Cuando los Sueños Despiertan

Cuando los Sueños Despiertan

Maria Albiar

20/10/2014

1. El punto de inflexión

Para vivir verdaderamente es necesario renacer.

Para renacer es imprescindible morir.

Y para morir es imprescindible despertar.

Gurdieff

Quien mira hacia fuera, sueña,

quien mira hacia dentro, despierta.

Carl Gustav Jung

A veces podemos pasarnos años sin vivir en absoluto, y de pronto toda nuestra vida se concentra en un solo instante.

Oscar Wilde

Todo lo que nuestros ojos ven, es un sueño dentro de otro sueño”.

Edgar Alan Poe

  Era un 21 de octubre, en la luna de los árboles crecientes, justo el equinoccio de otoño, cuando la noches comienzan a ser más largas, comenzando apenas el siglo XXI. Esa tarde había quedado para tomar algo con Carolina, una amiga que había sido mi profesora de interpretación y posteriormente compañera en algunos bolos y actuaciones. Al fin había decidido salir tras estar encerrada en casa durante mucho tiempo. Acababa de dejarlo con mi tercera pareja y era mi tercer episodio depresivo, pero no quise cometer el mismo error que en la segunda vez. Me negué a volver a depender más de una droga para evadirme de mis problemas. El Prozac fue la panacea antidepresiva que recetaron muchos médicos de cabecera, entre ellos, el mío, y se puso de moda a principios de los 90, mientras estaba acabando la carrera de psicología. Tuve más efectos secundarios que mejorías. No me sentía deprimida pero tampoco eufórica, como ocurría en mis trastornos bipolares. Conseguía sacarme temporalmente del gran hoyo en el que estaba sumergida, atenuándome temporalmente las emociones y equilibrándome los altibajos. Me sentía en un estado dócil, como una zombi en un lugar donde se apartaban las nubes, pero seguía sin aparecer el sol. Así no pensaba más de la cuenta en el mundo donde me encontraba. De todas formas, fue como todo lo que había intentado hasta ese momento haciendo que se siguieran repitiendo las mismas reacciones con situaciones distintas; un parche para una rueda ya desgastada.

  Nada más llamar al timbre, salió Carolina y nos montamos en su Ford Fiesta. En la primera calle que tomamos, nos empotró un gran coche lateralmente por el lado del conductor. Tuvimos suerte porque al ser un todo terreno, no nos volcó. Tan sólo nos desplazó unos tres o cuatro metros. Los cristales del piloto rebotaron de izquierda a derecha en todo el coche, pero no llegaron a herirnos. Tan sólo me dolía un poco el cuello del impacto. Carolina, por el contrario, se alteró bastante. Yo ni siquiera reaccioné. Con la conmoción, me sentía profundamente desorientada. Salimos para que Carolina rellenara con el otro conductor los papeles del seguro, y al acabar de incorporarme, sufrí un desmayo repentino. Al principio fue un zumbido en los oídos, y noté que el cuerpo no me respondía. Mi visión se nubló, sentí que un escalofrío me recorría todo el cuerpo, y de repente me vi desde arriba a mí misma desmayada. Estaba aturdida. ¿Cómo podía estar en dos sitios a la vez? No podía entender lo que sucedía. Entonces vi como una especie de túnel, al final del cual asomaba una luz. Caminé hacia ella, y fue siendo más intensa, hasta casi cegarme. Me dolían los ojos. No podía soportar tanta luminosidad. Me detuve, me relajé y empecé a sentir una sensación incorpórea, como si mis límites se expandieran. Intentaba cerrar los ojos pero no podía. Después sentí como una especie de recopilación de los capítulos más importantes de mi vida. Paseé a través de ellos recordándolos de una forma dura y con cierta tristeza y dolor, reviviéndolos de forma muy personal, aunque paradójicamente, cada vez me sentía cada vez más libre de ataduras. Sentía que me empezaba a fundir con algo a la vez que me sentía liberada. Recuerdo que no deseaba regresar, ya que por primera vez encontré una intensa placidez, como la quietud dentro de un anhelado descanso cósmico. Era una sensación de bienestar y de  una infinita calma. De repente noté que algo me tiraba desde atrás, entre mi nuca y mi coronilla, como si no quisiera que siguiera avanzando hacia la luz. Todavía tenía un asunto pendiente: el de ocuparme de mi familia. Lo siguiente que recuerdo es que me encontraba en una habitación blanca muy luminosa con Carolina y llamando a un médico para avisar de que había despertado.

Durante mi estancia allí, recuerdo que en el hospital no me preocupaba mucho mi estado de salud. De hecho, creo que hubiera preferido haber muerto en el mismo sitio del accidente, justo después de quedarme inconsciente. Al menos apenas hubiera sufrido. Pero inexplicablemente, hubo un impulso que me retuvo en este mundo: el de resolver mis asuntos inconclusos. Estando allí, me di cuenta de como los hospitales podían ser, además de otras cosas, lugares de tránsito entre almas que vienen y otras que se van, donde hay nacimientos de seres que llegan y muertes de otros que regresan a la luz, a las estrellas, quién sabe…

Me realizaron un escáner y algunas pruebas más exhaustivas. Finalmente, el doctor Abad me informó de que me detectaron un neuroglioblastoma, siendo la esperanza máxima de vida un año, pudiendo incluso morir en apenas unas semanas o incluso días. En tan sólo unos instantes vi cómo se desplomó todo mi mundo; otra vez. Aunque después de todo y pensándolo bien, no tendría que ocuparme del trabajo sucio de suicidarme, sino que mi cuerpo sería el único en decidirlo.

Para mi querido Mix, las cosas que nos ocurrían siempre tenían alguna razón, aunque no pudiéramos encontrarle un sentido en ese momento. Me leía en unos registros donde hasta entonces, nadie lo había hecho. Sentía que lo conocía muy bien, como si lo hubiera conocido en otra vida. Toda su vida la podía sentir en sus ojos, capturando su historia en sólo un instante. Él me enseñó a sentir el corazón del otro simplemente con una mirada. A un nivel inexplicable era capaz de oír y percibir sus pensamientos y de ver su alma a través de sus ojos llegando a sentir su espíritu. Había poca gente con la que pudiera compartir mis inquietudes, y él era una de ellas. Tenía la capacidad para escuchar y responder de una forma que demostraba que me entendía en muchos aspectos. Su gran elocuencia despertaba mi mente y mis sentidos. Me encendía el corazón y  me apaciguaba la mente, la cual se aquietaba y vivía en cada respiro, siendo consciente de cada sorbo de aire y de cada latido de mi corazón. Cada vez que estaba con él me sentía más viva que nunca. Conseguía hacer de cada instante algo eterno, donde tiempo no existía. Me sentía fuerte y poderosa a la vez que débil y vulnerable. Era como un dual Big-bang cósmico que experimentaba por todo mi cuerpo, sintiendo en mi interior los confines del universo.

Siempre me atrajeron los hombres más jóvenes y llenos de ideas. Supongo que era por una parte, para compensar la educación tan poco estimulante que recibí en mi familia, y por otra parte, porque siempre necesité sentir que era yo la que controlara la situación, ya que en mi infancia no era yo la que controlaba las cosas cuando mi tío abusaba de mí. Para Mix, uno de  los mayores miedos era el no poder controlar las situaciones.

– No tiene sentido el preocuparse por las cosas que no puedo controlar, pues si no tengo control sobre ellas, no tiene sentido preocuparse. Y al dejar de preocuparme, dejo de crear resistencias. ¿Entonces, que necesito controlar?- decía.

Según él, era mejor dejarse acontecer y fluir por la vida. Ella nos guiaría hacia nuestro destino. Siempre tuve especial predilección y admiración por los profesores y oradores, y por personas que me pudieran instruir de algún modo ampliándome el reducido, limitado, hermético e inflexible mundo que había estado respirando durante muchos años en mi familia. Alguien que ampliara mi visión de las cosas, a la vez que pudiera hacerme explorar mi interior. Y Mix era ese cóctel explosivo de estas dos cualidades. Siempre me sentí una eterna estudiante. Estaba en mi naturaleza el cuestionar las cosas. Me veía reflejada y reconocida en él porque nos dirigíamos hacia el mismo lugar. Había cosas donde se abría, y en otros momentos, no me decía nada. como si le envolviera un gran misterio. Era como un enigma sin resolver,  como si poco a poco me fuera preparando el terreno para desvelar cada vez más información, como algo que te da las pistas para poder encontrar el tesoro escondido de los piratas en esas secretas islas vírgenes que sólo ellos conocen. Siempre se dirigía a mí desde la cordialidad. Su naturaleza era estable y tranquila. Era sincero, campechano, bondadoso, expansivo, abundante, benevolente, receptivo, tolerante y gentil. Desde el principio estaba dispuesta a mostrarme y e incluso sentirme vulnerable para conocerle mejor.

– En tu vulnerabilidad reside tu fuerza – me decía.

Su piel era blanca, lechosa y delicada. Sus ojos grandes y almendrados color esmeralda, su nariz algo chata, ancha y redondeada. Sus tímidos y pequeños labios se ocultaban tras una barba que poseía infinidad de matices, desde el castaño oscuro hasta el pelirrojo irlandés. Tenía una fuerte y brillante cabellera castaña deliciosamente ondulada, con cierto estilo griego. Sus ojos eran dulces a la vez que penetrantes y enigmáticos, y me transmitía una sensación de tranquilidad y paz indescriptibles, como cuando una madre mira a su pequeño candorosamente. Otras veces, su mirada era melancólicamente romántica como una tarde de lluvia otoñal, misteriosa como los rayos nocturnos de luna llena reflejados en el mar, serena como las profundidades de un lago plácido e insondable, y a la vez, reposada y firme, como un árbol o una gran montaña. Su cuello era robusto, con un ancho pecho, y le acompañaba su siempre noble, honorable, refinado, majestuoso y elegante porte. Y era gallardo como un caballero, o incluso un rey.

La forma en la que lo conocí fue un tanto peculiar. Al día siguiente de darme de alta en el hospital, fui a dar un paseo por la ciudad buscando zonas verdes donde relajarme, aclararme las ideas y encontrar un poco de paz. Iba directa a los Jardines de Monforte,  pero a punto de llegar, en la zona de la Alameda, una especie de árbol situado en medio de dos bloques de edificios captó  mi atención. Hacía tiempo que no me hablaba la naturaleza, pero sin saber porqué, me fui aproximando a él, como si balanceado levemente por el viento, sus hojas estuvieran susurrando mi nombre. Algo inexplicable me atrajo, como si reconociera una parte de él en mí. Era un enorme y energético ficus cuyas poderosas ramas desafiaban la ley de la gravedad buscando la luz del sol. Empecé a dar vueltas alrededor de él para admirarlo en toda su magnificencia. Enraizado a la tierra durante siglos, me preguntaba cuántas veces habría mecido el viento su ramaje, cuantas historias a sus pies podría contar, cuantas lluvias le habrían dado de beber, o cuantas veces habría saludado al sol por las mañanas y recibido sus bondades. Sentí una sensación de cobijo, imaginándome que sus ramas me abrazaban, me cobijaban y me protegían. Apoyé mi mano en tu tronco durante un rato y después me senté a sus pies. Entonces oí una aterciopelada voz detrás de mí que decía:

– Esto es un ficus centenario. Este anciano ser tiene más años que nuestros abuelos, llegando a vivir varias generaciones. Debajo de muchos árboles se han llegado a iluminar grandes maestros.

– Yo no tengo abuelos- le repliqué de una forma desapasionada, árida, altiva y defensiva mientras me incorporaba.

– Era tan sólo un comentario- dijo sonriéndome. Entonces le hice un gesto de sonrisa de medio lado y siguió explicando:

– Este ficus es muy inteligente, y además, mi favorito. Sus lianas se hunden en la tierra y se transforman en raíz para que pueda seguir sosteniéndose y expandiéndose. Asombroso, ¿no crees? Me llamo David, pero llámame Mixcoatl- me dijo extendiéndome la mano.

– Yo me llamo María- le respondí extendiendo la mía tímidamente mientras le esbozaba una  medio sonrisa.

2. Los 3 episodios depresivos

Mi tercer episodio depresivo fue el punto más bajo donde hasta entonces mi montaña rusa de emociones me había llevado. Mi vida había fluctuado en períodos de mayor holgura material y espiritual con otros de dificultad económica y pesimismo. Esto lo define el DSM-IV como períodos maníaco-depresivos. Durante mis brotes, en la manía tenía estados de euforia. Estando en la cima del éxtasis y la felicidad me autoengañaba inventándome una realidad ficticia, y el periodo siguiente era una pendiente de bajada muy inclinada, descendiendo en picado hasta los más negros abismos del desamor y la desdicha, ya que me daba cuenta de que las expectativas que había formado en mi mente en la etapa de manía, después no concordaban con la situación real. Atrapada en mi melancolía enfermiza y en mis propias obsesiones, veía otra vez  la realidad con su consecuente recaída. Sentía que todo lo que hacía caía en saco roto. Veía una gran diferencia entre mi situación real y las expectativas que tenía de unas circunstancias ideales para experimentar esa felicidad plena, la cual nunca llegaba a alcanzar. Y otra vez volvía a la manía, con el riesgo de tener que llevar a cabo todo aquello que había estado gestando en el período depresivo, incluido todo aquello que planeara acabar con mi vida. Y entonces es cuando la noche se cernía con su insondable abismo.

Mix me decía que estaba bien curtida respecto a la frustración. Había veces que lo llegaba a odiar, porque siempre había algo dentro de mí que conseguía removerme, alterándome y desbaratándome, haciéndome viajar al encuentro de todas esas partes olvidadas de mi alma, que después rescataría y unificaría. Sacudía mis cimientos, conduciéndome hacia los lugares más insospechados de mí misma, arrancando mis más primitivos y arcaicos instintos y transmutarlos. Era brutalmente sincero y nunca se callaba nada. De mi angustia, mi ira y mi temor, emergía después una energía transformada en acción y creatividad que se transmutaba en alguna parte del camino, un punto de inflexión que marcaba un rumbo diferente al que existía en un principio. Después de sacarme mis gritos, mis convulsiones, mis lloros, mis estallidos y mis enfados, siempre encontraba una quietud inexplicable que me hacía reencontrarme con una parte de mí misma que hasta entonces no conocía. Podía  todo mi mundo y generar una tormenta que provocaba las lluvias monzónicas agitando las aguas de mi corazón, provocando un mar de sensaciones en lo más álgido de la tempestad, torbellinos energéticos que me centrifugaban y me desanclaban de mi centro provocándome mareos e incluso vértigos. Podía dar rienda suelta a una cólera capaz de sacudir el cielo. Y después me llevaba a una paz interior capaz de calmar mis aguas y aplacar la agitación de mi ánimo en lo más profundo de mi corazón, de apaciguarme y sumergirme en ese silencio escuchando la vida. Al principio, estaba a la defensiva, pero después, me desarmaba completamente. Me proporcionó las llaves maestras y mágicas capaces de abrir mis celdas interiores desde donde liberar sentimientos y recuerdos reprimidos y poder transformarnos a partir de un punto de inflexión, conectándome cada vez más con la vida. Esas partes que juzgaba de mí misma como algo inaceptable, gritaban desesperadamente para salir. Me ayudó a expresarme, transformando mis armas de defensa en armas de luz. Me repitieron tanto en mi educación católica de una forma fanática que tenía que ser buena mientras me gritaban y me maltrataban, que no me expresé en ese momento como necesitaba. Sentía que tenía todavía mucha energía por liberar. En los momentos de liberación si que sentía que Dios me zarandeaba y mi razón se rompía en pedazos, entrando en ese caos que tanto temía. Se dice que nuestro enemigo es nuestro mejor maestro, porque ahí es donde tenemos la oportunidad real de practicar la paciencia y la tolerancia. De ahí surge la verdadera práctica. Y que el miedo es muchas veces nuestro aliado para poder transformarlo encontrar nuestro verdadero poder. Mix era el bendito malvado que a veces sacudía continuamente el mundo de mi razón y que desde aquí agradezco profundamente, porque dio a mi historia riqueza y profundidad.

Sobre todo, en los episodios depresivos, confundía mis sueños con expectativas, porque los sueños me abrían el mundo y tenía que ver con el camino, con marcar una dirección, y las expectativas  me encerraban en la espera pasiva de lo deseado, y tenían más que ver con el resultado.  Y una dirección es mucho más que un resultado. Mix me dijo una vez:

– Una caminata es antes que el medio para llegar a algún lado, el medio para estar donde se está. Uno encuentra el camino mientras lo recorre. No vayas mirando siempre la cima, sino que de vez en cuando, mires también a tu alrededor. Aunque quieras llegar en la cima de la montaña, toda la felicidad pasa mientras la asciendes.

Creo que, en el fondo, no me daba cuenta todavía de que lo importante no era sólo el resultado del objetivo, sino el placer de transitar también el camino. Concentrándome en el pasado o el futuro, no me ocupaba plenamente del presente. Necesitaba gozar del viaje y no pensar sólo en la meta, y a veces, no tenía que correr hacia ninguna parte, sólo saber dar cada paso plenamente. Se trataba de no reducir el momento presente a ser un medio para un fin, ya que así, el presente nunca sería suficientemente bueno, y el futuro siempre parecería mejor. Era una receta perfecta para la insatisfacción permanente y el descontento. Había mucha gente que se pasa toda la vida esperando para empezar a vivir, entre ellas, yo misma.

Mis tres episodios depresivos compartieron rasgos comunes que conseguí recopilar y clasificar a lo largo del tiempo. Respecto a los físicos, sentía la cabeza embotada, sobretodo en la parte frontal, como si me la estuvieran triturando. También  tenía hipersensibilidad a la luz. Era como si miles de agujas se me clavaran en los ojos cada vez que la luz intentaba penetrar en ellos. Iba acompañado de ansiedad, ya que no podía conciliar el sueño y me desvelaba fácilmente. Nada más despertarme, en cuando era consciente de mi cuerpo, sentía una punzada, penetrante y permanente en mi estómago. Esto me provocó una importante pérdida de apetito que conllevó una notable disminución de peso. Tenía también más ataques de hipo que antes. Incluso había veces que me costaba respirar. Noté también un descenso en mi libido. Pasé de masturbarme tres veces por semana, a una vez al mes. Las nereidas y las ninfas que se habían expresado a través de mí en otros momentos de mi vida, ni siquiera querían salir. También me costaba mucho levantarme de la cama.  Me pesaba mucho el cuerpo, ya que me sentía cansada y con muy poca energía. Mis movimientos corporales eran muy lentos, al igual que mis pensamientos. Mi sistema inmune se debilitó, me bajaron las defensas y tuve resfriados, fiebres y ciertas infecciones. La presión arterial la tenía más alta de lo habitual. Debido al bombardeo continuo de mis intrusivos pensamientos, mi respiración clavicular se aceleraba con más facilidad, al igual que mi ritmo cardíaco, juntos a palpitaciones y sudoraciones, que conllevó a experimentar las llamadas “crisis de ansiedad” o “ataques de pánico”. Sentía que mi corazón se salía de mi pecho, como si hubiera una resistencia a que mi corazón se acelerara, como una losa que lo aprisionaba. El miedo atroz era como un motor encloquecido, que una vez puesto en marcha, no había forma de parar. Me achicaba, me arrugaba y me paralizaba tanto, que parecía un perro con el rabo entre las piernas, para poco a poco acabar creándome un caparazón como defensa para protegerme del peligro. La comida la notaba insulsa. Mi sentido del gusto y del olfato disminuyó considerablemente. Todo me sabía igual. Comía a deshoras y mal. No me alimentaba, sino que introducía comestibles en mi cuerpo por pura inercia. Era una muerta en vida.

Mis hábitos también cambiaron, y una característica importante fue el desarreglo personal, ya que me costaba mucho esfuerzo vestirme y afrontar el día, porque la luz de la mañana me cegaba. Prefería estar en la cama durante todo el día. Apenas hablaba, y cada vez, me encerraba más en mi misma. También tenía sensación de no poder controlar las cosas con las que antes me manejaba sin ninguna dificultad. Empecé a no salir de casa por miedo a encontrarme cosas inesperadas, con lo cual desarrollé cierta agorafobia. Me costaba incluso salir de mi habitación. En mi territorio conocía y podía controlar las cosas, y lo exterior se convertía una amenaza para mi seguridad. Llegué a tener desorientación espacio-temporal, ya que no sabía a veces dónde me encontraba, o qué día era. Como una zombi, vagabundeaba encorvada y cabizbaja con la mirada vacía sin ningún rumbo. No reaccionaba a las noticias del mundo exterior  ni a la gente. Mi agorafobia contrastaba mucho con situaciones anteriores en mi vida donde incluso había vivido en el extranjero. La energía, la flexibilidad y la adaptabilidad que anteriormente tenía, me permitió desenvolverme en cualquier lugar del extranjero cuando crucé el océano para visitar a una amiga en Florida o cuando estuve viviendo en un barrio marginal de Holanda cursando mi último año de carrera. Recordaba con nostalgia la motivación de mi juventud a pesar de los riesgos. Antes me definía a mí misma por una capacidad camaleónica para adaptarme a infinidad de situaciones, y en ese momento, tenía pánico a cruzar el límite entre mi habitación y el mundo exterior. Parecía un lejano vestigio de lo que un día fui.

Desatendí a mi cuerpo por completo. Me maltrataba el cuerpo comiéndome las uñas además de beber y fumar más. Mi mirada estaba perdida, errante y desorientada la mayor parte del tiempo, mirando cualquier cosa menos los bordes de mi abismo, esa fuerza oculta esperando a ser despertada disfrazada de un angustioso pozo negro y profundo de pecado y sufrimiento, el centro de un infierno que me conducía hacia la desesperación. Poco a poco fui perdiendo el contacto visual con la gente y con el mundo. Me sentía apática, impasible e indiferente a todo. Otras veces lloraba de una forma ansiosa y descontrolada sin una causa aparente. Esta dejadez se traducía  en muy poca motivación por hacer las cosas. Ya nada me producía placer en ningún sentido. Me sentía incapaz de tomar decisiones simples que antes tomaba inconscientemente, y cada pequeño problema, por muy pequeño que fuera, se me hacía una montaña. Había veces donde el esfuerzo que me suponía no me compensaba con la sensación de placer que esperaba de esa situación. Ya no tenía voluntad para hacer las cosas. Era incapaz de empezar un diminuto proyecto y poder acabarlo, ya que la motivación no era suficiente. Me sentía sin fuerzas para poder avanzar y acabar lo que había empezado. Mi capacidad en mi disposición de ánimo para planificarlas y llevarlas a cabo había desaparecido casi por completo.

Respecto a los cambios psicológicos, noté una pérdida bastante importante de memoria, ya que llegué a tener grandes lagunas. Los pensamientos negativos y obsesivos me embargaban, y mi poder de atención y concentración disminuyó. No podía retener la información. Mi mente estaba atorada, trabajaba muy lentamente y me sentía muy dispersa. Me pesaba muchísimo el sólo hecho de pensar. Mis caóticos pensamientos me aturullaban. Digamos que mi memoria operativa se colgaba frecuentemente, y a veces, se cortocircuitaba. Lo que sucedía a mi alrededor lo captaba de una forma distorsionada y catastrófica. Un fuerte sentimiento de ahogo y de impotencia  me invadía, cuestionando cada vez más mi autoestima y mi valía personal, desintegrando mi confianza. Realmente ya había perdido interés y motivación por cualquier cosa de este mundo y me daba igual mi existencia aquí que en el otro. Las ideas del suicidio iban cobrando cada vez más fuerza. Sentía que jamás sería incapaz de reponerme. Sentía desasosiego, irritabilidad, y tuve también problemas de identidad. Cuando me salía algo mal, los pensamientos negativos me invadían automáticamente como un martilleo continuo, como una marea negra que avanzaba lenta e inexorablemente. El infierno no quema: es helado. Me sentía tremendamente sola. Mi cuerpo se sentía frío y tembloroso. Y así empezó a ser un círculo vicioso, una espiral de autodestrucción que poco a poco me absorbía cada vez más hacia un frío y negro abismo, un dantesco y gris hielo infernal lleno de taciturnas, gélidas y espesas nieblas rodeadas de escarcha por todas partes. En el centro de ese infierno existía una profunda carencia de calor y de afecto, un lugar helado de muerte absoluta donde estaba la negación de toda posibilidad de vida. Quién me iba a decir que allá en lo más profundo de mi infierno, iba a encontrar finalmente mi propia salvación…

Me costaba más pensar, y cuanto más demoraba mis decisiones, más lentos eran mis pensamientos. Carecía de criterio alguno. Como un ordenador que cuantos más datos guarda, peor funciona su sistema operativo, era como si intentara guardar los problemas en un cajón para evitarlos y postergarlos, y al día siguiente hiciera lo mismo que el día anterior. Cada día se me acumulan más asuntos inconclusos sin archivar, y el amontonado cajón era imposible cerrarlo. Cada irresolución me llevaba cada vez más hacia un atolladero del que no podía escapar. Ni siquiera respondía a las llamadas del teléfono. La vida era una guerra y cada día una batalla. Mi alma estaba encallada y colapsada. No proyectaba ninguna idea de futuro. Me volví perezosa y letárgica. Sentía que estaba condenada para siempre a ese estado zombi de vivir a medias, como lo había hecho mi familia. Sabía que debía levantarme de la cama para detener el sentimiento de desesperación, para evitar pensar en el interminable día que me esperaba. Carecía de inspiración e iniciativa. No me centraba en ninguna tarea. Acobardada ante la vida, deseaba quedarme en un lugar resguardado, en un rincón, sin moverme ni un ápice, mientras el mundo continuaba cambiando a un ritmo sin descanso. Toda tentativa de ir hacia la vida, de tomar algún riesgo, hacía que retomara ese estado de inmovilidad, no porque tuviera ganas, sino porque ya lo conocía. Como un agua  inmóvil, me sentía empozada y estancada en la ciénaga de mis lamentaciones. Me sentía en una especie de fosa séptica fangosa y pestilente rebozándome en lo abisal y profundo, donde el barro se subleva, tornándose en las arenas movedizas de mis miserias, olvidando cuando comencé ese estado. Como cuando mi abuela y los niños del colegio me pegaban, tenía pánico a moverme por miedo a hundirme más, por miedo a las represarías. Y cuando algo detiene su energía y se estanca durante demasiado tiempo, ese algo acaba pudriéndose, oxidándose, agriándose o tornándose rancio. Como un motor averiado, la vida continuaba con su llamada de unirme a su ritmo, pero el miedo y el victimismo me vencían paralizándome. Carecía de ningún impulso que me empujara hacia delante. Mi estado decadente me enfrascaba tanto en mi dolor, que no era capaz de ver el de los demás. Al fin y al cabo, no era alguien que recogía basura de la chureca, ni era un niño soldado de Sierra Leona, ni era un niño albino en Tanzania cuyo cuerpo se cotizaba muy alto y cuyas partes del cuerpo se empleaban en rituales chamánicos para dar suerte. Tampoco era una mujer víctima de los femenicidios de ciudad Juarez que finalmente se asesinaba tras haber sido violada infinidad de veces, ni había nacido en Tailandia para acabar trabajando en un burdel, ni en Nigeria, donde podrían haberme lapidado por adúltera, ni había nacido en Afganistán, donde hubiera ocultado mi rostro por el burka. Tampoco había nacido en Somalia, donde me hubieran practicado la ablación cuando era una niña. No había nacido en el Congo, donde milicias y grupos armados controlan la extracción de riqueza subterránea mineral para conseguir los tan ansiados móviles de nuestra despilfarradora y opulenta sociedad occidental. Ni tampoco había nacido en ningún pueblo del mundo donde les sobran guerras y les falta un futuro al que arraigarse. En el fondo, había tenido mucha suerte…

Mix decía que a veces necesitamos los momentos valle de la tristeza y la reflexión para saber disfrutar después de los momentos cima, pero sin confundirlo con algo donde podemos caer en la tentación de regodearnos, y por lo tanto, de perpetuar nuestro sufrimiento. Los momentos de tristeza nos permiten hacer una parada para replantearnos las cosas y desarrollarnos, siendo los momentos de máxima inteligencia, donde podemos darnos cuenta de que lo que hacemos con nuestro tiempo es lo que hacemos con nuestra vida, aprendiendo a asumir las pérdidas y a buscar nuevas opciones. El valle es un buen momento para replantearnos nuestros condicionamientos. Simplemente se trata de observar con suave y serena atención. Porque no es lo mismo mirar que ver. Oír prestando atención es escuchar. La atención afirma y pule los sentidos, aumentando la sensibilidad y la intuición. Ahí es donde captamos la verdad sin mente.

Para Mix, el universo era como un duende que te da un amoroso empujón para que seguir hacia delante, superando retos cuando nos despistamos y pensando que ya está todo hecho y que ya hemos aprendido todo. Decía que el Gran Espíritu confía en nosotros, porque sabe que en el fondo somos más fuertes de lo que pensamos y nos envía cada día cosas que nuestra alma está verdaderamente preparada para afrontar, aunque nosotros creamos que no somos capaces de soportarlo. El fue un catalizador emocional que extrajo a mi superficie mis posos más estancados. La sensación de sentirme una víctima la tuve incrustada durante muchos años, y de alguna forma, creo que las células de mi cuerpo fueron almacenando esa sensación hasta hacerla crónica en mi forma de sentir las cosas. Era un dolor muy profundo donde de forma inconsciente quedaron grabadas más cosas de las que pensaba. El dolor físico lastima, pero el psicológico te desgarra. Mis constantes vitales se mantenían, pero en mis profundidades me sentía muerta, como si el flujo del corazón estuviera obstruido. Simplemente no tenía una motivación para seguir latiendo. No percibía en mí ni un ápice de vida. Era como si alguien me hubiera puesto sin permiso una losa de piedras sobre mi espalda. Ya había perdido toda pasión por la vida. Todo me costaba más, y no disfrutaba lo mismo que antes. Había desaparecido toda idea incluso de desear o anhelar algo. No existía un objetivo ni un sueño que persiguiera, porque me sentía inútil y me fallaban las fuerzas. Sentía que lo había perdido todo. Ya no quería ni siquiera vivir. Me había abandonado totalmente. Mi corazón sufría una muerte lenta hacia el vació, sin ninguna esperanza. Y no hay nada peor que sentir la muerte en tu corazón estando vivo, latiendo sin ningún sentido. Esperaba sin ninguna ilusión el final de mis días, sin importarme nada. Y cuando sientes que tu vida se apaga y la oscuridad te invade, es difícil ver el lado luminoso de la vida. Mi infierno era vivir día a día sin saber la razón de mi existencia, perdiendo mis esperanzas cual hojas de los árboles de ese otoño. Encerrada en mi negativo universo, estaba enfadada con Dios y con el mundo, pero en el fondo no quería reconocer que lo estaba conmigo misma. Mis pensamientos trenzados y enmarañados generaban tormentas de rabia e impotencia, y dirigía hacia fuera todo aquello que no quería ver en mi inconsciente, o peor, lo enviaba hacia dentro machacándome de una forma autodestructiva y me fustigaba generando sentimientos de culpa. Así que si seguía saboteándome, me seguiría sintiendo una víctima de mi propia vida y mis propias circunstancias. Lo que me enfermaba realmente, no era lo que ocurría, sino no el no aceptarlo.

Los fantasmas y las sombras amenazantes me invadían en la noche mientras dormía, y a la larga, se hacía difícil convivir con ellos. La oscuridad fue tiñendo cada vez más mi agitado corazón y los miedos se fueron instalando cada vez más en mis sueños. Los recuerdos amargos de mi pasado y la visión de un futuro pesimista, negativo y catastrófico, cobraban cada vez más importancia aprisionando y ahogando cada vez más mi presente. Vivía presionada entre un pasado tenebroso lleno de años de culpabilidad y esterilidad y un futuro donde el horizonte ya se perfilaba sombrío, donde sin haberlo vivido todavía, tenía ya un mal recuerdo de él. Me preocupaba por el futuro y me sentía culpable por el pasado olvidándome del presente. Mi vida era un tormento donde los pensamientos negativos avanzaban lenta e inexorablemente, una espiral interminable donde los días grises y opacos jamás terminaban, desmoronándose todas mis ilusiones. La vida se me escapaba y se me escurría por todas partes. Estaba dormida, atrapada en la pesadilla perpetua de una vida basada en el miedo y en la duda.

Mi mente era una fiera y a la vez contenida tormenta, una condensada y contenida nube gris, como un negruzco nubarrón de pensamientos me arrastraba inevitablemente hacia un estado que no podía controlar. No veía las contenidas y amargas lágrimas del cielo, pero sí las podía sentir, queriéndose abatir los rayos de furia y truenos de rabia sobre los campos yermos. Era como algo estuviera estrangulando mi corazón, y mi vida entera naufragara a punto de ahogarse en medio de un océano frío, oscuro y desconocido donde no podía divisar tierra firme hacia dónde dirigirme. Me sentía como una pequeña barquita que zozobraba constantemente en las turbulencias del mar de mis emociones. Dentro de ese mar embravecido, en medio de esa búsqueda errante e infructuosa nada podía hacerme salir de aquél tempestuoso naufragio, y cualquier puerto es bueno en medio de una tormenta. Tenía una ruta sin rumbo, llegando a perder el sentido de quién era. Como en una encarnizada lucha de titanes, mi corazón y mis pensamientos generaban todavía más tensión y cansancio en mi cuerpo en esa interminable disputa. Me encontraba cansada y apenas me inmutaba para comunicarme con el mundo, mientras que interiormente me sentía como un turbulento y agitado mar en la tempestad. Era como los oscuros y sombríos sueños que siempre había tenido de pequeña, temiendo siempre el terminar engullida por la fuerza devastadora de unas tempestuosas y amenazantes aguas que jamás se aquietaban. En mis múltiples pesadillas, la idea de sumergirme en las profundidades del océano me aterraba, porque temía ahogarme en el mar de mis emociones desbocadas e incontroladas, en la angustia de mi propio llanto. Como en una pesadilla de la cual estás deseando despertar, sólo tenía ganas de perder el sentido y desaparecer del mundo. Sólo que si lo hacía, jamás podría regresar.

 

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