Capítulo I

             Las tres caídas

El miedo a morir se huele, se escucha. A César Bombalier le crujían los huesos con el sonido del miedo, temblaba. Desesperado, dispuesto a terminar con seis meses de sequía, juntó a sus amigos para anunciarles que, en el mejor de los escenarios, le quedaba un año de vida.

 En el hospital Virgen de la Vega, el doctor que llevaba su caso le informó, en horas de aquella turbulenta mañana, que a pesar de su condición hepática no cumplía con el protocolo para entrar a la lista de trasplantes de hígado.

―¿Entonces? ―preguntó el hombre indignado.

―Sólo resta esperar y tratar de sufrir lo menos posible ―le dijo el doctor Galloza.

―¿Esperar? ¿Le parece poco lo que he esperado? ¡Tantos y tantos tratamientos! ¿Y a usted se le ocurre decirme que espere y que sufra lo menos posible? ―gritó entre un llanto ahogado.

 ―Lo siento, me gustaría tener noticias más alentadoras.

 ―¿Qué hay con el maldito protocolo de mierda?

 ―Su tumor no es operable, corre grandes riesgos. La última resonancia magnética nuclear ya la discutimos con usted y su esposa. ¿Lo recuerda? El estudio reflejó el progreso de su hepatocarcinoma. Su condición es una avanzada. Quedamos en consultar con los consejeros del hospital. Lo siento, pero el sistema de salud vasco no aprueba ningún procedimiento. Hay 712 pacientes en la lista de espera, las esperanzas son pocas y los donantes también, lamentablemente.

 ―¡Al diablo el mismísimo sistema de salud! No tengo por qué morir. Quiero entregar mi hija en el altar, a ese mismo dios que me niega una oportunidad hoy ―se le amontonaron las palabras en la garganta, apenas podía continuar por los sollozos.

 ―Lo sentimos, señor. Aquí le dejo las indicaciones de los medicamentos.

 ―¿No hay esperanza? Y ¿los medicamentos para qué? A puro vino pasaré esta agonía.

Esa tarde, el escenario melancólico de César Bombalier se acentuó con una lluvia muy fuerte. Su esposa, Elena Valverde, llegó a la habitación luego de completar los papeles del alta. No se atrevía a emitir palabra alguna. Quería llorar mas no podía. Sabía que en ese momento la fortaleza era importante. Junto a una enfermera que transportaba a César en silla de ruedas, bajaron al vestíbulo del hospital. Tomaron un taxi. Él le pidió a su esposa su teléfono móvil, llamó a cuatro de sus mejores amigos y quedaron en juntarse en un bar.

―¡César Bombalier! ¿Cómo se te ocurre ir a meterte a un bar? Eres un egoísta, ¿no es acaso el alcohol el que te tiene en esta situación?

―Sigue a la casa, por favor. No pretendo que me entiendas. Sigue a la casa, al rato llego.

 

Se bajó del taxi y recorrió las calles, débil y aturdido. Se detuvo bajo el techo de una galería para cubrirse de la lluvia. Caminó entre lloviznas hasta el bar de siempre, testigo silente de tantas amanecidas con sus amigos. Era el Bar Gastón, adornado en la entrada con felinos de roca que parecían custodiar el lugar. En su interior la gente se fundía en ecos y gritos. Comerciantes, abogados y universitarios soñadores se sentaban a la mesa con el espejismo de sus escritores o artistas favoritos.

 Sin ningún reparo, esa noche César se bebió el vino de Murcia. Les contó a sus amigos la noticia que le acababa de dar el doctor. No había posibilidad de un trasplante de hígado. Se negaba a creer que el sistema de salud no pudiese ayudarlo. Entre copas colmadas del vino más tinto, la conversación giró entre la esperanza y la búsqueda de alternativas. Sus amigos lo estrechaban con abrazos solidarios y lo invitaban a tener fe. Entre la conversación le llegaron a César los recuerdos de sus largas bebelatas en la universidad, arrastrado siempre con sus amigos en la estación del tren o sus amanecidas en los bancos de un parque. La cabeza del hombre giraba por los mareos de una asomada borrachera.

―¿Fe? ¿Ustedes están hablando de fe? ¿Acaso hay un dios en los cielos? ―gritó con dificultad.

Sus amigos trataron de reconfortarlo, pero nada podía darle un respiro a un condenado a muerte. Pasada la medianoche se despidió de sus amigos. Todos ofrecieron llevarlo a su casa; él los despachó con la excusa de caminar a solas para poder pensar.

La noche estaba tormentosa, había truenos y relámpagos. La misma noche le hacía eco a la ansiedad de César Bombalier, que abochornado de su caminar desatinado, pensaba que todos se burlaban de él. Dando tumbos, cruzó el parque de la calle Proclamación para llegar a su casa. La fuerte lluvia lo hizo acelerar el paso pero entre lo ebrio y lo débil resbaló de cara al césped. Quedó aturdido por un instante y se ahogó entre un llanto de impotencia. Intentó levantarse, pero su frágil cuerpo no se lo permitía. César siempre había sido un hombre delgado, pero las últimas quimioembolizaciones lo habían dejado como si en aquel cuerpo no hubiera sangre ni músculos; parecía un esqueleto arropado de pellejos aglomerados en un inflamado vientre. Sus ojos amarillentos le hacían juego a una piel de contrastes del mismo tono.

Estaba dispuesto a rendirse ante el hecho de que el sistema de salud no le diera una respuesta a su problema. No había espacio para la esperanza, al menos no en España. Se incorporó como pudo, mareado y aturdido confundía las calles, pero a lo lejos, entre la pesada lluvia, divisó el Puente de los Peligros e intentó guiarse hasta él. El puente era el lugar ideal para quitarse la vida, con un nombre sugestivo para su crisis emocional. Se asomó a las aguas que pasaban entre los arcos pero apenas podía pensar en tirarse, no podía ni estirar su pierna debilucha. Tendría que dejarse caer. Entre pensamientos se fue resbalando por el armamento de cemento estriado y se dejó caer al suelo. 

Una vez más se levantó y casi arrastrado llegó a su casa, las gotas de lluvia se anclaban en su arrugada piel y parecían ponerle más peso a su cuerpo que se encorvaba a cada paso. Agarrándose con dificultad a un arbusto, intentó incorporarse un poco y subir los dos escalones que daban paso al balcón de su casa. Pasaron unos minutos y se tiró al suelo, no podía hacer un movimiento más, estaba totalmente ebrio. La lluvia cubría todo su cuerpo, su débil piel se hundía en cada gota y parecía que su cuerpo era un suelo minado. Perdió la conciencia por un rato y su mente se sumergió en túneles de recuerdos y escudriñó lugares olvidados.

         De repente, ante sus ojos, su vida empezó a rebobinarse. Imágenes de esa mañana, de la semana anterior y de años ya pasados desfilaron ante él. Sus éxitos, sus fracasos, sus días en la librería, la colección de vinos, el nacimiento de su única hija. Su boda con Elena, su noviazgo, los juegos con sus hermanos, sus días de colegio, las tardes con su abuela. Hasta que al final una silueta se desplazó hacia él de forma muy lenta. Se estregó los ojos mojados como queriendo dejar esa alucinación de recuerdos. La silueta era de Elena que lo había visto llegar desde la ventana. Con toda ternura lo levantó y, como pudo, lo llevó a la casa. Lo recostó en el sofá y fue a buscarle ropa seca y una cobija.

 Atacado por el frío de sus ropas mojadas, César se encorvó y apretó las manos y piernas. Su cuerpo tomó una forma fetal. Fijó la vista en un ventilador que avivaba sus mareos. En la circulación de las aspas se sumergió nuevamente en los recuerdos. La melancolía se había anclado en su corazón. Entonces, recordó la Procesión de Semana Santa de su ciudad natal y tembló cuando su mente revivió la imagen de aquel Cristo clavado a una cruz. Esa noche había caído en tres ocasiones, igual que Cristo camino a ser crucificado. Le daba miedo aquella imagen. Ahora él había sido crucificado por el sistema y cada clavo lo ataba a la impotencia. En sus pensamientos, volvió a recorrer los caminos de su adorada Murcia. Se adentró en los senderos colmados de vegetación y en el carnaval de luces y tonalidades distintas que la naturaleza parecía encerrar de manera caprichosa en aquellas tierras. Siempre lo asombraban aquellos terrenos que parecían un desierto y que coexistían junto a los frondosos huertos del Valle del Segura, el mismo que se extendía imponente delineado por las aguas que bajaban animadas por el caudal del río Segura.

Ya no llovía. Eran las 11:30 a.m. cuando despertó en el sofá de su sala, con la casa cociéndose a fuego lento por la humedad provocada por el calor. Tenía la piel pegajosa y se sentía febril. El espacio estaba tan saturado por la claridad del sol matutino que todo estaba cubierto por una capa borrosa.

―Gafas de sol ―dijo César.

Tenía la garganta seca, apenas podía tragar. Necesitaba agua, aspirinas y gafas de sol.

 ―Elena. Elena. Tráeme mis gafas de sol.

Nadie contestó, la casa permanecía en silencio. Se restregó los ojos y se  incorporó. El suelo se le movía al acercarse dando tumbos a la cocina. Abrió el grifo y de pie junto al fregadero bebió tres vasos de agua de corrido. Su esposa se acercó a la cocina y lo abrazó cariñosamente por la espalda. Se sentía mal con ella. Elena era una excelente mujer. Su dulzura nunca había desaparecido a través de todo el proceso de arduos tratamientos. Se amanecía con él, doblaba turno en el trabajo para sufragar las cuentas del mes y se ocupaba de Marieta, la hija de ambos, que ya estaba en la universidad. Nunca la escuchó quejarse de toda la carga.

―Mi amor, hoy es otro día. Vamos arriba a que tomes un baño. Te sentirás mejor.

Ella lo agarró de un brazo para ayudarlo a subir las escaleras, él se dejó llevar. Apenas cruzó palabras con su mujer mientras lo llevaba hasta el baño para que se duchara. 

“Mi Elenita. Tan fuerte, tan comprometida. Siempre he visto amor en sus ojos”, pensó César. “¿De qué está hecha esta mujer? No quiero perderla ni a mi adorada hija”.

Luego de la ducha se vistió con la ayuda de Elena y llamó un taxi.

―¿Un taxi? ¿A dónde vas?

―A la librería.

―¿No estás un poco debilucho como para salir? No has comido nada. Tienes que comer para tomar tus medicamentos. Espera a que te prepare algo y te acompaño ―le insistió.

―No, no te preocupes, quiero ir solo. Comeré algo allí, te lo prometo. Quiero ordenar mis pensamientos. Necesito tiempo para aclarar unas cosas y hacer unas llamadas.

―Eres muy terco. ¿Y los medicamentos? Me sentiré más tranquila si comes aquí. Luego te vas.

―Disculpa, Elenita, sé que te preocupas. Te aseguro que enviaré por algo de comer. Ahora solo tomaré un jugo de naranja y un par de aspirinas. Y nada de otros medicamentos por hoy ―le dijo mientras bajaba hacia la cocina.

―¿Acaso quieres morirte ya? No te des por vencido, por favor ―dijo la mujer entre sollozos.

―Elena, no quiero darme por vencido, no es eso. Tranquila. ¿Tienes idea de lo que significa para mí tragarme quince pastillas diferentes? ¿Crees que me siento mejor con tanta medicación? Al contrario.

―No, mi amor, no tengo idea. He intentado imaginar e intentar hacer mío tu dolor, tu desespero, pero no sé, no sé nada.

Resignada, la mujer lo miraba con lágrimas en los ojos mientras le llenaba un termo con más agua. César tomó el jugo del mismo envase, acabó hasta la última gota en un intento de refrescarse la garganta. Buscó las gafas de sol, agarró el termo que le extendía Elena y la estrechó con uno de esos abrazos perpetuos. Salió al encuentro del taxi que ya lo esperaba frente a la casa.

En el paisaje quedaban los rastros de la pesada lluvia de la noche anterior. El auto salpicaba los charcos anegados en la calle y se veía agua de las escorrentías brotando de las colinas. Por el camino se cruzó con las casas de siempre, escaparates, tiendas y los tantos edificios de apartamentos lujosos que habían resurgido en los últimos años. Al pasar junto a todas esas estructuras, su cerebro le jugó una mala pasada. Se imaginó toda esa zona tan lujosa de una forma oscura. Las estructuras estaban infestadas de grandes insectos revoloteando, cubiertos de enredaderas y musgos. Veía ventanas rotas y vidrios en el suelo. César esperaba que algo desagradable surgiera de entre las ruinas oscuras y saliera a su encuentro entre alaridos lastimosos. La muerte, ese fantasma en forma de animal feroz, venía a buscarlo. Se estrujó con fuerza los ojos.

―¡Estoy alucinando! ―gritó sujetándose la cabeza con ambas manos.

―Disculpe, ¿se encuentra bien? ―preguntó el chofer del taxi, preocupado.

―¡No! ¡No! Digo, sí. Discúlpeme usted a mí. Creo que me quedé dormido y tuve alguna pesadilla, no sé ―dijo César confundido.

La resaca del vino y la angustia de aferrarse a la vida lo estaban volviendo loco. César salió de esa ensoñación mientras el sudor se le metía insistentemente en los ojos. Sacó el pañuelo que llevaba en el bolsillo y secó su frente. Respiró profundo como tratando de calmarse; sentía el corazón muy acelerado. Tomó toda el agua contenida en su termo. Sentía temor de mirar ese paisaje murciano que tanto lo deleitaba y que ahora parecía querer tragárselo.

 “No más melancolía, morir no es una opción», pensó.

 César Bombalier era dueño de una librería vieja en la calle Mora. La librería Barceló era uno de esos rincones en Murcia donde el siglo XIX parecía  haberse detenido, como si no se hubiese enterado del paso del tiempo. Desde las escaleras de piedra que llevaban a la entrada se sentía el olor a libro viejo. Tenía dos saloncitos de lectura donde la prisa y el teléfono no se manifestaban. En el sótano había una bodega con los mejores vinos de España. César había vivido prácticamente adherido a una botella de vino, y no cualquier vino: tenía que ser español. Se describía a sí mismo como el más romántico de los románticos. Quizá con ánimo de evidenciar su romanticismo, Bombalier vestía de traje y corbata con zapatos de charol negro los días que la librería celebraba sus famosas tertulias de poesía. Siempre se jactaba de tener parentesco lejano con familias de linaje. En realidad, el parentesco más significativo en su haber era el de su padre, un comerciante que se enriqueció por dudosos medios en la década del cincuenta. Muchos sabían que César Bombalier estaba, literalmente, forrado de dinero, y lo de la librería era más una fachada para el supuesto romanticismo que un negocio. Lo cierto era el amor que le profesaba a los libros, mientras más viejos, mejor. Era bondadoso a la hora de vender sus libros. Reducía el precio hasta donde fuera necesario y en ocasiones los regalaba. Le agradaba saber que podía hacer soñar a la gente con un libro.

El taxi se detuvo en la calle Mora, justo frente a la librería. César se paró en el primer escalón, miró fijamente la entrada y dejó escapar un llanto ahogado. Unos minutos estuvo parado allí buscando fuerzas para entrar a ese lugar que guardaba toda una vida de recuerdos. Secó sus lágrimas con el mismo pañuelo ya empapado de sudor y subió.  La primera en recibirlo fue Merlot, la perra del gordo Cuevas, uno de los empleados.  Merlotera una pequinés color miel que nunca se separaba del gordo y ya era parte de la librería.

―¡Don César! ¡Qué bueno verlo! ―lo saludó el gordo Cuevas muy sorprendido.

César se acercó y lo abrazó fuertemente. Aguantó nuevamente los deseos de llorar. Gamaliel Cuevas lo conocía desde niño y siempre había estado con él en la librería. Tenía una cabellera larga y rubia y se hacía una cola. Las mejillas rosadas adornadas con una barba espesa y el vientre abultado le hacían honor a san Nicolás. Era un viejo parlanchín, siempre alegre.

―No esperaba verlo por aquí. Pensaba que aún estaba en el hospital.

―Salí ayer.

―¿Cómo se siente? ¿Qué le han dicho? ¿Necesita algo? ―le preguntó muy exaltado.

―Un café negro y más agua ―le dijo mientras le extendía el termo.

Sabía que le había prometido a Elena que comería, pero su estómago no estaba para sólidos.

―En seguida se lo traigo.

―Voy a bajar a la bodega, me lo llevas allí, por favor.

 Bajó las escaleras y encendió la luz del estrecho pasillo. Merlot le entorpecía los pasos, daba vueltas como un torbellino alrededor de él, parecía alegrarse de tenerlo allí.  César se inclinó para cargarla y remenearla con cariño.  Un olor a madera inundaba el espacio. Ese aroma peculiar de los barriles del buen vino lo enloquecían, sentía que en lugar de sangre era vino lo que corría en sus venas. No había tenido tiempo para pensar en el vino como culpable de su condición hepática, se negaba.

Se sintió el crujir de los escalones mientras el gordo Cuevas bajaba las escaleras.

―Aquí está su café y le traje unas galletas que horneó mi mujer.

                       ―Gordo, yo sé lo mucho que me aprecias. No creas que no quise contestar tus                                                 preguntas sobre mi estado de salud. No hay muchas esperanzas pero estoy en la lucha.                                                  Quiero organizar unos documentos y no quiero que nadie sepa que estoy aquí.

            ―Si necesita algo me deja saber. Hoy viene un grupo de la universidad a leer poemas. Los llevaré a una de las salas que está en el ventanal para que no sienta usted mucho ruido.

                        ―Gracias, gordo. Ya hablaremos luego.

César Bombalier tenía documentos y videos regados en la mesa donde estaba su viejo ordenador. Lo había dejado tirado todo hace un par de meses cuando, desesperado por su condición de salud, se quedaba sin esperanza. Esos papeles eran el producto de una investigación sobre la compra de órganos que le había encargado a uno de esos amigos de reputación dudosa que tenía. El hombre le había llevado una pila de información.  Deambuló por los laberintos de la bodega leyendo decenas de páginas y entre vuelta y vuelta intentó organizar cada hoja.  Tomó a sorbos el café caliente que le llevó el gordo Cuevas mientras leía los documentos. Buscó en los cajones desesperadamente, como tratando de encontrar algo perdido. Luego colocó un primer casete; Comprando vida se llamaba el documental que miraba sin pestañar. Trataba de una forma de comercialización ilícita de órganos. Sus pensamientos coqueteaban una y otra vez con la idea de comprarse un hígado.

“Dios mío, un hígado alargaría mi vida. Mi hija, ver nietos crecer. Pero, ¿qué hígado? Quiero otro trasplante, como sea”, pensó el desesperado hombre.

Se impresionó con el mercado de órganos que estaba al toque de un dedo en su ordenador. Observó una y otra vez los videos y visitó decenas de enlaces referentes al tema. Un hígado le costaría 150,253.02 en euros. El dinero no era problema para el señor Bombalier.  Ya caía la noche cuando el gordo Cuevas rompió, con su ronca voz, el silencio que se respiraba en la bodega.

―Don César, voy a cerrar la librería. ¿Quiere que me quede hasta que usted termine?

―No. No puedo pedirte eso. Te lo agradezco. Ya termino y llamaré un taxi.

― Doña Elena llamó. Está preocupada por usted. Preguntó si había comido.

―Elena. La llamaré.

―¿Regresará mañana?

―Eso espero. Ve y descansa. Saludos a tu familia ―se despidió sin despegar la vista del ordenador.

―Buenas noches, don César. Fue un placer verlo hoy.

El reloj corría y César seguía con la mirada fija en la pantalla del ordenador. El sueño y la fatiga ya lo vencían. Debía marcharse, ese rumor en la cabeza no lo abandonaba. Sentía miedo y no sabía cómo manejarlo. Le dolía la cabeza y la nuca. Trató de estirar el débil y adolorido cuerpo mientras alcanzaba el teléfono para hacer algunas llamadas. Se comunicó con algunos de sus “amigotes”, como los llamaba su esposa, y los invitó a reunirse en la librería al otro día para dialogar asuntos importantes.

Cuando decidió marcharse vio una silueta desplazarse tras los barriles y volvió a sentir latidos fuertes en las sienes.

―Merlot, ¿eres tú? ―llamó a la perra mirando a todos lados.

No podía ser la perra, el gordo Cuevas se había marchado ya.  Una brisa helada le recorrió el cuerpo y comenzó a temblar del miedo. Se creyó atrapado en la oscuridad de los pasillos de la bodega. Seguían las sombras corriendo en las paredes del lugar. En una esquina suspendida en el aire estaba la silueta. Intentó correr y observó la oscura forma amorfa sentada con unas extrañas manos peludas alargadas sobre el regazo. César se agarró la cabeza y caminó de espaldas sin dejar de mirar la silueta.

―No hay nadie ahí ―gritó―. Estás en mi cabeza, no existes. Lárgate, maldita.

Subió las escaleras y tropezó con un jarrón. Merlot ladró insistentemente y los ladridos despertaron al gordo Cuevas que se había quedado dormido recostado del mostrador. No se había marchado esperando por don César.

―Don César, ¿qué sucede? Está  más pálido que nalga de monja.

―¡Demonios, me asustaste! ¿Pálido? Soy pálido, lo sabes ―balbuceó mientras el  huesudo cuerpo le temblaba.

―Vamos, que le digo que está blanquísimo y con cara de espanto. Hice bien en esperarlo.

―Me sigue la muerte, gordo. Me persigue.

―No diga eso. Tiene que calmarse, lo que usted ha pasado es bien duro ―le dijo mientras lo abrazaba.

El gordo Cuevas tomó un termo del mostrador y le ofreció un poco del mejunje de yerbas que le quedaba. César se lo tomó apresurado. Buscó las llaves de la librería en su bolsillo y recordó que estaban sobre el escritorio de la bodega. No regresaría allí a buscarlas, al menos no esa noche.

―¿Qué haces aquí todavía, gordo?  Vámonos, quiero salir de aquí.

―Decidí esperarlo. Si me voy a casa me tumbo a ver la tele y me quedo como un tronco delante de la pantalla, así que era mejor esperarlo.

César tenía la cara pálida e inexpresiva que resaltaba el amarillo de su hepatitis. Se apretó las sienes nuevamente en un intento de apagar ese rumor que no se le iba de la cabeza. El Gordo Cuevas cargó a Merlot que lucía muy nerviosa. Buscó el llavero y cerró la pesada puerta. Caminaron calle abajo sin rumbo fijo. César rehuía la mirada de Gamaliel Cuevas y sonreía nerviosamente con sus finos labios apretados. Se refugiaron en un viejo café junto a la plaza. Pidieron unos bocadillos de jamón y un par de cafés.

―Gordo, ¿puedo decirte algo?

―Lo que quiera, hombre.

―Elena no debe saber nada. Mucho menos Marieta.

Hubo una pausa. Con ambas manos en torno a la taza humeante el gordo observaba a César.

―Soy todo oídos.

―Tienes que ayudarme en la librería mañana. Recibiré unos amigos que vienen a traerme una información para comprar órganos. Bueno, un hígado, quiero comprar un hígado ―le dijo sin reparo.

―¿Un qué? Perdone mi ignorancia, pero no es que uno compre órganos así como así.  No es como ir a la carnicería, digo. ¿Cómo que comprarlo?

―Te daré más detalles mañana en la tarde. Cuando lleguen esos amigos preguntando por mí los bajas a la bodega. Uno se llama Eugenio Fábregas y el otro es el indio Vargas.

―Esto está más raro que un negro con pecas. ¿Y me va a dejar con esto hasta mañana? Júreme que está bien, que no ha perdido la cabeza.

César asintió con la cabeza y cayó en un nuevo silencio. Apuró el último sorbo de café y se marcharon. Se alejaron calle abajo y solo el gordo hablaba y hablaba mientras a  él se le resbalaban algunas lágrimas. Encontraron un taxi solitario en la calle Taras. El gordo Cuevas, con la perra a cuestas, estaba cerca de su casa, así que procuró que su querido don César subiera al taxi.

―Gordo, cuando llegues a casa le echas una llamadita a mi Elena y le dices que estoy en camino.

―Lo que usted indique, don César. Que vaya con Dios. Me deja usted pensando.

“Dios. No había pensado en él. ¿Dios? ¿Es ese ser tan bueno que permite esto?”, pensó César.

Durante el trayecto recordó la silueta, el miedo, los edificios infestados de insectos. Cerró los ojos muy apretados e intentó borrar aquella visión. En su lugar pensó en Marieta, próxima a graduarse de administración de empresas. Recordó su picardía y los intensos abrazos que siempre le obsequiaba. Su niña consentida. Abandonado a esos felices pensamientos se quedó dormido en el taxi. Entre medio de sus ronquidos el chofer lo despertó.

―Señor, hemos llegado. Señor ―le llamó el chofer insistentemente. Disculpe usted, llegamos a su destino.

 “¿Mi destino? ¿Qué sabe este de mi destino?”, pensó César.

Mañana sería el gran día. César tomaría el destino en sus propias manos.

 

 

                                                    Capítulo II

                                                  Nace un ángel

Mamma, ¿Dios existe realmente?

―¡Mia figlia! ¿Qué pasa contigo? Por supuesto existe.

Mamma ¿es malo dudar? Yo solo quiero ver las cosas, no imaginarlas.

En las tardes, desde muy pequeña, Czarina Agostini solía reposar tranquilamente en el regazo de Zara, su madre, para escucharla rezar el rosario. Muy atenta seguía cada uno de los misterios para luego bombardearla con preguntas. El origen del rosario, su significado y si Dios realmente escuchaba los rezos de tanta gente, eran parte de su repertorio de preguntas. La madre no podía convencerla del todo con las respuestas, así que desviaba su atención leyéndole libros de cuentos y contándole anécdotas de la familia materna. A la niña le encantaba escuchar una y otra vez la misma historia de los abuelos: que eran de origen florentino, que eran muy católicos y que tenían un almacén dedicado a la venta de telas. Importaban textiles de diferentes partes del mundo. Las telas que más le gustaban a su madre eran las traídas desde Marruecos.

―Hay cosas de las que no debemos dudar, Czarina. Hemos hablado sobre esto muchas    veces. ¿Qué crees si dedicamos tiempo para enseñarte a coser algunas piezas de ropa?

―¿Coser? Mamma, ¿crees que yo sería buena costurera? No me gusta coser.

―Debemos intentarlo ¿te parece? Eso te distrae.

―Prefiero leer; pero como digas, mamma. Lo intentaré. A toda la gente del pueblo le encanta tu costura. ¿Te gusta mucho coser, verdad?

―Más bien diseñar es lo que me gusta. Desde niña me imaginaba los vestidos con cada pedazo de tela que llegaba a nuestro almacén.

―El babbo les dice a todos que eras la diseñadora más famosa de Milán. ¿Por qué lo dejaste para llegar aquí?

―Ya sabes esa historia, Czarina. Te la hemos contado muchas veces.

―La sé, mamma. Pero no la entiendo. No entiendo lo que ustedes llaman milagros, pero me encantan. ¿Es algo como magia que hace Dios? ¡Odio las dudas!

―¡Cielos, niña! ¿Cómo que odio? ¿Qué ocurrencias son esas, signorina? Basta de dudas. Acabemos este tema y vamos a buscar unas telas para que aprendas a cortar.

Czarina era de piel pálida, casi traslúcida. Tenía rasgos finos bajo una cabellera  negra como la de su madre y unos ojos verdes muy claros como los de su padre. Era una niña curiosa, demasiado activa y habladora; con voz muy dulce, pero de carácter fuerte. Había nacido en Milán, Italia. Era la única hija del prominente cirujano italiano Lino Agostini y de Zara, una diseñadora de modas atrapada entre el fervor religioso y el amor por los demás. La niña había sido, según los padres, un milagro de vida. La madre tuvo dificultad para quedar embarazada tras dieciséis años de matrimonio. Cuentan que fueron muchos los rosarios rezados tras varios embarazos malogrados a través de los años. Apegados a las creencias del movimiento de renovación carismática, se negaron a recibir  tratamiento y decidieron enviarle una promesa a la virgen de Loreto para que su anhelo de ser padres se cumpliera. Y al pasar unos meses el embarazo se les dio. Al nacer la niña, la familia se mudó a una campiña al norte de Campobasso, en la región de Molise, impulsados por cumplir con la promesa a la virgen: dedicar su vida a ayudar a los necesitados.

El doctor Lino Agostini dejó atrás una carrera de cirujano que había sido reconocida por toda Europa. Un brote de cólera lo había dejado huérfano de madre y fue criado por el padre, un abogado litigante, y por la abuela materna, una maestra de química. Se crió entre juzgados y oficinas legales, haciendo amigos mientras acompañaba a su padre. Gracias a una sustanciosa herencia dejada por su madre, tuvo la oportunidad de especializarse en cirugía general en la prestigiosa Universidad de Oxford en Inglaterra. Era un joven dedicado y muy inteligente, graduado con los más altos honores. Comenzó a trabajar como interno en el hospital de Milán mientras dictaba cursos en la universidad de la misma ciudad. Recorrió varias ciudades de Europa donde ofrecía charlas sobre nuevos procesos en cirugías con láser. El padre de Czarina era un hombre alto, de porte atlético y musculoso. Desde joven había hecho ejercicio de pesas y solía correr maratones, más por placer que por estar en forma. Muchas veces se llevaba a Czarina a correr por el campo como estrategia para manejar su hiperactividad. Una vez instalados en la campiña, el doctor Agostini abrió un consultorio médico donde atendía todo tipo de casos. El dinero no era prioridad para él. Junto a su esposa se entregó por completo al servicio de la comunidad.

Czarina miraba extasiada las fotografías que guardaba su madre de aquellos desfiles en la exclusiva zona del Quadrilatero della moda, en Milán, donde se había destacado como una de las más prestigiosas diseñadoras. Graduada de Knightsbridge en Londres, Inglaterra, Zara no había tenido problema alguno para presentar sus diseños por todo el mundo. Fue justo en Londres donde se conocieron los padres de Czarina. La niña tomó una de las fotos de la boda de sus padres y se detuvo a observarla fijamente. Miró cada detalle del traje de novia de su madre y repasó una y otra vez la escena. Se detuvo un instante para apreciar el cuadro de La última cena de Da Vinci que estaba colgado en la pared detrás de su padre vestido muy elegante. Era la iglesia Santa Maria della Grazie en el centro de Milán, allí se habían unido sus padres ante Dios. Buscó entre las tantas fotografías y sostuvo en su mano aquella en la que aparecía su madre con un vestido rojo, largo y vistoso de una de sus colecciones de primavera. Esa foto le encantaba a Czarina. Mientras hundía sus pupilas en cada imagen, la niña se hacía preguntas de cómo su mamá, con tanto derroche de elegancia, podía estar viviendo en ese alejado campo de Italia. ¿A dónde se había ido tanto glamur? Ahora su vida era muy distinta, había cambiado el lujo de las pasarelas por los caminos rocosos del pueblo de Campobasso. Los días de Zara en el campo transcurrían entre la costura de las sotanas de los curas de la región y la preparación de las mantillas que las mujeres llevaban a misa. Cuidaba de la casa y preparaba exquisitos pasteles de frutas.

Mamma, no puedo quedarme callada. Conozco la historia de mi nacimiento, sí la conozco. Sé que le pidieron a la virgen, pero ¿no está muerta la virgen? ¿Basta con rezar?

Mia bambina, tú sabes mucho más. Ya te he dicho que no es bueno dudar de Dios.

―¿Soy pecadora si dudo? Pues me confieso con el padre Jeremías y ya. ¿No saben rezar las madres de África que pierden sus hijos? ¿Por qué la virgen no las oye a ellas?

―Ya sabes que no son católicos…

―¿Dios es católico? ¿Cuántos dioses hay? Sor Mariana dice que hay un solo Dios.

―Hablaré con las monjas, tu catecismo no está dando resultado.

El colegio Reyes Católicos dirigido por monjas españolas fue donde inició la niña su escuela primaria. Czarina se ganaba el cariño de todos; su carisma y bondad al prójimo eran sus mayores atributos. Luego del llamado nacimiento milagroso de la niña, el doctor Agostini y su esposa se convirtieron en misioneros y llevaban ayuda principalmente a lugares de África, donde acostumbraban suministrar medicamentos y ofrecían servicios médicos, además de su proyecto de fundar escuelas. Cuando sus padres marchaban a alguna larga misión, Czarina quedaba al cuidado de las monjas de la Orden de las Carmelitas Descalzas en el Convento de las Palomas. Con las monjas aprendió el idioma español, a leerlo y a escribirlo con perfección. Tomaba horas de cursos de caligrafía y era una apasionada de la geografía. Conocía todos los países de África y sus capitales.  Recitaba el libro del Génesis a la escasa edad de ocho años. Junto a las monjas, confeccionaba las hostias que se repartirían por todas las iglesias de Campobasso. Una tarde en las que estaba alojándose en el convento, las monjas recibieron un pedido especial de hostias para llevar a la Ciudad del Vaticano. A Czarina le entusiasmó la idea de preparar el pan para una misa que posiblemente sería oficiada por el santo padre.

 ―Sor Mariana ¿quién llevará el pedido de hostias?  ―preguntó la niña.

―Imagino que el padre Jeremías.

―¿Cree usted que el padre me llevaría? Me encantaría ver las iglesias y a lo mejor me dejan ver al papa.

―¡Qué ocurrencias, Czarina! Es un viaje largo y tus padres no están aquí.

―¿Mis padres? A veces me asusta que no regresen. Aunque Dios está con ellos. ¿Él nunca falla, verdad?

―Nunca falla, mi niña, nunca falla. Tranquila, ya regresan en una semana.

―¿Nunca? A mí me parece que… a veces…

―¡Qué piensas decir, muchachita!

―Qué sí falla, sor. ¿Cómo me explica la muerte de tantos niños? El hambre…

―Mi santita, toma el santísimo rosario y reza, reza dos.

―¿Dos rosarios enteros? ¿Penitencia para mí? A ver si le pido al mismo Dios que me explique las muertes y el hambre y las guerras y todo.

Czarina era una soñadora, inventaba cuentos e historietas en todo momento. Decía que quería escribir novelas detectivescas. El pueblo entero la conocía. Le gustaba investigar la vida de todo el mundo. Iba a la tienda por víveres y se tardaba horas conversando con la gente. Amaba compartir con los niños más pequeños, algunas tardes iba al orfanatorio del mismo convento en que la cuidaban y cantaba y leía para los pequeñines. Inventaba aventuras para ellos y se escondían por los rincones. Le daba un sentimiento inmenso la soledad de los pequeñines, huérfanos, sin padres.  Czarina era una niña feliz, siempre sonriente, parlanchina y lista, muy lista. Ya se imaginaba en la Santa Sede admirando la Basílica de San Pedro y acostada en un banco de la Capilla Sixtina observando las pinturas en los altos techos. Siempre se emocionaba cuando veía las láminas de imágenes brillantes intercaladas en los textos de la Sagrada Biblia.

―Sor Mariana, cuando regresen mis padres les pediré que me lleven en su próximo viaje ―dijo la niña mientras sacaba el rosario de su cuello.

―Mi angelito, creo que estás muy pequeña.

 ―¿Pequeña? ¿Tener diez años es ser pequeña? ¿Eso por qué importa? ¿Cuándo se es grande?

―Son viajes muy largos los que realizan tus padres y siempre hay peligros.

―Me cuelgo mi rosario al cuello y quedo protegida. Dios me protege, ¿o no?

―Czarinita parlanchina, usted nunca queda convencida. Sigamos con la tarea de las hostias ―dijo con dulzura la monja.

― O sea, ¿no rezo? ¿Sigo con las hostias? Rezaré en la noche, lo juro.

―Me parece bien.

En las noches que estaba en el convento, Czarina extrañaba demasiado a sus padres. Aprendió a conciliar el sueño mientras le explicaba a sus padres en la penumbra de la habitación las incidencias del día, las andanzas en el colegio, lo que había aprendido aquel día, como si estuvieran frente a ella. Intentaba emular a su madre y rezar el rosario con igual fervor, pero Czarina viajaba entre una y otra de sus fantásticas historias.

―Papito Dios, me he brincado unas cuantas piedritas del rosario, me perdí y no quiero empezar. Has de estar cansado de tantos rezos. Hacer trampa con las piedritas del rosario ¿es pecado? Si es así, me confesaré. Cuida a mis padres y tráelos con bien. Amén. 

Luego de siete largas semanas regresaron los padres de la niña y fueron a recogerla al convento. Lloraron de la alegría, y Czarina gritó emocionada.

―Mi babbo, mamma mía, los he extrañado mucho, no me dejen sola tanto tiempo ―dijo la niña.

 

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