o quizás la Juliana, mi compañera de habitación, que debe ser que no anda airosa con sus ahorros, el caso es que no tengo un solo duro, Adrián, o bien me lo quitan todo. ¿Te lo puedes creer?- dijo a regañadientes mientras acomodaba un cojín sobre una silla.

  Era 18 de Junio del año 2013. Hacía más de seis meses que mi abuela había trasladado su hogar a aquella residencia. Las dificultades que con el tiempo se fueron gestando en su cabeza le impedían mantener un nivel de vida confortable. Desde que dejara su casa, siempre que iba a visitarla no hacía más que preguntar por el estado del piso, si ya lo habitaba alguien o no, si estaba limpio o no… Y por más que respondía a sus preguntas, ella tarde o temprano acababa por repetirlas.

  -Pues es un piso bien majo, o me dirás que no. Yo, si tu quieres, te dejo que te marches ahí con tu chica, ¿Julia verdad? Porque mira que para tenerlo vacío, pues al menos todo quedaría en familia. Porque tu hermano David no parece muy por la labor de mudarse a un piso de esos, él es más…- decía dubitativa- qué sé yo, como más señorito, más elegante, más exigente, ¿no es así? Pero mira que tú no eres así, con esos pelos y esas barbas que me llevas, por no hablar de las camisetas que parece que… y los zapatos siempre sucios, siempre sucios, Adrián. Ayyy, yo no sé como la Julia aún te quiere. Porque te quiere, ¿no es así?.

  Normalmente tenía que responder a alguna de sus muchas preguntas para dejar de escucharla. Era el modo más eficaz aunque con ella nunca había final, ni tan siquiera para aquellas preguntas a las que ya había dado respuesta. Su memoria reciente era un verdadero coladero.

  -Vamos por partes, abuela, que si no veo que no salgo de aquí. Por lo del piso, tú no te preocupes. Papa, tu hijo, está poniendo anuncios y tarde o temprano saldrá alguien. Yo no puedo irme a vivir ahí porque no tengo trabajo. David no se muda a ese piso no porque sea un “finolis”, sino porque ya tenía desde hace varios meses un piso comprado para ponerlo en alquiler. Además, aún no quiere independizarse. Prefiere ahorrar un poco más.

  -Pero, ¿que tu hermano trabaja?- preguntó con los ojos muy abiertos.

  -Claro, abuela. Desde hace tres años. ¿No te acuerdas?.

  -Ayyy chico, pero si es que a mi nadie me dice nada- dijo lamentándose y llevándose las manos a la cabeza.

  -Cómo qué nadie te dice nada, lo que pasa es que se te olvida. Pero bueno, tú por eso no te preocupes, que las cosas irán saliendo cuando tengan que salir.

  -¿Y tú trabajas?

  -No- respondí con cierto punto de desesperación en mi voz-. Te he dicho que no, que estoy buscando trabajo.

  -¿Y qué leches haces mientras tanto?

  -Escribo. O lo intento.

  -¿Uno de esos libros como los que me leo yo?

  -Intento que sean libros más intelectuales. Los que lees tú son de letra muy grande, con dibujos y frases muy cortas.

  -Pues bien entretenidos que son. Y para qué complicarse tanto la vida si el escribir es como el hablar.

  -Eso es cierto. Pero cada escritor tiene su estilo propio, abuela. El mío es algo más enrevesado, más lioso, y aunque a ti no te guste, a otras muchas personas si les gusta.

  En ocasiones, cuando terminaba de hablar, se quedaba meditabunda observando cualquier punto, latiendo en la vida presente y viviendo más allá de su pasado, en sus recuerdos. En esos momentos, acercaba mis manos a las suyas y ella parecía despertar de súbito, como si su mente hubiese desconectado un segundo, y al contemplarme de nuevo el latido de su corazón aplacase sus recuerdos, para centrarse únicamente en lo que sucedía ante sí.  Era común en ella que tras ese receso, sus palabras iniciaran otra conversación, o mejor dicho, continuaran otra que nunca habíamos comenzado.

-Y te podrás creer cómo ha pasado la vida. ¿Te das cuenta, Adrián?- me preguntó.

  -Sé a que te refieres abuela. Pero aún te quedan muchos años, por lo menos hasta los cien- dije yo dedicándole una sonrisa y acariciando sus manos.

  Ella me observó con los ojos caídos en una profunda oscuridad.

  -¿Cómo te sientes abuela?, ¿ocurre algo?- pregunté llamando su atención.

  -Uy nada, nada, nada. Me siento bien, mis huesos estas estupendos, estupendos- decía de modo compulsivo- y la cabeza… bueno, aunque haya momentos en los que no ande muy bien, desde luego no se puede decir que sea una tonta que ya no sirve ni para jugar unas cartas. Ayyyy- exhaló un suspiro-, ¿y quien me lo iba a decir a mí?. Pero si es que aquí el que no es ciego es sordo, y claro, ya con los sordos no se puede hablar porque no te oyen nada, nada, nada, y con los ciegos nunca llegas a ser familiar ni amigo, pues pasan a tu lado y no te ven nada, nada, nada- decía elevando los brazos por encima de su cabeza-. Aunque claro, luego están la Bene y la Ilumi, que ellas si que discuten mucho de la guerra y de Franco. Mira que una es de los rojos y la otra de los nacionales. Pero claro, la que es de los nacionales admite que se equivocaron en las formas, aunque yo les digo siempre que en las guerras no hay formas, sólo bombas, disparos y malas decisiones.

  En una de mis visitas me senté con mi abuela y Bene. En esa conversación, siendo un mero oyente y maravillándome por la calidad narrativa de mi abuela y su amiga, se me ocurrió escribir un libro basado en los breves relatos que aún yacían en sus memorias. Eran relatos en su mayoría alegres, y los que no lo eran, parecían serlo por el modo en que contaban las historias. Momentos donde las bombas de la guerra civil sonaban más allá de la lejanía y mi abuela se regocijaba bañándose en el agua de un río junto a otras niñas, o cuando Bene le tiró una piedra desde un monte a uno de los soldados nacionales que hacía guardia en medio de un camino, y cómo escondiéndose de aquél soldado tras ser buscada, acabó por dormirse a los pies de un árbol lleno de ardillas.

  Aquél 18 de junio me marché de la residencia dejando a mi abuela sentada junto a tres o cuatro ancianos más alrededor de una mesa con platos y cubiertos, dispuestos a recibir la cena. Me fui alejando de ella, adentrándome en un mar de ruidos quejumbrosos y suspiros de muerte mientras ella aún me acompañaba con la mirada. A cada paso que daba, sus ojos se fueron tornando en vacío. Sus labios se destensaban y se devolvían a la amargura de la soledad. Contuve la respiración hasta que salí a la calle. Allí observé cómo el interior del lugar que acababa de abandonar, era una enorme sala de espera hacia el silencio eterno.

3

  Me dirigí al Retiro acompañado de un libro de Fernando Sánchez Dragó. Comencé a leerlo sentado sobre el césped con un olor exquisito a humedad. El sol se diluía por el horizonte, tiñendo de naranja el cielo, y el cántico de los pájaros y de los niños a mi alrededor rezumaban vida y serenidad.

  De pronto, un toque por duplicado en mi espalda levantó mis nervios y aplacó mi tranquilidad. Cerré el libro y en un gesto eléctrico me gire para ver quién era. Ante mi había un hombre vestido con americana de lino blanco y un sombrero de similar color. Mantuvo su rostro oculto tras la sombra que desplegaba el sombrero.

  -¿Sabrías decir quien soy?- preguntó.

  -Lo cierto es que no- respondí con la voz turbada por el temor a pesar de que su voz fuera tranquilizadora.

  -Hace más o menos un año, un hombre al que atendiste durante el curso que aquél día terminó, se despidió de ti sacando una de sus manos por la ventanilla de un coche en marcha.

  -¿Profesor?- pregunté sabiendo que era él, levantándome para darle un abrazo y reconocerle por fin.

  Se deshizo de su sombrero y dejó a la luz su prominente cabeza.

  -Buenas tardes, Adrián.

  -¿Le incomodaría que le diera un abrazo?- propuse algo nervioso.

  Él sonrió y sin responder dio dos pasos hacia mí y me abrazó. Sentí la fuerza de sus brazos, como si verdaderamente se alegrara de verme.

  -¿Puedo sentarme contigo?

  -Claro, profesor.

  La espera que transcurrió una vez se hubo sentando a mi lado fue tensa. Sin embargo, de soslayo le observé de vez en cuando y su rostro inspiraba calma, paz absoluta, como si llevara tiempo necesitando un silencio compartido, un silencio no manado de la soledad.

  -Cuéntame Adrián, ¿qué hace un tipo joven aquí solo, leyendo un libro de Jesús de Galilea?

  -¿Es de Jesús de Galilea?, ¡vaya!. Primera noticia. Lo acabo de empezar. Supongo que no he llegado a esa parte- respondí sorprendido-. Me gusta venir aquí a leer. Porque no sólo consigo leer, también consigo respirar de un modo que no consigo en casa. ¿Usted qué hace por aquí?

  -Vivo cerca y aprovecho las últimas horas de luz para pasear, porque el parque se empieza a vaciar, el silencio se alarga y uno es capaz de escuchar sus propios pasos, y hasta sus propios latidos.

  Su voz parecía provenir de una recóndita cueva, como si estuviera dotada de eco. Sus labios estaban ocultos bajo la frondosa capa blanca de pelo que los rodeaba. Su mirada volaba por todas partes, en movimientos oculares lentos, y sus palabras parecían tristes pero sonaban placenteramente.

  -Me alegro de verle profesor- le dije entrando en contacto con su mirada.

  Él me observó detenidamente.

  -Hay algo que hace más de un año tenías pintado en los ojos. 

  -¿Qué?.

  -Quizás ilusión.

  Respiré profundamente, desvié la mirada y solté el aire cuando supe qué decir.

  -No le quitaré la razón. De momento no hay nada en el mundo del periodismo que despierte mis impulsos de vida. Lo único en lo que encuentro algo de sentido es en la escritura, pero hasta ella se ha tornado una empresa compleja y alejada de mis posibilidades.

  -¿Por qué dices eso?. Yo sé cómo escribes, y créeme, no debes sentirte así.

  -No, Recaredo. Usted sabe cómo escribo pequeños textos ensayísticos, pero no se imagina las dificultades que tengo para escribir algo un poco más largo, menos ensayístico y más popular.

  -Siempre he creído que eras un alumno prolífico con la pluma.

  -Y lo soy profesor. Pero aquellos temas que me hacen ser prolífico no terminan por suscitar simpatía entre el público. Un público, por cierto, que se reduce a mi familia, mi novia y algunos amigos.

  -Dicen que eres demasiado complejo, como si lo estuviera viendo.

  -Eso es.

  -Y es cierto Adrián, es totalmente cierto.

  -¿Cómo?- pregunté con una mueca de sorpresa dibujada en mi cara.

  -No te sorprendas. Escribes bien, y tus ideas son buenas. Simplemente necesitas pasar la pulidora por esas ideas, para quitarle asperezas, elementos de tu escritura que entorpecen la lectura y la comprensión. La escritura no está reñida con la complejidad. Mira Borges o Cortázar, o ése mismo que tienes entre las manos. Todos ellos tienen circuitos laberínticos en sus mentes, pero con los años han conseguido adquirir una voz propia y peculiar, y ello les ha llevado a estar entre los grandes.

  -Pues ya me dirá cómo lo han hecho si no es porque tengan un don.

  -Lo tienen, pero los dones también se entrenan. Su virtud más primorosa ha sido la de contar su vida interior de una forma tan extraordinaria que el mundo se ha quedado prendado de sus palabras.

  -Si, pero sigue sin responderme. ¿Cómo lo han hecho?

  -Ya te lo he dicho, adquiriendo una voz propia, escuchándose.

  -Pues no debo tener afinados mis oídos, porque no escucho nada proveniente de dentro.

  -Cuestiónate las cosas. Hazte preguntas sobre el mundo, sobre ti mismo, sobre aspectos de tu presente, sobre lo que esperas del futuro. Pregúntalo todo. Sé periodista y vacía tus bolsillos de todas esas preguntas que tienes. La vida y tus pasos ya se irán haciendo cargo de las respuestas.

  Le dediqué una sonrisa amplia y emocionada. Sin que me viera, abrí los ojos todo lo que pude para que se filtraran las lágrimas que habían nacido producto de sus palabras. Era hermoso escuchar a un hombre sabio. Pero tanto él como yo sabíamos que las palabras rara vez resultaban ser óbice de ninguna realidad. A lo sumo podrían llegar a ser trozos de ideas bellas, pedazos de sueños sin cimientos. Las palabras no indicaban nada, sólo la sospecha de una posibilidad, como bien nos enseñó Recaredo en sus clases.

  -¿Intentaste buscar trabajo Adrián?

  -Lo intenté. Comencé por los grandes periódicos. Esperé. Luego lo intenté con las grandes emisoras de radio. Esperé. Después continué con periódicos de pequeña tirada y emisoras de radio desconocidas. Esperé. Y ahí me quedé.

  -¿Y qué has estado haciendo este año?

  -Esperar, ya le digo. Esperé tanto que adquirí cierta aversión a mi mismo, a mi hogar, a mis amigos, a esta sociedad y estas calles. Necesitaba cambiar de aires y emprendí una aventurilla en Londres. Me marché a principios del otoño pasado y regresé casi concluyendo el invierno.

  -¡No me digas!. ¿Y cómo te fue?.

  -Aprendí bastante aunque menos de lo que imaginaba. Los ingleses son muy suyos, y también hay demasiado español y europeo intentando aprender inglés y trabajar. Es difícil hacerse con una mínima estabilidad. Los sueldos no están mal, pero los precios son altos por lo que uno acaba adelgazando lo indecible, sometiéndose a una fuerza de voluntad grande para no comprarse caprichos, reconociendo por fin qué necesita y dándose cuenta de lo que es madurar y hacerse cargo de uno mismo.

  -Decisiones morales en definitiva- añadió el profesor. 

  -Justo eso. No se…,- respiré mientras retorcía una ramita que había encontrado entre la hierba- supongo que es una buena experiencia, pero no creo que aprender un idioma merezca pasar ciertas penalidades, no lo creo.

  -Nada merece que uno pase por ninguna penalidad, excepto, aquello con lo que uno sueñe. ¿A qué estas dispuesto tú por conseguir lo que ansías?- preguntó.

  Y noté cómo sus ojos se clavaban en mi perfil. Contuve la respiración y me enfrenté a mis dudas.

  -No lo sé, profesor. Dígamelo usted, por favor.

  -¡Uy! No. Estoy incapacitado para satisfacerte. Cuestiones como estas, de tal importancia, sólo uno las puede resolver. Te podría dar una lista de respuestas, pero ninguna sería equiparable a aquella que el tiempo hará nacer en tu interior.

  Un denso silencio se intercaló entre nuestros cuerpos. La gente en el parque había desaparecido de repente. Las sombras ya no existían y los suelos eran realidades oscuras. 

  -Está anocheciendo, Adrián. Te tengo que dejar- dijo el profesor.

  -Yo me iré en un rato.

  -Está bien. Me ha alegrado verte y saber que estás ahí, en la brecha de tus sueños.

  -Lo mismo digo, profesor- respondí.

  Cuando le miré me di cuenta de que apenas le había preguntado por su vida y sus clases. De nuevo, aquella escena de hacía un año, cuando le vi alejarse en su coche se repitió, esta vez sin coche de por medio, rodeado de árboles, una brisa fresca que suavizaba el estruendoso silencio que por allí fluía, y una luna que había comenzado a brillar mucho antes de que se asomara por el horizonte del mundo. Caminó despacio, como si su vida no tuviera reloj, cuidadoso de no tropezar con ninguna piedra, avanzando irremediablemente hasta su siguiente destino.

 

4

  Llegué a casa pasadas las doce de la noche. El interior estaba inundado por ríos de oscuridad y no tenía ningún punto de luz que me sirviera de faro para no tropezar con nada. Arrastré los pies hasta el salón. Una bocanada de aire fresco abrazó mi cuerpo al entrar. Más allá vi cómo las cortinas bailaban al son de la brisa y dibujaban hermosas sombras sobre la pared. Pero olvidé cerrar la puerta y avanzado unos pasos, ésta emitió un estruendoso golpe, cerrada de sopetón por la fuerza del aire. Rápidamente, alguien caminó por el pasillo. Se asomó por los cristales de la puerta, como una sombra maléfica. Me inquietó ciertamente su lentitud a la hora de entrar en el salón. Yo guardé silencio, agazapado sobre el sofá pero con una extraña sonrisa que a medida que iba pasando el tiempo se fue difuminando.

  De pronto, penetró encendiendo la luz de súbito y lo encontré con el rostro plagado de pánico y un paraguas alzado y sujetado por una de sus manos, dispuesto a asestarme un paraguazo mortal. Yo dibujé el susto en mis ojos y mis labios. Pero pronto relajé mis nervios, destensé mi cuerpo y reí hasta la extenuación por el alivio que parecía descansar en el lenguaje corporal de mi padre al observarme.

  -¡Joder!- exclamó en pleno desahogo-. Chaval, la próxima vez ten más cuidado- me advirtió.

  Continué riendo mientras él intentaba hacerme ver que lo sucedido era más grave de lo que parecía. Pero mi risa no conocía obstáculo ni desaceleración, por lo que a mi padre se le ocurrió la ingeniosa idea de preguntarme si estaba borracho.

  Aquello aceleró aún más el impulso de mi risa. De modo que minutos después, ante aquél escándalo, mi madre y mi hermano también se encontraban en el salón, despeinados o peinados, según se mire, con los ojos entreabiertos y una protesta en sus bocas lanzada con indignación hacia mi persona, que el único error que había cometido había sido el de descuidar una puerta abierta.

  -¡Coño, no haber dejado la ventana abierta!- les recriminé entre la risa.

  -¡Pero serás imbécil!- exclamó mi hermano-.Tú no madrugas mañana, capullo, nosotros sí. Anda que el día que tú madrugues ya te habrás jubilado, cacho de perro.

  Los tres se perdieron en sus habitaciones recuperando el sueño interrumpido. Yo encendí una lámpara en el salón. Tras de mi estaba el ordenador. Lo rescaté de aquél efímero abandono y lo encendí. Abrí una página en blanco. El puntero parpadeaba sin descanso. Parecía avisarme del goteo de los segundos, del paso de la vida. Recordé las palabras de mi abuela, “cómo ha pasado la vida”, e intenté por un instante vivir dentro de sus ojos, latir con su corazón, recordar con su memoria. La risa de hacía unos minutos se había diluido y perdido definitivamente por algún hueco de mi ánimo. Estaba sufriendo esa maravillosa metamorfosis que sufre el escritor cuando la emoción le invade y sus manos se convierten en la prolongación de sus palabras.

  Palpé con la yema de los dedos el relieve de las teclas, las letras pintadas de blanco. Contemplé con asombro cómo en aquél teclado se encontraban los objetos finitos que podían crear lo infinito. Supuse que habría una posibilidad, al menos una, de que yo algún día tecleara en un orden tan preciso y constante, que lo que surgiera de ello fuera majestuoso. Pero mis dedos, aquella noche, nunca llegaron a apretar tecla alguna. El parpadeo del puntero en el ordenador seguía atormentándome, cuando el sueño acudió a mi rescate. Mis ojos se deshicieron en imágenes borrosas, las palabras fueron cayendo lánguidamente por los acantilados de mi inconsciente, y mis párpados vistieron finalmente de oscuridad mi realidad. Mientras tanto, el puntero pasaría toda la noche esperando, paciente y constante.

  Un taladro trabajando en la calle me despertó cerca de las nueve de la mañana. Mi madre hacía una hora que se había levantado y ya escuchaba la radio al otro lado de la pared, donde se encontraba la cocina. Oí sus pasos ágiles y vitales, con el sonido seco de la parte del talón de sus zuecos atormentar al pobre vecino del piso de abajo. Por debajo de la puerta del salón se coló un aroma a café exquisito, y sentí la necesidad imperiosa de servirme un buen lingotazo de café con hielo.

  Me dolía la cabeza. Con los ojos aún borrosos por el sueño y una mueca de cansancio en mi rostro, observé con cierto humor la postura en la que me había quedado dormido, una postura fetal impropia de un hombre de pelo en pecho y de 24 años.

  Respecto a mi padre y mi hermano, solían salir de casa entre las siete y media y las ocho, según el día. Ellos apenas desayunaban y eran sumamente silenciosos. Parecían máquinas que despertaran con el firme propósito de hacer su deber y regresar a casa para descansar y alimentar su cuerpo, una especie de robotización y animalización que me llevó un día, aún lo recuerdo, a desestimar la dogmática idea de que el trabajo dignificaba la vida de un ser humano. En todo caso la alienaba, como diría Marx. Pero incluso esta ridícula idea tenía algo de contradictorio, pues Marx sopesaba que el trabajo era el motor de la historia, y la alienación venía a ser la ceguera que el hombre proletario sufría al aceptar y legitimizar el sometimiento derivado de su relación con el capitalista, el jefe en definitiva. Extrapolado a la época actual, pensé que el gran jefe era un sistema perfectamente coordinado y coherente con la idea de producir y producir y producir. Y si sobra… se sigue produciendo. No recuerdo dónde leí aquello que un hombre, un filósofo supuse, dijo un día; que las sociedades se distinguían no por sus mecanismos de producción sino más bien por el modo en que se deshacen o emplean la sobreproducción, sus excedentes. Freud diría que esos excedentes acaban siendo psiquismos neuróticos que se traducen en actitudes de sublimación y búsqueda constante de satisfacción de las necesidades, pulsiones sexuales. ¡Cómo le gustaba el sexo a Freud!, ¡a ése si que habría que psicoanalizarle!. ¡Tanta bobada determinista que pareciera como si las causas de una persona siempre fueran las mismas, y lo que es peor, causas básicas, propias de los instintos!. Esto nos llevaría a distinguirnos muy poquito de los animales. Para algunos, ello supondría un alivio extraordinario, el de  desquitarse de toda presión por sostener un rictus rígido, disimulando y velando lo que de verdad anda escrito en sus deseos. ¡Bah! No son más que estupideces. Y de nada sirve pensarlo y mucho menos escribirlo.

  Nunca les dije a mis padres y a mi hermano que trabajar era una cuestión menor. Cierto era que la vida había que pagarla, no solo con el dolor y el sufrimiento que las circunstancias pudieran verter sobre uno, también había que pagar una rutina; esos zuecos que atormentaban a mi vecino de abajo, el aroma a café recién hecho, la sabiduría de los libros que estaban vigilando el salón, posados sobre una polvorienta estantería, un televisor que nos informara de lo que parecía ser siempre igual, una educación, un título universitario, un calcetín y todos los demás… en fin. ¿Qué podía ser de mí sin trabajo?, ¿qué Yo iba a estar más cerca de lo que soy?, ¿aquél que se iniciara en el mundo laboral o aquél que emprendiera la huida definitiva del mundo hacia cualquier parte?

  Por el momento, donde me encontraba más cómodo era en el sofá, acariciando su aterciopelada superficie, descolgando uno de mis brazos al aire, lamiendo el frío suelo de madera, elevando una pierna por encima del respaldo y notando como poco a poco iba quedándose dormida por la poca circulación que hasta esa parte de mi cuerpo llegaba. Tenía hambre, pero era tan dulce ese despertar que me permitía escuchar el rugir de la vida ahí afuera, que finalmente me volví a dormir.

  Esta vez solo fueron treinta minutos. El segundo despertar fue menos feliz. De pronto reparé en la presencia del ordenador que había escoltado mi descanso todo aquél tiempo. El blanco del papel en la pantalla seguía refulgiendo, pero algo en mi se rompía cuando esos papeles no se encontraban, segundos después, repletos de peripecias e ideas alocadas. El puntero continuaba su derroche de tiempo, marcando su caminar militar, sin ruido. Se habían convertido en los ojos de una especie de Dios que siempre andaba diciéndole a uno lo que debía hacer. Y qué deber mejor que el de continuar, continuar por la línea que se ha empezado, continuar por la recta que está siendo creada, continuar deviniendo en lo que hay en uno de potencia y ser al fin lo que un día fue horizonte. Continuar escribiendo la vida llena de mentiras, continuar mintiendo al mundo para contarles la verdad a las personas. Continuar latiendo en esos ríos de tinta virtuales y nunca morir hasta que no muera el puntero, hasta que no muera tu Dios, hasta que no muera el dichoso tiempo. Hacerse eterno en las palabras. Alargar lo que se quiera expresar hasta dotar a esa expresión de un movimiento tan sublime como la gravedad infinita.

  Cerré el ordenador y el tic tac del tiempo enmudeció. Mi madre abrió la puerta del salón con una alargada sonrisa.

  -Ya es hora, ¿no?- dijo en un tono que yo creí demasiado elevado.

  -Bueno, ya sabes, la vida, que me pesa un poco- respondí con ironía.

  -Ya, claro… ¡Anda gandul, levanta ya!- ordenó golpeando con cariño mis piernas.

  -Sí, mamá. ¿Qué hay de comer?- pregunté sin intención de ofenderla.

  -Pero bueno…, te levantas tarde y lo primero que preguntas es qué hay de comer. Primero arregla tu cuarto que desde ayer por la mañana esta hecho un guiñapo, haz la cama, desmonta el himalaya ese que tienes hecho con ropa de hace no sé cuantos días encima del baúl, y luego ya te digo lo que hay de comer. Pero primero tendrás que desayunar, imagino, ¿no?.

  -Sí, mamá, te prometo que hoy busco trabajo.

  -¡Pero serás cenutrio!. Quién te está hablando a ti de trabajo, te estoy diciendo que…

  -Pues como no sea que ordene mi habitación no se qué otra cosa puede ser, mamá- dije interrumpiéndola-. A ver si te crees que todas las mañanas dices algo nuevo y original.

  -Pues si lo hicieras no tendría que decirlo.

  -Sí, mamá, pero ¿y lo que disfruto yo escuchándote todas las mañanas?. En estos, en estos momentos está la verdadera felicidad- añadí con sorna, amagando con propinarle un abrazo.

  -¡Pero serás…!- dijo haciendo ademán de darme una bofetada con una sonrisa sincera en sus labios.

  Recogí parte de ese “Himalaya”, hice la cama, desayuné, me lavé los dientes, abrí el ordenador y me quedé perplejo ante la belleza encontrada otra vez en el blanco virtual de la pantalla, pero mis dedos no se movieron. Esperé a la hora de comer. Comí, me quedé frito en el sofá con la televisión a medio volumen, volví a despertarme con una sensación de cansancio insoportable, bebí café, llamé a mi novia y estuve hablando con ella durante veinte minutos. A eso de las seis y media de la tarde recibí su visita. Ella trabajaba en una televisión pública. Era una gran periodista, de esas periodistas que tienen instinto, que no se rebajan, que son fieles a la verdad y al código deontológico de su profesión. Amaba el periodismo, yo diría que tanto como me amaba a mi, y no me importaba. Cuando abrí la puerta, su perfume se adueñó de mis manos. Abracé su cuerpo con los ojos cerrados mientras ella besaba mi cuello. Luego me observó con esos ojos brillantes. Contuve el aliento y escuché los golpes de mi corazón. Ella abrió sus labios y posó una de sus manos en mi pecho. Besó mi boca y los golpes de mi corazón fueron callando. Poco a poco, una paz súbita y relajada se introdujo en mi sangre, apaciguando la marea de mi vida, deshaciendo remolinos y abriendo los cielos a la luz. Me sentía bien. No necesitaba nada.

5

  Conocí a Julia hacía cuatro años y un mes. Desde entonces se convirtió en la persona más importante de mi vida. Era mi novia, la mujer con la que hacía el amor, mi compañera, la mujer con la compartía todo tipo de momentos, mi amiga, la mujer a la que confesaba alguna que otra tristeza, mi psicóloga, la mujer con la que debatía el sentido de mi vida, de la vida y del mundo, la mujer con la que hablaba de Dios intentando convencerla de su existencia mientras ella intentaba lo contrario. Julia era parte de mi pasado, mi presente y cada día que transcurría era la confirmación de que sería mi futuro. Pero nunca le dije que quería pasar con ella el resto de mi vida. Decirlo supondría llenar de una promesa demasiado grande un tiempo que todavía no existe. Prometer el futuro, garantizar su existencia, sería como dejar de tenerlo. Y yo quería tenerlo. Por eso no se lo dije nunca. Trabajo me costó no hacerlo. A veces, muchas veces, cuando me despedía de ella a media noche, después de pasear, tomar algo, ir al cine o jugar al billar, después incluso de hacer el amor en su cama y quedarnos mirando el techo extenuados, surgía con una fuerza irrefrenable en mi boca el deseo de claudicar y decir: “si, me rindo, eres tú, no he de buscar más, es tu mano la que me lleva y es la mía la que te acompaña”. He sentido cómo mi lengua se retorcía para no dejar caer mi secreto, a todo lo que hay de misterioso en mí. Y lo he conseguido. ¡Vaya sí lo he conseguido!. Lo consigo todos los días, después de rozar su voz con mis oídos, después de rozar con mis palabras los suyos, después de separar nuestras manos. Siempre lo estoy consiguiendo. Supongo que cuando deje de conseguirlo, habré comenzado a perderla. Pero estos son sólo ideales estúpidos que en cualquier momento se pueden quebrar por el centro o quemar por las esquinas hasta destruirlos en infinitos pedazos, o en volutas de humo que desaparecen.

  Estuvimos en la terraza tomando el aire y bebiendo una taza de café con un croissant de chocolate.

  -¿Qué tal está tu abuela, por cierto?- preguntó.

  -Ahí va. Llena de nostalgia, recuerdos enquistados… Noto como si aún tuviera cosas que decirle al mundo, como si se hubiesen quedado en su interior, como si se las hubiese querido decir a alguien que ya no está.

  -¿Su marido?

  -Quizás sea su marido, no lo sé. El caso es que habla por doquier, se relaciona como la que más y no me extrañaría que la hicieran presidenta de honor de la residencia porque acapara mucha atención.

  -Y aquí en casa, ¿cómo estáis?

  -Mi padre está bien, asume que es la vida y que no puede hacerse cargo de ella por cuestiones de trabajo y… en fin. Mi hermano y yo lo llevamos bien también. La que peor lo lleva es mi madre. Tiene una visión muy tradicional sobre el cuidado de los mayores.

  -¿Por qué?

  -Pues simplemente porque hace no muchos años, las personas mayores iban a casa de los hijos y no pasaba nada. Ella dice que ahora el tiempo se ha llenado de muchas cosas y que se deja menos espacio, eso cuando se deja, para atender a un padre mayor o una madre mayor.

  -Yo tengo claro que cuando mis padres se hagan mayores les voy a enviar a una residencia- garantizó.

  -Yo primero les preguntaré. Al fin y al cabo, somos creaciones suyas, como obras de arte hechas por las manos de nuestros dioses. No debe suponer un castigo cuidar de aquellos que nos han cuidado, nos han dado vida, nos han permitido crecer. No debe suponer una tortura no independizar a tus propios padres, arrojarlos a la orilla del olvido, mezclarlos con otros seres pesimistas que desean la muerte. No debe suponer nada, Julia, desde mi punto de vista, honrar las figuras de nuestros artistas. Es una enorme falsa conciencia creer que  hacemos lo correcto con la gente mayor. En el fondo todo se reduce al bienestar propio. El sacrificio se consumió hace algunas décadas.

  -Yo no estoy de acuerdo, Adrián. No llevas razón cuando dices que les dejamos en el olvido, que no les honramos. También se les puede visitar. Y recuerda quien paga su estancia allí. Eso también supone un esfuerzo.

  -Uhhh. Tremendo esfuerzo el soltar unas monedas. ¡Vamos, Julia, por favor!. El que las suelta es porque las tiene. Y el que las suelta sin tenerlas es porque es imbécil de remate. Hablo de otro tipo de esfuerzo, un esfuerzo más humano, más religioso.

  Julia siempre alejaba sus manos de las mías cuando elevaba el tono de mi voz. Desviaba la mirada y optaba también por desviar su atención, que en ese caso fue a parar a las ramas del árbol que teníamos inmediatamente delante. Guardaba silencio y se cruzaba de brazos hundiendo su cuerpo en la silla. Para allanar la vuelta de su cariño, acercaba mi boca a su mejilla, le daba incontables besos como pequeños picotazos y le lamía la oreja. Con eso siempre le arrancaba una carcajada. A partir de ahí, nuestras diferencias frente a la vida se esfumaban.

  -¿Y tú qué?, ¿has escrito hoy?- preguntó de nuevo con sus manos abrazando las mías y sus ojos puestos en los míos.

  Levanté los hombros, arrugué los labios y rompí la mirada que me unía a ella.

  -Eso es que no- sugirió. 

  -Eso es que no- confirmé.

  Percibí un suspiró silencioso y prolongado. Julia agachó la cabeza y apretó mis manos. Sabía qué pululaba por su mente. En ese preciso instante se encontraba intentando formular un regaño y una serie de palabras adecuada para no herirme.

  -Pero no te preocupes Julia, de verdad. Hay grandes escritores, ¡muy grandes!- atenué- que publican muy tarde. Bien es cierto que llevo muchos años escribiendo y con la idea de publicar. Pero cuanto más tiempo pasa, más me doy cuenta de que esa idea fue utópica, un horizonte descubierto en un delirio de grandeza. La buena noticia es que siempre que vuelvo a escribir, me siento más cerca. Soy más certero, más comprensible.

  -¿De verdad?- preguntó con un entusiasmo, diría que infantil.

  -De verdad- mentí.

  Besó todas las partes de mi cara con esos picotazos que la hacían parecer un pajarillo alimentándose. Mientras, la luz del día caía sinuosamente detrás del cielo. La brisa se levantó y agitó las palmas de los árboles. Ellos comenzaron a moverse en una danza infinita y las calles iniciaron su barrida final. Siempre terminaba por quedar lo mismo, el aire en movimiento, la luz apagándose y la venida de la oscuridad, unos árboles que se inquietan y unos ojos, los míos, que sueñan con hacer entrar esa paz observada en mi interior.

  Fuimos a mi habitación y allí nos quedamos, tendidos sobre mi cama, abrazados, ella con los ojos cerrados y el rostro apoyado sobre mi corazón, y yo esperando que aquél lugar se llenara de oscuridad. Dos cuerpos entrelazados y una masa sombría rodeándonos. Fue entonces cuando Julia pronunció una de esas frases lapidarias.

  -Adrián, quiero una vida contigo.

  Debió notar cómo mi corazón estallaba en millones de chispas. La alegría que sentían mis manos contrastaba con el pesimismo de mi autoestima. Mi conciencia retuvo aspavientos y todo lo que pudiera delatar la felicidad que me producía escuchar esas palabras, y me desveló la podredumbre de mi ego, la insatisfacción personal que acuciaba mis entrañas y mis emociones. No me creí capaz de hacerla feliz, no creí que un escritor de medio pelo, un escritorzuelo de mala muerte pudiera hacer feliz a una persona hermosa, honesta, sincera y apasionada por la vida, y también por la mía. Desde entonces, supe que siempre que la volviera a mirar, estaría despidiéndome de ella, cada vez más, como dos almas que conforme transcurre el tiempo, se distancian un paso más, hasta convertirse en dos puntos negros, y luego en una parte más de la línea del horizonte opuesto. Todo cae irremediablemente en el olvido, tanto el amor como la vida entera. Tanto el anciano que muere recordando, como el amor adolescente que nace bajo un árbol.

6

  El mar estaba revuelto. Las olas se elevaban a tal altura que parecían ser manos buscando atraparme y llevarme a sus profundas tripas marinas. El acantilado tenía una altura tremenda. Pensé que me encontraba más cerca del cielo que del nivel del mar. Tras de mi, un enorme prado verde mecía sus altos juncos en direcciones opuestas. Aquél desierto repleto de naturaleza feroz rodeaba mi cuerpo desnudo y frío. Abrigué mi torso con mis brazos. Clavé las rodillas sobre la hierba y contemplé con estupor cómo aquél movimiento arrojó unos granos de arena al vacío. El cielo era oscuro. Las nubes contenían un enfado insondable y los relámpagos caían en medio del océano. Una mano fría se posó sobre mi frente. De pronto aquella terrorífica estampa comenzó a hacerse cada vez más borrosa. El blanco de una luz fosforescente resquebrajaba los cielos, la tierra y los mares de aquella imagen. Parecían ser los ojos de Dios, la miel hecha sangre de su cuerpo, la substancia de la verdad.

  -Adrián, Adrián, Adrián- repitió mi madre cuando comprobó que tenía los ojos abiertos-. Tienes mucha fiebre. Tomate esto hijo- sugirió mientras depositaba en mi boca seca un antibiótico.

  -¿Dónde está Julia?, ¿y mi boli?, ¡quiero mi bici!- dije en medio de un delirio.

  A la mañana siguiente caminé por los pasillos de mi casa con la imagen de aquél acantilado mortífero y la bravura de ese mar pegada a mi nuca, dibujada a fuego en mi memoria.

  Entré en la cocina y encontré a mi madre planchando y escuchando la radio.

  -¿Qué se habla de mi por ahí?

  -Nada, aunque deberían. Ayer estabas muy gracioso.

  -¿Por qué?

  -¿No recuerdas nada?

  Negué con la cabeza.

  -No dejabas de llamarme Julia, y de decirme groserías- dijo riéndose.

  -¡No me jodas, no me jodas!- exclamé llevándome las manos a la cabeza y atendiendo avergonzado cómo mi madre se doblaba de la risa.  

  -Sí, sí. Oye, y por curiosidad, ¿vosotros hacéis todo eso cuando estáis…?

  -¡Va mamá, por favor!- exclamé huyendo literalmente de la cocina.

  Acudí al baño, eché el cerrojo y abrí el grifo. Me lavé la cara. Aún estaba febril y algo aturdido. Me miré al espejo y exploté en una sonora carcajada que atrajo hasta la atención de mi madre que estaba en la otra punta de la casa. Había hecho un ridículo espantoso frente a ella. Los delirios me habían hecho confesar a bocajarro las intimidades que compartía con mi novia. Y me sentó bien, a decir verdad, reírme del modo en que lo hice.

  Al salir del baño, sobre el suelo había una carta de la universidad. Era un sobre un tanto arrugado, como si hubiese peleado por llegar a su destino, y ahí, justo ante mí acabase muriendo.

  Querido alumno:

  Soy el profesor con el que te reencontraste en el Retiro. Espero no ser indiscreto. Normalmente suele ser el alumno quien acude al profesor, y no al revés. Te escribo no para pedirte ayuda, sino para ofrecerte algo. Cuando nos encontramos te vi ausente, pero nada tenía que ver con esa ausencia que a uno le mantiene al margen del mundo y de la sociedad, de este cúmulo de cosas en el que nos zambullimos llamado realidad. Te noté ausente de ti mismo, buscándote con la mirada, sintiéndote alejado de tus propias manos, de tu propio control. No suelo decirle esto a nadie, pero durante el pasado curso fuiste uno de mis mejores alumnos. No sacaste la mejor nota. Siquiera, revisando las actas de tu clase, fuiste de los mejores. Pero había, y estoy seguro de que sigue habiendo algo en tus palabras que me deslumbró, cegó toda mi incomprensión acerca de muchas cuestiones que ni siquiera yo, con los años que someten mi vida, he logrado plantearme y ni mucho menos dar soluciones tan originales. Y tú lo hiciste con palabras, Adrián. Tú lo haces con palabras mientras otros compran las soluciones. Tú convences con palabras mientras otros lo hacen con armas. Tú convences con la verdad, mientras todos, dándola por perdida, lo intentamos hacer con mentiras.

  Me gustaría tener un encuentro contigo, de amigo a amigo. Vivo en la calle Ciudad de Barcelona, Nº51, 5ºA.

  Un saludo, tu amigo Recaredo.

 

  Me descubrí sentado en el borde de mi cama deshecha, sorprendido por aquellas palabras que aparecieron sobre el suelo de mi casa.

  -¿Qué quiere la universidad, hijo?- preguntó mi madre mientras atravesaba el pasillo.

  -Nada mamá. Una confirmación sobre la concesión del título de licenciado, sólo eso- vociferé.

  Aunque a mi madre le hubiera gustado mucho más escuchar la verdad, no sé por qué mentí. Algo me empujó a ocultar esa trama de mi vida que parecía estar dando comienzo con aquella carta, o quizás con el encuentro inesperado días atrás en el parque del Retiro, o quizás mucho antes, hace más de un año, cuando el profesor me descubrió inmóvil mientras él se alejaba con su coche.

  Estaba contento. Me sentía satisfecho, maduro, con la autoestima elevada más allá de las estrellas. Me sentía gratificado, relajado, tranquilo, talentoso. Me sentía un genio capaz de todo. Pero entre tanto sentimiento egocéntrico no encontré momento para teclear unos minutos en mi ordenador. Ni siquiera lo abrí. Me tumbé sobre mi cama. Bajé ligeramente las persianas y un sopor quizás provocado por las décimas de fiebre que aún tenía, fue durmiendo todo impulso activo que recorriera mi cuerpo, hasta quedarme del todo quieto, con los ojos cerrados y una respiración dulce y acompasada.

  Cuando desperté, mi madre se había marchado a trabajar. Llamé a Julia para contarle lo que había ocurrido pero no di con ella. Supuse que estaría trabajando y me hundí en el sofá del salón, encendí el maravilloso mundo que me ofrecía la televisión, localicé un partido de tenis de un torneo insignificante con dos jugadores desconocidos y esperé la hora de la comida.

  Pasé la tarde leyendo a Sánchez Dragó y su intrépido viaje a tierra santa en busca de los enigmas de Jesús de Galilea. Me maravillaba cada diálogo que su Dionisio iniciaba. Siempre tenía algo que decir. Escribía sin dejar nada al azar. Todo formaba parte de un entramado mágico, establecido con escrupulosa precisión. Fui entendiendo que el escritor no es tan libre como pueda parecer. El papel en blanco no daba tanta libertad como podía creer. Al fin y al cabo, un escritor era libre sólo en primera instancia, cuando las ideas son nuevas, cuando surgen, cuando se entrelazan y se hacen el amor las unas a las otras. Y de ahí nacen “subideas”, o ideas más complejas a partir de las simples. Es entonces cuando los cuadros imaginativos de los escritores toman forma y se convierten en verdaderas historias. Pero para entender ese cuadro hay que viajar pegado a su lienzo, leyendo los secretos que hay recogidos en las esquinas, rodeando el centro, el misterio oscuro, rasgando su tela y dejándolo desnudo, ridiculizado por su propia esencia, por lo que es en sí mismo.

  Cerré el libro y me lancé a la calle. Unas campanas a lo lejos repicaron. Las palomas iniciaron un vuelo en masa hacia otro aposento, rayaron el cielo azul y se perdieron por entre los edificios. Las calles estaban atestadas de gente con helados, padres de la mano de sus hijos, o hijos de la mano de sus padres, ancianos peleando por cruzar el paso de cebra antes de que el semáforo se tornara rojo, coches, autobuses y camiones circulando entre pitidos que no agilizarían sus prisas.

  Bajé la calle Alcalá hasta Las Ventas. Allí me senté junto a una escultura de un miura hecho de hierro. Observé su mirada desafiando al mundo y me levanté minutos después. Ascendí hacia la rotonda de Manuel Becerra y allí cogí un autobús que me llevara a la Plaza de Santa Ana.

  Llegué a casa de Julia justo a la hora de cenar. Ella se sorprendió gratamente de verme. La miré con atrevimiento. Su cuello parecía propicio para morderlo y su cintura estaba a la vista. No nos dijimos nada, tan solo nos fundimos en un abrazo. Cerré la puerta bruscamente, la empotré contra la pared y comencé a desnudarla. Aquello se convirtió en un juego de suspiros y gemidos, de saliva resplandeciente sobre nuestras pieles y golpes contra el tabique de su salón. El éxtasis llegó al ver cómo las venas de su cuello se hincharon tanto que parecía que de un momento a otro explotarían. Su voz se quebró, sus ojos se volvieron blancos y su rostro miró el cielo. Agarré su pelo, le clavé las uñas en las nalgas y la empujé con brusquedad hacia mi. Entonces sí, sus ojos retornaron. Su último aliento pareció ser una fotografía de la eternidad, una pose de arte puro, y su cuerpo se puso a temblar. Luego se quedó tumbada sobre mí, domando los latidos de su corazón apasionado y devolviéndole a su respiración la normalidad de la vida.

7

  El 15 de Julio, tres días después de recibir la carta del profesor, me planté en su casa. Cuando abrió la puerta noté cierto alivio en su rostro, como si los músculos de su cara rejuvenecieran, como si tomaran cierto color de nuevo. Noté una mirada brillante, alegre, comprometida, sumida en un reto consigo mismo.

  Su casa estaba llena de antiguallas, y me explicó que la mayoría de los artilugios que veía a mi alrededor, tales como radios y televisiones, o incluso tocadiscos, no cumplían sino una función decorativa.

  -Me inspira, me hace sentirme atemporal, como si no me fuera a morir- dijo con humor.

  Era amplia. Sus enormes ventanales dispuestos en ambas alas de la casa dejaban entrar una maravillosa masa de luz polvorienta. La cocina era moderna y su cuarto, diría que medieval. Luego tenía una sala de estar bastante acogedora, llena de libros dispuestos por orden alfabético en altísimas estanterías. Aunque reparé en que si algo tenían en común todos los habitáculos de aquella casa con excepción de la cocina, es que en todos había visto libros.

  -¿Por qué tanto afán por los libros?- pregunté con ironía mientras pasaba mis dedos por muchos de ellos.

  -Digamos que resumen bien lo que es la vida.

  -Yo diría que la engrandecen, ¿no cree?

  -Cuantas más páginas sean escritas acerca de la vida, más la resumirán.

  -Hermosa paradoja.

  -Hermosísima- subrayó el profesor mientras yo continuaba paseando mis ojos por aquella literatura universal-, pero sigamos. Vayamos a mi despacho, ahí hablaremos.

  Su despacho estaba decorado con una alfombra en la que aparecía cosida la figura de Napoleón. No quise preguntarle por aquella extraña admiración sobre uno de los revolucionarios de las estrategias guerreras y terminé por obviar ese detalle. Al igual que en el resto de la casa, destacaba un gran ventanal que dejaba ver el cielo y las azoteas de medio Madrid. Su mesa era de madera pulida y tras ella un sillón de cuero desgastado, otra estantería llena de libros y archivadores cuyo orden contrastaba con la escrupulosa colocación de estos en la anterior sala. Se dejaba entrever que era ahí donde el profesor Recaredo pasaba la mayoría de su tiempo, sacando y devolviendo sin cesar libros de consulta y archivadores repletos de documentos. Aquella atmósfera me cautivó. La vida del profesor era justo tal y como imaginaba que sería la mía a su edad. Con tiempo para pensar, con tiempo para leer, con tiempo para disfrutar de ese silencio absoluto que se escuchaba desde el interior de la casa.

  -Siéntate, Adrián- ordenó cortésmente.

  Clavó su mirada en la mía y luego me observó de arriba a abajo. Yo le sonreí tímidamente, intimidado por la situación y en cierto modo intrigado.  

  -Usted dirá profesor- dije ofreciéndole el turno de palabra.

  -Quiero que conozcas a dos escritores. He hablado con ellos y están deseando conocerte.  

  -Les habrá tenido que mentir entonces…- insinué.

  -¡Oh! Claro que no. Les he dicho que eres un gran escritor pero que todavía no has publicado nada. Transcribí a ordenador uno de los trabajos que hiciste el año pasado en clase. No se si recuerdas el texto. Fue uno que entregaste antes de las navidades. Hablabas sobre la defensa acérrima de la verdad en el periodismo, y muy ingeniosamente combinabas la parte ensayística con pequeños relatos muy breves pero muy elocuentes y representativos de las ideas que inmediatamente antes acababas de exponer. Les envié un correo la misma noche en que nos encontramos en el parque. A la mañana siguiente ya me habían contestado.

  -¿Por qué quiere ayudarme?

  -No busques la causa de la ayuda, simplemente aprovéchala. Aunque esto no supone nada, de momento. Hablar con un par de escritores no te acerca a la publicación. Pero si que inyecta confianza, sugerencias, dudas, ilusión, expectativas… en definitiva, Adrián, estar dentro de un círculo de escritores es estar en el mundo en el que quieres estar.

  -¿Y quienes son ellos?

  Aclaró su voz, se levantó de la silla y abrió una especie de minibar que tenía a su izquierda formando parte de la mesa.

  -¿Un zumo de naranja?

  Asentí.

  -No suelo beber nada más, con excepción del agua- dijo mientras me tendía un vaso de zumo junto a una servilleta de papel-. Estos escritores son los autores de “Corazón de melón” y “La obra humana”. ¿Te suenan?

  Me levanté de la silla, caminé en círculos durante varios segundos sin poder tragar saliva. Iba a conocer a dos de los mejores escritores a nivel nacional. Julio Sierra y Roberto Martín. Mi asombro vibró en mis pupilas. Observé la figura sonriente de Napoleón bajo mis pies. Mi imaginación se disparó. Les conocería, comprobarían lo bueno que era y a partir de ahí todo sería coser y cantar. Pero la templanza contrarrestó afortunadamente tan presuntuosos vaticinios. Y cuando me deshice de toda la tontería que cabalgaba las colinas de mis sueños, descubrí al profesor mirándome desde su sillón, algo sorprendido por mi reacción, supuse, y deduje que si él no estaba radiante de alegría quizás era porque no había motivo para estarlo.

  -Entiéndalo profesor, voy a conocer a esos hombres.

  -Y lo entiendo. Es bueno expresarse, dejar de lado las falsas elegancias, los silencios que esconden sentimientos. Es realmente bueno que te excite la idea de conocerles. De hecho, imaginaba que reaccionarías así. 

  -Déjeme darle un abrazo profesor- le dije aproximándome a él. 

  -Oh no, no, no. Otro abrazo no- se negó-. Guardemos las formas, expresémonos pero guardemos las formas. Sigo siendo tu profesor. Te advierto que son dos escritores muy distintos.

  -¿En qué sentido?

  -Sólo hay que ver sus obras. Roberto Martín, con “Corazón de melón”, se muestra más cercano a un público morboso y superficial. Su escritura es directa como una flecha. No se adorna ni repara en sentimientos de ningún tipo. Pasa por su imaginación a toda velocidad. Los detalles, la simbología, la filosofía para él no tienen ninguna importancia. Julio Sierra, con “La obra humana”, es la otra orilla, o mejor dicho, la otra corriente. Él intenta hacer una literatura contracorriente, remontar los remolinos del río y la fuerza del viento. Es un escritor que en lugar de querer recorrer el río a toda pastilla y alcanzar el mar para liberarse, considera que la auténtica liberación se encuentra en el origen, en el punto de donde nace el río.

  -He leído las dos obras, y cada uno en lo suyo son buenísimos- apostillé.

  -Si, pero es muy importante- dijo disminuyendo el tono de su voz, agachando su cabeza y dibujando una mirada más afilada mientras la luz en el despacho pareció disminuir de pronto-, que en toda esta vorágine en la que te vas a embarcar, sepas encontrar tu estilo, sepas reconocerte entre todas las sugerencias y los consejos que te den estas dos personas. Sólo así encontrarás eso que con tanto ahínco andas buscando.

  Dentro de mi boca nació y murió una pregunta: ¿qué era aquello que andaba buscando yo con tanto ahínco?. Pero como digo, ahí se quedó marchitada.

  -He de andarme con pies de plomo, ¿no es eso lo que me quiere decir?- pregunté.

  -No exactamente, Adrián. Eres joven y a pesar de tener cierta madurez y una serie de conocimientos que siempre te van a estar ayudando, la realidad, a uno, a veces le hace sentirse miserable, pequeño o insignificante. Cuando te digo que no te dejes llevar, te digo que no apliques a tu trabajo aquello que no te convence, aquello que no cala los huesos de tus ideas, de tus principios morales, de tus valores como ser humano. Kant habló un día de la ley de la universalidad, y lo que dijo fue que lógicamente lo que uno quiere para sí mismo, también lo quiere para todos los demás. Lo que Kant no supo ver, intuyo porque era un ser repleto únicamente de bondad, es que no todas las personas están repletas de bondad. La psicología demuestra que la determinación de nuestras ideas, de nuestro temperamento y en definitiva, de nuestra actitud frente a la vida, se ve golpeada, moldeada o rota por las experiencias del pasado, por las influencias sociales, por cómo nos ven los demás y no tanto por nuestro yo ético, nuestro deber ser nosotros mismos y no un compendio de las personalidades de los demás. Pero quiero que este tipo de juicios sociales y humanos los hagas sólo tú. Kant fue un ser extraordinario, pero no identificó que en ocasiones los intereses personales chocan con el deber ser de las cosas.

  -Qué me va a contar a mí. Le recuerdo que fue mi profesor y nos infló los oídos con casos en el periodismo de intereses contrapuestos. Y casi siempre estaba de por medio el dinero- dije informándole con cierto aire de reproche.

  -¿Noto cierta exasperación?- preguntó sabiendo que le diría que no. 

  -En absoluto profesor, y bien los sabe. De hecho, esa denuncia que tuvo el año pasado todo el tiempo bailando en su boca, fue lo mejor que a mi y a otros muchos que conozco, nos ocurrió en los cinco años de carrera. Creo que eso es el verdadero periodismo.

  -Te lo agradezco, Adrián, pero es deprimente considerar el buen periodismo como aquél que se dedica a denunciar las prácticas del periodismo.

  Atendí con tristeza cómo las comisuras del profesor caían estrepitosamente,  sus ojos se perdían por alguna nostalgia borrosa y su piel se pintaba de palidez. Vi a un hombre, de repente, desconsolado, hundido en su propia burbuja de amargura, manchado de culpa.

  -Dígame una cosa, profesor. Si volviera a empezar sus clases ¿cambiaría algo?

  -Creo que sí. Pero también creo que acabaría haciendo lo que mi voluntad me dictara. Por eso, creo que volvería a cometer los mismos errores, enseñar el deber ser, y luego, que el alumno decida qué es lo mejor para el mundo.

  Transcurrieron varias horas y varios zumos de naranja hasta que decidí levantarme de la silla y enfilar la salida. Le dejé anotado en un papel mi número de teléfono y el de mi casa además de la dirección de mi correo.

  -¿Cómo supo la dirección de mi casa?- le pregunté cuando atravesábamos el pasillo.

  -¿Recuerdas las fichas que al principio de curso teníais que rellenar para cada asignatura?

  -Ah, vale, vale- dije cayendo en la cuenta.

  Recaredo esperó con la puerta de su casa abierta a que el ascensor subiera.

  -Te llamaré para acordar las reuniones con tus futuros amigos.

  -Esta bien. Muchas gracias, no sé si se las había dado antes.

  -De nada. Por cierto, una última pregunta, y no quiero que me contestes hasta que no sientas de verdad la respuesta. ¿Crees que un escritor tiene algún compromiso con el mundo?

8

  Esperé la llamada del profesor.

  Era 25 de Julio. El calor en Madrid había empezado a ser sofocante. Las marquesinas de las paradas de autobús marcaban treinta y cinco grados a la sombra. Por suerte en casa teníamos aire acondicionado, pero mi madre siempre nos reventaba la placentera y reconfortante idea a mi padre y a mi de mantenerlo encendido durante la cena. Mi madre nos había convencido de que si dejábamos el aire acondicionado funcionando durante la noche nos podía dar una pulmonía. Y razón nunca le faltó. Ella era médica y sabía lo que decía. Por lo que mi padre, usando un remedio casero y diría que tradicional, dispuso cerca de su cama un cubo de agua repleta con cubitos de hielo y una esponja encima. Las mañanas siguientes solía amanecer con la cama empapada, el cubo de agua medio vacío y un rostro de felicidad sublime. Por supuesto, mi madre rápidamente le regañaba porque, según decía ella, con la humedad los colchones se estropeaban. Y la verdad, razón nunca le faltó.

  Mis padres y mi hermano se marcharon al pueblo a pasar la última semana de Julio. Me ofrecieron irme con ellos. Gastos pagados, alojamiento, mejor temperatura, mayor silencio, naturaleza…, era todo cuanto me ofrecían. Yo se lo agradecí con el mismo rintintín con que ellos me lo ofrecieron, pero me negué. Supuse, y siempre lo había hecho, que en soledad, eligiendo uno qué hacer en todo momento, sin obstáculos humanos que entorpecieran la rutina que uno mismo elegía, sería más fácil escribir. De modo que pasé aquella semana sólo.

  Julia me visitó y dormimos juntos un par de noches. Llevaba más de cuatro años con ella y durante los últimos meses había percibido cierta pérdida de romanticismo. Las dos mañanas que me desperté junto a ella, le preparé el desayuno y se lo llevé a la cama. La última mañana, Julia engulló el desayuno sin dedicarme una mirada. Se le olvidó ser agradecida e incluso, noté al aparecer en la habitación sosteniendo la bandeja y tras dejarla sobre sus piernas, cierta normalidad en ese instante, como si fuera lo que ella esperase de mí.

  Cuando se fue de casa, salí al balcón para despedirla con algún piropo, como siempre había hecho. Pero echó a correr tras atender la hora que marcaba el reloj de su teléfono. Yo grité su nombre, agité mis manos intentando convencerme de que me estaba mirando, pero lo cierto es que se encontraba muy lejos, ascendiendo la cuesta y desapareciendo segundos después por las esquinas. Si hubiese tenido un espejo frente a mi, creo que me hubiera puesto a llorar porque creí que en ese instante, mi rostro se desvanecía en una tortuosa pesadumbre. Aquello lo refutó una señora que desde el balcón de enfrente me observó decirle adiós a nadie. Estaba haciendo ganchillo, y si no fuera porque su pelo era blanco, tenía gafas y su piel contenía toda una vida arrugada, hubiese pensando que aquél gesto quebrado era exactamente la expresión de mi reflejo.

  Caí en una tristeza adolescente. Pensé que era el final, que lo nuestro se había acabado. Lloré bajo la ducha. Me encontraba desequilibrado emocionalmente. Tan pronto una buena noticia podía devolverme la felicidad como una mala, o la ausencia de alguna buena, podía robármela. Cuestioné en voz alta qué demonios era ser feliz entonces. Abrí el ordenador, el puntero retomó su parpadeo y el mundo comenzó de nuevo a girar sobre la bola del tiempo. Escribí lo primero que se me vino a la cabeza. Escribí sin pensar y surgió un poema. Era hermoso, pensé. Luego quise dotar de clarividencia el texto, pero no encontré la forma. El fracaso se avino de nuevo, apresó toda mi inspiración. Y eso me ayudó a desconectar de la escritura. Borré lo escrito, me serví una copa de vino y salí a la terraza, acompañado de mi teléfono y del libro de Sánchez Dragó. Leí un par de páginas magistrales y lo cerré. No quise seguir pasando los ojos por aquél milagro hecho palabras. No quise ahondar en la miseria de mi paupérrimo talento. No quise seguir haciéndome daño.

  Dichosa literatura, cuánto la amaba, cuánto la odiaba. Qué ingenuo fui al aliviarme leyendo mala literatura y creer que su cima se encontraba a escasos metros, cuánto quise que mi tecleo fuera genuino, cuánto quise ser un genio.

  Paranoico y vacío, la mañana del 27 de Julio fui en busca del profesor Recaredo. Acudí a su casa con un punto de enfado que quise deshacer tranquilizándome en una cafetería que había a escasos metros del portal. Leí los titulares del periódico y escuché la tierna conversación que mantuvieron un padre y su hijo que le preguntaba si le podía comprar una piscina. El padre le dijo que en ese caso, dónde la iban a meter. En casa, respondió el niño. Y el padre alegó que su casa no era tan grande como para meter dentro una piscina. Ingenioso, el niño sentenció que la única solución para ese terrible problema era comprar una casa que estuviera dentro de una piscina. Y se marcharon de la mano, mientras el niño miraba a su padre con los ojos bañados en brillo negro y preguntando insistentemente, “¿vale papa?”.

  Reí en silencio mientras los vi desaparecer por la calle. Pensé que hasta los niños tenían sus problemas, sus encrucijadas y se preguntaban por las cosas. Rompí con la serenidad que me había contagiado aquél niño y salí de la cafetería dispuesto a encontrarme con Recaredo. El portal se encontraba abierto. El portero estaba fregando la entrada mientras canturreaba la canción que sonaba por la radio. Le saludé y me preguntó con seriedad deteniendo su rítmico baile con la fregona que a dónde iba. Le respondí y rápidamente se le iluminó la cara.

  -¡Claro joven!, quinta planta, la puerta de la derecha, según salgas del ascensor- me informó.

  Llamé al timbre y aporreé la puerta repetidas veces. Un océano silencioso se removía tras ella. Bajé y le pregunté al portero si sabía si el profesor se encontraba en Madrid.

  -La verdad es que poca cosa sé. Además de este edificio llevo tres más y nadie me suele decir si van a estar fuera o no. Lo que sí sé es que Recaredo tiene una casa en Asturias. Ahora mismo no recuerdo el pueblecito, pero tener una casa en Asturias la tiene, eso seguro- garantizó besándose la cruz de plata que le colgaba del cuello.

  Le di las gracias y le dije al despedirme que por favor, cuando le viera me llamara. Él asintió de muy buena gana y continuó fregando y moviendo la cadera de lado a lado. De pronto, el mundo se empeñó en mostrarme que la felicidad se encontraba en cualquier parte. Aquél niño que soñaba con tener una piscina en su casa y la sola idea de tenerla le producía felicidad. Aquél portero que expresaba su buen humor con ese arrítmico cantar, un transistor como los de antes y un suelo que fregar. Filosofé sobre la felicidad y no llegué a ninguna conclusión. Satisfice aquella pulsión repentina que de pronto surgió en mi, la de observar con los ojos bien abiertos el contenido de cada momento, encontrar el argumento de un instante que bien podía vestirse de banalidad y vacío. Contemplé el silencio extraordinario del vagón en el que viajé de vuelta a casa. Los rostros caídos en las pantallas de teléfonos y otros artilugios tecnológicos, las sonrisas mudas de algunos provocadas por el ruido de sus recuerdos, las miradas volcadas en el exterior del vagón, diluyéndose en reflexiones y preocupaciones, hombres mordiéndose las uñas, mujeres pintándoselas… y bajo ese tupido manto de silencio entretenido, el quejido de los pensamientos, la proeza de la mente que siempre produce sean cuales sean las circunstancias.

  Pasé la tarde rumiando acerca del paradero del profesor. No podía dejar de pensar que muy posiblemente se hubiera largado a su casa de Asturias, pero la pregunta era por qué, si antes no me había llamado, ¿qué derecho tenía para largarse sin decirme nada? Luego caí en un soporífero sueño. Recuerdo que el último pensamiento antes de que las hadas vestidas de blanco me elevasen al altar de mis pesadillas, fue lo ridículo que sonaba que el profesor tuviera la obligación de avisarme de su marcha.

  Al despertar, la bandeja aún con restos de comida seguía frente a mí, con una mosca rondando los restos de un muslo de pollo. Afortunadamente, el teléfono sonó. Me levanté, y una sensación de vértigo se avino a mí y me obligó a sostenerme por las paredes para conseguir llegar al teléfono, antes de que mi potencial interlocutor se cansara de esperar.

  -¿Si?- pregunté tanteando la identidad del otro.

  -Hola chaval, ¿cómo va eso?

  -¿Profesor?- pregunté sin apenas esperanza.

  -¡Qué!, pero qué dices hijo- exclamó mi padre.

  -Oh, papa, eres tú. Perdón, no sé por qué he creído que eras otra persona.

  -¿Tú profesor?

  -Nah, déjalo, cosas mías.

  -¿No te estarás liando con un profesor tuyo?- me preguntó con aires jocosos pero dejando trascender un punto de preocupación real.

  Yo reí alargando en último término la risa para dejar entrever que no era así.

  -No papá, lo prometo. Estaba escribiendo y había un personaje que era un profesor y…

  -Aha, continúa chaval- me ordenó interrumpiéndome.

  -No, si es que aún necesito darle unas vueltas, todavía estoy un poco oxidado en esta historia. Necesito más personajes, no sé si me entiendes.

  -Por supuesto, aunque luego tienes que saber bien lo que hacer con ellos, no vale matarlos cuando no sepas lo que hacer, ¿eh?.

  -Por quién me tomas papá- apostillé de aquella manera sin saber por qué.

  -Aunque te voy a decir una cosa, hijo mío. Sólo por curiosidad, ¿cuánto te pagan por escribir?.

  “Nada capullo, deja de tocarme los cojones con esa pregunta, pedazo de capullo”, pensé en decirle.

  Opté por reír, expresando que por el momento cuestionar mi manera de hacerme a mi mismo en el mundo de la literatura no sería óbice para aparcar la escritura o buscar un trabajo.

  -Nada papá, pero te prometo que algún día jugaré en la primera división de la literatura. Y cuando ese momento llegué, también te prometo que el dinero seguirá sin importarme. Por otro lado, me gustaría que no te preocupases tanto por mi situación económica. Nunca pasaré hambre y nunca dormiré a la intemperie- declaré con socarronería.

  Un silencio fue de lado a lado de los suspiros de mi padre. Lo imaginé en la otra punta del teléfono, echándose su mano libre a la frente, arrugándola y enjugando sus ojos cansados. Más suspiros, vistazo al horizonte montañoso de mi pueblo y una tierna ojeada al cielo azul, buscando la mirada de Dios. Quise romper su agonía, pero esperé.

  -Me alegro hijo, espero que así sea- dijo con la voz entrecortada.

  -Así será papá. Una gran novela papá, eso es lo que será- profeticé con infinita inseguridad.

  

 

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